La reforma política y sus perspectivas

CRÍTICOS Y PARTIDARIOS

La reforma política de 1978 es interpretada de varios modos. Entre sus partidarios puede decirse que hay una interpretación liberal, otra de la “democracia social”, y otra más socialista y comunista. Los partidarios de la reforma política se dividen entre sus postulantes y quienes le brindan un “apoyo crítico” señalando limitaciones y medidas complementarias. Entre sus opositores destacan, en extremos opuestos, por un lado, ideólogos reaccionarios y prefascistas, y por otro, ideólogos radicales, izquierdistas y revolucionarios. Éstos, en general, no están organizados en forma de partidos políticos, son extremadamente heterogéneos y de algún modo expresan la crítica de las canas medias radicalizadas, o de la población marginada del campo y la ciudad, cuyas formas de resistencia popular no se manifiestan en el terreno electoral o partidario.

En torno a la reforma política se libra una lucha de clases extremadamente compleja, con expresiones y significados múltiples. La diferencia principal radica en el contenido de clase del proyecto. Para liberales y socialde-mócratas el objetivo final no supone el proyecto de un Estado de los trabajadores, o sólo se le enuncia como tal sin consecuencias teóricas o prácticas de significación.

Los liberales piensan en términos de una democracia plural, con partidos y parlamentos. No rechazan la dependencia del imperialismo, ni la sociedad capitalista, ni la fuerza del capital monopólico. Se limitan a criticar la excesiva fuerza del Estado y su carácter autoritario. Reclaman el respeto al sufragio, a las elecciones, a los partidos, al parlamento.

Los partidarios de la “democracia social”, por llamar de algún modo a la corriente progresista del gobierno, sostienen posiciones democráticas, nacionalistas y laboristas que buscan recrear y ampliar la antigua alianza popular encabezada por el gobierno, a la vez que desean aumentar la injerencia del Estado en la economía y crear una pluralidad de partidos más amplia y significativa. Enmedio de sus variantes esta corriente basa su pensamiento en las formaciones económicas, sociales y políticas más inmediatas y sobre las que operan de manera directa. Sin desconocer la existencia de una sociedad de clases e incluso haciendo referencia a la lucha de clases, busca fortalecer el papel del Estado en la economía, la sociedad y la política. Para esta corriente ni la sociedad de clases, ni la lucha de clases, ni el capitalismo, ni el capital monopólico, ni el imperialismo son la base de sus proyectos de acción, sino su problema de gobierno. Fundada en las categorías de su práctica gubernamental intenta fortalecer su capacidad arbitral y gestora, hegemónica, frente a la política de concesiones al gran capital y de represiones al pueblo. De todas tiene práctica. La práctica opera en una economía “mixta” o “multisectorial” con tres sectores principales: la propiedad del Estado (o nacional), la propiedad social (de pueblos, ejidos, cooperativas) y la propiedad privada. El Estado y su partido, que manejan la economía y la política, se fundan a su vez en la práctica de tres sectores: el obrero, el campesino y el popular. Los políticos, los directores de empresas públicas, los funcionarios y líderes del gobierno practican la política, la administración, el arbitraje, el sufragio, la gestión, la concesión, la represión, calculando la correlación de fuerzas de esos “sectores”, y la de las clases. Buscan hoy mejorar la correlación de fuerzas frente a un capital monopólico cada vez más exigente y agresivo y frente a una población marginal, popular y obrera cada vez más rebelde. Para conseguir ese propósito piensan en aumentar la fuerza del sector público y social de la economía frente al privado, mientras que provocan la repolitización parcial de la clase obrera organizada en una doble forma: mediante acuerdos políticos con todos los partidos de izquierda que representan los intereses inmediatos e históricos de la clase obrera, y mediante una activación política del sindicalismo oficial. Al mismo tiempo reafirman su fuerza por todos los medios, incluida la represión que no da lugar a dudas sobre su voluntad de gobernar sin que ellos cambien y de regular cualquier cambio.

La reforma política busca reorganizar a los partidos de oposición al Estado, y al partido del Estado, aquéllos insuficientemente representados por el PAN, y el PPS. El PAN (Partido de Acción Nacional) significó una oposición legal y funcional frente a la antigua reacción derrotada, cuyos sobrevivientes encontraron en ese partido la forma de expresar sus ideas y de presionar por sus intereses con un lenguaje liberal, católico y legal. El PP (después Partido Popular Socialista) representó la oposición política y legal de las facciones sindicales inconformes con el control administrativo de los líderes obreros, y estuvo encabezado por aquéllos más comprometidos con la política sindical cardenista que fueron debilitados y desplazados por gobiernos crecientemente comprometidos con la gran burguesía y el capital monopólico. En los últimos años esos partidos dejaron de encuadrar a una oposición significativa a la que se intenta encauzar y legalizar. El PCM, el PST y otros partidos que con la reforma política tendrán acceso a las luchas electorales y parlamentarias, han de representar, según se espera, la nueva oposición legal y útil de una izquierda en ascenso que se hallaba peligrosamente en un partido sin plenos derechos, o fuera de todo partido. El PDM (Partido Demócrata Mexicano) cumplirá un papel semejante para facciones de la derecha a las que nunca logró encuadrar el PAN.

La reforma política diseñada por los ideólogos de la “democracia social” se preocupa por reordenar la oposición no sólo para seguir ocupando el “centro”, sino para lograr que la clase obrera vuelva a cumplir el papel de una fuerza capaz de impedir que la crisis económica derive en un régimen fascista, de facto. En esta perspectiva la reforma política ha sido un primer paso que tiende a acercar a los partidos que representan, desde la oposición de izquierda, los intereses inmediatos e históricos de la clase obrera. Al jugar esos partidos un nuevo papel en el sistema electoral y político éste aumenta sus canales de comunicación y se vuelve más flexible y vivo, mientras aquéllos operan como un motor de cambios en el sindicalismo oficial y en el partido oficial, a modo que aumente la presencia en ellos de la clase obrera.

A la reforma de la Ley Electoral ha sucedido una reactivación política de la CTM y del Congreso del Trabajo. Uno y otro organismos, representantes del sindicalismo oficial, han vuelto a plantear un programa nacional, una política económica, social, cultural e internacional. Y han propuesto una reorganización del PRI en que aumente la injerencia del sector obrero y de la base obrera. Sus líderes y organizaciones han llamado a la unidad a los líderes y organizaciones de la insurgencia obrera, mientras exigían y lograban la represión ejemplar de los reacios y de nuevos grupos de poder sindical. La clase obrera se ha reconstruido con celeridad y fuerza innegables, como por arte de magia, como si de ella y sus más genuinos mediadores estuviera surgiendo el proyecto. La mediación real de un sistema de economía mixta y la de un sector obrero que es parte del Estado son sin embargo innegables, como lo es el poder reconocido y mediado de esa clase, cuyo lenguaje y filosofía parecen ocupar súbitamente un primer plano de la escena con objetivos a corto y largo plazo, en proceso de definición democrática, económica y socialista. En la asamblea del Congreso del Trabajo se llegó a afirmar que “la meta suprema del sindicalismo revolucionario es remplazar los cimientos del sistema capitalista por una sociedad de trabajadores”. Al mismo tiempo se apoyó la reforma política en sus términos, se precisó la mayor intervención del Estado en la economía, y se postuló la necesidad de una democracia económica, dirigida a preservar y aumentar los ingresos y prestaciones de los obreros organizados y las clases medias. La clase obrera resurgió como la nueva posibilidad de una política de desarrollo dentro de un capitalismo más avanzado y democrático, en cuyos aparatos de producción y gobierno exista mayor presencia de los trabajadores y los sindicatos. En la reunión preparatoria de la novena asamblea del PRI se repitieron parecidos conceptos. Se habló de reformar al PRI “para que sea un partido de trabajadores” que luche por “hacer de México un país de trabajadores”. Y aunque pronto se escucharon voces contrarias la presencia obrera y el proyecto obrero no dejaron de manifestarse. Las posibilidades de que el Congreso del Trabajo y las fuerzas progresistas del gobierno hagan efectiva la política de reformas económicas son mucho menores de lo que pretenden, lo cual se revela en la discontinuidad de sus presiones por esas reformas y en el carácter abstracto de las mismas.

Las contradicciones de la interpretación oficial y sindicalista de la reforma política no le quitan su significado. La dependencia, la represión, la privatización de la economía, la aplicación por el gobierno de medidas cada vez más favorables al gran capital, no anulan esta otra perspectiva política de un capitalismo menos represivo, antifascista. Las incongruencias no explican todo el fenómeno. Lo que está ocurriendo en México, en las centrales del gobierno y en el partido del Estado no se explica sólo por la demagogia o las ilusiones: es un intento real de una política socialdemócrata, aquí llamada de democracia social. Las contradicciones caben en el orden de una socialdemocracia concreta: para que triunfe, y en caso de que ésta triunfe frente al peligro fascista o neofascista.

IZQUIERDA Y CLASE OBRERA

Para los partidos de izquierda —socialistas y comunistas— la reforma de la Ley Electoral significa un primer paso, aun incompleto, hacia una verdadera reforma política. Los partidos de izquierda y sus dirigentes critican la excesiva injerencia del gobierno en la calificación de las elecciones, y algunas trabas que aún interpone la ley al desarrollo de los partidos y a la organización política libre de los ciudadanos. Al aceptar la lucha electoral los partidos de izquierda postulan tres proyectos principales: el primero está relacionado con una política de acumulación de fuerzas, el segundo con una restructuración del Estado y el sistema de partidos útil a esa política, y el tercero con una política económica que garantice los dos proyectos anteriores y aleje el peligro del fascismo. En el primer proyecto, los partidos de izquierda postulan una política de autonomía y acumulación de fuerzas democráticas y socialistas, que el PCM, el PST, etcétera, buscan encauzar en el terreno electoral, sindical e ideológico. Al efecto consideran la reforma política y las nuevas posibilidades de la lucha partidaria y electoral como una forma de mejorar en su favor la correlación de fuerzas (la conciencia y organización autónoma de la clase trabajadora y sus aliados), sin que ello signifique que el proceso al socialismo sea meramente político, sino revolucionario, y sin que se hagan ilusiones en el sentido de que las clases dominantes permitan en el futuro un tránsito pacífico al socialismo, lo que aclaran con relativa frecuencia.

Así entendida la lucha electoral, los partidos de izquierda postulan la necesidad de un pluralismo político. Con ello implícitamente apuntan hacia la construcción de un sistema de democracia burguesa avanzada, pluripartidista y parlamentaria. Desde el siglo XIX, todos los avances de la democracia en los países capitalistas fueron impuestos por los obreros y los trabajadores. Hoy con más razón sort los trabajadores y sus organizaciones quienes podrán imponer formas más democráticas y menos represivas al sistema político y modificaciones sociales a la política económica. Las capas medias sólo jugarán un papel complementario, muy importante en el terreno ideológico e intelectual en la medida en que actúen como fuerza de apoyo de la fuerza principal. Este modelo de democracia formal para una política de acumulación de fuerzas real adquiere todo su peso cuando los partidos de izquierda se refieren a la restructuración del Estado. Postulan entonces la eliminación del régimen presidencialista, mayores atribuciones al Congreso, libre sindicalización de los trabajadores, derogación de la “claúsula de exclusión”, afiliación individual de los trabajadores en los partidos, no obligatoriedad del registro sindical en la Secretaría del Trabajo. Estas y otras propuestas demoeratizadoras y de libre sindicalización colocan el proyecto inmediato de la izquierda en una zona de confluencia con la corriente liberal. En cambio el proyecto de política económica, de una manera u otra, los acerca al planteamiento propio de la democracia social y del nacionalismo revolucionario como ideologías gubernamentales. La diferencia con el proyecto liberal y con el “demócrata-social” se advierte con plena claridad en la lucha por la democratización sindical y campesina. Pero fuera de ella la izquierda parecería condenada a luchar por las mismas banderas que liberales y social-demócratas, lo cual no es del todo exacto.

Las medidas de una política económica esencialmente basada en la intervención del Estado, con el apoyo de la clase obrera organizada como parte del partido estatal, habían sido abandonadas durante el largo periodo del “desarrollo estabilizador”. Hoy han sido retomadas en las declaraciones de los líderes obreros más avanzados de la CTM, el Congreso del Trabajo y el PRI. Al hacerlo, esos líderes y sus ideólogos han tomado también muchas de las banderas de la izquierda: nacionalización de las industrias y de circuitos comerciales en manos de los monopolios, nacionalización de la banca, reforma fiscal que grave ingresos de capital, control de precios y cambios, inversiones productivas por parte del Estado con alta densidad de trabajo, creación de empleos y defensa del salario real mediante acciones de finandamiento, inversión pública y comercialización gubernamental, social y sindical, creación de una industria de bienes de capital, ampliación del mercado interno y diversificación del mercado internacional, cese de subsidios que favorecen al gran capital, contratos de producción con la mediana y pequeña industria, impulso a la agricultura ejidal y colectiva de bienes de consumo interno, en especial de alimentos. Ésas y otras medidas fueron sostenidas en el pasado por el pensamiento progresista y sindicalista gubernamental, abandonadas durante más de tres décadas y hoy reformuladas, aunque en términos aún vanos y discontinuos. Y estas mismas medidas han sido postuladas por los partidos de la izquierda en formas tal vez más precisas, pero no menos declarativas. La confluencia de fuerza les da un nuevo carácter cuya puesta en práctica todavía está por verse, pero que en todo caso se mueve a un acercamiento en puntos concretos de política económica entre los partidos de izquierda y la corriente progresista oficial del gobierno y los sindicatos.

La izquierda política vuelve a encontrar dificultades para no caer en el liberalismo, en la socialdemocracia, o en el nacionalismo revolucionario. Su posición parece sin embargo bien distinta en muchos casos a la del lombardísimo de los años treinta. Para no mencionar sino un hecho muy significativo: hoy existen más obreros, y más obreros cuyos padres y abuelos son obreros. Mediatizados por un lenguaje de ilusiones y engaños, contenidos y confundidos por una larguísima campaña de despolitización, en el habla de esos obreros está el lenguaje de la clase, de la lucha de clases y el socialismo, el que se habló en el México de Cárdenas, y que un día tal vez pondrán en práctica con frentes proletarios y populares, surgidos de su seno, con sus dirigentes y organizaciones de base, capaces de articularse hasta formar partidos y movimientos efectivamente proletarios y nacionales, que nadie les pueda arrebatar.

Esa fuerza potencial —objetiva e ideológica— ya se percibe en la crisis. Se percibe como una categoría real, como una entidad de embrión, como una masa organizable, política, utilizable. La mediatización de que es objeto no impide el que se manifieste y se mueva, creciendo. Los partidos de la clase obrera todavía aspiran a ser. La clase también. De unos y otra surge un impulso democrático y socialista todavía bosquejado, confuso y sólo parcialmente operante, con ideas y actos aun incompletos y construibles. formales y declarativos, espontáneos y erráticos, en gestación constante, en potencia que deriva hacia un doble papel de la clase obrera y las organizaciones que la encuadran o buscan representarla.

La clase obrera mexicana puede cumplir objetivamente un nuevo papeí en el desarrollo de un programa democrático y nacionalista dentro del capitalismo; puede quedar así sujeta a un sistema social dominado por la burguesía al tiempo que impone modalidades democráticas al proceso político y sindical, a la intervención del Estado frente al capital monopólico y el imperialismo. Puede oponer una solución democrática a la solución fascista de la crisis. Los partidos de izquierda tendrán que sumarse a ese proyecto manteniendo su autonomía. Asumirán los riesgos de unirse en acciones concretas con las organizaciones socialdemócratas para buscar la alternativa democrática y antimperialista. No podrán escapar a su atracción y a su impulso; no podrán disminuir la viabilidad de un proyecto real y al orden del día. No cometerán el error que se cometió en Europa antes del ascenso de Hitler, cuando los comunistas acusaron a los socialdemócratas de social-traidores, y los señalaron como el enemigo principal, peor que los nazis, según creían. No podrán aparentemente presentar un proyecto alternativo y global que vaya más lejos de esta etapa de luchas democráticas y antimperialistas de la clase obrera. Lo que sí pueden es aumentar la posibilidad real del proyecto, profundizarlo a la vez que preservan su autonomía y su fuerza ideológica, política y revolucionaria. En ese sentido su proyecto será más amplio, global y comprensivo que el “demócrata-social”, pues a la lucha por la democracia contra el peligro del fascismo, habrán de añadir la lucha ideológica por el socialismo contra la socialdemocracia, y más concretamente la lucha por la democracia sindical y la conciencia obrera y popular. De todo esto se perciben síntomas y potencialidades, aún poco precisados como teoría y estrategia del Estado y la revolución en el México de hoy, difíciles de prever en su difícil dialéctica, en su movimiento real durante los próximos años, de una crisis destinada a acentuarse en el mundo capitalista, crisis que se presenta cuando el mundo socialista sufre su propia crisis. urgido de organizaciones más democráticas, e incapaz de dar una línea universal a todas las clases obreras, una línea única, concertada y variable según las circunstancias.

LÍNEA DE ACCIÓN Y AUTONOMÍA DE CLASE

La responsabilidad de encontrar esa línea ha vuelto a ser la responsabilidad de cada clase obrera en cada región y estado. En México los partidos de izquierda pueden hoy evitar los errores en que cayó el frente popular iniciado en 1936, ampliado en un frente antifascista durante la segunda guerra mundial. Esos errores, o flaquezas, que ocurrieron en el mundo durante los años treinta y cuarenta, y que en México se identificaron y concretaron en el lom-bardismo como movimiento que con sus éxitos no logró sin embargo mantener e imponer la autonomía de la clase obrera, no parecen estar destinados a repetirse dadas las condiciones nacionales y mundiales distintas de la lucha de clases. A eludirlos y superarlos contribuyen las experiencias del pasado, las estructuras y fuerzas actuales, así como medidas y perspectivas teóricas y de hecho que las clases dominantes difícilmente podrán neutralizar. Entre ellas se encuentran las siguientes: Primero: La conciencia de la necesidad de preservar la autonomía ideológica, política y revolucionaria de las organizaciones de izquierda. Segundo: La conciencia de la necesidad de realizar o apoyar a la vez dos tipos de lucha: a] la lucha dentro de las organizaciones mediatizadas y la lucha fuera de ellas; b] la lucha unida a las organizaciones y fuerzas democráticas, liberales y socialdemócratas, y la lucha diferenciada de ellas. Esto es: c] la lucha democrática y la socialista.

Cualquier disyuntiva es inoperante. Ello se sabe y se dice cada vez más. Pero para que no sea inoperante, para librar en forma efectiva y simultánea la lucha adentro y afuera, unida y diferenciada, democrática y socialista, los partidos de izquierda necesitan desarrollar varias posibilidades teóricas y prácticas que no pueden asumir consecuente, profunda, permanentemente sus “compañeros de ruta” más genuinos, liberales, socialdemócratas, sindicalistas, incluso los de la clase obrera. Entre esas posibilidades que se presentan a los partidos de izquierda destacan las siguientes: Primero. La difusión del socialismo científico. Segundo. La acumulación de investigaciones concretas basadas en el socialismo científico. Tercero. La explicación de los hechos —tendencias y coyunturas— con los análisis de clases más exactos de la realidad nacional e internacional, y su divulgación mediante una política que gane a las masas, como actores, en la interpretación de esa realidad y su transformación. Cuarto. El apoyo permanente, congruente, a los procesos de democratización sindical y política. Quinto. La determinación de medidas concretas, practicables, antimperialistas que disminuyan la dependencia, el endeudamiento externo (fuente de futuros y brutales chantajes por el imperialismo) y la fuerza de los monopolios ya insufrible también para la pequeña empresa y para una mínima política económica nacional, general, social, que dentro del capitalismo, por contradictoria que sea, aumente el área nacional y social de la economía, y la presencia o presión de los trabajadores en los puntos directivos de un Estado vulnerable sin su presencia, transformable sin ella en mero aparato represivo del capital monopólico y del Estado imperial. Sexto. El apoyo y la orientación de los movimientos de resistencia popular y la articulación de los movimientos obreros y de marginados, de trabajadores industriales y agrícolas, de trabajadores y de pobres, de trabajadores y de pobladores, de explotados y superexplotados, indios o mestizos. La lucha por la articulación, orientación y apoyo a todos los movimientos de resistencia o insurgencia que surgen en la fábrica o la mina, el municipio o el cinturón de la miseria. Séptimo. El apoyo político v legal a todos los dirigentes y organizaciones colocados en la ilegalidad y sometidos a juicio —con o sin pérdida de su libertad— por el “delito” de sus luchas sindicales, democráticas y revolucionarias.

Esta línea de acción presenta dos posibilidades simultáneas y sucesivas: la de una política antifascista de la clase obrera durante la crisis, y la de una política democrática y socialista en el seno de la clase obrera y de la reserva neocolonial de marginados. El éxito de esa política no excluye la posibilidad de ampliación y fortalecimiento de una clase obrera organizada que avance dentro de un sistema social y político en que se amplíe el sector público y se imponga una política económica antimonopólica y con algunas medidas anticapitalistas. No excluye el que el Estado opere, parcialmente, como campo de lucha en el que la clase obrera y las fuerzas populares aumenten su peso, formulen e impongan sus demandas, así sea en formas limitadas por un sistema social, cuyas estructuras son sin embargo variables. El Estado en un país como México no es sólo un instrumento de las clases gobernantes; es un campo de lucha de las propias clases gobernantes y de los sectores populares que buscan retenerlo o rehacerlo para el ejercicio de su soberanía. Es un instrumento frente a la política más agresiva del impeperialismo y el capital monopólico, que tienden a destruir este tipo de Estados para sustituirlos por otros puramente represivos, convertidos en aparatos directamente al servicio del capital imperial, y que dejan un mínimo del excedente a la “burguesía interior”, a la burguesía del sector público, a la mediana y pequeña burguesía y a las capas medias, sometiendo a obreros y campesinos a las máximas tasas de explotación y extorsión conocidas, mediante la anulación de sus derechos políticos, sindicales y agrarios logrados en gestas populares pasadas, hasta el abatimiento de la masa salarial territorial y de los salarios e ingresos reales del conjunto de la población trabajadora.

El peligro global de asedio imperialista, de un lado, y de insurgencia obrera y campesina, de otro, lleva a una parte de las clases gobernantes, la más progresista, para el caso, a introducir las demandas y fuerzas populares a los aparatos mismos del Estado, y a regular su satisfacción para mantener su fuerza y reproducir el sistema con una política que requiere la reproducción y ampliación de sus bases sociales. Estos hechos son terriblemente objetivos y hacen de la teoría del Estado en los países dependientes una pobre teoría si ésta no contempla a la vez su carácter instrumental, y de campo de lucha de las clases gobernantes y los sectores populares, y la necesidad de que una parte de aquéllas —la más progresista— se refuerce con alianzas populares por limitadas y contradictorias que sean. La lucha entre los sectores del PRI y en el interior de los mismos es por una redefinición del poder ejecutivo, y proviene de las organizaciones que buscan el cambio obrerista, agrario o popular, amenazando con una ruptura que no quieren. El éxito de tal política tampoco excluye el que las fuerzas sindicalistas y socialdemócratas compitan con los partidos de izquierda por arrebatarles lenguaje y banderas, e incluso el que tomen medidas en cada uno de los puntos de acción arriba señalados para convertirse en mediadores y gestores de esas demandas. Y, en fin, esa política ni excluye la posibilidad de una crisis fascista en que la burguesía utilice al Estado en su carácter de instrumento predominantemente represivo, ni excluye el desplazamiento de la lucha revolucionaria hacia la población marginada y superexplotada, hacia sus organizaciones de resistencia, y hacia las formas de lucha en que priva la experiencia de la ilegalidad. Todas estas posibilidades no impiden que en la formación social y política de México, la forma más probable de evolución de la clase obrera se manifieste en una lucha democrática y nacional dentro del capitalismo, que preceda a la que esa misma clase libre por el socialismo. En cualquiera de los dos casos las luchas reales no definirán a la clase obrera como una entidad o fuerza indistinta, sino exactamente en sus relaciones con el capital y los patrones, con los salarios y las tasas de utilidades, con la prioridad social, la propiedad pública y la propiedad privada de los medios de producción, distribución y comercialización, desde el crédito y el dinero, esto es, desde la banca y las finanzas, pasando por las fuentes de energía, la industria de bienes de capital y consumo, las comunicaciones y transportes, hasta las tiendas de consumo de barrio, fábrica o pueblo. Las fuerzas de izquierda que apoyan y se apoyan en la reforma política pugnarán necesariamente porque en todos y cada uno de esos puntos se logre una política económica que aumente las bases sociales de la democracia y de su propia política de acumulación de fuerzas.

POLÍTICA Y MONOPOLIOS

Los opositores fascistas y ultrarreaccionarios a la reforma política, cuando ésta era aun muy débil e incipiente, ocuparon el primer plano de la escena buscando apoderarse de la opinión pública y de la interpretación de la crisis. Sus teorías de liberalismo monopólico son la base de un Estado esencialmente represivo. Su liberalismo económico tiene, como en el pasado, un signo contrario al liberalismo político, sólo que más acentuado por la necesidad de eliminar las libertades políticas y sociales de masas a las que requieren empobrecer para la expansión monopólica de propiedades y utilidades. La existencia y reproducción de una capa social de ingresos altos o muy altos en los países dependientes, con no más de un 15 o 20% de la población, basta para la reproducción ampliada de sus negocios. Así, en nombre de la libertad económica, el gran capital y los monopolios sientan las bases de una nueva acometida de saqueo y represión objetivas, en torno a las cuales generan amplios testimonios teóricos, técnicos, y de hecho, que exigen sean aceptados sin crítica o protesta, pretendiendo que éstas obedecen a meros procesos de lo que ellos llaman “satanización”, y que quedan en una órbita de intereses políticos “oscuros” e “injustificados”.

Cuando de la fase electoral de la reforma política se pasó a los planteamientos de una reforma económica, precisamente durante la reunión del Congreso del Trabajo (julio de 1978), los ideólogos del capital monopólico más agresivos y reaccionarios hicieron una retirada táctica y guardaron un silencio prudente, sin que una ni otro fueran síntoma de debilidad o temor. El liberalismo monopólico está fuerte y se prepara para usar la fuerza. A la menor oportunidad vuelve a la ofensiva y en forma concreta. De hecho representa la ideología de una parte importante del gran capital y de los grupos político-empresariales que aspiran a manejar directamente el Estado. Imbuidos éstos en lo económico de un liberalismo que exige libertad ilimitada para los monopolios, complementan un modelo económicamente represivo con otro de “seguridad nacional” y “regímenes de excepción” que vienen aplicando en varias partes de América Latina y que guardan en reserva para México. AJ empezar el actual sexenio (1976-1982) estos grupos no sólo lograron apoderarse de la “teoría” y la “explicación” de la crisis económica y política que vive el país. También impusieron una serie de medidas a la política económica del Estado. En forma sucesiva el gobierno puso en práctica, con amplísimo respaldo de los interesados, la devaluación monetaria, la congelación de salarios, la contracción de las inversiones públicas, el aumento en las tasas de interés y otras medidas más, características de la política del Fondo Monetario Internacional, que recayeron duramente sobre los trabajadores y el capital productivo pequeño y mediano, en beneficio de la especulación financiera, el gran capital y las empresas multinacionales. La “nueva” política económica sucedió a otra en que había dominado también el capital monopólico, aunque en una fase distinta, caracterizada por el endeudamiento externo, la inflación y altísimas tasas de utilidades, que aún no derivaron en el pasado sexenio hacia la restricción de la inversión pública y la congelación de salarios esperando los prestamistas, con el endeudamiento y la crisis crecientes, el momento de exigir el nuevo paso. Este se presentó como enmienda a una supuesta y excesiva intervención del Estado en la economía y como panacea liberal que habría de acabar con la inflación y el desempleo.

Dadas las características del Estado en México, la “nueva” política económica revistió la forma de un acuerdo trilateral entre gobierno, empresarios y trabajadores. Recibió el optimista nombre de “Alianza para la producción”. El rápido fracaso de sus ofrecimientos para contener la inflación y aumentar el empleo, se compaginó con un claro éxito en la congelación de salarios de los trabajadores y las clases medias. Los salarios se mantuvieron en el tope previsto, mientras precios y utilidades seguían en ascenso, y contimiaban bajando las inversiones dedicadas a la producción, al tiempo que se restringían fuertemente las públicas, de producción y servicios. El reino de la especulación no requiere inversiones productivas o sociales. Le bastan las devaluaciones y las inflaciones sucesivas con congelación de precios y salarios de los mercados y trabajadores cautivos. El capital monopolice no puede impedir las crisis; pero ha aprendido a usarlas para aumentar su poder y sus utilidades.

La clase obrera fue duramente golpeada en el monto de sus salarios reales y en el número de trabajadores asalariados que obtenían empleo. La “clase política”, o la fracción de las clases dominantes que retiene las riendas de la política económica nacional, se vio debilitada frente a la “iniciativa privada”. Ésta amenazó con ocupar todo el espacio del Estado para asumir por su cuenta la responsabilidad y los beneficios de los monopolios que directamente buscan detentar la política económica de la nación, y, casi como si hubiera habido una invasión extranjera o un golpe de Estado, comenzó a convertir al país en región de saqueo. El Estado mexicano no se encontraba sin embargo tan débil como para entregar a la iniciativa privada las riendas del poder, ni ésta contaba con el “partido de los militares” para el asalto a Palacio. La “clase política” se reagrupó para intentar nuevas alianzas y programas. De ahí surgió la reunión del Congreso del Trabajo y un nuevo planteamiento de la democracia social que busca alejar el peligro de que los grupos monopólicos se apoderen directamente del Estado, esto es, del gobierno y las empresas públicas, de las fuerzas armadas, y de la hegemonía ideológica y la represión legal.

Hoy la clase política defiende sus posiciones, todavía fuertes. No quiere dejarse arrebatar el derecho a formular y aplicar la política general, económica y social de un país capitalista como México, en que el desarrollo mismo del capitalismo habría sido inconcebible como se dio, sin la presencia política regulada del campesinado y la clase obrera. Recurriendo a experiencias, tradiciones y prácticas de lucha, la clase política está decidida a retener el Estado y la política general económica y social. Para ello se protege en una estrategia de ampliación de sus alianzas populares. La reforma política y el esbozo de una reforma económica tienen ese objetivo. De no alcanzarlo, conteniendo en los hechos el desempleo, la inflación, el endeudamiento externo, la especulación, las altas tasas de utilidades, la privatización de la economía, el empobrecimiento del campo, los grupos monopólicos más agresivos, apoyados por los aparatos políticos y militares del imperialismo que cuentan con aliados potenciales criollos, largamente preparados para desatar Ja “guerra interna” contra el pueblo mexicano, habrán de utilizar el fracaso reformista para tomar directamente el poder por la fuerza. No les será fácil aún semejante empeño. Requiere tiempo, maña, lenta toma de posiciones. El Estado mexicano en un Estado antigolpe. A la estructuración de sus alianzas y encuadramientos populares, y a la concentración de la fuerza económica y política en el gobierno central, añade múltiples controles y experiencias del ejército y los mandos militares que difícilmente garantizan un éxito golpista. No se trata de un mero culto a la legalidad y a la institucionalidad, como en Chile, sino de estructuras de intereses, mandos y experiencias de lucha violenta, que todavía le permiten al Estado constitucional contar con su ejército, en términos de realismo militar y de política militar. Los hechos anteriores no disipan sin embargo la amenaza latente. Es más, si las reformas políticas y económicas logran consolidarse, no por ello los grupos monopólicos y el gran capital dejarán de representar una gran fuerza, aquélla que en el mejor de los casos contendrá toda política económica y social, en los límites de una sociedad capitalista. Los monopolios más agresivos y golpistas pueden perder la política general de las clases gobernantes, y pueden no asumir directamente el gobierno. Las fuerzas populares pueden considerar con razón que aspirar a más es ahora imposible, y que una política antifascista es hoy la meta concreta y viable a que se puede y debe aspirar, ampliando para ello las bases sociales de una democracia que queda en los límites del mundo capitalista, y que la clase política interpreta como “economía mixta” y democracia social, mientras los partidos de izquierda definen como democracia burguesa y formal a la que exigen ampliar los campos de la lucha política y legal. Con todas sus limitaciones, aun para alcanzar ese proyecto, las fuerzas antifascistas, democráticas y socialistas habrán de topar con serios obstáculos.

El gran capital y las leyes del desarrollo capitalista tienen múltiples influencias en el cuerpo social y en ese mismo gobierno que se resiste a entregarles el mando. Actúan de acuerdo con leyes naturales y con designios políticos de los que tienen una conciencia cada vez más clara. Para no ir muy lejos, desde la devaluación monetaria de 1976 y la aplicación consecuente de la política del Fondo Monetario internacional, los grupos monopólicos han quitado al Estado mexicano parte de su capacidad de disponer de una moneda segura y de contener el desempleo y la caída de los salarios reales. Esta política, sumada a otras de carácter interno, habían sentado las bases para llegar a una situación que exigía nuevos “remedios”: el endeudamiento externo y la inflación fueron, como dijimos, las políticas del capital dirigidas a someter y debilitar al Estado en sucesivos acosos, buscando una política económica cada vez más acorde a sus intereses que son los del imperio. Pero desde 1976 dieron un golpe más con la nueva política monetaria y laboral que lograron instrumentar. Hoy la política monetaria y la política laboral están determinadas directamente por el capital monopólico, que ha sabido imponer un “prudente” sometimiento a la clase política. De Keynes a la Rand Corporation y los Chicago Boys el capital monopólico ha avanzado mucho en sus modelos políticos de poder y lucro. Para controlar aún más a los funcionarios y gobernantes, el gran capital no sólo ha amenazado con políticas desestabilizadoras efectivas (que van desde fugas de capital hasta gigantescas campanas de rumores, como la que se dio sobre un supuesto golpe de Estado en el mismo año de 1976), sino que utiliza los negocios legales e ilegales de los miembros de la clase política para interesarlos, comprometerlos, o extorsionarlos. La reciente campaña contra la corrupción de funcionarios ha sido sobre todo arma de los monopolios y los patronos, y en todo caso no es la muy legítima lucha popular contra los funcionarios corrompidos y el capital especulativo. El poder del gran capital y sus vínculos con la clase política limitan las acciones de ésta dentro de una lógica más simple de la lucha de clases. Reforma política y reforma económica hallan impulso en las formaciones político-sociales del Estado mexicano, y freno en la propia clase gobernante y en el sector más poderoso de la misma, el capital monopólico, como parte del Estado en su connotación final de instrumento hegemónico y represivo de las clases dominantes, capaces de utilizar las propias contradicciones de un capital extremadamente desigual e injusto para derrocar el gobierno y alterar estructuras de poder, si a ello no se oponen con éxito las formaciones que luchan por una política económica de más amplias bases sociales dentro del propio capitalismo.

México se debate en lo inmediato entre dos políticas de la burguesía, una ligada a la economía mixta y las alianzas populares reguladas, y otra constreñida a la burguesía monopólica que busca convertir en aparato político global al aparato militar y en “frente del trabajo” fascista a las organizaciones obreras y campesinas previamente depuradas de los líderes sindicalistas, negociadores y gestores, remplazados por un liderazgo puramente gangsteril. El “proyecto del país” del capital monopólico y los grupos más reaccionarios es un proyecto inconfeso. No es un proyecto oculto, al menos en sus líneas generales difundidas en libros, escritos, prácticas de “seguridad nacional” y “guerra interna”. La fuerza del capital monopólico es una fuerza real, para la que la “economía mixta” y la “democracia social” no son sino una estructura secundaria y sustituible de dominación. Todas las limitaciones de la reforma política y económica provienen en última instancia de estos intereses de clase directos, no mediatizados, únicamente lucrativos, expoliadores y represivos. Los voceros de los mismos expresan una crítica a cualquier reforma política económica que afecte esos intereses, y apoyan cualquier contención y represión de las fuerzas democráticas y populares. La manera reaccionaria de estar contra la reforma política consiste en imponer un modelo económico represivo, unas veces en la nación entera, otras en la fábrica, la mina o el ejido. La represión actual de movimientos sindicales y populares por salarios, prestaciones o representación democrática opera como correa de transmisión de una política de clase, de una política de la burguesía y de la gran burguesía. Corresponde a la defensa directa de los grandes monopolios o a la defensa indirecta de la política de contención de salarios y gastos sociales que beneficia a los monopolios. La mediación violenta de la política patronal en empresas públicas y privadas y los propios intereses del sindicalismo oficial son la otra cara de la reforma política, la que prohibe a los partidos de oposición actuar en los sindicatos, centros de producción y servicios, la que desprestigia, descalifica y condena como punible toda lucha real de los partidos por la democratización sindical, municipal, local, y por la defensa de los salarios y los desempleados. Esa violenta mediación patronal, de la iniciativa privada y los funcionarios públicos, es la que presiona para que la reforma económica se quede en objetivos vagos, sin medidas concretas y sin consignas populares por la nacionalización de la banca, del comercio exterior, de la producción y comercialización de bienes de consumo popular. La oposición del gran capital a la reforma política y económica es la que en cada acto y medida del gobierno mantiene altos márgenes de especulación, concentración de capital privado. y desempleo público.

IZQUIERDISTAS Y REVOLUCIONARIOS

A la reforma política y económica se oponen también reducidos núcleos radicales, izquierdistas y revolucionarios, que advierten en ella tan sólo una nueva “trampa”, un nuevo intento de “legitimación” del Estado burgués. una forma de “cooptación” (captación) de los líderes de los partidos de izquierda, un proyecto más por separar a los trabajadores organizados. del resto del proletariado, a las capas medias de los obreros, y a los obreros organizados de los marginados y más pobres. De acuerdo con estos grupos, que destacan verdades parciales, reforma política y reformas económicas son en el mejor de los casos, una manera de reconstruir el papel del Estado burgués, su carácter de arbitro aparente, sus capacidades mediadoras y mediatizadoras, y su autonomía relativa frente al capital monopólico dominante, todo ello para prolongar la existencia de un sistema extremadamente injusto y para alejar la posibilidad revolucionaria. Muchas de estas corrientes revolucionarias e izquierdistas îtan distintas y difíciles de diferenciar en la etapa actual) advierten en los intentos de reforma meros procesos ilusorios y demagógicos, destinados de antemano al fracaso, dadas las características actuales de una situación de crisis que tiende a agudizarse, y de un doble impulso del capital monopólico que busca defenderse de la crisis y especular con la crisis.

La lógica izquierdista se basa sobre todo en un pensamiento estructural y en un análisis del sistema como conjunto estructural. Influida en gran medida por las categorías de la investigación económica, se opone al “sociologismo” y “politicismo” de los partidos de izquierda que apoyan en forma crítica las reformas. Sus juicios y propuestas son muy contrarios a cualquier cálculo sobre la correlación de fuerzas. Esta lógica o modo de pensar no sólo proviene de un cierto tipo de formación profesional o de orientación filosófica —económica y estructural—. sino de la experiencia multitudinaria de una lucha de clases no mediatizada por la política y la negociación, en la que toda política es violentada por gobernantes y patrones, y toda negociación es trampa del fuerte y anticipo de representantes populares victimados. Desde ese punto de vista corresponde a un pensamiento crítico o revolucionario que denuncia o vive la experiencia final y cotidiana de una vio-leticia sin más alternativa que el sometimiento. A lo largo de la estructura social la crisis ha revelado la violencia con que las clases gobernantes dan respuesta a innumerables demandas obreras, campesinas y populares. En ella se prepara, mientras todo proceso político, de conciliación y negociación es percibido en sus limitaciones, para la lucha práctica contra la dependencia, la injusticia, la represión económica y física de grandes masas obreras y populares.

Los núcleos izquierdistas o revolucionarios reflejan o expresan la realidad que las clases dominantes forjan a golpes y que éstas miran —cuando la miran— como paisaje de pobres marginados, o de insumisos a los que ha sido necesario calmar, con saldos “naturales” de violaciones y crímenes, “bien merecidos” por quienes se dejaron alborotar, o por los agitadores que actúan “movidos” por “razones políticas ocultas” y “sin ningún fundamento”. La lógica radical, revolucionaria o izquierdista, se basa en las experiencias de la represión sufrida, y en la resistencia popular con pocas perspectivas en el uso de recursos legales y políticos, y muchas vivencias de desesperación y luchas desesperadas.

La persecución y represión de los movimientos obreros por salarios, prestaciones, o autonomía sindical, sean éstos sólo dirigidos por líderes locales, naturales, o en combinación con partidos de izquierda, o incluso con algunas centrales y organizaciones oficiales; la aparición y reafirmación del más burdo interés de las clases gobernantes, amparadas en las fuerzas represivas para mantener la congelación de salarios (que es por cierto una realidad cotidiana de millones de hombres y familias) y para afianzar a los dirigentes impuestos a las organizaciones obreras, son objeto de señalamiento y base de fundadas generalizaciones sobre un proceso que se ejemplifica en las huelgas de La Caridad, del Monte de Piedad, del Hospital General, de Loreto y Peña Pobre, y en muchos casos más de simple y brutal represión, que se añaden a otros en que se hizo fracasar a los movimientos obreros independientes mediante actos sucesivos de conciliación y represión. Ejemplo: la Tendencia Democrática del SUTERM. Reacios así a toda perspectiva de una lucha legal y política, a toda negociación y conciliación, a toda alianza con los sectores progresistas del gobierno o del sindicalismo oficial dispuestos a realizarla, plantean una ruptura total e inmediata, y en algunos casos buscan construir —aunque sea a muy largo plazo— una organización que desde ahora se plantee la revolución como un proceso ilegal e insurreccional.

Los “izquierdistas” —propiamente dichos— plantean el problema en un orden puramente declarativo sin consecuencia alguna entre sus objetivos estratégicos, sus prácticas y sus organizaciones, y menos aún entre sus fuerzas de masas y los objetivos inmediatos a que las conducen. Los revolucionados buscan unir teoría y práctica, estrategia y movimientos tácticos penosos, prolongados, que siguen su propio proceso de acumulación de fuerzas. Las limitaciones de aquéllos son inmensas y con frecuencia cumplen —aún sin quererlo— un papel peligrosísimo para las organizaciones populares, proletarias, obreras, revolucionarias, proponiéndoles proyectos muy superiores a sus fuerzas, sembrando entre ellos confusión, división, angustia, difundiendo un pensar adjetivo, y un lenguaje político brutal e inmediato, ineficaz para los propósitos populares y proletarios, a corto y largo plazo. La reacción y el imperialismo han desarrollado la técnica más sistemáticamente empleada para usarlos en contra de las fuerzas democráticas y revolucionarias. De ello existen amplísimas evidencias, y muchos testigos de cargo que fueron agentes “revolucionarios” de la policía imperialista o local. La mayoría de los “izquierdistas” no son agentes como pretende otra forma del pensar reaccionario: son producto de una sociedad altamente desigual, represiva y despolitizada. Muchos, o algunos de ellos, han de madurar hacia posiciones revolucionarias que en parecidas corrientes rechazan las reformas políticas y económicas, en nombre de la revolución, y que se niegan a toda alianza con las fuerzas democráticas y progresistas gubernamentales o antigubernamentales, aduciendo que todas las alianzas anteriores de ese tipo sólo han conducido al fracaso de los movimientos populares y revolucionarios. En esto se equivocan. La burguesía y el capital monopólico tienen dos formas de atacar y destruir a la clase obrera y a los movimientos populares revolucionarios: a través de alianzas que terminan en mediación, conciliación, confusión; y mediante el aislamiento y enfrentamiento de los distintos grupos y partidos que expresan las demandas de la clase obrera y del pueblo. Pero en la perspectiva izquierdista o en esta perspectiva revolucionaria sólo se ven los peligros de las alianzas, de las luchas políticas y económicas inmediatas (del “economismo” y el “oportunismo”), y se juega a ojos cerrados la carta del aislamiento, librando batallas máximas con fuerza y conciencia mínimas. En todo caso el tipo de estructura neocapitalista y dependiente que priva en México, con amplios sectores del proletariado y el pueblo que viven en la pobreza, la marginación, la represión, la sobrexplotación, sin leyes a que recurrir ni partidos o sindicatos en que apoyarse, hace de ésta una tendencia recurrente —intelectual, espontánea y dispersa— que busca expresar la dura realidad que viven millones de mexicanos, y la enorme dificultad de que las clases gobernantes permitan la ampliacición de la lucha legal y política a las zonas sometidas del territorio nacional, en beneficio del proletariado marginado y superexplotado, dificultad, o necesidad, que se acentúa conforme se amplía y profundiza la crisis. del capitalismo, y la lucha de las clases y pueblos oprimidos en busca de su liberación. Muchos estudiantes, intelectuales y dirigentes surgidos de las clases medias o el pueblo marginado generalmente coinciden y participan de esta perspectiva poliforme que encuentra sólidos apoyos en la historia universal latinoamericana y nacional. Al hacerlo encuentran en las luchas y organizaciones de resistencia popular y obrera ricas experiencias, y tienden a reproducirse y ampliarse a lo largo de las minas, las fábricas, los pueblos. Pero todo ello no les quita la dificultad de percibir a la vez la lógica de la estructura del sistema, con sus necesidades, y la lógica de la correlación de fuerzas con sus posibilidades. La debilidad numérica de estos ideólogos, su lenguaje exacerbado, sus organizaciones precarias, divididas, harían de ellos un elemento sin la menor importancia, de no ser algunos posible embrión de una izquierda cuyas matrices son múltiples en un país con grandes tradiciones de luchas populares, renovadas hoy en acciones variadísimas de tomas de tierras, tomas de municipios y otras, de masas dirigidas por frentes, ligas y coaliciones locales o regionales, y organizaciones de resistencia obrera que sin tener nada de izquierdistas tienen mucho de fuerzas populares. Tales circunstancias hacen que el Estado y sus políticos más sagaces sean extremadamente sensibles frente a la izquierda, por débil y anárquica que parezca, cuando el sentido común no percibiría en ella el menor peligro. Saben que puede significar mucho. Los planteamientos más radicales destacan un hecho en que hay consenso general y que constituye un talón de Aquiles a la reforma política: los obstáculos a la democratización sindical y a la actuación legítima de los partidos de oposición en la política de la fábrica y el sindicato. Ahí tocan un punto que unifica a todas las izquierdas. En efecto, si no hay proceso de democratización sindical, si no cambia la política en la fábrica en favor de los trabajadores, ninguno de los proyectos de reforma política y económica tiene viabilidad. Pero, además, estos radicales expresan vagamente a grandes fuerzas desarticuladas, que carecen de instrumentos legales y efectivos para sus luchas obreras, campesinas, ciudadanas y muestran aun sin decirlo el otro talón de Aquiles de la reforma política: su carácter predominantemente urbano. La reforma política como reforma electoral, en la perspectiva gubernamental, busca enfrentar un problema que sobre todo se da en las ciudades: el abstencionismo y la oposición en el voto. En el peor de los casos sus autores esperan que disminuya el “partido de los abstencionistas”, aunque aumente la oposición urbana legal, que “ayuda resistiendo”. En el mejor de los casos esperan que disminuya la abstención y la oposición en el voto urbano. Es posible que no logren ninguno de esos propósitos, es probable que aumente la abstención y la oposición urbana de acuerdo con tendencias seculares (a que ya nos referimos en La democracia en México), y que siga la resistencia y democratización obrera ante la congelación de salarios, y la opresión fabril y sindical. De lo que no hay duda es del carácter sólo urbano de la reforma política. Para el campo la reforma política no significa cambio alguno. Hasta hoy la reforma política está hecha para los ciudadanos de las ciudades, y para los ciudadanos de las clases medias. Con sus limitaciones, lejos de atenuar las diferencias entre campo y ciudad tenderá a aumentarlas. Su implantación coincide con un asedio al campesinado empobrecido y sus organizaciones, incluso a las organizaciones campesinas paragubernamentales. Los izquierdistas y radicales contrarios a la reforma política expresan una realidad hiriente, innegable para cualquier pensamiento alerta; hablan sin cálculos sobre fuerzas, pero con base en experiencias que reconocen muchísimos observadores y grupos políticos, incluso moderados. Su oposición a una reforma política y económica que en nada parece beneficiar al mundo marginado y superexplotado les impide ver cómo puede beneficiar y acrecentar a otras fuerzas populares y de la clase obrera, o advertir cómo de éstas puede salir un movimiento de estrategia global, democrática y revolucionaria, que tienda a unir las fuerzas de un proletariado y un pueblo dispersos. La insignificancia de la reforma política y económica para estos grupos y para las masas de que se hacen eco, a menudo en forma embrionaria o meramente intelectual, sólo podría superarse en caso de que las corrientes democráticas y revolucionarias logren imponer una política económica que reduzca considerablemente el uso de la represión y las zonas de sobrexplotación de la estructura social, un triunfo que aquéllos miran como improbable o imposible.

LUCHA DEMOCRÁTICA Y REVOLUCIONARIA

Los significados de la reforma política y de los más recientes proyectos de reformas económicas y sociales iniciados por el gobierno y por el Congreso del Trabajo habrán de cobrar plenitud con el suceder de los hechos. Son éstos los que en un país como México con un desarrollo desigual combinado, neocapitalista y dependiente, con un “país legal” y un amplio país ilegal, con un pueblo “participante” de los beneficios elementales del desarrollo, y otro marginado de ellos, con una clase obrera explotada y otra superexplotada, habrán de revelar si es posible que la clase obrera imponga su proyecto ampliando el México legal, político y democrático y acumulando fuerzas para un proceso inexorablemente revolucionario, o si en el impulso principal y creciente vendrá del México ilegal, marginado, superexplotado, o si, como parece más probable, uno y otro ocuparán en formas sucesivas el primer plano de la escena. En cualquier caso, la fuerza y la realidad de la clase obrera aparece ya en el México de hoy como un hecho innegable y como la única esperanza a la solución de los problemas nacionales, populares, campesinos y de la clase media. En pocos países de América Latina se advierte tanto la presencia de una clase obrera que tiende a recuperar un papel protagónico, manifiesto en épocas anteriores, en los años diez y sobre todo en los años treinta.

En México todo el mundo habla de la clase obrera y la clase obrera habla como clase. Su expresión sigue siendo informe, varia, mediatizada, despolitizada. Pero la crisis, y sus propias tradiciones de lucha, la han hecho resurgir, rehacer su figura, sus organizaciones, su ideología. Hoy puede decirse que la clase obrera mexicana se expresa a través de distintos tipos de organizaciones, y por su intermedio plantea una política democrática y revolucionaria. Entre esas organizaciones más o menos mediatizadas se encuentran varias del propio Congreso del Trabajo, las de los partidos de izquierda, las de los sindicatos independientes, las de las organizaciones de resistencia de los trabajadores marginados del sindicalismo, las de las organizaciones de trabajadores mexicanos en los Estados Unidos. En todas ellas la clase obrera tenderá a expresarse más y más rompiendo los obstáculos, imponiendo su política democrática y revolucionaria, apoderándose de organizaciones hechas, buscando que crezcan las más representativas de sus intereses inmediatos e históricos, ampliándose y uniéndolas entre sí, y con el resto de las fuerzas populares, de los campesinos, los pobladores, las capas medias, los estudiantes e intelectuales. Y en esa unión se acabarán las falsas disyuntivas de la lucha democrática y revolucionaria. El que ésta sea más legal y política que violenta e insurreccional dependerá de la capacidad y las posibilidades que descubran las organizaciones sindicales y los partidos políticos para que la reforma electoral y las reformas económicas no se limiten a promover los intereses de una parte pequeña de la clase obrera y del pueblo mexicano, sino constituyan una política nacional de democratización, interna y externa, en el partido del Estado y en la lucha de partidos, en las centrales y sindicatos oficiales y en los independientes, con el objetivo simultáneo de ampliar la fuerza económica y social del Estado frente al capital monopólico, y las bases sociales de una democracia que quedando inserta en la economía mixta y el capitalismo, aleje el peligro del fascismo y consolide las formas legales de la lucha por el socialismo, a sabiendas de que será el pueblo quien tendrá la última palabra en el uso de otras formas de lucha a corto y largo plazo, según los obstáculos y facilidades que encuentre en el camino de su liberación.

Para el sector de la burguesía progresista que busca imponer una política económica nacional, social, este camino de luchas democráticas no es fácil. como tampoco lo es para los partidarios de izquierda que en el momento actual han aceptado librar la lucha política y sindical en términos estrictamente legales. Aquél encuentra dificultades y contradicciones que a menudo parecen insuperables para una política de nacionalizaciones e incluso de modernización del sistema fiscal y mayor injerencia del Estado frente a la especulación, la inflación y la desinversión. Éstos se enfrentan a una lucha que constantemente los hace sufrir a las clases gobernantes o porque buscan dirigir los movimientos de democratización en los sindicatos oficiales, o porque buscan apoyar las demandas económicas de los trabajadores organizados, o porque buscan organizar a los trabajadores superexplotados. En unos casos se enfrentan a las estructuras de los aparatos estatales, celosos de mantener el control de los trabajadores que forman parte del sindicalismo oficial, en otros se enfrentan a una burguesía que considera mera agitación política cualquier defensa de un salario y una condición laboral cada vez más abatidos y endurecidos por la crisis económica, y por la voracidad especulativa del gran capital.

En cualquier caso y con todas las dificultades que presenta el proyecto de reforma y democracia para los grupos que tienen una perspectiva socialista y para los grupos que sólo tienen una perspectiva socialdemócrata, ese proyecto es hoy el único que aparece como objetivamente viable en el contexto nacional e internacional en que vive y lucha el pueblo mexicano y su clase obrera.

Julio de 1978