El partido del Estado y el sistema político

1. POLÍTICA Y PODER

El Estado y los partidos políticos en México presentan una vinculación visible. Cuando no se percibe, la posibilidad de comprehensión del fenómeno se pierde. Esta relación existe en todos los países; pero en aquéllos donde más se ha desarrollado el análisis de la vida partidaria y electoral no es tan fuerte el apremio por vincular su análisis al del Estado. Ello tiene ciertamente implicaciones que no se advierten de inmediato. Ahí donde se ha desarrollado ampliamente un sistema de partidos y una vida parlamentaria, la política parece cobrar autonomía legítima. Para que se pierda es necesaria una crisis que al acabar con el sistema de partidos y el régimen parlamentario, haga aparecer en un primer plano la cuestión del poder y del Estado. Fue lo que ocurrió en la Alemania y la Italia prefascistas y fascistas. Más recientemente es lo que ha ocurrido en Chile, una de las pocas naciones de América Latina, donde partidos y parlamento parecieron cobrar durante décadas esa vida autónoma y propia que hasta la crisis y caída de la Unidad Popular, hizo olvidar la cuestión del poder y el Estado. Hoy mismo en algunos países europeos, como Francia, Italia o España la lucha partidaria y parlamentaria tiene tal fuerza y presenta tanta vitalidad y riqueza, que incluso los más sagaces críticos acuerdan importancia relativamente menor al análisis de los partidos políticos y el poder. El problema del poder aparece ciertamente en los análisis marxistas sobre la lucha política y el Estado; pero se vincula más al problema de la hegemonía de las clases gobernantes como poder, que a la relación partido-grupo de choque, partido-ejército-y-fuerzas represivas, lucha legal partidaria-y-lucha ilegal por encima de los partidos, orden constitucionaí-y-orden de fuerza. La relación partido-Estado, se contempla más en el orden político que en el del poder, en el de la lucha democrática que en el de la ruptura de esa lucha. Las fuerzas progresistas y revolucionarias se preparan teórica y prácticamente para esa lucha. Su teoría y práctica de la ruptura del orden constitucional, del sistema parlamentario y de partidos son generalmente pobres; revisten para ideólogos y organizaciones menor interés. Corresponden a preocupaciones relegadas. La hipótesis predominante se basa en la idea de un desarrollo progresivo de la lucha partidaria y parlamentaria, ideológica y electoral, política y de derecho. En cambio en los países dependientes de la periferia del capitalismo otros problemas se plantean de manera constante. Sus luchas partidarias y parlamentarias se ligan en forma cotidiana a las inmediaciones violentas, a las presiones económicas, militares o insurreccionales que determinan cambios de dirigentes y regímenes políticos. Si algunas organizaciones partidarias y sus ideólogos llegan en ocasiones, e incluso durante periodos relativamente largos, a atribuir vida propia a partidos y parlamentos, pronto encuentran que el espacio político legal es reducido, en un tiempo legal también precario. La cuestión de las fuentes reales del poder, de los grupos de poder, de las fuerzas represivas, y de la dominación de clase o facción al margen del parlamento y los partidos aparecen y reaparecen por todas partes todo el tiempo. En ellos la vida parlamentaria y partidaria equivale a una crisis permanente. Política y poder se distinguen con nitidez. Las elecciones son siempre el anuncio o la consecuencia de un golpe de Estado. Tras ellas está el Estado que asegura su realización, regulándola, o la elimina con la de los partidos. También puede estar una insurrección, una revolución y cualquier otro tipo de movimiento que impone por la fuerza el derecho y el deber de las elecciones y los partidos. En las guerras civiles, sólo en las zonas dominadas por una de las partes contendientes, se realizan elecciones y hay vida partidaria. Ésta se extiende cuando el control militar se ha ampliado y ha impuesto sus leyes con la fuerza popular u oligárquica que lo respalda. De ese modo, incluso cuando las crisis políticas logran ser superadas y se imponen sistemas partidarios y parlamentarios de alguna duración se advierte con claridad su vinculación al Estado. Es lo que ha ocurrido en México, país donde la última rebelión que intentó romper el orden constitucional con éxito ocurrió en 1920, y donde la última rebelión contra un proceso electoral ocurrió en 1929. En México la vida partidaria y electoral que existe desde hace tanto tiempo se percibe y entiende ligada estrechamente a la historia del Estado y al Estado. Por supuesto la misma perspectiva exige el análisis de etapas anteriores. Sin el estudio del Estado es imposible la comprensión de los partidos políticos.

2. PARTIDO ÚNICO Y PARTIDO DEL ESTADO

El fenómeno de los partidos políticos en México no es claro. Hay una fuerte mitología que vela la realidad. Y la teoría es pobre. Si la mitología es parte del problema la teoría ayuda poco a resolverlo. En general sigue las pautas de investigación que más pueden distraer. Usa modelos, o como decían los clásicos, “sistemas”. Su método predominante consiste en ver hasta qué punto el modelo de la democracia representativa, o el “sistema” de Montesquieu, se da o no en el país, o hasta qué punto se da una política de poder que existió en algún país de Europa, algo así como una monarquía absoluta republicana, o como un bonapartismo permanente. El método ayuda a confrontar las formas legales con la realidad social y política. Es usado como elemento crítico contra la simulación. Pero en el terreno del análisis resulta incapaz para desentrañar el movimiento histórico y político. No estudia éste a partir de la vida nacional, de las clases y sus facciones, de las instituciones de poder real y sus expresiones jurídicas, normativas. Los modelos y sistemas no aparecen como resultado del movimiento, y el movimiento no es tampoco el principal objeto del análisis. En esas condiciones todo se va en denunciar lo formal y clasificar lo real. Es el camino sin fin de las definiciones de conceptos. Se busca aplicar el mejor a la realidad, y se gasta un esfuerzo enorme en ajustes, discutiendo los de otros autores y proponiendo el propio.

En las antípodas de la clasificación se encuentra un procedimiento más, también de moda en los países de la América Latina y el Tercer Mundo. Consiste en buscar lo característico o típico del país, eso que le da su estilo, su sentido unívoco, su especificidad. Dentro de tales enfoques se encuentra el afán por saber en qué consiste la rareza mexicana del sistema político. Más que teoría, semejantes exploraciones reconstruyen el mito como eco apologético o como escepticismo metafísico. Son tautologías de conformistas o de renegados. En sus expresiones más brillantes integran ensayos con intuiciones verdaderas, aisladas siempre del movimiento histórico y su posible evolución política.

La necesidad de ir a la historia concreta del país no lleva al aislamiento. El sistema de los partidos políticos en México y su vinculación a la historia del Estado mexicano corresponden a un proceso universal en el que se dan dos fenómenos parecidos: el de un partido único o predominante en las naciones de origen colonial, y el del partido del Estado, el partido del bloque hegemónico y su gobierno. Ambas características se dan en México, donde no existe un partido único, sino un partido predominante, y donde éste es el partido del Estado. El movimiento histórico y político que lleva a la construcción del sistema se inscribe en el movimiento más complejo del desarrollo de los sistemas políticos en los antiguos países coloniales, hoy dependientes, donde la construcción del Estado y la nación domina al sistema político. Dentro de esa historia más vasta, el movimiento concreto obedece a las características del propio país. Sobre ellas querríamos detenernos.

3. POLÍTICA DE MASAS

El Estado mexicano y el tipo de vida política que lo caracteriza corresponden a una estructuración de la política de poder y la política de masas sobre la que existe memoria local en los grupos gobernantes. Algo semejante ocurre en los países metropolitanos, sin que el poder, la política de masas y la memoria gobernante destaquen como fenómenos locales. Más bien existe la idea de que son datos universales de la historia moderna, lo cual es falso. Muchas naciones-estados de origen colonial no logran estructurar un poder y una política de masas. No tienen conciencia o memoria de la experiencia de un Estado fuerte frente a otras potencias y en el dominio de la población nacional, de clases y facciones, de razas y minorías dominadas. Los estados son aparentes. La soberanía falsa. La hegemonía pobre. La estabilidad precaria. La política de masas inexistente. Sólo cuando los Estados se estructuran como poder frente a otros Estados y como dominación interna a la vez represiva y consensual empiezan a aparecer las experiencias, la memoria y la conciencia de una política de masas. Esta política está ligada a la historia de la independencia, de las luchas por la liberación. En ellas las coaliciones o alianzas de clases y facciones juegan un papel importante. Abarcan prácticamente todo el universo de los países de origen colonial.

Coaliciones y clases siguen el más variado movimiento de la hegemonía y el poder. Se funden y confunden como hegemonía. Se distinguen y contrarían como represión. Pero ello no ocurre en forma unívoca. En la coalición no sólo hay hegemonía sino represión. El poder no está sólo hecho de represión sino de mitos. Dos circunstancias, entre muchas, destacan por su oscuridad: la importancia y características de las coaliciones y las clases, y el sentido vario de los fenómenos hegemónicos. Las coaliciones y clases del mundo dependiente operan en un ámbito internacional dominado por “fuera” y “dentro”. Las coaliciones se forjan para enfrentar la dominación de fuera y provocan una dominación interna. En ésta resulta muy significativa la clase o facción dominante, y la forma en que reconstruye la dependencia con la propia coalición originalmente liberadora. El movimiento no se puede entender sin el de las coaliciones y las clases. Privilegiar una u otras es un fenómeno concreto, que varía, sin que ambas dejen de tener significación constante como hegemonía y represión.

La conciencia y memoria del poder se vincula a la historia y experiencias de coaliciones y clases. Pero ambas son objeto de distorsiones y mistificaciones, producto de una lucha por la hegemonía cuyas características varían según distintas formas de la enajenación de las masas, primitivas o modernas, según las mitologías coloniales, nacionales, populares y obreras, y según la evolución de la opinión pública. La “sociedad civil” de los países dependientes tiene mitos, enajenaciones, opiniones con una variadísima gama de culturas y subculturas arcaicas, coloniales, modernas, de clases. Entre los mitos opera el de la dominación de fuera para ocultar la de dentro y las múltiples formas hegemónicas internas.

El Estado mexicano se caracteriza por una experiencia y una cultura del poder. Ésta ocurre en una historia de origen colonial y dependiente. En ella aparece una vocación dé poder, una lógica del poder y una cultura del poder, que están particularmente ligadas a una política de masas y de coaliciones de masas. Por ello dos hechos tienen particular relieve: el de la persuasión y el de las alianzas. A la historia del poder y de la cultura del poder en México se añade la historia de las masas como parte de la historia del Estado, y de las alianzas liberadoras y dominantes. El Estado y los partidos surgen en relación con la política de poder y con la política de masas. Se hacen de alianzas en que los mitos motores y la persuasión son parte del poder y de la vida de las masas. Al mismo tiempo, en el movimiento histórico real se insertan dos fenómenos, el de la represión y la cultura autoritaria, oligárquica, y el de las clases dominantes, el de las burguesías de origen colonial y sus relaciones de dominación y explotación con trabajadores colonizados que van desde las formas de trabajo servil, o semiesclavo a formas de trabajo asalariado. Las clases dominantes reproducen o rehacen formas de dominación y explotación de minorías nacionales y raciales, de poblaciones superexplotadas, sometidas como trabajadores o como comunidades. La dominación y explotación evolucionan de las relaciones esclavistas y señoriales del capitalismo colonial hasta las monopólicas más modernas. Las clases dominadas varían en formas desiguales y combinadas que corresponden a distintos modos de producción, y más recientemente a una política de estratificación de las clases trabajadoras característica del neocapitalismo. En la compleja estructura se desarrollan el Estado y los partidos políticos. De ella querríamos destacar la política de poder, la política de masas, la política de alianzas, y la política autoritaria. O dicho de otro modo, la política que va más allá de las formas, la de persuasión y mitos, lai de coaliciones de grupos y clases, y la represiva u oligárquica. La historia de su combinación es la del Estado y del sistema político en México.

4. LOS PROLEGÓMENOS DE LA ESPECIFICIDAD

Es falso que la especificidad mexicana provenga del legado de Huchilobos —el cruel dios nativo. La herencia viene de Felipe II. Los aztecas dejaron pocas costumbres y artes de gobierno. Son los conquistadores y su cultura los que sobreviven hasta en los rebeldes. Sus tradiciones e invenciones adquieren una importancia criolla, que estalla como estilo desde el siglo XVIII,. Para entonces la Nueva España ya se distingue del resto de las colonias ibéricas porque ahí se han desarrollado mucho más que en cualquiera otra las fuerzas productivas. La Nueva España contribuye con las dos terceras partes de los ingresos coloniales de la España peninsular. Minería, agricultura y ganadería cobran un auge que impresiona a todos y que Humboldt exalta. La oligarquía mexicana exige desde entonces respeto a su riqueza y poder. Pero su rapacidad y orgullo no son lo más original de la colonia. Lo es en cambio la fuerza y el carácter que con el desarrollo de las fuerzas productivas cobran lo que hoy podríamos llamar las capas medias coloniales. El ranchero en el campo, y el intelectual en las ciudades y villas, alimentan desde entonces un proyecto de poder. A diferencia de otras colonias americanas, se sienten lo suficientemente fuertes para jugar su suerte con las masas. Desde la rebelión popular contra el virrey Gálvez (a fines del siglo XVIII) advierten en el pueblo una fuerza utilizable. Los intelectuales registran el orgullo del criollo rico frente al peninsular e inician la elaboración del mito colectivo sobre “La Grandeza Mexicana”. Bien vistos por la oligarquía colonial, sientan desde entonces las bases de una política de persuasión popular. A diferencia de los peruanos, como ha observado David Brading, exaltan las virtudes del pasado indígena. Se convierten en sus defensores para apoyarse en quienes se sienten sus herederos, indios o mestizos.

Desde fines del siglo XVIII existe en germen la política de poder y persuasión que se va a renovar y enriquecer en luchas sucesivas. A principios del siglo XIX, con la Constitución de Cádiz y las primeras elecciones de consejeros municipales y diputados a Cortes, se dan los elementos de la creación y memoria de manipulaciones y trampas electorales. El autoritarismo se expresa como realidad y “representación” en aquellas primeras experiencias democráticas a que se ven obligadas las autoridades coloniales. Los viejos mandones se escandalizan, al verse reducidos a gobernar con críticas permitidas y trampas imprescindibles. La “Constitución” no sólo provoca las primeras reacciones contra los nuevos mitos democráticos sino las primeras prácticas de quienes piensan que para triunfar es necesario manipular las elecciones en forma autoritaria.

La segunda gran experiencia de la creación y la memoria política ocurre durante la guerra de independencia contra España que encabezan los curas Hidalgo y Morelos, apoyados en algunos militares. Es una guerra de masas con movilizaciones de cientos de miles de hombres que luchan en los campos de batalla. A diferencia de la mayoría de las guerras sudamericanas, sus líderes no son militares de alta graduación, sino curas. Sus ejércitos no son convencionales, sino populares. De Haití se diferencian porque los líderes haitianos eran del pueblo y éstos son de las clases medias —de religiosos y rancheros—. De Uruguay se distinguen porque el líder era un latifundista, y ahí la guerra no se planteó como en México entre “la clase proletaria” y la “clase propietaria”, para emplear las expresiones que usó un ideólogo conservador de entonces, don Lucas Alamán.

La guerra de independencia en México permitió profundizar en materia de coaliciones y alianzas populares. También en la persuasión con viejas formas de terror y nuevas formas de esperanza. Los curas usaron a la virgen de Guadalupe como bandera, a Fernando VII destronado por los franceses como pretexto, y leyes y promesas de libertad a los esclavos y de expropiación de tierras en favor de los campesinos, como programa. La contrarrevolución y la independencia real —que quedó en manos de la oligarquía— crearon las bases de una experiencia común a los demás pueblos latinoamericanos: la del cuartelazo y el golpe militar.

La tercera gran experiencia ocurrió entre la Independencia (1820) y la Intervención de los franceses (1863), pasando por la guerra con los Estados Unidos y la guerra de Reforma. En esa época las capas medias de rancheros e intelectuales hicieron el máximo número de combinaciones imaginables en materia de alianzas, sistemas de gobierno y formas de lucha. La pérdida de la mitad del territorio nacional en manos de los Estados Unidos marcó la conciencia política de la nación hasta nuestros días. En la guerra contra Napoleón III se fortaleció la conciencia nacional, ya como experiencia de triunfo. De las combinaciones intentadas en materia de alianzas la principal resultó ser con el pueblo en armas y las guerrillas. De las experiencias en materia de poder, la más significativa consistió en descubrir que ninguna lucha nacional o democrática podía hacerse con éxito sin librar una guerra a muerte, popular y armada. También se tuvo la experiencia de contar con el apoyo militar y político del Norte “Yanqui” contra “el Sur” esclavista y contra Europa colonialista. Se adquirió la experiencia de manejar las luchas entre potencias.

La vieja oligarquía latifundista y minera, con el clero y los militares conservadores —anticonstitucionalistas—, configuraron a un conjunto de enemigos capaces de recurrir a todas las armas antes de darse por vencidos. La guerra de Reforma terminó en guerra nacional contra la intervención extranjera. Las leyes de Reforma y las constituciones liberales de 1824 y 1857 fueron impuestas por las armas, y por las armas fueron derogadas. En las elecciones de los breves periodos constitucionales apareció siempre la fuerza como antecedente y la asonada como consecuencia. Los partidos políticos mostraron ser reflejo de grupos reales de poder que los armaban: de latifundistas, clero, militares. ‘Partidos y grupos no podían imponer su hegemonía. Se quedaban en germen de Estado como parcialidades y facciones. No podían hacer un Estado, no podían imponer un ejército ni una alianza hegemónica.

Con la República Restaurada (después de la intervención francesa) se inició la cuarta gran experiencia. Tras las alianzas populares estallaron las diferencias de clase. Las clases aliadas chocaron. Los gobernantes liberales se desempeñaron dando prioridad a la lógica del poder, pero procurando mantener la de la persuasión. Sus contradicciones se manifestaron en las elecciones y las reelecciones, así como en el control de artesanos y trabajadores. En las elecciones apareció nuevamente la cultura oligárquica de la manipulación y el fraude. En las reelecciones de los gobernantes apareció la dificultad oligárquica del relevo, del cambio de personal político. La libertad a los artesanos y operarios derivó en huelgas e insurrecciones. La lucha por mejores condiciones de trabajo los llevó a luchar por un poder distinto, a veces con las armas en la mano.

Juárez triunfante y su sucesor Lerdo enfrentaron el problema de mantenerse en el poder. En sus gobiernos se dio la política electoral, la reelección, y la represión de trabajadores para regular sus demandas, o impedir el éxito de sus proyectos subversivos. En el gobierno liberal nuevamente se plantearon las dificultades de imponer el equilibrio de poderes, y el federalismo. Apareció la necesidad de un ejecutivo fuerte, como hecho y deseo contradictorio. Frente a los grandes caciques de la tierra y los nuevos jefes militares se plantearon otra vez los viejos problemas hegemónicos que todos los presidentes y jefes de Estado habían tenido, en gobiernos liberales y conservadores. Expropiados los bienes del clero y destruido el viejo ejército oligárquico, el nuevo ejército de los liberales empezó a dar síntomas de buscar la misma solución. Ésta resultó ser como siempre una solución de fuerza, sólo que se hizo con ideología liberal y manteniendo, en la forma, la Constitución del 57 que en los hechos fue derogada.

La quinta gran experiencia de que se alimenta la memoria política actual es conocida como el porfirismo, llamado por Alfonso Reyes “porfiriato”. En 1876 un héroe de la guerra contra los franceses, Porfirio Díaz, se hizo del gobierno por la fuerza. Fue el primero en establecer en México un poder hegemónico de clase. Los terratenientes “laicos” y los caudillos liberales, bajo su guía, se aliaron entre sí y con el capital financiero emergente, en particular el norteamericano. Iniciaron una etapa de desarrollo asociado y dependiente parecida a la de otros países latinoamericanos, sólo que con un Estado más estable y sólido, de carácter presidencialista y autocrático. Las inversiones en ferrocarriles, minas y plantaciones coincidieron con formas de concentración de la propiedad agrícola a costas de los bienes del clero, de las comunidades campesinas y de los medianos y pequeños propietarios. La expansión de productos de exportación, minerales y de agricultura tropical, coincidió con la de haciendas alimentarias y con el crecimiento de una incipiente industria fabril para bienes de consumo popular. Las empresas y centros de producción combinaron distintas formas de trabajo obligatorio con pequeños núcleos de trabajadores asalariados más o menos “libres”. Éstos se desarrollaron en algunas ciudades y sectores de la economía de enclave petrolero y minera. También en los ferrocarriles, la industria eléctrica, el cemento y los altos hornos. Los trabajadores asalariados o “libres” constituyeron una minoría separada por razones geográficas y de raza o nacionalidad, rodeada de un mundo de peones, trabajadores endeudados, artesanos, comuneros, y poblaciones indígenas que recibían trato colonial, en la política y la guerra.

El nuevo Estado estableció su hegemonía a través de ese desarrollo e integración económica, que combinó con formas particularmente represivas, y con una lucha ideológica que revistió las más variadas formas de opresión intelectual antigua y moderna. El clero quedó reducido a un aparato del Estado En las haciendas y los pueblos, en las minas y las fábricas, colaboró para la buena marcha de las unidades de dominación y producción, sentando las bases de un nuevo anticlericalismo que expresarían después los líderes obreros y campesinos. La “inteligencia” liberal se integró al Estado como administradora, política y publicista. Con un positivismo spenceriano e ideas que eran mezcla del liberalismo, el evolucionismo y el racismo neocolonial, el intelectual porfiriano presentó un proyecto histórico que se desarrolló en la retórica oficial y en los centros de educación media y superior, en auge. Esa mismo inteligencia reconstruyó los mitos del poder real en las clases dirigentes y las alentó a la realización de grandes empresas. Les enseñó el arte de gobernar un país real, de negociar con el imperio y las grandes compañías y de violar Constitución y leyes venerando sus formas, y representando o parodiando sus instituciones. El Juárez de Justo Sierra fue el príncipe mexicano de la lógica de poder que todo lo ve con la lente de las fuerzas y la vocación del triunfo. La Constitución y la Dictadura de Emilio Rabasa fue el clásico legado para convertir las leyes en programas ideales, incumplidos. Esas y muchas otras obras contribuyeron a crear una cultura del poder y los formalismos. Constituyeron el estilo de gobierno de toda una clase política, y de quienes aspiraran a sucederla. La cultura de gobierno se enriqueció con los actos de poder. La reducción del clero a un área de influencia limitada a las clases bajas y coincidente con mitos cívicos y liberales oficiales fue un primer punto de fuerza y acuerdo. El presidencialismo, la profesionalización del ejército y el control del país con un sistema de jefes políticos mayores y menores fue otro punto de fuerza y consenso. Institucionalizó un caciquismo universal, nacional, estatal, local, económico y político. A esos hechos se añadieron otros que institucionalizaron la ficción del parlamento, y la de las elecciones.

El gobierno porfirista fue el primero en convertir todo acto electoral en acto administrativo, y el primero en organizar sistemáticamente a la burocracia civil para la organización y administración de las elecciones, con la consabida y necesaria alianza y colaboración de los “jefes políticos”. También contribuyó a la instauración de un método para la selección de candidatos por el presidente y los electores regionales. Ese método consistió en reservar toda autoridad en la elección previa de candidatos al Jefe del Estado, sin que éste tomara siempre sus decisiones en forma arbitraria, sino considerando la correlación de fuerzas y los méritos de los aspirantes, en materia de lealtad, disciplina e incluso capacidad, todo evaluado por supuesto según su propio saber y entender.

En otros terrenos el nuevo régimen fue muy pobre, particularmente en materia de partidos políticos y renovación de gobernantes. Para las elecciones públicas se organizaron “clubs” políticos, generalmente amigos de la dictadura. No hubo partidos estables. En cuanto a los gobernantes, del presidente para abajo se perpetuaron en sus cargos. Originalmente Porfirio Díaz se levantó en armas para protestar contra la reelección de Juárez, y tuvo éxito en su rebelión cuando se reeligió Lerdo. El mismo Díaz pronto acabó con el “principio” de no reelección. Modificó la Constitución y se reeligió siete veces. Su permanencia coincidió con la de muchos otros gobernantes. No sólo dificultó la movilidad política de las “élites”, sino clausuró cualquier sistema de partidos que representara alternativas de gobierno. Desde 1892, Justo Sierra propuso la creación de un Partido del Estado. Concretamente pidió que la Unión Liberal se transformara en ese partido. Serviría para formar cuadros, para disciplinar y educar a las masas. Estaría listo para encauzar el cambio cuando don Porfirio Díaz dejara el poder. Pero la dictadura entonces era demasiado personal. La lucha política también. Díaz no podía hacer el PRI. Cuando se vio obligado en 1910 a abrir un juego de partidos vino la crisis. Los partidos políticos fueron anticipo de la represión y la rebelión. De partidos desarmados tuvieron que convertirse en partidos armados. Se inició así el periodo conocido como la Revolución Mexicana. El país pareció regresar al pasado de caos y anarquía; sólo que sus gobernantes y rebeldes ya conocían en qué consiste el problema de la hegemonía y algunas técnicas para alcanzarla. Con ellas y las nuevas experiencias hicieron grandes innovaciones.

5. LAS EXPERIENCIAS DE MASAS, PODER Y PARTIDOS DE LOS INICIOS DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA A 1929

Memoria y creación política son parte del Estado mexicano. Sus constructores inician la obra sobre las experiencias de los precursores y las propias. Dos corrientes inician el proceso. Una encabezada por artesanos e intelectuales que se radicalizan y proletarizan. Otra, que se agita en el propio olimpo de las clases gobernantes, y busca al pueblo para construir una democracia más moderna y burguesa.

Al empezar el siglo XX se forma una corriente liberal que termina siendo anarquista. Organizada en forma de “club” y después de partido plantea una revolución social. Penetra en los medios obreros y de trabajadores agrícolas del norte. Indirectamente influye en toda la masa campesina. Sus dirigentes —entre los que destaca Ricardo Flores Magón— libran una lucha colosal que va de los últimos años del siglo XIX a las dos primeras décadas del XX. Desde 1906 organizan grandes huelgas y acciones armadas hasta poner en jaque a la dictadura. Las contradicciones que generan repercuten en las de la propia clase gobernante. De ella surge un líder que encabeza la lucha electoral a que se ve obligado al dictador. Mezcla de idealismo, espiritualismo, y realismo político circunscrito a las maniobras partidarias y electorales, Francisco I. Madero sabe que al lanzarse como candidato a la presidencia de la República, inicia un proyecto que puede terminar en la derrota o el triunfo militar. Se prepara para las elecciones y para la guerra. El dictador apresa al candidato. Cuando éste escapa se levanta en armas. A sus contingentes se suma parte importante de los anarquistas. Más o menos al mismo tiempo se rebelan muchos núcleos campesinos, entre los que destaca en el sur el de Emiliano Zapata. La clase gobernante acepta retirar al anciano dictador y llega a un acuerdo con las fuerzas rebeldes. Intenta un proyecto de democracia limitada en una sociedad oligárquica de latifundistas, con una incipiente burguesía y sus enclaves neocoloniales. Un gobierno interino organiza las elecciones y Madero es elegido presidente por un sufragio popular efectivo y entusiasta, aunque sin opositor real al frente, esto es, en condiciones de excepción. Su intento de democracia política falla en todos los campos. Parlamento, prensa, partidos, equilibrio de poderes desequilibran y debilitan al gobierno liberal, mientras éste se enfrenta a las demandas sociales de los obreros y a las demandas de tierras de los campesinos. La experiencia termina en golpe de Estado militar, y en el asesinato del presidente. Una nueva dictadura enfrenta a las fuerzas en rebelión de anarquistas y zapatistas, y a otras aun más poderosas o más hábiles. Éstas son encabezadas por Venustiano Carranza, gobernador de Coahuila y antiguo político porfirista, que se levanta con la bandera de la Constitución. A partir de entonces empieza un complejo proceso revolucionario. Su diferencia esencial con los anteriores es que no sólo plantea la destrucción del poder sino la instauración de un nuevo poder.

Durante la etapa anterior la política de poder había entrado en crisis. En general no fue planteada nunca por los anarquistas, ni por los liberales, ni por los campesinos que pedían tierras. Los anarquistas pretendían hacer una revolución social sin una revolución política. Los liberales una revolución política sin una revolución social. Todos ellos, y los campesinos en armas, estuvieron lejos de plantearse el problema del poder. En cambio los nuevos revolucionarios, sobre todo los carrancistas, volvieron a darle prioridad a la lógica del poder en la conducta militar, ideológica y política. Se plantearon el problema de la concentración del poder en una estructura de caudillos, última célula viva de un sistema político-militar en crisis.

Carranza se erige en el “Primer Jefe” del movimiento. Explora las coaliciones y alianzas. Pronto falla la alianza inter-pares, mientras destaca la alianza jerárquica, la del Primer Jefe. Falla la alianza popular encabezada por rancheros y líderes campesinos como Villa y Zapata. Se afirma la de los herederos de la cultura oligárquica y los caudillos del norte, éstos más modernos y burgueses, e igualmente preocupados y ocupados con la lógica del poder. Unos y otros abordan el problema de la hegemonía como coalición, fuerza y persuasión. En el terreno de la persuasión inician toda una nueva veta de cultura del poder: la negociación social e individual con campesinos y obreros, con líderes y masas seleccionados en función de su fuerza, representación, y disposición de avenimiento. Como los juaristas en el siglo XIX, saben que no habrá paz mientras no destruyan y desmantelen totalmente al ejército de la oligarquía. Es el primero de sus enemigos. Después, con mayor o menor capacidad de innovación, descubren que es necesario arrebatarle las masas a los líderes más populares o más radicales. Van haciendo suyos los gritos y consignas de los grupos rebeldes: el de “Sufragio efectivo y no reelección” de Madero, el de “Tierra y Libertad” de Zapata. A esas demandas añaden algunas más de gran popularidad: las nacionalistas frente a las grandes potencias, y en particular frente a los Estados Unidos; las Constitucionalistas frente a todos los herederos de las oligarquías terratenientes, clericales y autócratas; las de derechos sociales para los trabajadores, frente a los anarquistas y para llamar a sus filas a los socialistas reformistas, a los laboristas y a los renegados del anarquismo. Esbozan un programa y promulgan la Constitución más avanzada de entonces, la de 1917. Dominan o cercan a todos los grupos rebeldes, en el campo militar, en el de las coaliciones y en el ideológico. De 1917 a 1920 logran que la nueva Constitución funcione como forma y realidad. Aunque desde entonces empiezan a violarla, también desde entonces empiezan a imponerla como punto de referencia y programa, como norma de fuerza y derecho que reacomoda la lógica de poder, la lógica política y los ideales.

6. PARTIDOS Y EXPERIENCIAS DE MASAS DE 1917 A 1929 EN QUE SE FUNDA EL PARTIDO DEL ESTADO

El gobierno de caudillos que surgió de la Revolución Mexicana encontró viejas soluciones a nuevos problemas, y algunas soluciones nuevas que se fueron generalizando. El problema de la sucesión del poder no pareció tener solución. Las alternativas fueron cuatro: el continuismo del caudillo en el poder a través de interpósita persona manteniendo el tabú de la reelección (solución de Carranza) ; la rebelión frente al Jefe Presidencial (que implicó el asesinato de Carranza) ; el relevo de caudillos de un mismo grupo aliado (Obregón deja el poder a Calles) ; la ruptura del tabú constitucional, esto es, la reforma a la Constitución y el intento de reelección (Obregón rompe el tabú, logra la reforma por parte de Calles, es reelecto y termina asesinado). Ninguna de ellas pareció una buena solución.

El problema del poder mostró distintas posibilidades de juego dentro de ciertas restricciones, como eran la fuerza militar, las alianzas y el reconocimiento o desconocimiento de los intereses de las antiguas formaciones de las “clases proletarias” y las potencias extranjeras, en particular los Estados Unidos. A las antiguas formaciones dominantes se les consideró más como a grupos de presión que como a una clase, esto es, se atacó a unos y se respetó a otros según las circunstancias. Destruido y desmantelado el ejército de la oligarquía, entre los grupos de presión sobrevivientes destacaron los latifundistas, los empresarios, los monopolios de enclave y el clero.

En todos los casos el nuevo control militar reveló ser necesario y en todos insuficiente. En todos los casos la alianza de los caudillos que encabezaban a los campesinos armados mostró ser necesaria; en algunos fue apremiante hacer concesiones a los campesinos armados. En varios casos la alianza con los obreros organizados resultó ser necesaria, aunque más tarde la ruptura de la alianza caudillos-líderes obreros se pudiera acometer con éxito durante un periodo relativamente corto. Carranza no quiso al principio y no pudo después establecer una alianza sólida con las organizaciones obreras. Como presidente enfrentó con violencia varias huelgas. Los intentos que hizo al término de su periodo por hacerse de una masa obrera no tuvieron éxito. Los obreros organizados apoyaron al caudillo Obregón y contribuyeron a darle el triunfo. Más tarde apoyaron al aliado de Obregón, a Calles, aunque con mayores exigencias; reafirmaron así sus cartas de triunfo. Las alianzas de los caudillos con las organizaciones obreras resultaron ser alianzas con las direcciones sindicales. En algunos casos fue apremiante hacer concesiones a los obreros más fuertes. Las concesiones a los obreros fuertes mostraron ser tan necesarias como cierto tipo de concesiones selectivas a campesinos exigentes y fuertes. Así surgió la política popular y populista, el nuevo compadrazgo popular, el nuevo clientelismo y corporatismo o gremialismo que beneficiaba a una parte de campesinos, obreros, empleados, pequeños comerciantes a través de sus jefes y líderes.

En todo caso subsistió el problema de la rebelión de los caudillos y de la rebelión de los líderes. El peligro no venía sólo de los enemigos sino de los amigos y aliados que en un momento dado pretendían hacer juego propio y se colocaban en estado próximo a la rebelión o en franca rebelión.

Todas las sucesiones presidenciales estuvieron precedidas o acompañadas por rebeliones de caudillos. En ocasiones fue necesario derrotar en el campo de batalla a cientos de generales. Otras se les asesinó antes que se rebelaran, como rebeldes en potencia. Otras más pareció ineludible inducirlos a jugar el “papel de opositores” e incluso de “rebeldes”, para escarmentar en ellos a la oposición rebelde, decapitándola a tiempo.

En el caso de las organizaciones obreras se distinguió a las aliadas y enemigas. Todas las organizaciones obreras autónomas fueron consideradas enemigas y tratadas como tales. En cuanto a las aliadas se las trató como subordinadas, se les exigió reconocimiento jerárquico al jefe, al caudillo, a reserva de asignar jugosas concesiones individuales a los líderes leales, y algunos beneficios a los obreros que previa demostración de fuerza mostraran disposición de llegar a un acuerdo.

A las huestes armadas se les empezó a profesionalizar. Una parte se fue volviendo ejército nacional. Además, se establecieron múltiples e ingeniosos controles militares sobre los caudillos aliados. El presidente contó con el mejor ejército y con jefes sujetos a disciplina personal-institucional.

A las direcciones obreras se les otorgaron concesiones tal vez más visibles por la forma en que se procuró acercarlas al bloque gobernante, a la nueva generación oligárquica y burguesa. Se les controló enfrentándolos a sus bases y apoyando a veces en su contra incluso a las organizaciones autónomas de trabajadores.

Todo ello no sólo permitió un control político de líderes y trabajadores, sino una política de concesiones a los grupos latifundistas y empresariales, y también a algunas organizaciones de apoyo, político-clericales. A los grupos de las burguesías tradicionales se les trató con un sistema de sanciones y represiones “justas”, esto es, que penaran desacatos, insubordinaciones, rebeliones. Las leyes sociales se aplicaron como leyes penales. Las expropiaciones de tierras, la negativa de concesiones, o el respeto de latifundios y concesiones a empresarios se hicieron en función del comportamiento político. Así se universalizó el sistema de castigos y concesiones, y la aplicación o no de las leyes a grupos y personas. Ya Juárez lo había dicho: “La ley al enemigo”.

Con el tipo de estructuración del poder, disperso en los grupos, y jerarquizado y concentrado entre los caudillos gobernantes y el presidente, floreció una política de arbitraje, conciliación y, sanción legal e ilegal; una política de poder que usa las leyes como poder y las viola como poder, dentro de la lógica de lealtades y deslealtades, y responsabilidades en la decisión final que quedan a cargo de los jefes, conocedores y titulares del gobierno nacional, popular.

El problema de la representación se resolvió por dos vías, la delegación de poder por el jefe en otros que lo representarán, y el reconocimiento a los caudillos que encabezaban huestes de campesinos armados y a los líderes que encabezaban bases obreras, a quienes se exigió alianza subordinada. En la administración pública no se aceptó la representación. Se exigió la disciplina burocrática a los caudillos titulares de las secretarías y dependencias del Estado.

Con los estratos medios urbanos se mantuvo el desprecio campesino o ranchero de los caudillos que habían hecho la revolución. Se reconoció a los intelectuales aliados, y se les hizo colaborar en la educación y en la lucha ideológica. Los conflictos con la prensa y la universidad fueron constantes, aunque una y otra lograron abrir un espacio de libertad en medio de la violencia. Con los latifundistas, el clero y las compañías extranjeras, particularmente los monopolios de enclave, las luchas y conflictos siguieron pareciéndose a los del pasado: exigencias crecientes, rebeliones fanáticas y armadas con apoyo estratégico desde las matrices y los Estados Unidos. Presiones e intervenciones. Las respuestas eran nacionalistas, populistas y pragmáticas.

La nueva política de concesiones se hizo en medio de grandes revueltas encabezadas por curas —cristeros—, entre asonadas de militares que jugaban sus cartas con las compañías; entre movimientos anarquistas y comunistas apoyados en campesinos y obreros pobres a los que no habían podido encabezar los caudillos y líderes del bloque hegemónico, y a los que movían ideas mesiánicas o radicales, clericales o marxistas.

La lucha ideológica presentó nuevas soluciones. Nacionalismo, agrarismo, obrerismo se combinaron con ciertas formas de la expresión socialista, algunas de remoto aire bolchevique, defendidas o alentadas por grupos y sectores del gobierno. Se articulaban de modo que siempre quedara margen para el ataque ideológico a cualquier fuerza autónoma que sostuviera las mismas ideas. El extraño expediente pudo interpretarse como esquizofrenia. Fue más bien la manifestación del paternalismo, de la represión y la negociación en el orden del discurso. México había hecho una revolución de resonancia mundial. No era eso lo importante, sino destacar que en México no podía haber más Revolución que la mexicana, ni más pensamiento revolucionario que el de caudillos y líderes en el poder. Éstos prohijaban toda organización autónoma y toda ideología autónoma, sujetándolas. Las hacían suyas, las regulaban, asediando en cambio a las organizaciones independientes, y descalificando las expresiones y actos que se ostentaran como revolucionarios y contrariaran a la Revolución triunfante, a ellos.

El arte de expropiar lenguajes e ideologías fue uno de los que más afinaron los caudillos en la lucha por la hegemonía. Ese arte se combinó con el de atacar a los retrógrados, fanáticos, vendepatrias con fundamento en todos los supuestos revolucionarios, nativos y universales. En cuanto al manejo de las ideas democráticas, liberales y constitucionales, se practicó el viejo arte de convertirlas en programas y razones a partir de la realidad o la fuerza. La “realidad” y la fuerza sirvieron para cumplir los ideales o para dejarlos de cumplir, para imponerlos o para violarlos. La nueva clase gobernante elaboró un discurso variado, rico en personalidades, organizaciones y argumentos con sus reglas de transformación según la circunstancias.

El extraño recurso de apropiación de lenguajes revolucionarios entró a menudo en crisis de contradicciones entre palabras y hechos, o en crisis de vacuidades en los mensajes. Estas crisis no impidieron algunos actos efectivos de solidaridad mundial con movimientos revolucionarios, o de justicia social localizada. Sólo en momentos graves se acabó la expropiación de lenguajes revolucionarios. A fines de los años veinte nacionalismo, agrarismo, obrerismo decayeron a fondo. Entonces despertó en los círculos oficiales un fervor liberal, anticlerical, que coincidiendo con el anticomunista reveló la ruptura de la coalición popular, y una acentuación de la lucha de facciones y de clases. Los viejos argumentos del humanismo oligárquico dejaron sin sentido el discurso “revolucionario”. Los caudillos parecieron quedarse solos, y sólo con los armas de la violencia.

Los partidos políticos presentaron dos tipos principales de problemas, unos en virtud de su vinculación con los caudillos y otros debido a sus lazos con la clase obrera. Las clases medias tradicionales, las antiguas oligarquías y el clero no llegaron a construir un partido político. O se vieron obligados a apoyar a caudillos rebeldes surgidos del bloque en el poder, apoyaron movimientos políticos efímeros y contradictorios, o armaron alzamientos. Realmente no pudo rehacerse el “partido conservador” del siglo XIX, ni sus fuerzas alcanzaron a construir una nueva mediación política, electoral, que adquiriera el carácter de un partido con principios, programas y organización. La respuesta violenta y la política discontinua fueron las únicas alternativas de esos grupos y facciones.

El primer partido político de las fuerzas revolucionarias constitucionalistas se fundó el 25 de octubre de 1916. Se llamó Partido Liberal Constitucionalista. Surgió al amparo de los caudillos: Carranza, Obregón y Pablo González. Fueron éstos los que contendieron en las primeras elecciones por la presidencia. Desde entonces anunciaron, a pesar de su lealtad y pocos votos, la futura división. Carranza obtuvo el 98.07% de los votos, González el 1.43, Obregón el .49%. Ya estaban las bases de la futura pugna. Obregón se preparó para ser el sucesor de Carranza influyendo cada vez más en el Partido Liberal Constitucionalista. Carranza —que no lo quería como sucesor— auspició la formación del Partido Cooperatista Nacional fundado en agosto de 1917. En junio de 1919, Obregón se lanzó a sí mismo como candidato a la Presidencia de la República. No aceptó que lo lanzara ningún partido. Él era el poder. Él fundaba el poder. Los demás lo sancionaban. Fue apoyado por todos los partidos, incluido uno de reciente fundación —13 de junio de 1920— que representó la reconciliación de los zapatistas y otras fuerzas agrarias, contrapuestas hasta entonces a los constitucionalistas: el Partido Nacional Agrarista.

Obregón y Calles, el sucesor de Obregón, vieron varias veces cómo los partidos políticos podían cobrar vida propia, o porque se ligaban a caudillos en rebelión o porque intentaban una política autónoma. En esos años muchos caudillos regionales formaron sus partidos, de huestes, destinados a cumplir en el área correspondiente las funciones electorales. El problema del control de esos partidos era el control de los caudillos.

También observaron los gobernantes cómo los políticos que estaban al frente de los partidos y en el Congreso, por momentos creían poder realizar una política propia. De hecho se inició entonces una nueva pugna entre caudillos-políticos que conducían las demandas y la fuerza de los campesinos armados, y las organizaciones emergentes encabezadas por políticos empistolados que dirigían a campesinos desarmados y a grupos de presión de las clases medias, en particular las urbanas. Estos políticos-empistolados sabían luchar en forma violenta en las elecciones y en el parlamento; pero además usaban abundantemente los recursos de los abogados y los publicistas, de la lucha legal y la lucha ideológica. Sus alianzas posibles o reales con los caudillos rebeldes, con los campesinos desarmados y con las clases medias urbanas constituyeron el germen de otras autonomías.

Caudillos-electores y políticos-electores, caudillos-candidatos y políticos-candidatos tendieron a unir las luchas armadas y las luchas por la opinión pública. El control político-militar se volvió más complejo. No sólo pareció requerir un ejército, que dependiera del presidente-caudillo, sino un partido que le fuera institucionalmente fiel.

La clase obrera complicó el problema. En varias ocasiones intentó formar centrales y partidos autónomos. Algunos de sus líderes, socialistas y laboristas, dispuestos a la lucha legal sindical y a la contienda electoral hicieron grandes esfuerzos para organizar una central obrera autónoma. Sus esfuerzos fueron inútiles. En 1917 fundaron el Partido Socialista Obrero buscando representación en el Congreso. No lograron un solo diputado. Todos los caudillos, del presidente para abajo, se opusieron terminantemente a sus movimientos autónomos. En cambio empezaron a auspiciar la formación de organizaciones que dependieran de ellos. Su experiencia fue base del laborismo mexicano, un movimiento que no era ni anarquista ni comunista, en lucha por el sindicalismo y por una política nacional sustentadas en acuerdos con los caudillos.

El paternalismo de los caudillos llegó a extremos increíbles. Bajo los auspicios del presidente Carranza, y con una influencia cada vez mayor de Calles y Obregón, en 1918 se fundó la Confederación Regional de Obreros Mexicanos (CROM), al frente de la cual se encontraba un líder obrero llamado Luis N. Morones, quien inició el caudillismo-sindical en gran escala, dando los primeros pasos para una política de presiones y negociaciones, en parte parecida y en parte distinta a la de los caudillos campesinos. Entre las semejanzas, tal vez las principales fueron la jerarquización, el autoritarismo, el paternalismo y la manipulación en el interior de las organizaciones obreras. Entre las diferencias destacó una organización más permanente y amplia en que se hizo sentir, a pesar de todas las mediaciones, la presencia de los obreros como clase social, formada de gremios y direcciones sindicales más o menos representativas que abogaban y negociaban por las bases, con un sentido corporativo, es decir limitado a los agremiados.

En 1919, con la venia de Carranza, la CROM fundó el Partido Laborista Mexicano, que pronto hubo de ligarse a Obregón, ya precandidato a presidente de la República y futuro caudillo rebelde. Cuando Carranza vio que perdía el apoyo de los obreros organizados, apoyó veladamente la fundación del Partido Comunista Mexicano (24 de noviembre de 1919). La coyuntura política permitió a un núcleo de antiguos anarquistas y socialistas fundar el partido comunista. Alentados por Nicolás Borodin, un enviado de Lenin, y encabezados por Manabendra Nath Roy, nacionalista de la India que empezaba en México su aprendizaje del marxismo, los comunistas obtuvieron la venia del presidente Carranza para fundar su partido. En sus Memorias Roy cuenta cómo vieron varias veces al presidente Carranza para pedirle autorización, y cómo éste se la dio.

El presidente-caudillo pretendía ser la fuente de cualquier expresión de poder, de la lucha antimperialista y de la lucha social. Hasta el comunismo tenía que organizarse con el permiso o la simpatía del presidente-caudillo. Todo lo cual no impidió que el partido comunista surgiera fuera de las organizaciones obreras. En ese terreno ni el presidente ni ningún otro caudillo hicieron concesiones. Nada de autonomía sindical. Si se expresaba una fuerza autónoma política no debía tener bases sindicales. Debía ser como un caudillo sin mando de tropas, malvisto en su propia tierra y aislado de ella. Ninguna diferencia o lucha entre caudillos alteró tal política. Y cuando más tarde el Partido Comunista buscó y logró bases sociales, en particular de trabajadores agrícolas, fue objeto de la máxima persecución y vivió varios años en la ilegalidad (1929-1935).

La persecución contra las organizaciones obreras alcanzó su máximo rigor a finales de los veintes y principios de los treintas, debido en parte a la crisis económica mundial. Fue la clase obrera quien pagó los costos. En México, la crisis obedeció también a un viraje del conjunto del bloque dominante hacia una nueva política burguesa económica y social. Dentro de ella el general Obregón y los suyos representaron un intento de los nuevos rancheros ya urbanizados, por establecer su hegemonía sobre la antigua burguesía y los obreros. Estos últimos se enfrentaron a los obregonistas y su candidato proponiendo uno propio. En la lucha político-electoral, el partido Laborista buscó que Morones fuera presidente. A las disputas entre el caudillo aburguesado y el líder obrero, también aburguesado, se añadieron las de clases medias, clero y antiguas oligarquías que se ensañaron, concupiscentes, contra las ambiciones y corrupciones de uno y otro. También se enfrentaron a ellos las organizaciones anarquistas y comunistas. El presidente Calles no tomó partido entre Obregón y Morones. Se enfrentó al clero. Se enfrentó a los anarquistas y comunistas. Y dejó que se desarrollaran los hechos. Cuando Obregón fue asesinado Morones fue acusado de ser el autor intelectual del crimen. El candidato laborista quedó muy débil y el presidente Calles pudo apoyarse en los obregonistas sin Obregón. Aumentó así su fuerza. Entonces empezó a dar una serie de pasos que iban a reestructurar el Estado. Entre ellos incluyó la fundación del Partido del Estado.

7. EL PARTIDO NACIONAL REVOLUCIONARIO

El presidente Calles ejerció todo su poder para forjar las necesarias mediaciones de un sistema político. Estas mediaciones consistieron en rehacer las relaciones de los individuos por la fuerza, en imponer el lenguaje de las formas políticas y en establecer instituciones de intermediación y arbitraje con áreas definidas de influencia, con canales obligatorios. En todo el proceso Calles usó la fuerza, el derecho y las ideologías para asegurar un poder personal-impersonal con distintas instancias, y con algún apego a las formas institucionales. Al mismo tiempo arrolló y anuló a los que se le oponían.

En primer lugar Calles se eliminó a sí mismo como posible candidato. Aclaró con declaraciones y actos que no se iba a reelegir, y lo cumplió. En segundo lugar, se eliminó como elector personal de un candidato determinado. No propuso abierta o expresamente el nombre del candidato a suce-derlo. En tercer lugar eliminó a los caudillos proponiéndoles que el candidato fuera un civil y los eliminó como candidatos. A unos los redujo en el campo de las armas, o mostró disposición para hacerlo en el futuro. A otros los neutralizó imponiéndoles la lógica civilista, como acuerdo de caudillos, como política de poder. En junta de generales con mando de tropas, el presidente Calles hizo ver que el país necesitaba a un civil. No dio nombres. No eligió directamente. Fue más tarde el Congreso quien, de acuerdo con las formas legales abiertas y las sugerencias veladas de Calles eligió al licenciado Portes Gil —obregonista— como presidente que debía gobernar hasta que se celebraran nuevas elecciones. El Congreso operó como mediador legal, constitucional. No eligió a un caudillo sino a un político civil amigo de los caudillos.

Calles se colocó por encima de todos los jefes, en lo alto, como fuerza tutelar, ideológica y armada. Declaró que con la muerte de Obregón había terminado la época de los caudillos, y empezaba la de las instituciones. Él mismo se propuso crear una institución fundamental: el partido del Estado. Como su participación directa en la formación del partido le creara problemas, se retiró a su papel tutelar, mientras otros continuaban la tarea con su apoyo y supervisión. Calles no fue el “Primer Jefe”, ni se dio un nombre parecido. De 1929 a 1934 fue llamado “Jefe Máximo”. No fue él mismo presidente. Estuvo por encima de los presidentes. En el ejercicio de su fuerza empleó la necesaria ambigüedad en las formas para que operaran otras instancias, como el Congreso o el presidente. Pero su comportamiento fue inequívoco ante cualquier fuerza real que se opusiera al sistema formal naciente y al poder que lo respaldaba. Cuando se fundó el Partido Nacional Revolucionario la mitad del ejército se levantó en armas. Calles aceptó ser secretario de la Defensa. En unos meses derrotó la insurrección, y además controló a las huestes “cristeras” del occidente del país. Después volvió a su retiro. Los generales insurrectos no pudieron poner candidato. El nuevo partido lo puso con la fuerza del Estado. El caudillismo-institucional, el ejército constitucional y los campesinos armados que los seguían fueron los principales sostenes del Estado. Éste recibió también apoyo de una burguesía emergente asociada, y de pequeños núcleos obreros, muy pequeños, generalmente provincianos y ligados a grupos políticos vagamente socialistas. El grueso de la clase obrera organizada, y por supuesto los comunistas y anarquistas, no apoyaron al Estado, aunque el gobierno los utilizó a veces para debilitar a la CROM y a Morones.

En Partido Nacional Revolucionario fue un partido de partidos regionales, de caudillos y políticos regionales. A su fundación se opusieron en el orden militar los generales insurrectos, y en el político, algunos caudillos locales y los dos únicos partidos supérstites, el Partido Laborista Mexicano y el Partido Nacional Agrarista. Durante su fundación el Partido Comunista Mexicano se hallaba en la ilegalidad; la mayoría de sus miembros estaban en la prisión de las Islas Marías, o en la clandestinidad.

Desde su nacimiento, el partido del Estado reveló una disciplina en sus miembros propia de caudillos y políticos que habían encontrado en el espíritu de cuerpo y en las jerarquías de mando una fuente de seguridad y poder. Pero al mismo tiempo los caudillos del partido mantuvieron y protegieron la autonomía de sus clientelas y secuaces, base de su propia fuerza de negociación disciplinada.

Caudillos y líderes no podían desconocer la fuerza militar y política encabezada por el presidente y el Jefe Máximo. Éstos contaban directamente con un ejército profesional, y con caudillos y Clientelas de confianza. Pero reconociendo la fuerza principal y sus auxiliares mantuvieron en la fundación del partido, una cierta autonomía de los partidos miembros. Exigieron respeto a esa autonomía para las cuestiones locales.

El Partido Nacional Revolucionario adoptó una ideología y una retórica constitucionalista, nacionalista, agrarista y obrerista. También denunció cualquier “doctrina extraña”, aludiendo a los comunistas. Impuso una doctrina moderna con proyectos de reforma agraria, industrialización nacional, educación. Designó al ingeniero Pascual Ortiz Rubio, hombre mediano y modesto, como candidato a la presidencia de la República. El Partido del Estado de inmediato cumplió una de sus más importantes funciones: burló la presión de los obregonistas por imponer candidato. Siguiendo las líneas del Jefe Máximo, respaldadas y consentidas por los demás jefes, eligió a un candidato. Era “el candidato del Partido”. Nadie podía afirmar que fuera el candidato del Jefe Máximo sin caer en rebeldía.

El Partido empezó desde entonces a cumplir otras funciones mediatizadoras. Se encargó de las elecciones en vez de la Secretaría de Gobernación que antes se ocupaba de ellas. Actuó como representante de las fuerzas populares organizadas en el Gobierno y por el Gobierno. Empezó a imponer decisiones distantes y más impersonales. Impuso “formas”. También impuso las bases de una lealtad personal-institucional, que debía ser institucional cuando el jefe así lo exigía y argumentaba “en términos constitucionales”.

Más tarde, cuando entró en crisis el gobierno de Pascual Ortiz Rubio y éste renunció, el Partido ayudó a resolver la crisis ocupándose de la elección del presidente sustituto, en nuevo ejemplo de disciplina.

A esas funciones añadió dos más: la ideológica que empezó a ser más constante y más extensa, y la legislativa. El PNR fue el primer partido que colaboró con toda la administración pública en la lucha ideológica. Ya no sólo el jefe les habló a las masas, ni sólo sus secretarios de Estado o delegados. Habló el Partido y hablaron sus dirigentes.

En el terreno legislativo el PNR colaboró disciplinando a los diputados. Eran éstos, diputados de un partido, de un sólo partido, el del Estado, y le debían disciplina. Cuando Calles quiso que “el principio de no reelección” volviera a ser constitucional, las legislaturas de los Estados no apoyaron la propuesta. Los diputados querían reelegirse. Entonces el PNR los disciplinó. El principio de no-reelección fue instalado para siempre por el Congreso de la Unión con el apoyo de los congresos provincianos. Al caudillo perpetuo sucedió el partido perpetuo. Ningún presidente, gobernador, senador, diputado podría reelegirse, aquéllos de por vida, éstos sólo después de un periodo en que dejaran de serlo. Quedó satisfecha una demanda nacional que habían hecho suya hasta las fuerzas conservadoras, se aseguró la movilidad política y se sentaron las bases de la estabilidad del Estado.

Las virtudes del PNR fueron obvias. Para mejorarlas, en 1932 realizó una convención a la que ya no citó a los partidos miembros. En 1933 hizo una reforma a sus estatutos. Los pequeños partidos regionales fueron liquidados, y el PNR se integró como Partido Nacional sin partidos, más centralizado y apto para regular desde el poder ejecutivo los movimientos políticos y electorales. De todos modos subsistió la resistencia de algunos grandes partidos regionales.

Al fundarse el PNR el Estado adquirió gran cohesión. Sin embargo todavía se enfrentó a una oposición político-militar real, y a una oposición político-electoral informe. En todo el siglo XIX y XX cualquier lucha de un partido había estado vinculada a la lucha por la hegemonía de una coalición y una clase. Todo partido había sido un anuncio de Estado. Todo Estado había visto en el partido opositor el anuncio de un Estado. Ahora el Estado había formado su partido, impidiendo a las fuerzas antagónicas que formaran sus propios partidos como partidos que luchan por el Estado. Debían luchar por la política, y perder. En este terreno sin embargo el Estado estaba incompleto. El sistema político electoral y de partidos políticos opositores derivaba con demasiada facilidad en actos grotescos o sangrientos.

8. EL PARTIDO DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

El Estado mexicano no ha construido las clases sociales, como se ha dicho, ni ha sido factotum de un proyecto único, como suele pensarse. Las luchas de las clases y facciones lo han atravesado y moldeado, a menudo en formas imprevistas hasta para los dirigentes, adversas a sus proyectos originales, al grado de acabar con ellos y eliminar a sus autores de la escena política. Al mismo tiempo, en medio de las rupturas del Estado y el Partido, se ha dado una cierta continuidad. Sólo que ésta tiene su lógica en el movimiento que revisten coaliciones y clases.

La transformación del Partido Nacional Revolucionario en Partido de la Revolución Mexicana obedeció a una política de las clases trabajadoras, sus organizaciones y sus coaliciones. Fue también resultado de una respuesta de las directivas políticas y militares a las acciones de las masas. Su estructuración final constituyó el triunfo de las direcciones que encabezaron el movimiento popular frente a los herederos de los caudillos y líderes obreros que habían gobernado México desde 1920, y que de 1929 a 1932 habían privilegiado la política de clases frente a la de coaliciones. La dura crisis económica y la política dominante sentaron las bases de un movimiento agrario y obrero, en que las masas empezaron a actuar con presiones violentas y espontáneas, en particular con repartos agrarios de facto y huelgas “ilegales”. Una alta proporción del movimiento campesino y obrero se realizó al margen de las organizaciones del Estado y de los partidos, al margen de la legitimidad, la dirección y el derecho del Estado, y de las grandes organizaciones mediatizadas y corrompidas.

Las directivas políticas, agrarias, sindicales y militares empezaron a dividirse. Unas optaron por encabezar el movimiento de las masas y encauzar sus demandas, otras por seguir reprimiéndolas. Los obreros tomaron la delantera de una política alternativa buscando, en primer término, la recuperación de sus organizaciones y coaliciones sindicales y después, la formulación de sus demandas en frentes populares nacionales, y en organizaciones partidarias. Éstas no pudieron dirigir el movimiento. El PCM estaba en la clandestinidad y prácticamente deshecho. Sus pocos cuadros tenían la línea de “clase contra clase” de todos los partidos comunistas de entonces. La aplicaban con extrema rigidez y eran incapaces de llevar el movimiento desde sus puntos de partida reales, agraristas, obreristas y nacionalistas hasta otros de una política de clases y masas. Carecían de influencia y posibilidades prácticas para aumentar su influencia. El PCM sufría un deterioro moral y político completo. No era un partido sino la dirección de un partido. La dirección tenía los problemas de sus propios compromisos y claudicaciones. Los líderes habían llegado a la ostentación del poder y la riqueza personal.

Fue en los sindicatos donde se planteó una nueva lucha por la dirección. La encabezaron jóvenes líderes no comprometidos con la claudicación del sindicalismo anterior. Su ideología era laborista y socialista, su programa el de una mayor intervención del Estado en la economía, el de un reparto agrario amplio y profundo, y el desarrollo de un sindicalismo real, operante. Para cumplir objetivos históricos a largo plazo carecían de una organización de clase más o menos homogénea: sus organizaciones estaban compuestas de masas obreras y líderes de origen gremial, artesanal, campesino, claseme-diero. En ellos se entremezclaban el reformismo y las ideas revolucionarias; el providencialismo; el gremialismo y el corporativismo; el paternalismo, el autoritarismo y el anarquismo. Las organizaciones y células de la base obrera no podían controlar a las direcciones ni por su estructura, ni por su composición, ni por su formación. En el conjunto no había un partido con células y dirección central que tuviera la homogeneidad social, ideológica y política necesarias para encauzar el movimiento, a modo de ampliar las organizaciones y conciencia de la base, y establecer alianzas dirigidas en que se preservara el mando autónomo.

Los proyectos de autonomía y socialismo de los líderes que encabezaron el movimiento obrero resultaban extremadamente débiles aunque su capacidad de presión fuese impresionante. Lo fue sobre todo para los políticos del campo, y para los generales campesinos que no habían olvidado sus ideales populares y populistas. También apareció en la formulación del proyecto nacional a corto plazo, aunque la dirección nacional fuese quedando cada vez más a cargo de las formaciones políticas y militares de origen agrario y agraristas. Éstas sentirían la necesidad de dar la lucha con los líderes que encabezaban las demandas obreras y formulaban el proyecto nacional laborista. Sentirían también la necesidad de rehacer bajo su propio mando al partido del Estado. Y lo reharían tras una larga lucha que va de 1932 a 1936.

La transformación del PNR en PRM obedeció a ese movimiento de obreros y campesinos que originalmente encabezaron los líderes y organizaciones de base obrera, y de que se apoderaron finalmente los líderes y organizaciones político-militares de base campesina. El caudillismo campesino, obrero y militar continuó siendo la célula política de las bases y núcleos de organización ; preservó e incluso amplió las características del caudillismo institucional, primero apoyado en coaliciones populares y después en la clase empresarial, siempre a base de concesiones, frenos y reconciliaciones.

La historia del nacimiento del PRM y de su final desaparición, corresponde al movimiento iniciado por las presiones obreras y campesinas, y controlado en etapas sucesivas por la clase política, en distintos triunfos y derrotas de sus miembros más progresistas.

El PNR empezó su nueva historia cuando Vicente Lombardo Toledano pronunció en 1932 un famoso discurso titulado “El camino está a la izquierda”. El joven líder exigió “gobernar con el programa socialista que originalmente había defendido el Partido Laborista Mexicano”, de acuerdo con los estatutos y declaraciones de principios de los sindicatos de la CROM. Expulsado de la central obrera, Lombardo fundó la “CROM depurada” y después una organización más amplia llamada “Confederación General de Obreros y Campesinos de México” (1933). Sus planteamientos influyeron decisivamente en los que formuló el PNR, orientado por sus propios grupos y dirigentes socialistas. Surgió así un llamado “Plan Sexenal” con un proyecto agrario, obrero, nacional y estatal parecido al de las organizaciones obreras, al que sus autores añadieron la meta de una “educación socialista”.

En 1933 se acentuó la competencia por dirigir las luchas populares. También se estableció una alianza para lograr que el candidato del PNR fuera uno de los generales campesinos más identificados con las nuevas formaciones obreras, con las demandas obreras y campesinas, y con los intereses de los líderes ligados a sus organizaciones emergentes.

Los principales líderes del movimiento popular se propusieron imponer la candidatura del general Lázaro Cárdenas. Ellos y su candidato siguieron una compleja lógica de política de masas y cúpulas hasta que llevaron a Calles —el “Jefe Máximo”— a aceptar la candidatura del general Cárdenas, ya famoso por sus posiciones de avanzada, y en quien Calles vio a un hombre extremadamente leal, más a su persona que a sus propios principios.

Cuando Cárdenas fue elegido presidente se le planteó la necesidad de no quedarse en meras promesas. Las masas tenían la fuerza necesaria para exigir pasos reales. Cárdenas optó por seguir apoyándose en las masas. Se enfrentó así a la antigua dirección política, encabezada por el “Jefe Máximo”. Éste pretendió usar al PNR para controlar al presidente.

Los obreros continuaron formulando demandas. Los campesinos también. Unos y otros siguieron agitando, respaldados por las organizaciones y políticos que habían llevado a Cárdenas a la Presidencia.

La “clase política” encabezada por Calles pretendió también controlar a Cárdenas. Unos eran los discursos y otro era el gobierno. La agitación debía cesar. Era necesaria la energía para la defensa de las instituciones.

La directiva callista armó una ofensiva múltiple para controlar a los líderes obreros y campesinos y a los políticos que llevaban al presidente Cárdenas hacia una redefinición política.

Entre muchos recursos, Calles utilizó al PNR para que impusiera la “disciplina de partido” a los legisladores cardenistas que formaban minoría en la Cámara. Además, Calles atacó a Lombardo y los cardenistas, y amenazó indirectamente al presidente.

Las organizaciones obreras ampliaron sus alianzas fundando el Comité Nacional de Defensa Proletaria. El presidente Cárdenas hizo que renunciara todo su gabinete y también el presidente del Comité Ejecutivo del PNR. Calles se vio obligado a abandonar la escena política, y cuando intentó volver a ella fue expulsado del país.

La crisis de 1935 reveló la impotencia de una política predominantemente represiva del Estado. Marcó el inicio de una nueva política del Estado en materia de coaliciones. El ex-presidente de la República Emilio Portes Gil fue el nuevo presidente del Comité Ejecutivo del PNR. No entendió el proceso. Quiso criticar al presidente Cárdenas tachándolo de excesiva tolerancia con el movimiento obrero. También debió renunciar. El movimiento obrero reveló ser una pieza clave del poder. Los que se enfrentaron a él perdieron y salieron.

Tras la renuncia de Portes Gil a la presidencia del PNR vino una nueva etapa de luchas que consistió en que entrara el movimiento obrero al partido del Estado. Las organizaciones obreras emergentes pretendían formar su partido. Se les hizo ver que eso no era conveniente, que mejor se integraran al Partido Nacional Revolucionario.

Las organizaciones obreras quisieron establecer alianzas con los campesinos. Se les exigió que no organizaran a los campesinos ni se unieran a solas con ellos. Era el PNR quien debía organizarlos. El propio presidente Cárdenas fue terminante al respecto. Y en materia de alianzas se les pidió hacerlas de acuerdo con los generales campesinos, no independientemente de ellos.

La clase obrera y los campesinos formularon demandas de salarios, derechos sociales y tierras. Estas demandas fueron satisfechas a un alto grado, muy superior a todos los precedentes. En cambio los generales campesinos y la incipiente burocracia política exigieron el control de los centros de poder.

Sobre esas bases y la de un proyecto nacionalista de gran alcance se sentaron los elementos de la alianza. El proyecto nacionalista se centró en la lucha contra las compañías petroleras y terminó en su final expropiación. El acto despertó un fervor nacional, que incluyó a los católicos militantes. El alto clero tuvo que apoyar la expropiación.

Por su parte el proyecto de alianzas derivó en la fundación del Partido de la Revolución Mexicana, interpretado como la versión local de los “frentes populares”, auspiciados ya por la IIIa. Internacional. Lombardo caracterizó al nuevo partido como un “frente popular a la mexicana”. Fue algo más que eso y algo distinto. El PRM fue fundado doce días después de la expropiación petrolera.

Si de los sindicatos había surgido la idea de formar un partido propio, de ellos surgió también la idea de formar un frente. Sólo que en este caso hubo otro “vocero” del proletariado. El PCM, que con el cardenismo había vuelto a adquirir plenos derechos, trató de formar y dirigir el frente. Al final todos lo hicieron encabezados por las centrales laboristas, por el Estado y por el partido del Estado. Como cualquier alianza fue aquélla resultado de un conjunto de fuerzas. Ninguna pudo forjar una alianza centrada en los laboristas —sin partido—, ni menos centrada en los comunistas —sin centrales y con escasa influencia en los sindicatos—. Todas esas fuerzas derivaron en una reestructuración del partido del Estado al que se integraron y al que apoyaron.

La lucha por la organización de un frente nacional y de una central obrero-campesina se llevó a cabo en formas simultáneas y sucesivas. Desde 1934 la CGOCM —laborista—, la CGT —antigua central de origen anarquista—, los ferrocarrileros y varias organizaciones obreras integraron un Comité Nacional de Defensa de la Reforma Educacional, que estableció un puente con los políticos progresistas del PNR. Éstos ya habían logrado imponer en el “Plan Sexenal” el proyecto de educación socialista. Ahora luchaban por una reforma constitucional que hiciera obligatoria la educación socialista. La educación socialista fue gran motivo de acercamiento. A ese proyecto se añadió después el de un Comité Nacional de Defensa Proletaria que aumentó los vínculos con los políticos progresistas encabezados por Cárdenas. Se trató de dos alianzas amplísimas que alcanzaron éxitos concretos e inmediatos. Al mismo tiempo sus integrantes libraron entre sí distintos tipos de luchas.

En 1934 el PCM intentó su propia política de frentes con la creación de un “Comité Pro-Unidad Obrero-Campesina”, de poca influencia. En 1935 el presidente y el PNR empezaron a organizar una “Confederación Nacional Campesina” y crearon un “Comité Organizador de la Unificación Campesina”. En ese mismo año el PCM creó un “Comité Organizador del Frente Popular Anti-imperialista”. Los sindicatos laboristas, entre los que destacaba el liderazgo de Lombardo se propusieron por su parte crear una “Central de Obreros y Campesinos”. En febrero de 1936 fundaron la “Confederación de Trabajadores de México” (CTM) que buscó atraer a sus filas al campesinado para sumarlo a los trabajadores agrícolas que ya se encontraban en su seno. En la CTM también se encontraban los comunistas. El enfrentamiento con el presidente y el PNR fue notorio. Los comunistas intentaron una doble política: seguir con sus propios proyectos frentistas, y tratar de obtener posiciones en la nueva central. Las luchas se libraron así en dos planos, uno entre laboristas y comunistas, y otro entre los laboristas y el presidente con el PNR en medio. En 1937 los comunistas fueron expulsados de los puestos directivos de la CTM tras serias pugnas en el interior de la central. La autonomía de la organización se debilitó más. Los grandes sindicatos nacionales, renuentes a asumir la dirección, decidieron abandonar la central. En la central quedaron desde entonces los líderes de los sindicatos de fábrica, con Lombardo como dirigente general, y Fidel Velázquez y su grupo como dirigentes reales de la política sindical. En esas condiciones estalló el conflicto obrero-patronal en la industria del petróleo y se inició la epopeya que terminaría en la expropiación.

Las organizacions laboristas, el presidente y el PNR aumentaron sus lazos de unión, y los comunistas optaron finalmente por apoyarlos. Ya un año antes habían iniciado una experiencia frentista en materia electoral. En febrero de 1937 la Confederación de Trabajadores de México, la Confederación Campesina Mexicana, el Partido Comunista Mexicano y el Partido Nacional Revolucionario habían firmado un pacto de Frente Electoral Popular.

El Frente Electoral Popular fue fuente de acuerdos, convenios, disciplina; generó una ideología unitaria, formulada en términos nacionalistas y marxistas. Los comunistas fueron eliminados de las elecciones internas unos meses después pero, en plena autocrítica, atribuyeron el hecho a sus propios errores.

Sólo los trotskistas se opusieron a la política frentista. Pero pronto hubieron de ceder en sus críticas. México dio asilo a Trotsky.

En 1937 el poder hegemónico del presidente Cárdenas abarcó a todas las izquierdas. El 17 de diciembre de ese año, Cárdenas propuso la transformación del PNR en un partido de trabajadores. “Hasta ese momento —afirmó— el Partido había agrupado de modo forzado y obligatorio a los trabajadores al servicio del Estado.” En sus filas estaban incorporados los campesinos con “actos no siempre determinados por su voluntad”. Tales prácticas debían terminar. En cambio el “Partido Nacional Revolucionario se transformaría en un partido de los trabajadores”. A sus filas se sumarían “con actos determinados por su voluntad”, los campesinos, los obreros manuales, los trabajadores intelectuales, las agrupaciones juveniles y el Ejército.

El presidente Cárdenas postuló la estructuración de un frente político armado, de un “Partido Nacional de trabajadores y soldados”. Unos días después, el 1° de enero de 1938 en un mensaje a la Nación procuró atraer también a las clases medias y a otros partidos en apoyo del nuevo partido y del Estado: “[…] El partido de los trabajadores será —dijo Cárdenas— sí, un partido de clase, un partido que tendrá como principal interés el mejorar día a día el estado de los trabajadores; pero será también un partido que respetará el derecho y la libertad de los demás partidos antagónicos”.

A los mensajes de Cárdenas la CTM contestó aceptando formar parte del nuevo instituto político, al que más que como “partido de los trabajadores” consideró como frente, como su propio proyecto de Frente Popular en México. Cárdenas organizó entonces una comisión que proyectó la constitución del nuevo partido. Formaron parte de ella su secretario particular, los representantes de la CTM, los de la Liga de Comunidades Agrarias, y algunos funcionarios de la Secretaría de la Defensa.

El PRM nació en pleno fervor popular, en medio de la campaña económica e ideológica que desataron las compañías petroleras contra México, a la que se añadió una insurrección militar encabezada por un general anticomunista que criticaba duramente la expropiación del petróleo. El PRM nació también en pleno auge mundial de la lucha contra el fascismo. A un año de fundada la Unión Nacional Sinarquista, cuando Pío X publicó una encíclica condenando el comunismo en México, y mientras la Confederación Patronal y la Confederación de la Clase Media acrecían el asedio contra Cárdenas. El PCM saludó el nacimiento del PRM. El secretario general del PCM llegó a pedir “un puesto de combate” en el seno del PRM, extremo retórico que nadie quiso llevar a los hechos.

El 30 de marzo de 1938 se firmó el “Pacto Constitutivo del Partido de la Revolución Mexicana”. Los integrantes del “Pacto” quedaron organizados en forma de sectores. La Confederación Campesina Mexicana, los Sindicatos Campesinos, y las Ligas de Comunidades Agrarias formaron el “Sector Campesino”. La CTM, la CROM, la CGT, el Sindicato de Mineros y el Sindicato de Electricistas formaron el “Sector Obrero”. Los miembros del Ejército y la Marina —como ciudadanos y “no como corporaciones”— formaron el “Sector Militar”. Los cooperativistas, los artesanos, los industriales, los agricultores y comerciantes en pequeño, los aparceros —“mientras subsistieran”—, los profesionales y los empleados de la agricultura, de la industria y del comercio —mediante afiliación individual— formaron el “Sector Popular”.

El Pacto consistió en intervenir en política electoral por medio del Partido, de acuerdo con sus estatutos, reglamentos y acuerdos. Las organizaciones obreras y campesinas conservaron su autonomía para la realización de actividades específicas. Se comprometieron a fijar “el radio de acción y la cooperación que debieran prestarse recíprocamente a partir del momento en que quedara constituida la “Confederación Nacional Campesina” (fundada el 28 de agosto de 1938). Los miembros del Ejército y la Armada se comprometieron a no actuar en forma corporativa, a dejar al instituto fuera de las contiendas y cuestiones políticas electorales. A las clases medias (y a otros elementos del sector popular) se les ofreció que su afiliación al partido no implicaría merma alguna en el libre ejercicio de su profesión, y a las mujeres, que serían consideradas en un plano de completa igualdad con los hombres.

Los principios ideológicos del PRM constituyeron una mezcla del pensamiento neo-liberal y social de la Revolución Mexicana, del socialismo y del marxismo. El PRM postuló el respeto a la Constitución de 1917, en particular al principio de “No Reelección”. Reconoció “la existencia de la lucha de clases, como fenómeno inherente al régimen capitalista de producción”. Sostuvo “el derecho de los trabajadores a contender por el poder político para usarlo en interés de su mejoramiento”. Y, en fin, preconizó la necesidad de realizar un proyecto nacional “de preparación del pueblo para el régimen socialista”.

En el terreno programático el PRM se propuso un proyecto de capitalismo de Estado, nacionalista, antimonopólico, antifeudal y popular, agrarista y obrerista. El Partido pugnaría por una mayor intervención del Estado en la vida económica, por un trato preferencial al capital nacional, por una serie de medidas progresistas entre las que contaba el compromiso de organizar a los trabajadores, incluidos los campesinos, para que obtuvieran contratos colectivos de trabajo y mayor influencia en las decisiones del Estado. El programa se proponía extender el Seguro Social, luchar por la igualdad política, civil y cultural de la mujer y de los pueblos indígenas, y lograr que el Estado asumiera la responsabilidad plena de la educación, que debía ser socialista. Además se comprometía a luchar por la autodeterminación de los pueblos, contra las guerras imperialistas y contra el fascismo.

El PRM plasmó la alianza de grandes fuerzas dirigidas por el Estado. Las organizaciones obreras mantuvieron en él una fuerza y autonomía relativas, que sin embargo pronto vieron limitadas por la fundación de la CNC y de los sindicatos de trabajadores públicos. Éstos se sumaron al “Sector Popular”, desde fines del 1938. Además, sobre los integrantes del Partido fue influyendo un cambio en el clima político. El cambio afectó a las clases medias y a los propios trabajadores organizados, partidarios en su mayoría de frenar los impulsos demasiado radicales, y deseosos de consolidar los triunfos alcanzados. La inmensa mayoría se planteó una sola alternativa: democracia o fascismo.

Fuerza y autonomía obrera se fueron diluyendo o atenuando en el nuevo partido del Estado casi a raíz de su fundación. Una corriente poderosísima que obedeció a las presiones de todas las burguesías grandes y pequeñas, nacionales o extranjeras, y encontró amplio eco en las cúpulas de las organizaciones obreras y campesinas, llevó a la Presidencia de la República a un hombre moderado, a un general de la revolución conservador, que a lo largo de seis años dirigió las fuerzas sociales para la reestructuración del Estado y su Partido. El general Manuel Ávila Camacho, que subió apoyado por la CTM y sus líderes, aumentó el control sobre los trabajadores y borró el proyecto socialista. Tras la derrota, el proyecto socialista sólo pareció haber sido retórica.

Pocos días antes de que el nuevo presidente tomara posesión de su cargo el propio PRM lo dotó de un plan para el desarrollo del capitalismo de Estado, con una política de sustitución de importaciones, de industrialización, de fomento a la iniciativa privada, de reforma a la educación socialista, y de control de “la lucha de clase” para que ésta no llamara a sus “últimas consecuencias”, “puesto que —decía el Segundo Plan Sexenal— la oportunidad histórica señala como previa la reparación gradual de injusticias sociales y la necesidad de hacer de México una patria fuerte, rica, capaz de sustraerse a influencias extrañas…”.

El PNR era un partido de partidos: el PRM fue un partido de sectores. Si aquél implicó la desorganización de los partidos políticos, éste logró la desorganización de las clases políticas, y su organización como “sectores”. A partir del ingreso de los obreros al partido del Estado, el problema del Estado consistió en controlar al “sector obrero” y sus organizaciones, y a cualquier organización que expresara o buscara expresar a la clase obrera. Así se inició un nuevo proceso, que culminaría en la fundación del PRI. Fue el más complejo de todos.

9. EL PARTIDO REVOLUCIONARIO INSTITUCIONAL

La transformación del PRM en PRI siguió un largo proceso obediente a la lógica del poder. Esta vez el proceso estuvo directamente encabezado por el Jefe del Ejecutivo y orientado por toda la nueva política del Estado. El proceso mostró rasgos parecidos y distintos a los de otras etapas en que aumentó el peso del autoritarismo frente a las coaliciones. El presidente no era un caudillo. Su autoridad suprema descansaba menos en lealtades personales y clientelas, que en una jerarquía institucional, civil y militar. Las instituciones de mando dependían menos de su arbitrio y personalidad que de las formaciones sociales articuladas en la administración pública, el ejército profesional, el partido, el poder legislativo y judicial, y el propio ejecutivo. El caudillismo se había convertido en presidencialismo. A ese tipo de organizaciones se añadían otras con reglas de mando, y negociación personal-institucional como las centrales obreras y campesinas, y las organizaciones profesionales. Frente al Estado ya no había generales disidentes ni partidos armados. El último general insurrecto había sido vencido con extrema facilidad. El opositor del presidente Ávila Camacho en las elecciones no sólo había perdido. Había aceptado su derrota, negándose a cualquier intento insurreccional. El clero, por su parte, había abandonado sus viejos ímpetus señoriales, y encontrado en el presidente elementos de identidad no sólo porque aquél se declaró católico, sino porque ambos eran un poco más laicos y más burgueses. En cuanto a los partidos de oposición, el que había sostenido al candidato perdidoso entró en pronto deterioro, como partido antiguo de caudillo sin caudillo. Mientras tanto emergió el Partido de Acción Nacional, liberal, hispanista y católico, con encontradas corrientes antiguas y modernas, todas decididas a luchar dentro de la Constitución y a arriar las banderas religiosas, o a usarlas con extrema discreción, guardando las formas de un Estado laico.

El Estado en general y en particular los aparatos del Estado encabezados por el presidente contaron con la confianza y el apoyo de las antiguas y nuevas burguesías, y se granjearon, negociando, el apoyo del capital extranjero y de los Estados Unidos. Más que coalición o alianza política apareció una coincidencia de intereses entre la clase política y las clases dominantes. En medio de sus últimos vestigios populares y de sus colores locales el Estado pareció más burgués. En él, la presencia de las clases medias fue notoria y aún más la de los nuevos ricos capaces de mediar entre los altos funcionarios y los viejos ricos o los inversionistas extranjeros. La CTM y otras organizaciones obreras pasaron a la defensiva.

El hecho de que el Estado tomara un carácter autoritario institucional no le hizo abandonar la lógica de la hegemonía ni la de las coaliciones, ni la de las manipulaciones. El Estado estuvo lejos de descansar predominantemente en las formas represivas. Con una hegemonía de clase que jamás alcanzaron los gobiernos de Díaz o del Jefe Máximo, el gobierno de Avila Camacho usó en el terreno ideológico viejas formas de persuasión paternalista y las mezcló con las de conciliación religiosa. Al mismo tiempo se propuso reela-borar la hegemonía ideológica en términos cívicos. No sólo recurrió a formas tradicionales de control ideológico sino a la sustitución de los símbolos y discursos oficiales revolucionarios por otros más acordes con la nueva política democrática y conservadora de un Estado que salía del fervor y de las ilusiones cardenistas. En el campo de las coaliciones populares no abandonó nuevas posibilidades de acuerdo, convenio y alianza, con abundantes manipulaciones y con concesiones limitadas. En fin el gobierno de Ávila Camacho no se redujo a combinar paternalismo y represión; los enriqueció con una política de negociación y concesión diferenciadas en función de la fuerza y comportamiento de los grupos en pugna.

En la época de Ávila Camacho hubo un cambio de proyecto histórico, ideológico y estructural. El Estado consolidó el camino de un proceso revolucionario en que seguía prevaleciendo la economía de mercado, el incentivo de las utilidades, la acumulación y concentración de capital, y con ello el tipo de leyes o tendencias que caracterizan el desarrollo de la sociedad capitalista, particularmente en las áreas dependientes o periféricas. Desde el punto de vista extremo y sólo estructural el nuevo gobierno fue lógica consecuencia de los anteriores. En el terreno político e ideológico asumió las consecuencias. Rompió y rehizo alianzas, centros de decisión, ideologías y beneficiarios, siempre combinando represión y paternalismo, autoritarismo y negociación. Apareció en ciernes el esbozo de un nuevo estilo del Estado.

El Estado pasó oficialmente del proyecto socialista a un proyecto democrático, muy en boga en esos años de guerra mundial contra el Eje. Pasó del “Frente Popular” a la “Unidad Nacional”, y de la tolerancia religiosa con que Cárdenas diera fin al falso anticlericalismo callista, a un liberalismo y una tolerancia más burgueses, en parte constitucionales y también contrarios a la Ley Suprema, como el nuevo impulso de la enseñanza religiosa. En economía el gobierno no fue liberal. Fue partidario de la intervención del Estado, aunque preconizó “la cooperación del Estado con el sector capitalista”. En política exterior y petróleo no fue antimperialista, fue nacionalista, exigente de reconocimiento a una clase gobernante dispuesta a negociar. En el terreno agrario frenó la fiebre de reparto de tierras del cardenismo, aunque no acabó con él. En el terreno obrero aplicó una política de contención de huelgas y salarios, y se dedicó a restarle fuerza a las organizaciones obreras que venían con grandes experiencias de lucha y que presentaban obstáculos al “nuevo curso” de la Revolución Mexicana. Para todo, el presidente contó con facultades excepcionales que le otorgó el Congreso, en vista de que el país se hallaba en guerra contra el Eje…

El viraje del Estado repercutió de inmediato en el Partido y sus organizaciones. Desde el 1° de diciembre de 1940, el presidente Ávila Camacho hizo que desapareciera del PRM el “Sector Militar”. Explicó el cambio en términos civilistas. En realidad se propuso vencer la última resistencia de los militares, almazanistas y cardenistas, marginar al ejército de la política de partido, y someter en cambio al partido a una disciplina militar. Para ello colocó en los altos puestos del PRM a un buen número de militares, amigos y aliados suyos.

El Partido empezó a perder fuerza, o presencia propia. También empezaron a perder fuerza los “sectores”. El Partido perdió fuerza en el gobierno; los sectores, en el Partido. El PRM perdió fuerza ideológica, no sólo por el empantanamiento de sus doctrinas anteriores y la búsqueda aún insegura de otras nuevas, sino porque el gobierno acordó que el periódico del Partido (El Nacional) pasara a depender de la Secretaría de Gobernación. Y le quitó la radio-transmisora. Los “sectores” perdieron fuerza frente a los mandos jerárquicos y los funcionarios. Dentro de los sectores perdió fuerza sobre todo el “Sector Obrero”. En 1941 se reorganizó el “Sector Popular” y adquirió mayor peso. En 1942 se fundó la “Confederación Nacional de Organizaciones Populares” (CNOP) con iguales efectos. En cuanto a los campesinos, fue cada vez menor la fuerza de ejidatarios y comuneros. En 1943 entraron a la CNC los pequeños propietarios.

En el terreno obrero la ofensiva principal se dirigió contra Vicente Lombardo Toledano hasta obligarlo a abandonar la Secretaría General de la CTM. El sucesor, Fidel Velázquez, empezó por declarar que él no era marxista. La CTM siguió sin embargo siendo objeto de ataques que le quitaron fuerza. Algunos, naturales y oportunistas, de la CROM, la CGT y otras centrales menores, fueron a menudo utilizados o alentados por el gobierno. Los obreros se enfrentaron al embate realizando un gran número de huelgas. Muchas fueron reprimidas.

A mediados de 1942 el gobierno llevó a los obreros organizados a la mesa de las concesiones. Sus líderes firmaron un “Pacto de Unidad Obrera” por el que comprometieron a sus organizaciones a no hacer huelgas y a aceptar el arbitraje obligatorio —viejo sueño de los patrones— cuando se planteara una huelga. El acto de sometimiento no bastó.

En 1945 se firmó un “Pacto obrero-industrial” por el que los líderes y direcciones sindicales ratificaron su compromiso de no ir a la huelga. Muchas medidas de represión y control, incluidas concesiones diferenciales a los obreros ayudaron al gobierno a establecer pactos de que hizo gran alarde. A su éxito contribuyó una política de creciente empleo alentada por el auge de guerra.

Al finalizar el gobierno de Ávila Camacho la correlación de fuerzas había cambiado sensiblemente en favor de la burguesía, y en desmedro de trabajadores y campesinos. Legalizar e institucionalizar el nuevo carácter de la dominación en la lucha de los partidos, y en vista de la sucesión presidencial, fue el siguiente paso en la reestructuración del Estado. Se trató de institucionalizar la reproducción del sistema de acuerdo con la nueva correlación de fuerzas. Como en los casos anteriores, el Estado ya se había reorganizado de hecho. Buscaba ahora fortalecerse con nuevas normas jurídicas, que aseguraran su continuidad por la vía electoral y la lucha de partidos. La lógica del poder era, intachable. Fundándose en ella nacería el nuevo partido del Estado con un nombre muy significativo, el de Partido Revolucionario Institucional. Con ese nombre no sólo se postuló que el organismo político lucharía en defensa de las instituciones existentes. Se sostuvo que en México la Revolución era ya una institución a cargo del Estado y su Partido.

En 1946 nació el PRI. En sus prolegómenos habían pasado por lo menos ocho años. En su forja pasaron otros doce. Ésta se realizó por lo menos en tres etapas. La primera consistió en crear un nuevo marco jurídico del sistema de partidos. El 31 de diciembre de 1945 el Congreso aprobó una nueva ley electoral.

La nueva ley electoral se presentó como avance para superar “la deficiente organización de nuestros ciudadanos en partidos políticos”. Toda ella pareció estar imbuida del espíritu democrático que tomaba como punto de partida la realidad concreta del país. De hecho tendió a legalizar y encauzar la correlación de fuerzas dominante para que ésta se reprodujera en el campo electoral. Fue así la base jurídica para que el partido del Estado se organizara en forma idónea, y para la institucionalización de los partidos de oposición electoral. En el trasfondo del sistema legal se hallaban varios supuestos y objetivos: 1° Que los partidos políticos no fueran dos sino tres para que el Estado mantuviera una posición de equilibrio y arbitraje sin que la oposición fuera entre el partido del Estado y otro de la oposición, sino entre dos de la oposición con “ideologías discrepantes” que lucharan entre sí de un extremo a otro, mientras el Partido del Estado era el justo medio. 2° Que no fueran múltiples partidos en lucha sino unos cuantos, de preferencia tres. Con ello se impediría la anarquía del electorado y se desalentaría el nacimiento de partidos pequeños. 3° Que no fueran partidos locales o regionales, sino nacionales para evitar núcleos de poder que escaparan al de la Unión. 4° Que en lo ideológico, los partidos de la derecha tradicional no hicieran “alusión a asuntos religiosos” para que se siguiera alejando el viejo peligro del clero-político, elector o subversivo, y se consolidara el Estado laico. 5° Que en la derecha y la izquierda los partidos no se subordinaran “a una organización internacional o a asociaciones políticas extranjeras”, para impedir la vieja injerencia de las potencias por el intermedio del Vaticano, o la más reciente de los comunistas por la Internacional. 6° Que los opositores se registraran ante notario y en la Secretaría de Gobernación, y que ésta contara con los nombres y direcciones de los mismos para fines de recuento y control político-policial. 7° Que los partidos sin registro no aparecieran en la boleta electoral para que no pudieran orientar ni contabilizar votos.

A esos supuestos y objetivos, frecuentemente silenciados, se añadían otros por los que se alentaba a la burguesía tradicional y a la ciudadanía de clase media a participar más en política. Manteniendo el control del proceso y el recuento electoral, el gobierno sujetaba sus acciones partidarias a la Suprema Corte de Justicia, que había sido simpatizante comprobada de los antiguos latifundistas. Sus nuevas facultades en la supervisión de las elecciones eran una invitación y garantía para los núcleos ideológicos que de alguna manera se identificaban con el falso mundo señorial.

En la ley, además, se eliminaban varias formas que en la práctica legal anterior llevaban a la violencia electoral. Se atendían así algunas demandas del PAN para disminuir la violencia y el fraude electoral. Parte de las clases medias urbanas lograba un mínimo de garantías para la acción partidaria.

La ley aprobada el último día de 1945 formalizó el sistema político que habría de regir, en sus lineamientos más generales, durante varias décadas. También sentó las bases para la reorganización del partido del Estado.

El 18 de enero de 1946 se reunió una Convención del PRM en la que desapareció aquél, y se fundó el PRI. En un solo día, la Convención aprobó la declaración de principios, el Programa de Acción y los Estatutos. Fue un acto de disciplina burocrático-política significativo y ejemplar. Al día siguiente la Convención eligió a Miguel Alemán Valdés como candidato del partido a la Presidencia de la República. En esta segunda etapa, de un solo día también, todo cambió. El PRI abandonó el lema del extinto partido que pugnaba “Por una Democracia de Trabajadores”. Lo sustituyó por otro que obedecía a la nueva retórica: “Democracia y Justicia Social”. El partido emergente pasó de preconizar la preparación del pueblo para el socialismo a proponer educarlo “para una democracia auténtica”. Borró la defensa de la “educación socialista” en favor de una “educación avanzada y nacionalista”. Frase por frase y palabra por palabra fueron modificados casi todos los conceptos ideológicos y retóricos. Unos fueron borrados, otros alterados. Ya no se habló de “Pacto” de obreros, campesinos, ejército, sectores populares, como base del partido. Se habló de una “asociación política de ciudadanos”. El concepto de “lucha de clases” no fue aún eliminado: se transformó toda la dialéctica en una función del Estado.

Las transformaciones estructurales resultaron también significativas y profundas. Todas tendieron a concentrar el poder en los funcionarios del partido, en su Comité Central y en la cabeza de éste. De acuerdo con los nuevos estatutos disminuyeron una a una las facultades de las asambleas y las bases. Fueron anulados los “sectores” y sustituidos por delegaciones de los estados. En cuanto al Comité Central en vez de “delegados” se integró con “secretarios”. En lugar de los cuatro delegados de los antiguos sectores hubo siete secretarios con varias funciones. Entre los secretarios se incluyó al obrero como uno entre muchos. Perdió el peso que antes tenía en el voto de cuatro, y como representación de organizaciones y directivas. Los obreros dejaron de tener representación proporcional en todos los niveles y cargos. Se les privó del derecho a elegir a los candidatos de partido en sus lugares de trabajo.

El cambio del PRM a PRI, minucioso y global, fue el de un partido en que el peso del proletariado y las bases populares era considerable, por mediatizado que aquél estuviera, a otrd en que se acabó la injerencia directa de las organizaciones obreras, desapareció el debate político interno en los centros laborales, y zozobraron las asambleas de la base, mientras aumentaba el poder de los órganos centrales, característico del nuevo proceso de jerarquización del Estado.

Al “sector” se opuso el “distrito”. También “el individuo”. Al obrero se le mezcló con otras clases y sectores. Se le aisló como ciudadano exaltando los méritos liberales del paso democrático. Fue una forma de buscar que perdiera aún más su identidad de clase. Ya no se quería que tuviera ni la conciencia de pertenecer a un mismo “sector”.

La tercera y última etapa en la forja del PRI llevó más tiempo; llevó cuatro años. Toda ella estuvo a cargo del nuevo gobierno, más abiertamente favorable al capital, en particular al monopólico. Bajo la presidencia de Miguel Alemán, el Estado adquirió un aire distinto. En forma tenaz y agresiva se dedicó a crear las condiciones favorables del “desarrollo estabilizador” que privaría en México durante varias décadas. Al efecto sometió a trabajadores y campesinos con acciones conjuntas de represión y concesión, combinadas durante un vasto proceso de corrupción y “acumulación primitiva” a base de cohechos y peculados. Fue el auge de los “nuevos ricos”, de los empresarios y concesionarios, y la parsimoniosa vuelta de los antiguos ricos, industriales y rentistas, con violentas incursiones en el campo y las fábricas, y un desarrollo simultáneo de las fuerzas productivas y de la política global de estratificación y movilidad de los trabajadores.

El régimen forjó un Estado autoritario y centralizado, capaz de administrar toda lucha política, incluida la sindical.

El 5 de diciembre de 1946, pocos días después de que tomara posesión de la presidencia Miguel Alemán, a iniciativa suya el congreso aprobó una reforma al artículo 27 constitucional. Por ella concedió el derecho de amparo a los dueños de la tierra, y amplió el tamaño legal de la “pequeña propiedad” sentando las bases formales del neolatifundismo. Fue el inicio de toda una política que determinó el auge de la burguesía rural y de las empresas agrícolas.

En el mismo mes de diciembre se inició el ataque a las organizaciones sindicales. Los dirigentes del sindicato petrolero fueron arrestados. Se les acusó de haber incendiado la refinería de Atzcapotzalco, y de “traidores a la Patria”.

Dos días antes de que terminara el año, el Congreso reformó el artículo 3° de la Constitución. Después de doce años la educación dejó de ser socialista.

En diciembre ya habían entrado algunos empresarios al gabinete. En enero entraron al PRI.

Los siguientes pasos llevaron más tiempo. Consistieron en provocar y vencer la resistencia obrera. Al efecto el gobierno usó múltiples recursos. 1° Aplicó un llamado “delito de disolución social” —que se había configurado ambiguamente durante la guerra, con el supuesto de que serviría para defenderse de los nazis— contra todos los líderes independientes, opositores a los designios del gobierno. Los inculpados podían ser juzgados por sus ideas e intenciones. Se acusó a los líderes de tener ideas comunistas y de preparar subversiones comunistas. Eran tiempos de “Guerra Fría”. El Congreso dobló la pena máxima del delito de “disolución social” a doce años de cárcel. Muchos líderes fueron privados de su libertad no sólo acusados por ese delito, sino por otros que permitían acumular sanciones de por vida. 2° Los líderes independientes (en particular los lombardistas y comunistas) fueron derrotados en la CTM. 3° Lombardo fue expulsado de la CTM. 4° Los líderes ferrocarrileros (y el PCM) trataron de formar una nueva central (la CUT). El sindicato de ferrocarrileros fue ocupado por las fuerzas armadas, y se instaló una dirección sindical espuria, represiva, mientras los líderes iban a la cárcel. 5° El gobierno no se limitó a hacer escarmiento en los líderes. Persiguió a los ferrocarrileros acusándolos de delincuentes políticos, de irresponsables y corrompidos. 6° La CUT (Central Única de Trabajadores) quedó a cargo de algunos líderes que no fueron encarcelados: los presionaron y los llevaron a rendir homenaje al presidente. 7° Cuando Lombardo todavía era miembro de la CTM trató de formar un nuevo partido. Pidió apoyo a la Central. Ésta se lo ofreció para enfrentarlo a los ferrocarrileros. Se lo retiró una vez que aquéllos fueron destruidos. 8° Entonces la CTM, o mejor dicho, sus dirigentes-funcionarios reclamaron la afiliación automática y en masa de las bases obreras y sindicales en el Partido Revolucionario Institucional. 9° Así se logró que al fundar Lombardo el nuevo partido llamado Partido Popular éste se hallara sin bases sindicales. Y como nació sin ideología socialista, se limitó a ser un “instrumento crítico de la Revolución Mexicana” y a luchar por “las metas de la Revolución Mexicana. La dialéctica se funcionalizó. Fue derrotada, integrada. 10° Lombardo no se dio por derrotado. En busca de bases obreras para su partido fundó una central, la “Unión General de Obreros y Campesinos de México”, que afilió a la Federación Sindical Mundial. El gobierno no la reconoció. No le dio registro legal. Desconoció cualquier gestión sindical de sus miembros. Según hizo ver el propio Lombardo, el gobierno alemanista “prosiguiendo en su labor de control, intervino en las convenciones y asambleas de los sindicatos industriales, empleando el mismo procedimiento que contra el Sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros. Así impuso a las directivas de esas agrupaciones, y las retiró de la UGOCM…” 11° Después siguió el ataque a los grandes sindicatos. El de mineros recibió duros golpes. Fue entonces cuando dio inicio una nueva reforma del PRI.

El 2 de febrero de 1950 se reunió una Convención del Partido que “con un criterio unificado sobre las cuestiones que serían sometidas a su consideración” aprobó los nuevos estatutos, el programa de acción y la declaración de principios que regirían al instituto Político. Todos los documentos fueron aprobados en forma unánime por 1066 delegados, tras dos días de labores, en que no hubo el menor “foco de agitación”. La esencia de las reformas fue ideológica y estructural. Quedó fuera cualquier viso de nacionalismo. En cambio fueron exaltados, el municipio, la familia, los derechos del hombre y la “Civilización Occidental”. Todo derivó en un programa de acción que impulsara a la libre empresa y ofreciera con ella la solución de los problemas nacionales.

La estructura del PRI se hizo más funcional. Se volvió nuevamente al sistema de los “sectores” como forma adecuada de la división del trabajo político, sobre todo ahora que los sectores ya estaban manejados en sus cúpulas por funcionarios, por líderes-funcionarios y por un sistema de apoyos políticos comprometidos con ellos, ligados a ellos y jerarquizados en ellos.

El PRI se convirtió desde entonces en un partido de funcionarios representativos, procuradores y conciliadores, en que los jefes principales designan a los jefes menores y éstos representan a aquéllos, de manera personal y burocrática, pero basada también en “contingentes” de masas representadas.

Le designación y elección de los representantes funcionarios obedecen a una dinámica de la representación en que el aparato estatal estudia y decide quién debe ser el representante de los intereses populares, eligiéndolo entre los distintos candidatos a representantes mediante un sistema de auscultación de las fuerzas reales que es sancionado por el sistema de elección formal. Para ésta el partido cuenta, como apoyo, a todos los aparatos del Estado. Es el Estado en competencia con los partidos políticos de oposición.

En 1950 ya estaba hecho el PRI. Cualquier reforma ulterior sería inesencial. En la práctica sólo funcionarían las reformas que afinaran y ajustaran un sistema que ya no varió en su esencia. Desde entonces no sólo termina la forja del PRI sino la del sistema político mexicano, tal y como funciona por lo menos treinta años. Dentro de ese sistema sólo variarían ligeramente los partidos, en especial el Partido Popular que en 1960 se convirtió en Partido Popular Socialista. Desde entonces hasta 1978 el PRI aparecería en el centro de un Estado Institucional con una oposición institucional. Después buscaría siempre recuperar el centro, la derecha y la avanzada.

10. EL SISTEMA POLÍTICO: PARTIDOS Y ELECCIONES

El sistema político-electoral mexicano tiene algunos elementos que van más allá del nacimiento del partido del Estado, e incluso de la época de los caudillos revolucionarios. Entre sus diferencias esenciales no sólo se encuentran las que corresponden al nacimiento y evolución del partido del Estado, sino las que distinguen de un lado a los partidos de poder y a los partidos políticos, y de otro a los partidos que se forjan para una elección y a los que se fundan con una cierta permanencia, destinados a contender en varios y sucesivos procesos electorales.

Los partidos de poder del siglo XIX que llegan al XX son el ejército y el clero. A ellos se añade, desde 1919, un partido que busca ser a la vez partido de poder y partido político, pero cuya debilidad en ambos campos es extrema: el Partido Comunista Mexicano.

Clero y ejército como “partidos” tradicionales y de poder son controlados definitivamente en los años cuarenta. Sus reapariciones posteriores corresponden a grupos de presión, uno en el gobierno y otro fuera de él, que en nada semejan a las formaciones políticas decimonónicas. Puede decirse que entre 1940 y 1979 los antiguos “partidos” han funcionado como parte del Estado, ocupando en su interior y exterior las áreas de influencia asignadas. Sólo recientemente se les empieza a usar de nuevo para un cambio en la correlación de fuerzas, pero siempre bajo los designios de una fuerza hegemónica civil y burguesa que hasta 1940 no existía.

En cuanto al PCM, que siempre fue un grupo relativamente pequeño, desde finales de los veintes fue controlado como partido político y de poder en acosos sucesivos. Expulsado de los sindicatos y centrales obreras quedó también fuera de las luchas electorales al carecer de plenos derechos. Hasta la década de los sesentas empezó a recuperar alguna fuerza. En el terreno electoral sólo hasta 1978, con la reforma política, logró una igualdad jurídica formal al lado de otros partidos electorales.

De las elecciones presidenciales de 1940 hasta las de 1976 los antiguos partidos de poder y el PCM no contaron en las luchas electorales. Su acción se redujo a presiones e influencias mediadas por el Estado y por los partidos políticos legales. Así, en cuanto a opciones electorales, el periodo 1940-76 presenta una hegemonía considerable, sólo desde 1968 el sistema esboza algunos síntomas de crisis y cambio.

En lo que se refiere a los partidos políticos, la diferencia entre los que se organizan para una sola elección y los que tienen un carácter permanente es muy significativa. Los partidos ad hoc para una elección no sólo surgen en torno a un candidato. Durante años se ligan a los grupos de poder, ya sea a las fuerzas tradicionales de la vieja oligarquía, el imperialismo de enclave y el clero, o a uno o varios caudillos militares surgidos de la Revolución de 1910. En todo caso esos partidos electorales ad hoc son en cierta forma partidos armados. Su proyecto no sólo consiste en participar en una elección sino en intentar la toma del poder. Cuando el objetivo de “tomar el poder” se pierde, cuando los partidos para una elección ya no tienen la posibilidad de pasar a la rebelión, empiezan a decaer. Los que les suceden se convierten en meros instrumentos de presión de los candidatos y sus clientelas. A menudo son parte de una oposición de circunstancia que el propio Estado alienta y regula para encauzar y controlar aquella parte de la oposición que no se expresa en los partidos institucionales.

En cuanto a los partidos permanentes, entrañan un cierto compromiso de aceptación de un sistema en el que están decididos a luchar —incluso para cambiarlo—, de acuerdo con las reglas y leyes que las propias clases y grupos dominantes han impuesto. La educación política, la propaganda, el proselitismo, la afiliación, la influencia en la opinión ciudadana, la superación de fraudes y trampas electorales, mediante actos políticos y legislativos, constituyen su esperanza y su proyecto de lucha dentro de un proceso evolutivo y acumulativo que la mayoría de ellos acepta, y que excepcionalmente combina con proyectos de lucha por el poder: sindical, poblacional, o insurreccional. Si bien estos partidos políticos plantean constantes exigencias en relación a un sindicalismo independiente, a un municipio libre y a otras formas de poder local —de pobladores rurales y urbanos—, la mayoría de las veces y en casi todas partes encuentran obstáculos insalvables para hacerse de bases sindicales y locales, y sólo en momentos críticos recuerdan el derecho y la posibilidad histórica de la violencia o la insurrección. Lo hacen en forma declarativa, cuando otros elementos de lucha fallan. No combinan en forma sistemática su política electoral con una política de poder.

El Partido de Acción Nacional, el Partido Popular Socialista, y un tercer partido fundado en 1954, muy poco distinto del PRI en su composición, ideología y opciones electorales tienen todas las características arriba señaladas, en la inteligencia de que los dos primeros, al sostener una ideología y una política más distinta y definida, muestran persistentes esfuerzos por transformar las condiciones electorales y los procesos democráticos en su favor. Ello no obsta para que en el terreno ideológico y político el PAN de un lado y el PPS de otro muestren afinidades con el PRI, llegando aquél a sostener puntos de la ideología oficial, y éste a los candidatos del PRI, en especial al candidato a la Presidencia de la República. El tercer partido, llamado Partido Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM) no sólo dice sostener la ideología oficial sino apoya a los principales candidatos oficiales, reservándose algunas diferencias de estilo ideológico, y algunas curules.

En todo caso puede decirse que desde 1952 en que los tres partidos presentan candidato a la presidencia, hasta 1976 en que el PAN se abstiene de presentar candidato, el sistema de partidos institucionales funciona en medio de todas sus limitaciones y contradicciones. Así, en lo que se refiere a los partidos de poder el sistema electoral funciona con relativa estabilidad desde 1940 hasta 1970, y en lo que se refiere a los partidos electorales, con derecha, centro e izquierda, desde 1952 hasta 1976.

Durante un amplio periodo —1911 a 1982— la proporción de votos que obtiene el candidato triunfante oscila entre el 71 y el 100%. En las últimas elecciones de Porfirio Díaz, el viejo dictador obtuvo el 98.93% de los votos. En las primeras (elecciones) de la Revolución, Madero obtuvo el 99.26%. En las más recientes, el presidente De la Madrid obtuvo el 70.99% de los votos, la cifra más baja recibida por un candidato a la presidencia postulado por el partido del Estado. El PPS —como ha ocurrido desde 1958— sumó sus votos a los del candidato oficial y el PARM —como ha ocurrido siempre— hizo otro tanto. El PAN captó el 15.68% de los votos y su más cercano seguidor, el Partido Socialista Unificado de México (PSUM), el 3.48%.

Los resultados reconocidos por las instancias gubernamentales, en especial por el Colegio Electoral de la Cámara de Diputados son como sigue a lo largo del periodo:

ELECCIONES EN LOS ESTADOS UNIDOS MEXICANOS (1910-1982)

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El análisis de los datos anteriores revela cuan lejos se hallan los partidos de oposición de plantear una alternativa electoral a nivel presidencial. Otro tanto ocurre en materia de gobernadores de los estados. Nunca un proceso electoral ha determinado la alternancia de partidos en el gobierno de un estado de la Federación. En cuanto a los senadores, sólo en las elecciones de 1976 el PPS pudo alcanzar un puesto; pero en acuerdo electoral con el PRI: el candidato triunfante lo fue de ambos partidos.

La excepción a los triunfos electorales del candidato del partido del Estado, sólo se da a nivel de los diputados, de los presidentes municipales y de los concejales. En este terreno los tres partidos de la oposición institucional han logrado que les sean reconocidos algunos triunfos. Su fuerza es mínima. En varios casos el propio gobierno ha reformado o incluso violado la ley para que el PAN, y sobre todo el PPS y el PARM alcancen triunfos que de otra manera habrían acabado con su presencia. Así ha ocurrido, cuando todo el sistema político y su funcionamiento, hechos para mantener y reproducir una oposición electoral extremadamente débil, han sentido que están a punto de extinguirla. El sistema político necesita reproducir a la débil oposición como instancia de legitimación y canalización de luchas. De otro modo acabaría consigo mismo.

Entre 1955 y 1964 de un total de 500 diputados federales los partidos de oposición alcanzaron 31 curules. el 6.2%. A partir de 1963 el gobierno creó una nueva institución llamada “diputados de partido”. Corresponde a diputados que habiendo perdido la elección en sus respectivos distritos reciben el cargo de acuerdo con la proporción de votos registrados por el partido, hasta un máximo de veinte (que sube a veinticinco, desde 1972), siempre que el partido sea minoritario y alcance un porcentaje del voto total de 2.5% o más. Con la introducción en 1977 de los “diputados de representación proporcional” los partidos de oposición alcanzan una participación mayor en las curules de la Cámara Baja: entre 1979 y 1985 el 26.3% (316 de 1200).

El partido de oposición que logra un mayor número de votos y de diputados es el PAN. Aún así sus diputados representan un número mínimo dentro de cada legislatura, como puede verse en el cuadro de la página siguiente

La debilidad numérica del PAN en el Congreso es evidente en términos absolutos, o si se compara a cualquier sistema político de congresos y parlamentos. A esa debilidad se añade la del propio Congreso en el régimen presidencialista mexicano.

En cuanto a otros triunfos reconocidos al PAN, se limitan a algunos municipios. Es cierto que algunos de ellos corresponden a ciudades importantes como Hermosillo, Sonora en 1967 y 1982; Mérida, Yucatán en 1967; Monclova, Coahuila en 1979 y 1981; San Luis Potosí, San Luis Potosí (en alianza con el PDM) en 1982; Durango, Durango, Casas Grandes, Chihuahua, Parral, Cd. Juárez, Cd. Camargo, Delicias, Meoqui y Saucillo, Chihuahua en 1983.

DIPUTADOS DEL PARTIDO ACCIÓN NACIONAL (1943-1985)

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La situación del PPS es aún más débil. En seis elecciones en que participó sólo le fueron reconocidos siete diputados de mayoría y nueve de partido. En 1949 obtiene un diputado sobre 69 candidatos que presenta. En 1952 alcanza dos curules. En 1955, logra una. Al pedirle a su candidato elector que como protesta rehuse el puesto, éste se niega a hacerlo y queda como diputado sin ser del partido. En 1958 y 1961 el PPS no alcanza el mínimo legal para ser partido nacional (75 000” miembros). En 1964 el gobierno le concede graciosamente diputados de partido (sin que haya alcanzado el 2.5% de los votos). En 1979 obtiene 11 diputados de representación proporcional, 10 en 1982 y 11 en 1985. En su ya largo historial electoral el PPS siempre logra menos votos que el PAN.

En cuanto al PARM, desde su fundación nadie ha dudado que carece tanto del número de miembros, como de la distribución de miembros en el país que la Ley Federal Electoral exige para reconocer a un partido el carácter de nacional. Su identidad con la ideología oficial, su condición de partido de “oposición de priístas al PRI” y el número de representantes que recibe no obstante su escasa votación son testimonio institucionalizado de los elementos arbitrarios de la vida partidaria. El nacimiento del PARM obedeció a intereses circunstanciales del Estado; su permanencia se explica a veces como símbolo irracional de la lucha partidaria. Ha tomado posiciones rituales y anticomunistas en que invoca a la Revolución Mexicana para hacer campañas de desconcierto, algunas con movilizaciones populares localizadas. En 1958 obtuvo un diputado; en 1964 cuatro; en 1967 seis; en 1970 cinco; en 1973 siete; en 1976 diez; en 1979 doce; en 1982 pierde su registro definitivo como partido político nacional ya que no alcanzó el 1.5% de la votación que prescribe la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LFOPPE) ; en 1985, con registro condicionado al resultado de las elecciones, contra todas las previsiones logra 2 diputaciones de “mayoría relativa” (sólo el PAN había ganado curules anteriormente mediante esta fórmula) y 9 de “representación proporcional”. Su reingreso a la escena política queda asegurado.

Con suma frecuencia el PAN y el PPS han denunciado los fraudes de que son objeto en el proceso electoral. Nunca han reclamado el triunfo de su candidato a la presidencia de la República; pero el PAN ha formulado demandas para que le fuera reconocido el triunfo a la gubernatura de Baja California (1959). Sonora (1967), Yucatán (1969), Sonora y Nuevo León (1985); el PP (después PPS) reclamó haber ganado la gubernatura de Sonora (1949), y la de Nayarit (1975), caso este último en que el Comité Central se retractó provocando una fuerte escisión. La debilidad de ambos partidos como institutos políticos nacionales se ha visto acrecentada por constantes disensiones y expulsiones, y por distintos fenómenos de identidad relativa con la ideología oficial de la Revolución Mexicana.

Todo lo anterior da idea del carácter precario que los partidos políticos tienen en las luchas sociales e ideológicas del país. No obstante, representan formas de organización significativas para una política de cuadros y grupos de presión. Algunos cuadros dirigentes que no caben en el gobierno se organizan en forma de partidos y son reconocidos como representantes populares. En tanto que grupos de presión los partidos alcanzan una influencia varia para sus dirigentes y clientelas, visible en los círculos oficiales. En la legislación también logran algunas concesiones.

En todo caso, su influencia en la opinión pública es reducida, por más que efectivamente se les escamotee el voto. En las elecciones de 1946 el PAN logra el 2.4% de los votos; en las de 1949, el 12.6% ; en las de 52 el 7.8% ; en las de 55 el 9.4% ; en las de 58 el 10.2%o ; en las de 61 el 7.6% ; en las de 64 el 11.5% ; en las de 67 el 12.3% ; en las de 70 el 14.3% ; en las de 73 el 16.79% ; en las de 76 el 8.96% ; en las de 79 el 11.46% ; en las de 1982 el 17.53%; en las de 1985 el 16.20%. En cuanto al PPS, en 1949 registra el 2.8%; en 1952 el 1.98% de la votación. En 1955 logra el 2.45% ; en 58 el 0.69% ; en 61 el 0.95% ; en 64 el 1.37% ; en 1967 el 2.06% ; en 1970 el 1.42% ; en 1973 el 4.01% ; en 1976 el 3.16% ; en 1979 el 2.74% ; en 1982 el 1.9% y en 1985 el 2.07%. Estas cifras dan idea de político de las fuerzas reales. De ahí que el gobierno y la oposición no sólo reparen con interés en los votos y su comportamiento, sino en los no-votos, en los espacios vacíos de sufragios. Y aunque unos busquen ocultarlos destacando la realidad formal, y otros exageren su significado como contrario al sistema dominante, todos los analizan con el propósito de desentrañar en ellos el significado real del sistema político.

En las elecciones a la presidencia de 1970 se calculó que el electorado probable sería de 23 721 400 electores. Se empadronaron 21654 217 (el 91.3%). Votaron 14052 millones (el 59.2%). De los que votaron, más del 1.5% emitió votos en tal forma que fueron anulados: algunos por torpeza, otros por escribir críticas que buscaban a la vez injuriar y hacer nulo el voto. Los votos en favor del candidato del PAN y de otros opuestos al del PRI llegaron al 14%. Sumadas la abstención y la oposición manifiesta llegaron al 49%. De tal modo que si el PRI obtuvo el 83% de los votos válidos, sólo logró el 49% del electorado probable. Eso hizo decir a varios analistas que el PRI ya era un partido minoritario. Las elecciones de 1970 revelaron una crisis. Ocurrieron después de la masacre de Tlatelolco.

En 1976 la crisis se manifestó en otra forma. Al no presentar candidato a la presidencia el PAN y apoyar los demás partidos reconocidos al candidato del PRI, el sistema electoral dejó de plantear la elección del presidente. En ese momento desapareció hasta el espejismo de la elección, al menos en lo que al presidente se refiere. Al abstenerse todos los partidos registrados de presentar un candidato a la Presidencia distinto al del PRI el acto se convirtió en una mera consagración o sanción del “elegido” por el PRI. La elección desapareció. El pueblo no eligió entre un candidato del PRI y otro del PAN o de un partido distinto. Las diferencias y luchas sólo se expresaron en las elecciones de senadores y diputados.

En otros terrenos el sistema mostró simultáneamente síntomas de vitalidad y crisis. Aunque entre 1970 y 1976 aumentaron los electores no empadronados (de 8 a 11%) y disminuyó el abstencionismo (de 35 a 32%), al mismo tiempo aumentaron los votos anulados (de 1.3 a más de 5%). Y esta vez ello no sólo ocurrió porque los electores nulificaron sus votos sin quererlo, o deliberadamente, sino porque en muchas casillas electorales los funcionarios anularon los votos en favor del candidato de un partido no registrado: el PCM. El PRI como partido obtuvo el 88% de los votos (cifra superior a las elecciones anteriores en que sólo había obtenido el 83%). La votación alcanzada por el PRI fue nuevamente mayoritaria (53%) si se toma como base el electorado probable. Del total de los votos válidos, el candidato López Portillo obtuvo el 94.6% y en relación al electorado potencial, el 57%. De ese modo el gobierno logró que disminuyera la abstención, que el partido del Estado volviera a ser por todos conceptos mayoritario, y que una parte de la oposición que no presentó candidato propio votara por el suyo. Todo ello habría constituido un éxito cabal para el gobierno si al mismo tiempo no se hubiera dado la ausencia del PAN, el aumento de votos anulados en proporción de 4 a 1, el de votos por “otros candidatos” la débil influencia ideológico-política de ambos partidos. El registro de votos del PARM es aún más bajo: .49% del total de votos en 1961; .71% en 1964; .84% en 1970; 2.01% en 1973; 2.66% en 1976; 1.92% en 1979; 1.36% en 1982; 1.74% en 1985. Algunas de estas cifras suelen variar en el registro de la Cámara de Diputados pero ello no altera el orden de magnitud del problema.

Respecto al número y crecimiento de los miembros del PAN y el PPS —no se diga del PARM— es imposible obtener datos públicos fiables que permitan analizar la distribución y evolución de sus fuerzas. Algo semejante ocurre en el PRI, aunque en éste resulta absurdo medir el número de miembros cuando se trata del partido del Estado.

11. CRISIS Y RECONSTRUCCIÓN DEL SISTEMA POLÍTICO

La crisis del sistema político mexicano se manifiesta en varios terrenos. Dos de los más significativos se refieren a la abstención y a la pérdida del carácter arbitral del Estado. Ambos fenómenos se relacionan con varios más que expresan la crisis del Estado y la sociedad.

La abstención de los ciudadanos en el proceso electoral es un fenómeno que está asociado en México a los índices de crecimiento y desarrollo económico, de urbanización, alfabetización y peso de las clases medias. El fenómeno se presta a distintas interpretaciones.

La abstención electoral puede ser o no el índice de una oposición latente, puede corresponder a un sentimiento de desinterés o a un rechazo deliberado; puede ser la suma de conductas de una ciudadanía atomizada —como parece ocurrir la mayoría de las veces—, o manifestar una acción concertada que sigue una consigna —como ocurre en proporciones mucho menores—. En todo caso es síntoma de las limitaciones de un sistema de partidos que busca expresar las luchas sociales y políticas. Por sí sola, la abstención tiene al menos dos importantes significados: uno que cuestiona la legitimidad de un sistema que no expresa sino a una parte de las fuerzas sociales en juego, y otro, que necesariamente tiene como contraparte formas no partidarias, no electorales en que se expresan esas fuerzas. Para el Estado y la oposición —partidaria o no— la abstención es índice del carácter precario del conjunto Estado-oposición electoral, legal. La abstención es índice de los límites de la “soberanía del Estado” en su representación de “la soberanía del pueblo” a través del sufragio.

Una parte de la abstención corresponde a los propios aparatos de masas del Estado; indica pérdida de consenso del Estado en sus bases. El Estado, el partido del Estado, los partidos con plenos derechos, los partidos semi-legales y los grupos que luchan por el poder —revolucionarios o contrarrevolucionarios— forzosamente reparan en esa abstención que hace del sistema político electoral sólo una parte de la hegemonía del Estado.

Los números electorales corresponden a un subconjunto variable. La mayoría de los electores no es siempre la mayoría de los electores probables. La diferencia suele ser numéricamente elevada, y significativa en un cálculo —donde prevalecía el del PCM— en proporción de 12 a 1, así como varios fenómenos más que eran muestra de la continuidad y gravedad de la crisis.

En 1982 —con las elecciones presidenciales— y sobre todo en 1985 con las de diputados y algunos gobernadores, la crisis del sistema político se manifestó más abiertamente.

En 1982 se calculó que el electorado probable sería de 36 509 000 electores. Se empadronaron 31526 386 (el 86.4%). Votaron 23 592 886 (el 64.62%). El gobierno no logró bajar la abstención en números absolutos, pero la bajó en números relativos, de 28% en 1976 (respecto a los electores probables) a 21.7% en 1982. La disminución fue mucho más significativa que la que se dio entre 1970 con 32% de abstención y 1976 con 28%. Es más, la vida de los partidos aumentó. El PAN logró la proporción máxima alcanzada por la oposición desde 1952: 16% del total de los votos válidos. En las elecciones de diputados el PAN logró un avance todavía mayor. Subió hasta el 17.5% de los votos. Más de 3 millones y medio de ciudadanos votaron por el PAN: más del doble que en 1979 y casi tres veces más que en 1976. Por otra parte el PAN mejoró su influencia ideológica; encabezó con más coherencia el neoliberalismo en auge mundial que en México empezó a ser una cultura de masas, y parte de la ideología del propio gabinete presidencial. En cambio, los partidos de izquierda (el PPS y el PCM transformado en PSUM, un partido socialista más amplio y heterogéneo) disminuyeron ligeramente la proporción alcanzada en la elección anterior. Ello se debió sobre todo a que entraron en la arena electoral nuevos partidos de izquierda como el PST y el PRT. (Véase cuadro anexo.) Pero el conjunto de la votación de los partidos socialistas pasó del 3% al 9% entre 1976 y 1982. Los hechos parecieron legitimar al sistema: si disminuyó la abstención y aumentó la participación de los partidos todos eran síntomas de legitimidad. La crisis se manifestó en dos terrenos: el del carácter arbitral del Estado y su partido, y el del sistema político con partido del Estado. Para mantener el equilibrio entre derecha e izquierda, el gobierno legalizó a más partidos de la izquierda y a más de la derecha. El problema fue que mientras en la derecha no logró reducir el empuje del PAN, los nuevos partidos sólo atomizaron a la izquierda. El PDM no le quitó fuerza al PAN. Con el crecimiento del PAN apuntó un sistema político amenazador para el gobierno, para el régimen y para el Estado: un sistema bipartidista.

La crisis se acentuó en 1985. El Estado ya no pareció interesarse mucho en abatir el abstencionismo: se interesó mucho más en impedir un crecimiento del PAN, que ya se veía como el mayor peligro para el sistema, sobre todo tras los triunfos que el PAN alcanzó en Chihuahua, Sonora y Durango, y con los que le habían sido arbitrariamente negados en Baja California Norte y en Sinaloa. El abstencionismo se mantuvo e incluso subió. De 34% pasó a 49.5%. Los. 8 359 votos anulados registrados en 1982 se multiplicaron por cien en 1985 dando un total de 824 752 votos inutilizados.

Pero la crisis se manifestó sobre todo porque el Estado perdió: a] su carácter de árbitro al enfrentarse directamente al PAN en vez de que éste y otros partidos de derecha se enfrentaran entre sí o con los partidos de izquierda; b] su carácter aglutinante de la ideología de masas nacionalista-laborista-agrarista, sin que pudiera sustituirla por otra “desarrollista” o de “honestidad pública” (como en la época de Ruiz Cortines). Al mismo tiempo la ideología liberal de las masas empezó a ser enarbolada en formas contradictorias (seminacionalistas y neocorporativistas). El PAN defendió o “representó” el “neoliberalismo” de una manera “ejemplar”, cotidiana, familiar, mientras los “medios”, las propias organizaciones de la nueva izquierda, y los grandes intelectuales encabezados por Octavio Paz creaban un sentido común neoliberal. A la crisis ideológica del “PRI-gobierno” se añadió un desprestigio y pérdida de legitimidad que no tiene precedente desde la elección de 1952 en lo que al fraude electoral y a la corrupción pública se refiere, con una diferencia principal: que entonces la crisis económica no tenía la gravedad de la actual y menos aún la ideología “priísta” que entonces seguía integrando al Estado, al régimen político, al gobierno en turno, al partido, a los medios y a las masas de apoyo, con disidentes inocuos y tolerados. En esta ocasión se apuntó un fenómeno de separación de todos los elementos antes integrados. La separación se caracterizó por el manejo intelectual y masivo de las categorías de “Estado” y “sociedad civil” en auge creciente desde 1968.

Con el movimiento estudiantil-popular de 1968 el Estado mexicano entró en un deterioro que adquirió múltiples manifestaciones. El movimiento del 68 sacudió sobre todo a las clases medias, a estudiantes universitarios, profesores e intelectuales. Enarbolando demandas de base constitucional (libertad a los presos políticos, derogación del artículo de disolución social, cese del jefe de la policía), el movimiento estudiantil cobró características populares de gran magnitud. Terminó en una masacre que los cálculos oficiales se empeñaron en negar mientras los periodistas nacionales e internacionales registraron varios cientos de muertos. Constituyó un punto de ruptura en la evolución ideológica del país.

Movimiento esencialmente contestatario, limitado a una crítica de rechazo al “sistema” sin proyecto alternativo expreso, el movimiento estudiantil-popular de 1968 ajacó y erosionó seriamente los mitos del Estado conciliador y árbitro, tratando de revelar su papel predominantemente represivo. El fracaso de los leves intentos conciliadores del gobierno y la escalada de represión que culminó en Tlatelolco acentuaron los enfrentamientos políticos e ideológicos. Éstos fueron producto de una política inhábil y violenta, y también manifestación de nuevas formas de lucha de la oposición.

El Estado perdió su hegemonía ideológica a un grado sin precedente. Los símbolos de la Revolución Mexicana fueron usados para justificar la represión. Acabaron vaciados de contenido. La nueva izquierda y la vieja izquierda empezaron a acercarse a un planteamiento frontal de la lucha, con señalamientos de un nuevo proceso revolucionario, y negativas a cualquier conciliación o transacción. La “conciliación” (de clases) y la “transacción” (o “transa”) fueron estigmatizadas en forma que no había ocurrido desde 1928-33. El carácter de clase del Estado se impuso cada vez más en el discurso de la izquierda. El PRI por su lado usó un lenguaje primitivo de enfrentamiento con la Universidad, de injurias a sus autoridades, con un antintelectualismo y una demagogia furiosos que no convencían a nadie. La vieja lógica del Partido Popular Socialista de exaltación simultánea al Estado mexicano y a los Estados socialistas agotó su última capacidad persuasiva. Identificado con el PRI y el gobierno, el PPS perdió cualquier identidad con una izquierda emergente que el PCM procuró conducir. El PAN por su parte se identificó con las críticas al Estado represivo. Sus grupos y líderes más avanzados se hicieron de la dirección del partido. Recurrieron al pensamiento católico progresista y revolucionario de América Latina y produjeron documentos y discursos que trataban de atraer la enorme fuerza en movimiento. No sin contradicciones. El sistema político convencional —con su centro (PRI), izquierda (PPS), derecha (PAN), quedó hecho añicos. El Estado dejó de ser árbitro de grupos y clases en pugna, forjó una sola imagen de paternalismo y represión, de conciliación y corrupción. Perdió legitimidad ideológica y política. Fuera de los partidos se desató la protesta. La violencia gubernamental hizo que la protesta fuera en gran parte violenta y también lógica, también intelectual. Toda la sociedad civil pareció entrar en acción, aunque no en forma simultánea ni creciente, sino con altibajos y variantes.

Con anterioridad el Estado había enfrentado momentos críticos que aparentemente fue capaz de absorber, como en 1958-59 durante el movimiento obrero encabezado por los ferrocarrileros; en 1962 en que fue asesinado el líder campesino Rubén Jaramillo; en 1964 en que se enfrentó al gremio médico, mientras se iniciaban las guerrillas en Ciudad Madero (Chihuahua), o en 1967, en que tras la matanza de Atoyac, Lucio Cabanas se fue a las guerrillas del sur. En realidad todos esos movimientos y otros más no derivaron directamente en una crisis del Estado. Éste los controló en forma política o militar. Pero desde 1968 el fenómeno abarcó todos los campos y adquirió nuevas dimensiones.

Las manifestaciones de la crisis, que se agudiza en 1968, son múltiples y complejas: 1. Guerrillas y terrorismo en Guerrero, Jalisco, Distrito Federal, etcétera. 2. Movimientos estudiantiles y crisis universitarias en Morelia, Puebla, Monterrey, Sinaloa, Guerrero, Veracruz, Distrito Federal, etcétera. 3. Movimiento de trabajadores de sindicatos de empresa y de industria, a lo largo de la nación, por salarios y prestaciones, y por la representación sindical, dentro de un proceso creciente llamado de “insurgencia obrera”. 4. Movimientos campesinos y de comunidades indígenas con ocupación de tierras en numerosos estados de la República. 5. Tomas de presidencias municipales y de palacios de gobierno como protesta por actos gubernamentales o por decisiones electorales. (Las tomas de alcaldías llegan a varios cientos y han sido llamadas “insurgencias municipales”. Las crisis de gobierno de las entidades federativas determinan la caída de varios gobernadores.)

La crisis político-ideológica se acentúa a partir de 1971 en que la crisis económica se manifiesta en todos los terrenos. Ambas operan dentro de una estructura altamente desigual con desarrollo predominante de los monopolios y oligopolios. La estructura oligopólica de la producción abarca todos los sectores económicos. En el industrial, en 1971, el 4.3% de los establecimientos produce el 88.2% del valor total. Desarrollo y crisis favorecen la concentración de capital. De 1971 en adelante hay un notable descenso en la actividad productiva; decae la inversión; se restringe la oferta, crecen las presiones inflacionarias, la especulación, el rentismo y la fuga de capitales. Aumenta el proceso de concentración de la propiedad y el ingreso; se estrechan los mercados, crece la capacidad ociosa de capital. Aumentan las tasas de utilidad, disminuyen los salarios reales, aumenta el subempleo y el desempleo. A una política inflacionaria sucede otra deflacionista, comprometida con el Fondo Monetario Internacional. Ambas políticas constituyen una unidad en materia de endeudamiento externo, inflación, y congelación de salarios. La tasa promedio de crecimiento baja del 7.03% en el periodo 1960-1969, a 4.08% en 1975, a 1.7% en 1976, para subir sólo a 3.40% en 1977. Entre los años de 1978 a 1981 alcanza promedio superior a 8%, pero en 1982 y 1983 es negativa (—0.5 y —5.3% respectivamente) y en 1984 de sólo 3.5%. La tasa de inflación promedio pasa del 16 al 20% en 1976-79, a casi 30% en 1980-81, a 98.8% en 1982 y a más del 50% en 1984 y 1985. La pérdida de poder adquisitivo de la población es brutal. Tan sólo en 1983 la participación de los trabajadores en el PIB cayó de 40 a 30%. Los trabajadores menos organizados y los rurales sufren una pérdida de poder adquisitivo aún mayor. El desempleo y el subempleo alcanza del 20 al 40% de la población económicamente activa según los indicadores que se usen. Desde 1980 dejan de publicarse los datos oficiales sobre desempleo y subempleo.

Mientras tanto el saldo de la deuda externa pasa de 4 545.8 millones de dólares en 1971 a 94 407 en 1985; y el servicio de la deuda de 743.3 millones de dólares en 1971 a 12 000.0 millones en 1984. Al mismo tiempo los dólares cada vez cuestan más caros y con frecuencia llegan a estar sobre-valuados. Durante años el dólar se cotizó a $ 12.50. En 1976 pasó a 19.95, en 1981 ya valía 26, en 82 saltó a 148.50, en 83 a 161.35, en 1984 a 209.97. Desde entonces el peso se devaluó con tasas constantes cada vez más altas. El 11 de julio de 1985 subió de 247.52 a 339.50, en octubre llegó a $ 500.00. Los índices de concentración de capital, las altas utilidades, la desigualdad y dependencia se acentúan con una crisis que en otro Estado habría sin duda dado lugar a explosiones populares y políticas de mayor alcance. En México, el Estado la enfrenta en medio de serias dificultades que en el terreno económico sólo en parte parece poder aminorar el petróleo, cuyos precios tienden a caer en forma persistente, incontenible.

La crisis presagia acentuarse en el futuro inmediato. El alto endeudamiento externo, el predominio creciente del poder oligopólico en las decisiones económicas del gobierno, la “política de estabilidad” y de “austeridad” adoptadas —que corresponden a un acelerado proceso inflacionario, con restricciones en los aumentos de los salarios nominales— han llevado a una disminución del ingreso per cápita que desde 1982 tiene tasas negativas o un “desarrollo cero” (—2.7 en 1982, —6.9 en 1983, cero en 1984). Todo esto hace prever un crecimiento de “la inconformidad popular” y un “endurecimiento represivo de las organizaciones políticas” a que se resisten varias facciones y grupos del propio gobierno y las organizaciones democráticas y populares, con resultados de difícil previsión.

12. LA CRISIS DEL SISTEMA: ALTERNATIVAS

Tres parecen ser, desde 1970, las alternativas que las clases dominantes encuentran a la crisis, la de una política neopopulista —ya fracasada—, la de una política de democracia ampliada —la más progresista—, con cambios cualitativos que lleven las luchas por el socialismo o la socialdemocracia al campo de la legalidad, y la de una política predominantemente autoritaria y represiva, con dos versiones, una que volvería a colocar en un primer plano de la escena a las fuerzas tradicionales de dominación latinoamericana, en particular el ejército y el clero, y otra que intentaría un proyecto de “democracia limitada” al estilo de la Trilateral. Cada una de esas políticas encuentra apoyos e interpretaciones varios en los partidos y organizaciones políticos y sindicales vinculados a los aparatos del Estado, y en los que se le enfrentan desde posiciones socialistas y revolucionarias. Cada una se complementa con proyectos de política económica más o menos distintos, que dan mayor consistencia al proyecto político o que aumentan sus contradicciones.

El modelo neopopulista es intentado durante el gobierno del presidente Echeverría (1970-76). Ese gobierno ensayó una política cuyos rasgos principales fueron: recuperar la pérdida de la hegemonía ideológica, acabar con los movimientos guerrilleros y terroristas, satisfacer las demandas diferidas de las clases medias y mantener los niveles de ingreso de los trabajadores. En el terreno económico el gobierno de Echeverría continuó durante el primer año la política de “estabilidad monetaria” que había predominado en el periodo anterior. En el segundo esbozó una política de reformas fiscales, de control de inversiones extranjeras, y de aumento de la inversión y el gasto público. Al mismo tiempo buscó apoyo en algunas tendencias democráticas del sindicalismo. Al fracasar los intentos reformistas y no lograr la democratización sindical como parte de un proceso dirigido por el propio gobierno, éste continuó la política de inversiones y gastos a costa de un creciente endeudamiento externo, y de un proceso inflacionario que aumentó las tasas de acumulación y crecimiento de utilidades, acentuando las desigualdades entre el campo y la ciudad, en el interior de las clases trabajadoras y las capas medias, y entre la gran burguesía, la clase media acomodada —consumidores de bienes y servicios de lujo— y el resto de la población, en particular los trabajadores no organizados de la ciudad y el campo. El país adquirió un perfil cada vez más parecido a los sudamericanos en lo que se refiere a modelos de inversión, producción y consumo, y a rasgos generales de acumulación y desigualdad. La correlación de fuerzas varió a lo largo del sexenio a favor de los grupos monopólicos y oligopólicos y de sus instancias internacionales. Mientras tanto el gobierno logró controlar y casi extinguir a los movimientos guerrilleros y terroristas, mediante acciones militares, policiales y políticas. En todo caso las guerrillas presentaban al finalizar el sexenio una fuerza y actividad considerablemente menores que al principio. En el terreno de la lucha por la hegemonía, el gobierno de Echeverría, hizo esfuerzos de acercamiento con los intelectuales, los estudiantes y las universidades, tratando de sumar fuerzas a un proyecto encabezado por el propio presidente. El lenguaje de los discursos oficiales fue parecido al lenguaje callista de la época radical, aunque puesto al día para procurar la atracción de las nuevas corrientes de izquierda. La contradicción entre los propósitos y la realidad sólo fue superada en algunos renglones: mayores recursos a la educación, en particular a la superior, satisfacción de algunas demandas de las clases medias y los obreros organizados, particularmente de los grupos y sindicatos más poderosos, y medidas de política exterior progresista, particularmente en las relaciones económicas y culturales con Cuba, y en el apoyo consecuente al gobierno de la Unidad Popular en Chile que determinó la ruptura con el golpista y fascista de Pinochet, y el asilo a gran cantidad de emigrados chilenos. Tales medidas no acabaron sin embargo con la nueva perspectiva contestataria surgida desde el 68. Ésta incluso se profundizó y amplió hacia perspectivas revolucionarias en lucha por una hegemonía nueva centrada en la clase obrera y en el proyecto socialista. En el terreno de los partidos políticos y la lucha electoral el gobierno de Echeverría buscó solución a dos problemas: atraer a la juventud a la lucha electoral y partidaria; y mantener al PRI en el centro de la escena política. Para lograr lo primero dio gran publicidad a una medida que se había tomado desde 1970 por la que se había extendido el derecho a voto a los jóvenes de 18 años (antes la ley exigía 21), y por la que se adquiría el derecho a ser elegido diputado a los 21 años (antes se necesitaban 25), y senador desde los 30 años (antes 35). En los puestos del Ejecutivo y en los puestos de elección popular —de gobernador para abajo—, abundaron los funcionarios jóvenes, y sobre ellos se hizo gran campaña publicitaria con todos los medios y discursos posibles. En cuanto a la preservación del PPS y el PARM que habían alcanzado bajísima votación, recibieron nuevos estímulos al reducir “el mínimo” para acreditar los primeros cinco “diputados de partido” de 2.5 a 1.5% del voto total. Al mismo tiempo se aumentó el número máximo de los diputados de partido de 20 a 25. Tales medidas y una enorme publicidad electoral permitieron corregir las tendencias a la abstención que se habían venido observando; pero fueron insuficientes para enfrentar la crisis electoral profunda; ésta parecía exigir cambios cualitativos.

Al empezar el nuevo sexenio (1976-1982) la mayoría de los grupos y organizaciones patronales trataron de imponer una interpretación del país. Enemigos de la intervención del Estado en la economía y partidarios del liberalismo monopólico encontraron eco creciente en un gobierno que desde el sexenio anterior había terminado firmando una “carta de intención” con el Fondo Monetario Internacional (septiembre de 1976). El nuevo gobierno acabó con la retórica populista, con los alineamientos internacionales con el Tercer Mundo, y cedió en la palabra y la práctica a las presiones del liberalismo económico, con los efectos consabidos en la dependencia, la especulación financiera y crediticia, la inflación seguida de la congelación de salarios, el incremento del desempleo y la disminución de inversiones y servicios. Mientras tanto exploró en el terreno económico la posibilidad de aumentar su peso frente a los grupos empresariales, a través de un aumento en la exploración, explotación y venta del petróleo. Todo ello no impidió una presencia cada vez más directa y agresiva del capital monopólico en puestos del Ejecutivo y en las políticas económicas, ideológicas y de gobierno, incluida la nominación de los candidatos a puestos de elección popular, en especial de los gobernadores. Tampoco impidió una recuperación relativa de la economía: en 1978 el PIB creció en un 6.6% y el gasto público en un 9.3%, dentro de un proceso continuo de concentración del capital. Y cuando al fin del sexenio vino una nueva crisis y una especulación y emigración desmedida de capitales, el gobierno de López Portillo nacionalizó la banca y las empresas propiedad de la banca, medida considerablemente contradictoria con todas las de su mandato, pero que le permitió contrarrestar las crecientes presiones de los grupos empresariales y monopólicos, y detenerlos mientras terminaba el sexenio. En el terreno internacional el gobierno tuvo una de las épocas más firmes en la defensa de los principios de no intervención y libre autodeterminación de los pueblos. Mejoró sus relaciones con Cuba, apoyó al nuevo gobierno revolucionario de Nicaragua y reconoció beligerancia al Frente Farabundo Martí de El Salvador entre otras importantes medidas.

En el campo político-electoral el Estado y los aparatos y organismos más ligados al mismo exploraron dos posibilidades. La de una reforma al sistema de partidos, y la de una reforma al PRI. La primera surgió como proyecto del Ejecutivo, de su ala más progresista. Su característica principal consistió en cambiar los requerimientos legales para el registro de partidos nacionales, a modo que pudieran entrar en la lucha electoral fuerzas que estaban marginadas hasta entonces. De acuerdo con la nueva ley varios partidos pudieron obtener un registro provisional —a reserva de probar en las elecciones para diputados de 1979 que alcanzaban la votación necesaria—. En esas condiciones se encontraron el Partido Comunista Mexicano (que desde 1949 había perdido el registro) ; el Partido Socialista de los Trabajadores, integrado por disidentes de un partido que había cobrado fuerza a consecuencia del movimiento de 1968; y una formación política de origen sinar-quista, el Partido Demócrata Mexicano. La nueva ley puso en movimiento a las principales fuerzas organizadas de la izqiuerda, aunque éstas siguieron gravemente limitadas en su base sindical. Permitió también el acceso a la lucha electoral a una derecha que en el pasado reciente había mostrado más diferencias que simpatías con el PAN. Constituyó, de hecho, el proyecto más avanzado del régimen en el terreno electoral.

Poco después surgió en el seno de la CTM y de otras centrales que con ella forman el “Congreso del Trabajo”, un planteamiento de demandas que exige a la vez la reformulación de la política económica del Estado, mayores recursos al Estado —en base a nacionalizaciones—, y una reestructuración ideológica y programática del PRI. La reformulación de la política económica no pudo ser llevada sino a planteamientos generales, relativamente discontinuos, y que hasta ahora no han determinado ni movilizaciones de masas, ni cambios en la política económica del gobierno, aunque se vieron satisfechos por la nacionalización de la banca, más tarde sometida a procesos de reprivatización estructural y funcional. En cuanto a la reforma del PRI no ha pasado, hasta ahora, de un proyecto ideológico y programático vago. El PRI declaró nuevamente ser un “partido de los trabajadores”, pero no sólo acabó incluyendo dentro de esa categoría a los empresarios, sino que en nada modificó el carácter jerárquico y la centralización de decisiones en su interior. La reforma a sus estatutos se limitó a perfeccionar formalmente la división del trabajo para el desempeño de sus funciones. Todo pareció indicar que los movimientos internos de las organizaciones obreras y populares inclinadas a una reorientación de la política y la estructura del partido y el Estado en favor de las masas obreras, hasta ahora sólo han alcanzado un carácter ilusorio y demagógico. Sin embargo, frenaron por momentos los ímpetus de los grupos más represivos, patronales y burocráticos. Éstos se retiraron de la escena, o al menos dejaron de ocupar un primer plano, sin que por ello abandonaran sus presiones económicas e ideológicas, entre ellas la solicitud de ingreso de México al GATT, la privatización de los canales de televisión antes públicos, y el intento de dar un sesgo evangelizador-colonialista y revanchista a la visita del Papa Juan Pablo II. En las clases dominantes se dieron así dos proyectos contradictorios, el de la reforma política con un nuevo proyecto de democracia electoral ampliada, siempre bajo el control del Estado, y el neoliberal encabezado por el sector empresarial más poderoso, que busca una nueva hegemonía que clausure la autonomía relativa del Estado, y reinterprete el pasado y el futuro de México en una forma esencialmente conservadora.

Con el acceso de Miguel de la Madrid a la presidencia de la República se acentúa la lucha por las alternativas. El nuevo gobierno (1982-88) in tenta primero una política nacionalista con otra abiertamente antipopulista. La primera se limita a seguir jugando un papel de avanzada en el campo internacional, en particular a través de Contadora. La segunda tiende a coincidir con el neoliberalismo político y económico en auge en los Estados Unidos, apoyado en la Trilateral y exigido por el Fondo Monetario Internacional. Las coincidencias económicas y financieras son notables. El gobierno busca ser ejemplar en el cumplimiento de sus obligaciones e “intenciones”. Aplica la política de “austeridad” con una ortodoxia, que en las adaptaciones y concesiones a las fuerzas populares avanzadas no rompe la tendencia general de una política privatizadora y transnacionalizadora. En la práctica privatiza y desnacionaliza una gran cantidad de las propiedades y actividades bancarias, así como muchas empresas que eran del Estado o paraestatales; liberaliza el comercio internacional y de divisas con concesiones óptimas a los importadores y exportadores, que integran el comercio y el mercado al de los Estados Unidos en tratos particularmente desventajosos o desiguales. El gobierno acepta la reestructuración de la deuda en condiciones inmejorables para el Fondo Monetario Internacional, que así lo reconoce públicamente en repetidas ocasiones. El contraste que se da entre esta política y la diplomacia mexicana en Centroamérica se resuelve a mediados de 1985 moderando las propuestas y acciones en defensa de Nicaragua, y acentuando las posiciones neutrales en política exterior. En el terreno de las luchas democráticas, el gobierno tiende a apoyar un incremento en el juego de partidos bajo la hegemonía del PRI. Sus intentos de apertura descansan sobre todo en el incremento del pluralismo político a nivel municipal (reforma del artículo 115 de la Constitución), y en el aliento para que entren más partidos al juego electoral, y más diputados de la oposición al congreso. Pero el gobierno pone dos limitantes a esta política, una en el terreno de la dominación de clases, y otra en la dominación del Estado y de los aparatos del Estado. En el primer terreno el gobierno de De la Madrid, como sus predecesores, sigue mostrándose muy opuesto a que surjan núcleos autónomos de poder popular u obrero que encabecen los partidos de izquierda. Con las más variadas presiones, manipulaciones, cooptaciones y represiones, tarde o temprano, acaba con ellos. La debilidad ideológica, moral y política de la izquierda le permite al gobierno lograr sus objetivos. Los partidos no sólo son minoritarios, no sólo están atomizados, envueltos en debates y luchas internas clientelistas, sectarias y dogmáticas, sino que viven una confusión en su lucha contra el dogmatismo sólo superada por los movimientos populares y por algunos sindicatos y uniones de trabajadores. Pero éstos carecen de partidos, o porque están afiliados al del Estado, en el que influyen cada vez menos, o porque no encuentran una articulación política unificadora en los partidos de la oposición. Así, el incremento del juego electoral y parlamentario de esos partidos es más de cúpulas que de masas. Entre tanto, los líderes no tienen masas y las masas no tienen partidos, ni alcanzan a forjarlos y retenerlos como instrumentos políticos.

El problema se da de una manera distinta en lo que se refiere al PAN y a todas las fuerzas empresariales que se expresan en ese partido o fuera de él. Frente a ellas, en las elecciones de 1985, el gobierno no mostró la menor intención de reestructurar al Estado. Se opuso con todos los recursos posibles a que empezara a surgir un gobierno bipartidista como el que exigían y exigen las mismas fuerzas a las que ha hecho crecientes concesiones eii el terreno económico, financiero e internacional, y en torno a las cuales se está creando un nuevo núcleo de poder hegemónico capaz de atraer a un número creciente de líderes empresariales y políticos. Pareciera que a todas esas fuerzas se les quiere dar todo, con la condición de que el gobierno siga gobernando con ellos y para ellos, en la medida de lo posible, medida que determinan los altos funcionarios encabezados por el presidente. Se da así, en el gobierno de De la Madrid, una lucha muy intensa entre la reestructuración del Estado, que pretende dejar intacto al sistema actual de partidos con su partido del Estado, y la posición cada vez más fuerte, la no oficial, de los sectores neoliberales que exigen pasar a un Estado con sistema bipartidista y con una posible alternancia de partidos. De triunfar estas fuerzas se pasaría de un sistema con partido del Estado a otro con “partidos del Estado”, lo cual implicaría un colapso de las alianzas de clases anteriores, y una reestructuración del ejército, la presidencia, los aparatos estatales, el papel del Estado en la producción y el mercado, con un núcleo de estructuras más directamente ligadas a la libertad de la empresa oligopólica y al mercado transnacional. Este sistema permitiría alcanzar un nivel de “congruencia” mucho mayor entre la actual política transnacionalizadora, financiera y comercial, y la política de “democracia limitada” que apoya hoy Washington en todos los países de América Latina donde las presiones democráticas y populares no pueden ser reprimidas y exigen ser mediatizadas. El gobierno mexicano trata de impedir el paso a un sistema bipartidista, no sólo haciendo crecientes concesiones a las fuerzas empresariales en el terreno comercial o financiero, sino en la designación de los propios candidatos del PRI —que en número creciente son simpatizantes de las ideas del PAN—, o en el reconocimiento de un bipartidismo en ascenso a nivel municipal y sobre todo en la Cámara de Diputados. La flexibilidad oficial aparece en el reconocimiento de triunfos electorales en algunos municipios —varios de ellos importantes centros urbanos de la República— y en el incremento de la representación y la crítica legislativa, pero siempre bajo la hegemonía de los gobiernos provisionales y del nacional que surgen del PRI. La evolución del propio Estado hacia un régimen que abandone los últimos vestigios del populismo y del nacionalismo no es fácil de imponer ni entre las organizaciones obreras ni entre las propias fuerzas armadas; pero la reducción del nacionalismo a la retórica del discurso oficial, y la del populismo a la cooptación creciente de líderes con concesiones sociales selectivas parecen ser, hasta ahora, el camino más probable, un camino en todo caso incierto en sus consecuencias pues ni las fuerzas socialdemócratas ni las neoliberales han librado la batalla definitiva.

La situación del Estado en el uso de la represión, las negociaciones, las concesiones, las coaliciones, y la hegemonía ideológica muestra hoy distintas facetas de la crisis. La geografía de la represión, los tiempos y estratos de la represión siguen presentando características desiguales; pero no cabe duda que con la crisis se han extendido e incrementado. El gobierno mantiene las formas constitucionales en el conjunto del territorio; no es un gobierno de facto. Sin embargo, el cumplimiento del derecho público y privado, y su práctica cotidiana, se contraen y contradicen con la realidad cada vez más, con recursos parecidos a los de otras naciones latinoamericanas. A lo largo de la crisis surgen “grupos paralelos” represivos, de cuyas acciones nunca se da cuenta. El uso de las fuerzas armadas y la policía, en formas abiertas y encubiertas adquiere en ocasiones y zonas de conflicto agudo las características de una “guerra interna”, librada con la ideología de la “contrainsurgencia” que desarrolló el Pentágono en los años sesenta. Al frente de varios estados se encuentran militares y jefes políticos conocidos por sus prácticas violentas, aplicadas a las guerrillas y también a organizaciones políticas, sindicales, campesinas. En el campo, gobierno y fuerzas armadas apoyan a los neolatifundistas y jefes locales, en acciones constantes, contra ejidatarios, comuneros y núcleos indígenas. La represión cae en menor grado sobre las clases medias. Aunque ha habido acciones violentas contra prensa y universidades, se han combinado con acciones de libertad y tolerancia. Prensa y universidades han logrado imponer o mantener sus derechos. Al mismo tiempo la destrucción de bienes, la desaparición, encarcelamiento, tortura y muerte de dirigentes políticos ha llegado a afectar a la propia población de clase media y urbana. Los partidos de la oposición, de derecha e izquierda, las organizaciones religiosas y humanitarias han denunciado los hechos de manera cada vez más abierta y sistemática.

A lo largo de todo el espectro social de los grupos no marginados se ha seguido combinando represión, negociaciones y concesiones. Incluso algunos grupos relativamente marginados de las ciudades, y algunos núcleos de campesinos organizados, han logrado forzar negociaciones y concesiones. La expropiación de las “vecindades” de la ciudad de México a raíz del terremoto de 1985 es una de las más importantes. Sin embargo, la crisis económica y la política económica que sucede a las sucesivas devaluaciones han disminuido los recursos gubernamentales de la negociación y la concesión, y amenazan con disminuirlos aún más si triunfa el liberalismo neoconservador. En ese caso la combinación de represión y concesión entraría en una crisis de consecuencias impredecibles, aún cuando la esperanza de esas fuerzas es que opere en procesos represivos y funcionales parecidos a los de Bolivia y Paraguay.

En cuanto a la política gubernamental de coaliciones y alianzas se ha dado más como estructura del Estado con sus tres sectores —campesino, obrero y popular—, dirigidos por los aparatos oficiales sindicales, agrarios y populares, que como una coalición o alianza actualizada y operante que atraiga de algún modo a las bases. Ciertamente una parte de éstas sigue participando de la disciplina y la lógica de las alianzas características de la cultura política del Estado mexicano. Esa parte sigue viendo también en la negociación, la concesión y la disciplina una posibilidad mayor que en la ruptura y el enfrentamiento. Pero el desempleo, la inflación y el deterioro de los servicios públicos por la contracción del gasto gubernamental, aumentan las presiones de las bases sobre los líderes y la de éstos sobre los funcionarios, en formas que hasta ahora no satisfacen a unas y otros, y que en nada han modificado la política económica y social impuesta por los grupos monopólicos y el FMI. De ese modo “La Alianza para la Producción”, que fue una forma que el gobierno de López Portillo propuso a los sindicatos y organizaciones patronales para enfrentar la crisis o el tipo de planes de acción concertada que les ha propuesto el gobierno de De la Madrid, han funcionado de manera que más obedece a la disciplina y cultura política de las bases, o a la estructura política y jerárquica de las organizaciones, que a resultados significativos en producción, empleo, salarios o precios, satisfactorios para las bases y direcciones sindicales, campesinas o populares. Unas y otras sostienen “alianzas” y “concertaciones” como sostienen la estructura del Estado: como organizaciones jerárquicas con distintos tipos de jefes y clientelas que calculan los costos-beneficios de la negociación y la represión.

En el terreno de la hegemonía ideológica la crisis ha sido tal vez más profunda. La sistemática despolitización de las masas en los sindicatos y organizaciones populares del Estado en forma de adhesión disciplinada, paternalista, populista, así como un cierto manejo del lenguaje “revolucionario” con absoluto apartamiento de la realidad, han acentuado las distancias entre líderes y masas y disminuido la capacidad de reflexión conjunta y de comunicación. El uso de mensajes y lenguajes de la televisión y el clero, y a veces de uno y otro ha ocupado una posición central en la hegemonía del Estado. Es más, el neoliberalismo económico y político ha empezado a convertirse en un lenguaje de masas capaz de combinarse con el pensamiento neoconservador tecnocrático, laico y católico para la reestructuración de los aparatos del Estado.

En esas condiciones el Estado y sus estructuras parecen estar a punto de quiebra. Las amenazas se ciernen sobre el Estado y su sistema político como estructura interna de dominación; sobre sus alianzas, combinaciones, métodos de gobierno, ideologías. En cambio el Estado como expresión de las clases dominantes y el capital monopólico queda en una especie de retaguardia estratégica. Lo que parece estar en crisis es ese tipo de Estado y de sistema político que surge en muchos países dependientes cuya característica principal es la articulación de coaliciones de liberación en un partido único o predominante. El desarrollo de los monopolios de un lado, el de la clase obrera de otro, el crecimiento de las ciudades, de la población escolarizada, de las clases medias y muchos factores más, parecen poner en crisis la estructura corporativa del Estado y de las organizaciones, y apuntar en dos direcciones opuestas, una de tipo predominantemente represivo y otra de una democracia ampliada, con mayor juego en la lucha de los partidos, y con una política económica de producción y consumo social. La primera solución no apunta necesariamente a la derogación del régimen constitucional, sino a su endurecimiento, al menos en una primera instancia. La segunda, encuentra apoyo entre las fuerzas oficiales más directamente ligadas a las masas, y entre los distintos partidos y movimientos populares que buscan una autonomía ideológica y política no necesariamente revolucionaria y menos insurreccional, aunque ésta eventualmente surja conforme la crisis se acentúe.

Las fuerzas democráticas y socialistas viven hoy en esta situación. Para las que se encuentran en el gobierno el camino está en imponer una política económica acorde con los requerimientos de un desarrollo social que no acabe con la actual estructura del Estado. Exigen la movilización, democratización y politización de las masas en las propias organizaciones oficiales. Piensan que la reforma política no sólo aliviará las presiones que sobre el sistema ejercen los grupos y partidos de la oposición, sino que estimulará los procesos de democratización interna, y por su intermedio aumentará las posibilidades de una política económica y social más nacional y popular.

Los partidos y grupos socialistas se dividen en sus perspectivas. Unos consideran necesario luchar al lado de las fuerzas democráticas del gobierno. Tal es el caso del PPS o del PST. Otros apuntan hacia una alianza electoral independiente, como el PCM (hoy PSUM), el PRT y el PMT. Y desde luego existen corrientes, hasta ahora poco significativas, que consideran necesario el endurecimiento del Estado, y directo el proceso de una lucha violenta por el socialismo.

En las condiciones del México de hoy es difícil decir cuál camino habrá de prevalecer, aunque no cabe duda que entre los motores de un cambio menos represivo, se encuentra la reforma política, sobre todo si ésta se mueve en concierto con las organizaciones democráticas gubernamentales y no gubernamentales para imponer una política económica que dé trabajo, servicios y artículos de consumo popular a una parte creciente de la población.

Desde el punto de vista de las organizaciones de izquierda ese proyecto es viable. Para ellas la principal medida anticapitalista consiste hoy en un proceso de acumulación de fuerzas, y éste se verá asegurado en el sistema político si los nuevos recursos aumentan las posibilidades de democratización sindical, y de autonomía nacional respecto a la política económica más represiva de los grupos monopólicos. La democracia se plantea en el interior de las organizaciones de masas del Estado y fuera de ellas, en los partidos. También se plantea en una proporción enorme de población que no se encuentra en unas ni otros. El objetivo del socialismo no está al orden del día: está el de la descolonización financiera y el de la democratización.

Partidos políticos en México Algunos datos básicos (1985)

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