El desarrollo económico y social

LA NACIÓN Y EL ESTADO

México es uno de los países con mayor estabilidad política en América Latina. Desde hace sesenta años ningún golpe de Estado o revuelta pudo imponer a un grupo opositor. Lo que es más, el último intento de derrocar polla fuerza al gobierno ocurrió a fines de los años treinta. Y desde 1934, cada seis años, en forma regular, se suceden los gobernantes de una República en que el partido del Estado logra que triunfen sus candidatos a la presidencia y a la gobernatura de todas las entidades federativas. El partido del Estado no es único, pero los opositores ocupan posiciones secundarias, muy alejadas de la posibilidad de encauzar a la mayoría del electorado. El resultado de las acciones opositoras se limita a la articulación de críticas y presiones que sirviendo en forma parcial a sus dirigentes y clientelas parecerían servir al propio Estado en la reformulación de políticas, y como válvula de escape. La funcionalidad del sistema es parte de su extraña originalidad, pues opera en una sociedad particularmente desigual en sus regiones, estratos y clases. En ella se da un rasgo más que complementa los anteriores: hay como una especie de cultura política ampliamente extendida. en que la sociedad civil habla el lenguaje oficial y participa de los mitos nacionales del propio Estado. Entre los cuadros dirigentes de una y otro se renueva constantemente una especie de lógica del poder, que une la realidad y los mitos. con la preocupación de no quedarse en las meras formas y mistificaciones políticas, y con la de atender el recurso a la “unidad nacional” o a la sobrevivencia nacional como supuesto que no se puede ignorar. El Estado domina esa lógica, y la oposición misma se ve obligada a seguirla ante una especie de presión popular, y de presión de la realidad interpretada. Lo que es más, el Estado logró anular las antiguas alternativas de un clero y una oligarquía que en otras partes de América Latina siguen operando, y establecer un sistema de gobierno en que no existe la autonomía castrense. En cuanto a las alternativas socialistas, durante un periodo más o menos largo fueron integradas al discurso oficial, y desde que éste las abandonó mantuvo mensajes y signos que tienden a contenerlas, por lo menos en sus acciones más radicales. Con una política internacional partidaria de la “no intervención”, de la distensión y la paz, de apoyo a las revoluciones nacionales y populares —incluida Cuba y hoy Nicaragua— y de buenas relaciones con todos los países socialistas —incluidas la URSS y China—, difícilmente pudo el gobierno mexicano encontrar una oposición internacional que respaldara a la interna. Las crisis políticas y económicas sucesivas —como las de 1958, 1968, 1976— pusieron en marcha un aparato que supo complementar el manejo de símbolos con medidas represivas y concesiones a los grupos opositores, de obreros, capas medias e intelectuales, facciones y partidos políticos. Todo dirigido por un Poder Ejecutivo fuerte cuyo poder se concentra en un régimen presidencial.

En un país así, difícilmente puede considerarse el desarrollo económico con independencia del Estado, sobre todo si se piensa que a lo anterior se añade el hecho de que el Estado cuenta con el monopolio de los recursos energéticos del país y participa en una alta proporción de las inversiones nacionales, en las que en ocasiones ha alcanzado más del 50%.

México se encuentra al sur de Estados Unidos, con quien tiene una frontera de casi 3 326 kilómetros, y con quien sus habitantes y gobernantes han aprendido a luchar y convivir, siempre bajo el recuerdo de la tragedia que significó haber perdido más de la mitad del territorio en guerra injusta ocurrida hace más de un siglo, a la que siguieron otras empresas y amenazas intervencionistas. Pueblo y gobiernos han colocado en un primer plano de su atención y de su memoria el problema de la sobrevivencia nacional. Ella, en parte, y la magnitud de los movimientos populares que recorren su historia, así como la forma en que se involucró con ellos una clase media que arranca de la más rica colonia española en el nuevo mundo, contribuyen a explicar el complejo proceso. Sin embargo a esas características especiales o sai generis, se añaden otras muy parecidas a las de los demás países latinoamericapos. comunes a las regiones periféricas del mundo capitalista.

EL TERKITOKIO Y LA POBLACIÓN

En un territorio de 1958 201 kilómetros cuadrados vive una población de setenta millones de habitantes. Por su territorio el país ocupa el décimotercer lugar en el mundo. Por su población ocupa el undécimo lugar. Por sus costas, alcanza el segundo en el continente, después de Canadá. Sus litorales recorren una gran plataforma de 460 mil km2, que se interna en el mar con suave pendiente. En la plataforma marítima existen gran cantidad de variados recursos pesqueros, y, como en el resto del país, amplias riquezas minerales y petrolíferas. México reclama la soberanía de lo que se llama el “mar patrimonial”, que se inicia a lo largo de las costas a una distancia de doce millas náuticas, de acuerdo con los tratados de Ginebra de 1958, y de doscientas millas según la Constitución Política reformada en 1976. Este último límite ha sido motivo de tratados bilaterales con Estados l’nidos y Cuba.

México tiene climas tropicales y templados determinados en gran parte por su latitud y por su altura. En las regiones tropicales existen selvas exuberantes con gran variedad de maderas finas. Allí proliferan los cultivos de clima cálido y corren los ríos más caudalosos del país, con zonas ricas en pastos donde se desarrolla buena parte de, la ganadería. En el occidente y el centro —en la altiplanicie que corre entre la Sierra Madre Oriental y la Sierra Madre Occidental— se encuentran las zonas más densamente pobladas, los principales centros urbanos e industriales, y los más antiguos polos de desarrollo minero y agrícola.

Las regiones áridas y semiáridas ocupan más de la mitad del territorio. Pero incluso en esas regiones existen oasis con áreas irrigadas, como los valles de Mexicali y Santo Domingo en Baja California, o los distritos de riego de Sonora y Sinaloa, o los de La Laguna, Delicias, el Valle de Juárez, donde hay una agricultura de explotación intensiva, con presas de almacenamiento que porporcionan agua todo el año. A la variedad de climas y recursos agrícolas se añaden grandes reservas hidroeléctricas, de uranio y de petróleo. México produce una quinta parte de la plata del mundo, es el mayor productor de fluorita, el tercero de bismuto y de sulfuro; el cuarto de grafito, el quinto de mercurio. En sus reservas y producción sobresalen además, el oro, el plomo, el cobre, el cinc, el manganeso, el cadmio, la anti-monia. Posee grandes reservas de carbón que se pueden convertir directamente en coke y considerables depósitos de hierro que le han permitido construir la segunda industria de acero en América Latina. Su agricultura tropical y su ganadería generan excedentes, que con los mineros, y más recientemente con los industriales, son sus principales fuentes de exportación. Entre sus variadas riquezas cobra singular importancia hoy el gas y el petróleo.

Desde el punto de vista de la población, México ocupa el segundo lugar en América Latina —después de Brasil—, y el primero en todos los países del mundo de lengua española, incluidos los de otros continentes. Es un país con un alto crecimiento demográfico. De 1900 a 1950 la población casi se duplicó. El fenómeno volvió a repetirse entre 1950 y 1970. De continuar las tendencias históricas México tendrá más de 132 millones hacia el año 2000 y la ciudad capital, que hoy cuenta aproximadamente con cerca de 14 millones, alcanzará más de 35 por esos mismos años. Los programas de educación y planificación familiar prevén la disminución de la tasa de crecimiento en .5% para 1980 y entre 1.1 y 2.2% de 1985 al año 2000. Si se cumplen el país sólo alcanzará una población de 100 millones. Los demógrafos piensan que la tasa de crecimiento ha bajado pero no pueden afirmar que semejante propósito ya es una realidad. Por lo demás es un propósito discutido y discutible. Si el crecimiento de la población plantea problemas de empleo, servicios y alta “tasa de dependencia” (3.5 dependientes por persona ocupada), también constituye parte de la fuerza de la nación y del Estado. Como no se trata de la única variable, muchos consideran con atendibles razones que el desarrollo económico, la distribución del ingreso y el incremento de los niveles de vida son los factores que más habrán de determinar la disminución de la tasa de natalidad, como ha ocurrido en otros países del mundo. Por lo demás, la densidad de población (31.3 habitantes por km2 en 1976) es muy inferior a la de países con mucho más altos niveles de vida, como Francia (96.7), Alemania Federal (247.4) o Japón (302.9).

En todo caso, hay un consenso casi general en el país en el sentido de que es inadmisible y criminal una política compulsiva de control de la natalidad, y de que la política de población no puede plantearse con independencia del desarrollo económico. La disminución misma de la tasa de mortalidad, que pasa de 23.2 por mil habitantes en 1940 a 7.3 en 1976; y la de mortalidad infantil, que baja en esos mismos años de 125.7 a 49 por mil nacidos vivos, así como el incremento de la esperanza de vida, que en los hombres pasa de 40 a 63 años, son indicadores de desarrollo. Pero de un desarrollo desequilibrado e insuficiente. Han dado lugar desde 1940 a un rejuvenecimiento de la población que propicia la continuidad del rápido crecimiento. Eso es inevitable. Paradójicamente, la difusión de técnicas de planificación familiar es más efectiva en la población urbana y en la de niveles de vida más altos. La menos fecunda. Sólo un replanteamiento de las políticas de desarrollo económico y social podría asegurar una disminución de la tasa de crecimiento parecida a la de países que han alcanzado más altos niveles de vida.

El incremento de la población urbana frente a la rural ha sido considerable. Pasa de constituir el 35.1% del total en 1940 a ser el 64.9% en 1978. Se considera urbana a la población que vive en localidades de 2 500 habitantes, o más. El indicador está fuertemente asociado con otros de alfabetismo, salud, alimentación. El crecimiento de la población urbana indica desarrollo de niveles de vida. Corresponde en parte al desplazamiento de la población rural a la urbana. De 1960 a 1970 se desplazaron cerca de tres millones de campesinos a las áreas urbanas del país. En todo caso, crecimiento urbano y desplazamiento del campo a la ciudad no han correspondido a un incremento de los niveles de vida y educación que por sí solo contrarreste las altas tasas de crecimiento de la población, aun en el supuesto de que éstas hayan empezado a disminuir a finales de los setenta.

En cuanto al campo, el área cultivada es una proporción mínima del área cultivable (en América Latina es del 11% frente al 88% en Europa, y al 83% en Asia). México puede incorporar en 5 años 3.3 millones de hectáreas al cultivo, sobre un total de 13.9 millones (Programa del Sector Agropecuario 1978-82). No sólo es factible cultivar una proporción mayor de la tierra, sino aumentar considerablemente la productividad. Estados Unidos, que aprovecha el 51% de la tierra cultivable, es un granero del mundo. Aumentar el uso de la tierra y aumentar su productividad son variables que se toman en cuenta para el diseño de nuevas políticas. El director de la Comisión de Estudios del Territorio Nacional (CETENAL) declaró hace unos años: “los recursos potenciales de México pueden sostener a 300 millones de habitantes” (El Día, 8-XI-75). El Seminario Latinoamericano de Bienestar Social para la Niñez, la Familia y las Comunidades Rurales concluyó: “la única pildora eficiente que puede resolver la explosión demográfica es el desarrollo socioeconómico, entendido como cambio de estructuras, de empleos, educación e ingreso” (El Día, 15-XI-75).

En el manejo de variables que dejan “otros factores constantes” se encuentran los prejuicios y las ideologías.

EL CAPITAL Y EL TRABAJO

La estructura del capital y el trabajo se asemeja en muchos aspectos a la de otros países latinoamericanos. Un hecho significativo parece distinguirla sin embargo. La antigua oligarquía terrateniente perdió gran parte de sus propiedades y su poder, mientras surgían gran cantidad de pequeños propietarios y de ejidatarios. En otros países de América Latina la propia oligarquía terrateniente controló los procesos de capitalización del campo y la ciudad, y buena parte de la acumulación industrial y financiera. En México esa antigua oligarquía perdió su papel hegemónico, y la burguesía rural que empezó a desarrollarse después de la revolución de 1910-1917 obedeció a una formación socioeconómica en que el capital industrial, al principio, y más tarde el capital financiero, mantuvieron el liderazgo de la economía aliados o apoyados en el sector público, en el Estado. Buena parte de las nuevas empresas agrícolas y ganaderas quedó en manos de sus antiguos propietarios, pero éstos no pudieron nunca más controlar el conjunto del proceso económico. La burguesía rural —de latifundistas transformados en empresarios, y de advenedizos transformados en neolatifundistas— dependió de mercados de bienes y capitales controlados por el Estado, la banca, las industrias y las empresas monopólicas extranjeras. Este hecho alteró el comportamiento del proceso de desarrollo económico y político del país, de un lado, porque no fue el capital agrario el que se convirtió en industrial y financiero, sino éstos, con el Estado (y más tarde con las compañías transnacionales), los que generaron al capital agrario; y de otro, porque la asociación Estado-capital industrial-capital mercantil se interesó en desarrollar el mercado interno, y en reproducir una mano de obra asalariada que al disponer de sus propias tierras para sobrevivir durante varios meses del año, no aumentara los costos de la producción agrícola, y disminuyera, con su oferta de alimentos, los de la mano de obra industrial. A semejante mecanismo, o “modelo”, no se llegó como proyecto de racionalidad puramente económica. Fue resultado indirecto de una revolución agraria que involucró al mayor número de campesinos en toda América Latina, y que exigió satisfacer sus demandas de tierras en los prolegómenos de un nuevo tipo de desarrollo del capitalismo.

En 1910 el 1% de la población tenía el 97% del territorio nacional, mientras el 96% de la población poseía sólo el 2% de la tierra. Al triunfo de la revolución, los caudillos y gobernantes se vieron en la necesidad de repartir tierras a los campesinos armados. La cúspide del reparto dé tierras ocurrió durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas. De 1915 a 1940 más de 1 700 000 campesinos recibieron tierras: durante el gobierno de Cárdenas (1934-40), éstas fueron entregadas a casi 800 000 campesinos. Como se ha observado, en México el nuevo desarrollo del capitalismo no empezó por una expropiación de los propietarios agrícolas de sus medios de producción. Lo que es más, durante el mismo periodo de 1910-1940 disminuyó en más de 1 200 000 el número dé asalariados agrícolas. Sólo después de 1940, y sobre todo en las décadas de los cincuentas y los setentas, las empresas agropecuarias reiniciaron un proceso de expropiación de tierras a los campesinos pobres y a los pueblos. Pero aún ahora el peso económico-político de los trabajadores-propietarios del campo sigue siendo considerable, y da a buena parte del campo mexicano un aire más mercantil, burgués y ciudadano que el de otras naciones latinoamericanas.

El crecimiento de los trabajadores asalariados se realizó a partir de esa restructuración agraria, del desarrollo de los mercados regionales y del mercado nacional, de la industria y los servicios. En el campo surgieron dos tipos de asalariados, los asalariados sin tierra y los asalariados con tierra. Aquéllos disminuyeron de 1910 a 1950, y volvieron a aumentar desde la década del cincuenta. En cuanto a los campesinos con tierra siguieron un proceso por el cual ya no sólo fueron asalariados de otros propietarios, durante una parte del año, sino todo el año, y a menudo en sus propias tierras. El proceso se aceleró durante estas últimas décadas, en particular con las empresas transnacionales y monopólicas, alquiladoras de tierras y empleadoras de “propietarios”.

Los propietarios-campesinos, y los sin-tierra, si eran pobres vendieron su fuerza de trabajo a los medianos y grandes propietarios de la localidad; pero practicaron, además, una migración interna e internacional de grandes proporciones, permanente. Muchos trabajadores de las zonas más desarrolladas del norte del país vienen del sur y del centro. Hay quienes recorren el país todo el año en busca de contratarse para las cosechas de algodón, café, tabaco, jitomate, caña de azúcar. No tienen residencia fija. En el ciclo agrícola de 1969-70 los trabajadores agrícolas que recorrieron el país fueron más de seiscientos mil.

El campo mexicano con sus propietarios pobres y sus campesinos sin tierra proporciona también una gran cantidad de trabajadores al mercado internacional del trabajo. Se contratan especialmente en Estados Unidos, sobre todo en las zonas del sur. De 1942 a 1968, en que estuvo vigente el convenio sobre braceros, se contrataron en Estados Unidos, cinco millones de mexicanos, la inmensa mayoría de los cuales eran campesinos. A ellos se agregan hasta hoy muchos millones más de “indocumentados” o “espaldas mojadas”, así como varios cientos de miles de “cartas verdes” (green cards) que tienen permiso de trabajar en Estados Unidos, aunque viven en México, y, además, quienes se contratan en las industrias “maquiladoras” (assembly plants) localizadas en un perímetro de doce millas, a lo largo de la frontera. Son estos últimos los que explican que Tijuana haya crecido en más de ocho veces de 1940 a 1960, y Ciudad Juárez, siete veces en los últimos treinta años. De acuerdo con cálculos recientes, el 50% de los trabajadores no-calificados de Estados Unidos son “hispánicos”. De ellos la gran mayoría viene del campo mexicano, o es de origen mexicano.

Del campo surgió también una parte importante del trabajador industrial y urbano. En 1910 el 72% de la población económicamente activa era agrícola. En 1970 había bajado al 41%. Pero en números absolutos —como los analfabetos— había aumentado en casi un millón y medio más que al empezar la revolución. Los campesinos sin tierra —o que dejaron su pedazo o ejido— se fueron a las ciudades durante el periodo de fuerte industrialización, que correspondió a la segunda guerra mundial, y se integraron a la fuerza de trabajo industrial. (En 1940, el 14% de la población económicamente activa pertenecía a ese sector; en 1950, el 18%.) Después, en proporciones menores continuaron entrando a la industria (eran el 19% en 1960 y el 24% en 1970). Pero desde los años cincuenta —como en otros países de América Latina—, empezaron a engrosar la población “marginada” de las ciudades. Las diferencias de México con otros países latinoamericanos no se encontraron en este terreno. Tampoco en los ingresos del capital y los trabajadores. Las remuneraciones por salarios a los trabajadores correspondieron en 1979 tan solo al 15% del producto interno bruto de las manufacturas. Con los sueldos y prestaciones para aquéllos y para los empleados apenas alcanzó el 30%. Más de dos tercios del ingreso van a manos de la empresa y menos de un tercia a manos de trabajadores y empleados. El perfil del capital y el trabajo guarda en México las características de los países subdesarrollados y periféricos del mundo capitalista. Esas características se advierten con mayor claridad cuando se consideran los diferentes tipos de capital y su comportamiento, y las diferencias del pueblo trabajador, tras un desarrollo económico, tecnológico y social, que en términos globales no se puede ignorar.

EMPRESAS PÚBLICAS Y EMPRESAS PRIVADAS

El Estado mexicano es un Estado neokeynesiano sin saberlo. Desde la gran crisis del treinta integró un sistema financiero y múltiple, empezó a adquirir una serie de empresas —algunas por expropiación—, y a fundar otras en los distintos sectores de la producción y los servicios. Nacional Financiera, Petróleos Mexicanos, Conasupo, destacan entre las más famosas. Las em presas públicas —y en general el sector público— contribuyeron con el 43%; de la inversión total en el periodo 1940-1954; con el 31% de 1955 a 1961; con el 40% de 1962 a 1970; con el 44% de 1971 a 1978. La participación del Estado en la economía —y en las formas que adquiere— resulta incomprensible sin considerar el carácter de una historia popular inserta en el desarrollo de una economía crecientemente dominada por los monopolios y oligopolios.

La inversión pública es parte del poder del Estado. Expresa su capacidad de generar empleos, bienes, servicios y la de negociar con otros Estados, en especial el norteamericano. Las empresas estatales complementan las inversiones y gastos del sector público en una política de concesiones y negociaciones con las grandes empresas privadas, extranjeras y mexicanas, con las medianas y pequeñas y con las propias organizaciones populares y políticas. Actúan como factor de estabilización y animación de la economía en las recesiones, y como complemento de los sistemas de estímulo y castigo de que dispone el gobierno.

La fuerza del Estado mexicano es muy relativa sin embargo. Opera en un país dependiente en que casi las dos terceras partes (y a veces más) de las importaciones y las exportaciones van a un sólo mercado, el de Estados Unidos. En 1979 del total de las importaciones el 64% provino de Estados Unidos, y hacia allá se dirigió el 69% de las exportaciones. Aunque México ha diversificado su economía y adquirido una autonomía relativa, el crecimiento de la deuda externa, el monto de las inversiones extranjeras, la magnitud de las empresas monopólicas y transnacionales, su vinculación parcial con los intereses de la propia “clase política”, imponen restricciones que en lo esencial no alteran las tendencias de un desarrollo periférico y dependiente del capitalismo y del Estado. De 1940 a 1970 la inversión extranjera en el sector manufacturero se multiplicó 65 veces. Pasó de representar el 7% del total de la inversión extranjera en aquel año a representar el 74% en 1970. Orientada cada vez más a invertir en la industria, logró en algunas ramas porcentajes muy altos de la inversión total: en productos químicos 67%, en construcción de maquinaria 62%, en maquinaria eléctrica 79%, en equipo de transporte 49%, en hule 84%, en tabaco 79%. En bienes de capital, 70%.

Hacia 1978, de 4 359 empresas foráneas el 79% era estadounidense. En 1979 el 85% de esas empresas pertenecía o estaba controlada por transnacionales. (UnomásUno, 29/x/79). Las empresas transnacionales controlan la casi totalidad del mercado medicinal, participan con más del 80% de la producción nacional de leche condensada, en polvo y evaporada, de café soluble y té, de concentrados y jarabes para la industria refresquera; tienen el control de la producción de alimentos infantiles, de la industria avícola, y de una gran cantidad de productos de exportación agrícola y minera. En 1971 las empresas transnacionales cubrían el 93% de los pagos por importación de tecnología. El 80% de la tecnología empleada sigue siendo extranjera.

No se trata de una dependencia general de país a país, sino de país y Estado a empresas de capital extranjero y mexicano. Los objetivos sociales del Estado operan dentro de una economía en que la concentración del capital es muy alta. Caen bajo la presión del capital extranjero, monopólico y transnacional, y bajo la del capital monopólico mexicano. El 1.7% de las empresas industriales absorbe el 42.3% del empleo y genera el 53.7% del valor de la producción del sector. Con todo y la reforma agraria —de más de medio siglo— en 1970 el 11% de los propietarios poseía el 60% de lastierras para usos agrícolas.

La oligopolización de la economía es una característica constante, una tendencia ininterrumpida sobre todo en las ramas más dinámicas de la economía. A ese hecho se añade la formación de grupos empresariales-financieros que diversifican sus actividades en complejas estructuras de producción y autofinanciamiento, que se asocian no sólo en lo económico, sino en lo político, y en los campos de la información y la diplomacia. La nueva burguesía mexicana cuenta con poderosos consorcios. Entre ellos destaca el “Grupo Monterrey” ligado a otros de Puebla, Saltillo, Guadalajara y el noroeste del país. Ese grupo pasó de la producción de cerveza a la de cartón, lámina, vidrio, acero, maquinaria, química. Cuenta con supermercados, bancos, compañías financieras. Encabeza una confederación patronal; participa en varias organizaciones políticas; financia instituciones educativas; posee canales de televisión en el norte y occidente; tiene coinversiones con el capital extranjero y el gobierno mexicano; cuenta con sindicatos obreros que escapan al control gubernamental, con intelectuales e ideólogos que proponen un modelo alternativo de Estado, partidarios del liberalismo monopólico. Otro grupo importante no menos poderoso es el que está encabezado por los bancos del Atlántico, Industria y Comercio, Comermex. En él destacan figuras políticas de gobiernos anteriores y funcionarios del actual gobierno. Casi todas las empresas de este grupo se encuentran entre las trescientas más importantes del país. Participa en forma destacada en las industrias química, petroquímica, siderúrgica, metalúrgica, minera, automotriz, electrónica. Cuenta con grandes canales de televisión, con estaciones de radio y cadenas de periódicos. Influye decisivamente en las principales confederaciones patronales (CONCAMIN, CONCANACO, CANACINTRA). Establece vínculos personales y políticos, contratos, coinversiones, con el sector público, y con el capital foráneo. Un tercer grupo, —y tal vez el más importante— está encabezado por el Banco Nacional de México, el Banco de Comercio y el Banco de Crédito Minero. Sin hallarse directamente vinculado al Estado en las actividades políticas, controla, con la Asociación de Banqueros de México y más de la tercera parte del capital bancario del país, muchas de las decisiones principales en materia financiera y monetaria. Sus inversiones abarcan prácticamente todos los ramos de la producción y los servicios. Al iniciarse la década de los setentas, el Banco de Comercio y el Banco Nacional de México absorbieron alrededor del 45% de las utilidades de la banca privada y mixta. En once años (1966-1977) los pasivos de las instituciones bancarias crecieron en más de 500%.

Semejante poder no deja de influir considerablemente en las decisiones, concesiones y estructura económica del propio Estado. Se calcula que entre 1953 y 1972, Petróleos Mexicanos hizo transferencias de valor a las empresas privadas que alcanzaron 11.3 mil millones de pesos. Los subsidios del gobierno a las empresas privadas por concepto de energía eléctrica alcanzaron la suma de 26 mil millones de pesos. De 1970 a 1978 los subsidios otorgados por el gobierno federal al comercio, a los importadores y exportadores, y a los industriales organizados ascendieron a 54 147 millones de pesos. Muchos de esos subsidios estuvieron destinados a contrarrestar algunos efectos de la inflación sobre la masa consumidora, sin afectar las enormes utilidades de los empresarios. Los principales rendimientos accionarios alcanzan, por ganancia de capital y dividendos, aumentos que multiplican en 100, 200 y hasta 300% su valor de un año para otro. Las transnacionales obtienen, por su inversión en México, una rentabilidad a veces un poco menor a la de otros países latinoamericanos, pero más segura. De 1962 a 1975 las remesas del capital extranjero pasaron de 100 a 582 mientras las inversiones pasaban de 100 a 401. Del primer trimestre de 1975 al primero del 77 las inversiones extranjeras disminuyeron de 85.7 a 49.1 millones de dólares, mientras en ese mismo lapso aumentaron las utilidades de 171.9 a 237.5 millones de dólares. Las utilidades netas de 88 grandes empresas aumentaron en 84.2% en 1976-77, en 45.5% en 1977-78, y en 73.1% en 78-79. Remesas de utilidades cuantiosas y pagos por servicio de la deuda externa. contribuyeron poderosamente a que el saldo negativo de la balanza de pagos en cuenta de capital subiera de 217 a 574 millones de dólares, del primer trimestre de 1975 al primero de 1977. Hacia 1970 el servicio de la deuda esterna ya absorbía el 60% de los nuevos endeudamientos. De 1970 a 1976 la deuda externa aumentó en más del 400%.

Las concesiones y subsidios, las exenciones de impuesto y las transferencias de sector del sector público al privado, no sólo hacen recaer sobre el Estado buena parte de los costos de la inflación, aunque la parte principial sea cubierta por los grupos de ingresos fijos, en particular por los trabajadores más pobres, marginados y explotados, sino que en el terreno de las relaciones empresa publica-privada, limitan las funciones públicas de aquélla, al tiempo que presionan para un endeudamiento creciente del Estado, que debilita sus funciones rectoras de tipo global y nacional, y lo constriñe a las de auxiliar de una acumulación propia de un país dependiente y periférico del mundo capitalista. Los intentos que en los años setenta hizo el gobierno para imponer una ley de control a las inversiones extranjeras y otra con un sistema fiscal progresivo que gravara los ingresos de capital, resultaron frustrados. Con toda su estabilidad política y económica, mayor a la de muchos países desarrollados, el Estado mexicano cumplió las funciones que le asigna el capital en la periferia del mundo que domina. Su comportamiento social y político distinto no impidió tampoco un crecimiento extremadamente desigual, aunque la combinación de concesiones y desigualdades le diera más poder que el de otros países dependientes del mundo capitalista.

EL DESARROLLO Y LOS NIVELES DE VIDA

Es evidente que México ha alcanzado un notable desarrollo sobre todo a partir de la nacionalización del petróleo, aunque ya en la década de los veintes dio los primeros pasos para la creación de una infraestructura y una nueva industrialización. De 1925 a 1939 el Producto Interno Bruto (PIB) creció a una tasa de 1.5. Después de 1939 las tasas periódicas fueron siempre mayores: 5.8 entre 1940 y 1954, 5.9 entre 1955 y 1961, 7.6 entre 1962 y 1970, 5.4 entre 1971 y 1977. En 1980 se calcula que alcanzará entre 7.5 y 8. Incluso en términos de crecimiento per capita las tasas son muy altas. Se sostienen en periodos relativamente largos: 2.9 de 1949 a 1954, 2.7 de 1955 a 1961, 4.0 de 1962 a 1970, 2 de 1971 a 1977. En 1980 se prevé que la tasa per capita oscile entre 4.3 y 4.8.

Desde 1939 —un año después de la nacionalización del petróleo— hasta 1978 la inversión bruta por habitante pasó de 21 (en pesos de 1960) a 7 163. El índice del volumen de la producción industrial (1960 = 100) pasó de 3.2 en 1940 a 273.9 en 1972. La capacidad instalada de energía eléctrica pasó de 629 mil kw en 1937 a casi 13 millones en 1976. La extensión de carreteras era de 9 929 km en 1940, y es más de veinte veces mayor en 1977(200 060).

Los indicadores sociales son también significativos. Al aumento en la esperanza de vida y de la población urbana se añade otro fuertemente correlacionado con el incremento en los niveles de vida. La población alfabeta pasa del 33% en 1930 al 84% en 1979. La población que recibe educación primaria, secundaria, universitaria crece a tasas muy superiores a la población. Para 1979-80 hay más de 15 millones de estudiantes en el ciclo elemental, casi cuatro en el ciclo medio, casi 800 000 en el superior. En el ingreso per capita, México ocupa uno de los primeros lugares en América Latina. (En 1980 se calcula que será de más de 1 300 dólares.) Otro tanto ocurre con el número de médicos por habitante, con el porcentaje de la población que dispone de luz eléctrica, con el monto de las calorías consumidas. Los indicadores de los estratos medios señalan un crecimiento considerable. Pero el desarrollo es extremadamente desigual. Su velocidad, sus cifras absolutas y relativas, el lugar que ocupa el país entre otros de América Latina o el mundo no pueden oculiar un hecho. Es incluso más desigual que muchos de ellos. Es cada vez más desigual.

En 1958 el 5% más rico tenía un ingreso 22 veces mayor que el 10% de las familias más pobres; en 1970 ese ingreso era 39 veces mayor; en 1977 era casi cincuenta veces mayor. En 1977, mientras el 10% de las familias más pobres percibía el 1% del ingreso nacional, el 5% de las familias más ricas se apropiaba del 25%. El 32% de las familias alcanzaba el salario mínimo para satisfacer las necesidades más elementales, o menos. El 14.5% recibía menos del salario mínimo. La tasa de dependencia de las familias más pobres es superior a la media nacional: de cada persona ocupada dependen cinco individuos. Considerando a la población económicamente activa, el 40% de la misma recibe un salario inferior al mínimo; la desocupación, la subocupación, la explotación absoluta la golpean más duramente. En 1979 la población marginada de cualquier beneficio del desarrollo, en números absolutos es mayor que la de 1940. El 16% es analfabeta; el 44% no recibe educación, el 20% no usa zapatos. Y hay relaciones remanentes de origen colonial que subsisten y se combinan con las formas más recientes del desarrollo industrial, urbano, ciudadano y del capital monopólico. La población que habla lenguas indígenas es la que más padece este tipo de trato, esta explotación simultánea de un colonialismo interno y un capitalismo dependiente. Hoy asciende a más de tres millones de habitantes, si se toman como indicadores las lenguas indígenas. Es mayor si se piensa que hay ladinos a quienes se trata como indios. Hay dieciocho millones de marginados en las zonas rurales que viven en la extrema miseria; cuarenta millones de mexicanos sufren niveles nutricionales inadecuados; el 30% de la población consume sólo el 10% de la producción de alimentos; el 15% —de los de mayor poder adquisitivo— consume el 50% de los alimentos. Únicamente el 35% de la población está cubierta por la seguridad social. La asistencia médica representa sólo un 2% del PIB. Hay un déficit habitacional que asciende a más de cinco millones de viviendas. El 40% de los jefes de familia tiene primaria incompleta. El 45% de los niños comprendidos entre seis y catorce años de edad no tiene escuela. Las desigualdades que a nivel internacional se observan en el mundo capitalista alcanzan en el interior de México un orden de magnitud semejante. Al lado del crecimiento de fábricas, tecnologías, polos de desarrollo, barrios de clases acomodadas, crecen los “cinturones de miseria”, las zonas y clases paupérrimas, superexplotadas o desempleadas. La explotación misma de la naturaleza, el crecimiento desordenado de las ciudades, con aglomeraciones de pobres y enormes concentraciones de automóviles; el escaso desarrollo de los transportes y servicios públicos, todo es la imagen de un desarrollo extremadamente desigual, que combina las más antiguas formas de explotación y dominación con las más modernas. Sólo la combinación de esas desigualdades, su ordenamiento en un sistema económico, político y social sui generis, explica la larga estabilidad del país. Esa combinación o sistema, más comúnmente conocido como “modelo” es lo que entró en crisis a finales de la década de los sesentas y a mediados de los setentas.

CRISIS, POLÍTICA Y PETRÓLEO

Las manifestaciones de la crisis aparecieron en el terreno económico, político y social. El movimiento estudiantil-popular de 1968 fue el indicio más claro de una profunda crisis. Se interpretó ésta como crisis del sistema político y del sistema social. En México habían empezado a aparecer, como en el resto de América Latina, los movimientos guerrilleros y se iniciaban algunos actos de sabotaje y terrorismo. En realidad entraba en crisis toda una formación político-social y una estructura de poder que se había montado a partir de dos elementos esenciales: el capital, y los trabajadores industriales, de comunicaciones y transportes. Sobre esos elementos o clases, un Estado surgido de coaliciones populares originalmente revolucionarias. empezó desde 1940 una política de control de las organizaciones obreras que formaban parte de la coalición. Habiendo estado sujetas a las políticas del Estado, mantenían una autonomía relativa y un poder considerable en los últimos años del eardenismo. Los sindicatos y centrales de trabajadores ferrocarrileros, electricistas, mineros, petroleros, y antes que nada los de la industria manufacturera fueron objeto de constantes asedios para limitar su fuerza, su autonomía y sus demandas. En oleadas sucesivas, cuyas principales batallas se libran en los primeros años de la década de los cuarenta, y de nuevo a principio y a fines de los cincuenta, esos sindicatos y los trabajadores organizados en ellos fueron controlados en lo político y económico. El tipo de control que se ejerció desde entonces no fue sin embargo puramente represivo. Se complementó con políticas de salarios, prestaciones y concesiones que aseguraran la estabilidad del país. Ésta se logró sobre todo tras las grandes huelgas de 1958-59. A partir de entonces vino el llamado “desarrollo estabilizador”. Pero aún antes, el Estado pudo en cada enfrentamiento con los trabajadores mejorar sus posiciones de fuerza. Unas veces logró contener las demandas salariales e incluso abatir la masa salarial, complementando los controles políticos y represivos con un empleo y una movilidad social crecientes; otras, tuvo que hacer concesiones económicas que aumentaron la participación de los trabajadores en el ingreso, como ocurrió en los años sesenta. Pero en todos los casos, el Estado salvaguardó y estimuló los procesos de acumulación de capital, incluso en los aumentos y concesiones que hizo a los sectores organizados de la clase obrera. Así los costos del modelo corrieron a cuenta de los trabajadores y las masas no organizadas (marginadas) que crecieron en forma espectacular, mientras se desarrollaron sectores medios a los que también se satisfacía en algunas aspiraciones y demandas, con propósitos de estabilidad, y como parte de un crecimiento necesario del empleo profesional y burocrático.

La crisis, en el terreno social, se acentuó cuando sin querer tocar el gran capital ni poder empobrecer más a la población marginada, se afectó a los sectores medios en sus aspiraciones y demandas de salarios, ingresos, servicios (en particular el educativo). Así se gestó, desde 1966, la mayor crisis político-ideológica del Estado mexicano. Esa crisis coincidió con una política económica llamada “monetarisía”, altamente funcional al capital monopólico. La inversión pública bajó del 13.1 al 6% del PIB, mientras las empresas públicas transferían crecientes recursos al sector privado, manteniendo una pequeñísima carga fiscal (muy inferior a la de cualquier país desarrollado), lo cual determinó un déficit creciente del sector público. Al mismo tiempo los precios casi duplicaron su tasa de incremento, mientras se congelaban los de los productos agrícolas de consumo interno, afectando en particular a los trabajadores-propietarios del campo, sobre todo a los más pobres. Ello determinó una baja en la producción de alimentos populares. Éstos llegaron a tener tasas negativas. Los propios sectores medios disminuyeron sus demandas de artículos de consumo duradero. Los índices de producción de tales artículos también bajaron. Con congelación o disminución de ingresos, muchos no pudieron adquirir artículos que se vendían hasta un 80% más alto que en los países metropolitanos.

Al cambiar el gobierno en 1970, durante él primer año se mantuvo la misma política “monetarista”. Después, al modificarla y aumentar considerablemente los gastos e ingresos reales de los sectores medios e incluso los de los trabajadores con salario mínimo, dejando otros factores iguales, vino un proceso inflacionario desconocido en México (el índice de precios pasó de 3.3 en 1970-72 a 22% en 1972-77). El endeudamiento externo fue aún mayor. La inflación internacional, la especulación, el acaparamiento, las altas tasas de utilidades, con disminución de la producción, de la demanda. y aumento de la debilidad económica del Estado (que en un momento ya no pudo usar el recurso de nuevos endeudamientos para nuevas inversiones. pues el servicio de la deuda llegó a absorber más del 50%), de un lado aumentaron la concentración del capital y el ingreso, y de otro disminuyeron el consumo. El desempleo y el subempleo alcanzaron proporciones colosales. Varios funcionarios, hacia 1975, afirmaron que casi la mitad de la PEA estaba desempleada o subempleada. Llegó un momento en que la empresa privada ya no tuvo que invertir para obtener utilidades. La estrechez del mercado de bienes y servicios, y su sustitución por las más distintas formas especulativas, ni hicieron deseable ni hacían rentable aumentar la producción. Hacia 1976 la política gubernamental osciló nuevamente hacia las restricciones monetaristas-monopolistas. De nuevo aumentó el índice de precios. Y como el endeudamiento externo había entrado en crisis, se anunció la devaluación con fugas de capitales —naturales e inducidas, anteriores y sucesivas. El 31 de agosto de 1976, el peso fue devaluado en cerca de 100%. tras haber mantenido su paridad con el dólar durante veinte años. La devaluación. como era de esperarse, aumentó la desigual distribución del ingreso. En el campo de la producción aumentaron los costos de los insumos importados con desventaja para las empresas pequeñas y medianas, y ventaja de las monopólicas y transnacionales. El gobierno se vio obligado a recurrir al auxilio del Fondo Monetario Internacional. Firmó un “Convenio de facilidad ampliada”, que como otros semejantes suponía la liberación de los precios y la congelación de los salarios. El capital, sistemáticamente fortalecido y “satanizado” durante seis años, reaccionó con extrema violencia “desestabilizadora”, proponiendo como solución el liberalismo monopólico. Los empresarios medianos y pequeños que habían sido, entre todos los empresarios. las víctimas de una política que tendía a aumentar las utilidades y el poder monopólicos, manteniendo o aumentado el ingreso salarial y de sueldos de los trabajadores organizados y los sectores medios, se sumaron a los ideólogos de los grupos empresariales más fuertes, mexicanos y extranjeros. El discurso oficial, por momentos, pareció privado.

Mientras tanto los trabajadores organizados vivieron la crisis creciente con conciencia y acciones diferenciadas. En los años setenta reiniciaron una actividad tendiente a la democratización de sus sindicatos, encabezada particularmente por los electricistas. A ese movimiento se sumaron otros, en el campo político e ideológico, que tendieron a reconstruir y ampliar una izquierda con vínculos entre obreros, campesinos y sectores medios. El espíritu del 68. de contestación y crítica global al régimen y al sistema, se proíundizó y amplió con planteamientos sindicales y movimientos de masas urbanos y campesinos. Varios cientos de alcaldías fueron tomadas por el pueblo. Los campesinos fueron más objeto de invasiones que invasores. Pero unas veces como reacción y protesta, otras por desesperación y afán de sobrevivencia, volvieron a invadir latifundios en forma masiva. Al mismo tiempo en las universidades las juventudes siguieron desplegando gran actividad tumultuosa y crítica, apoyadas por numerosos intelectuales. Las acciones insurreccionales y terroristas no dejaban de renacer, aunque las principales fueron acalladas y controladas por el gobierno antes de la sucesión presidencial. Con ésta vino, de un lado, una concesión ideológica y de política económica al capital financiero y monopólico, y de otro, con la anuencia de éste —o de algunos de sus miembros más destacados—, una reforma política que buscó llevar al campo legal la manifestación de la nueva oposición de izquierda y conservadora, en particular de aquélla. El partido comunista pudo luchar con plenos derechos reconocidos en la legislación nacional, después de varias décadas de estar legalmente inhabilitado. Logró encauzar a una parte importante de la nueva izquierda. El Estado recuperó con la reforma política una legitimidad que había perdido con el populismo. La izquierda alcanzó derechos que incorporó a una estrategia a largo plazo, de acumulación de fuerzas para el proyecto socialista. La usó cada vez más, a corto plazo, para proponer medidas de democratización sindical. política y económica. Manteniendo su autonomía, poco a poco coincidió en los planteamientos de los grupos y sectores más progresistas del gobierno, en cuanto a medidas de política exterior, reforma fiscal, aumento de las propiedades del sector público de la economía y de la injerencia de éste en la política económico-social. El redescubrimiento del petróleo y la magnitud de los recursos disponibles fortalecieron nuevamente al Estado, que volvió a defender su política exterior independiente en favor de la paz y la distensión, la liberación y libre determinación de los pueblos —incluidos los de Cuba, Nicaragua y otros de Centroamérica hoy en plena ebullición. El gobierno se negó a entrar al GATT, lo cual habría supuesto enfrentar a una opinión pública adversa a esa medida, y sometimiento petrolero a las grandes potencias industriales. Propuso en cambio un plan de desarrollo económico con creciente impulso a las inversiones que generan empleo y a la agricultura de productos para el mercado interno. Hacia 1979 ya se observaba que la crisis podía ser superada. Desde 1978 aumentaron las tasas de la inversión pública y privada, que fueron, respectivamente, de 19 a 13% en términos reales. En 1979, una y otra alcanzaron el 18%. En 1979 la inversión logró niveles superiores a la tendencia histórica, constituyendo el 23% del Producto Interno Bruto. En 1978-79 la balanza comercial mejoró debido en particular a las exportaciones de petróleo y manufacturas, cuya tasa de incremento fue de 16.5%. El empleo creció por encima de la población (4%). El Producto Interno Bruto, que en 1976 había aumentado sólo al 2.1%. logró el 7% en 1978 y el 8% en 1979. Pero, al mismo tiempo, el salario real promedio disminuyó en 2.1% en relación al año anterior. El medio circulante aumentó 35%. El índice de precios al consumidor creció en 2Q%. Hubo otras limitantes a la recuperación. Si los trabajadores organizados empezaron a romper la congelación de salarios, logrando aumentos superiores a los fijados por el Fondo Monetario Internacional, por vía directa o mediante prestaciones, la mayoría de la población no se recuperó con la acentuación inflacionaria. Si las exportaciones aumentaron en 43%, las importaciones les aventajaron con un 48.5%, debido a la creciente importación de bienes de producción, y la continua y ascendente importación de alimentos. En 1979 la producción agrícola disminuyó. El saldo negativo de la balanza de pagos casi se duplicó. Pasó de 2 342.3 millones de dólares en 1978 a 4 245.5 en 1979.

La recuperación con inflación provocó efectos contradictorios: de un lado aumentó en forma innegable el poder del Estado, y su capacidad de concesiones a los sectores organizados, incluidos los populares. De otro, hizo ver la necesidad de impedir que México se convierta en un país meramente petrolero y aún más dependiente, que continúe estimulando altas utilidades del capital monopólico y privado en formas primitivas.

En el campo económico, político e ideológico se observaron múltiples síntomas de recuperación, como si el sistema social y el Estado se mantuvieran —iguales—, transformando su sistema, político y retomando la línea de una intervención mayor del Estado en la economía, con ampliación de los sistemas de alianza entre los sectores organizados —e incluso autónomos— de las distintas clases sociales. Las medidas políticas y los descubrimientos petroleros fueron efectivos y en alguno casos espectaculares. México se convirtió en el noveno productor mundial de petróleo. Sus reservas en hidrocarburos ascienden a 50 022 millones de barriles. De 1978 al tercer trimestre de 1979 las exportaciones petroleras subieron tres veces y media. Propietario del petróleo, el Estado rehizo su fuerza, no sólo ante la empresa privada y monopólica sino en el terreno de la inversión pública y social. Esa fuerza sin embargo no impidió que aumentaran las presiones inflacionarias, que se incrementara el saldo negativo de la balanza de pagos, y que se rehicieran las formaciones de injusta distribución del ingreso con altísimas utilidades al capital monopólico, con mejoras selectivas a los trabajadores y sectores organizados de la población, y con depauperación creciente de la población marginada y superexplotada.

La crisis del modelo continúa hoy dentro de otra más amplia del modo de producción capitalista, a nivel nacional e internacional. Por lo pronto, sin embargo, ha sido hábilmente controlada en sus efectos “entrópicos” más graves, pero nuevamente a cargo de los sectores más pobres de la población. Para las fuerzas democráticas, progresistas y revolucionarias la superación de la crisis plantea, cada vez con claridad mayor, la necesidad de aumentar las medidas y estructuras sociales frente a las que tienden a privatizar la economía. En términos muy concretos se libra hoy en México una lucha entre dos tipos de política que sin proponerse (unos ahora, otros nunca) acabar con el sistema capitalista monopólico, luchan entre un tipo de modelo democrático, liberal, nacional con creciente intervención de las funciones sociales del Estado, y otro que sin cambio cualitativo alguno reproduciría en forma cuantitativa y conservadora las desigualdades y la dependencia. El primer proyecto de política agrupa grandes fuerzas de la sobrevivencia nacional, que teniendo contradicciones profundas sólo podrán reorganizar al país y al Estado mediante la acción organizada y cada vez más democrática de las masas, mediante un nueva política en que los trabajadores industriales y sus organizaciones, necesariamente, tendrán que formular e imponer medidas nacionales que vayan más allá de los meros intereses gremiales de los trabajadores organizados. No parece pues estar en México, al orden del día, la crisis de un modo de producción y su sustitución por otro, sino la de un modelo económico dentro del mismo modo de producción, y la de un sistema político y sindical dentro de un sistema de poder. Las propias fuerzas revolucionarias y más radicales organizadas se plantean en forma casi unánime una política de transición que no pretende imponer ahora el socialismo. El Estado aparece fortalecido y la lucha pollas autonomías —ideológicas, políticas, sociales— también. La lucha de clases queda mediada por una lucha democrática, popular y nacional contra una política monopólica que intente reproducir y ampliar las pautas del modelo anterior, apoyada en el excedente petrolero y en el nuevo poder del Estado. La crisis económica y política mundial, en particular la del capitalismo y el imperialismo, parece encontrar en México uno de los países más estables. Sólo una acción intervencionista de los círculos jingoístas del imperialismo podría alterar ese curso. En tal caso, la lucha contra la intervención, el neofascismo y la depredación juntaría a las fuerzas nacionalistas y revolucionarias de México, y a éstas con las que están en proceso de gestación en los propios Estados Unidos.

Mayo de 1980