México es un país en que la lógica del poder es parte de la cultura nacional. La integración de las clases gobernantes por núcleos sociales que vienen de los sectores medios, urbanos y rurales, e incluso de las organizaciones obreras, ha forjado una cultura política que une lo oligárquico con lo popular. El fenómeno obedece a una historia de luchas de las masas por el poder, en que los de en medio logran importantes victorias contra la antigua oligarquía latifundista de origen colonial y contra sus asociados metropolitanos.
Al adoptar la cultura del poder característica de la vieja oligarquía, la nueva busca una política capaz de dirigir y controlar a las masas movilizadas y de construir el Estado en su doble carácter de Estado de coalición y Estado de clase.
La fusión de la cultura de origen oligárquico con la cultura de las masas, permite a la clase dirigente orientar la lucha nacional para la defensa territorial frente al imperialismo, y organizar el trabajo y la producción de acuerdo con las necesidades del crecimiento de las fuerzas productivas, y de la acumulación de capital.
De la Revolución de 1910-1917 surgió un Estado cuya base social estaba integrada por una coalición popular en la que los jefes y caudillos que dirigían a las huestes campesinas tuvieron la necesidad de incorporar a los líderes y organizaciones de la clase obrera organizada. La incorporación de los dirigentes sindicales y obreros, añadió nuevos elementos a la cultura de las relaciones entre gobernantes y gobernados. Los caudillos revolucionarios forjaron una correa de transmisión cultural particularmente rica en el manejo de las prácticas y de los símbolos de la represión y la concesión, de la ruptura, la negociación y el convenio. Así surgió a la vez una política paternalista y popular y otra de acuerdos y contrataciones. En ambas prevaleció la lógica del poder y por lo tanto su lenguaje. Una y otro sirvieron al proceso de difusión y aculturación de las distintas clases, en que lo oligárquico del poder se hizo popular y lo campesino y obrero cobró ciertos aires de poder oligárquico. Lógica y lenguaje del poder también fueron útiles a un tipo de comunicación en que, tras las formas, todos buscaron la expresión del poder y el sentido real del mensaje. Advino pues, con la política de masas, una cultura de masas. Ambas se hicieron nacionales, se difundieron en el conjunto del territorio, especialmente donde las movilizaciones fueron más amplias y solidarias.
Las masas aprendieron a hablar a los líderes, no sólo los líderes de las masas; aprendieron a usar el lenguaje del poder y, con los actos de fuerza, aprendieron también el arte de la negociación y del diálogo. La difusión de la nueva cultura tuvo sin duda limitaciones (particularmente agudas en las llamadas poblaciones marginadas, sobre todo en las indígenas), pero su vigencia no sólo atraviesa hasta hoy el conjunto del territorio nacional sino las propias mallas del Estado. En más de un aspecto se trata de una cultura nacional que caracteriza incluso a los movimientos de oposición al gobierno y al Estado, y que abarca a los propios grupos opositores liberal-conservadores y a los que buscan representar al proletariado revolucionario.
La preponderancia de la cultura de la represión-negociación-concesión-convenio tiende en todo caso a frenar otras manifestaciones políticas, a reencauzarlas, y a recuperarlas o anularlas.
El surgimiento y la estructuración concreta de la cultura política mexicana implica una historia de luchas, que preceden o suceden al desarrollo del capitalismo, al derrocamiento de las antiguas oligarquías de origen colonial y a su recomposición o asociación con las nuevas burguesías dominantes. La práctica de esa cultura, por lo tanto, ha estado muy vinculada al problema político de “asegurar el dominio propio por los demás”, hecho característico del neocolonialismo pero también del capitalismo. En el caso de México el dominio se ha realizado mediante dos caminos principales: la mimesis y la tolerancia, fenómenos que en lo psicológico e ideológico corresponden a las estructuras de la coalición y la representación.
La hegemonía relativa de la burguesía ha tenido que hacer dos importantes concesiones: adoptar las ideas del otro —incluso las de la clase opositora— y respetar de algún modo esas ideas. Paradójicamente, las concesiones y convenios son parte de la cultura como civilización, y en sus vertientes contradictorias adquieren una textura característica: en la adopción corresponden a la expropiación de la cultura del otro; en el respeto, a la reducción de la tolerancia a la forma o a lo formal. En el terreno formal ha surgido un elemento más, éste, político-jurídico, en que la Revolución da legitimidad a la Constitución, y la Constitución funda todo el derecho positivo. Pero el derecho positivo, ligado a fórmulas primitivas de reproducción y ampliación, esto es, de corrupción-represión, no llega a adquirir las características propias de un “Estado de derecho” como los metropolitanos en que la acumulación ampliada depende en el interior nacional sobre todo de la tecnología y en el exterior colonial —del que México carece— sobre todo de la represión-corrupción. Surge así en el país un modo de legalidad formal que cotidianamente vive la barbarie y la mercantilización negociada de las leyes y la conciencia. Si en su vertiente positiva esa práctica sustituye la represión con la negociación, en su vertiente negativa, sustituye el “imperativo categórico” de la ley con la corrupción y, cuando ésta no funciona, con la represión abierta. La sustitución del “imperativo categórico” contamina, como en otros casos, a las organizaciones de oposición conservadoras, e incluso revolucionarias, de modo que los protagonistas de la alternativa entran en contradicciones que los debilitan al hacerlos parecerse a lo que quieren destruir. Quienes ven en la imitación de la conducta dominante el fallo definitivo de una conducta alternativa, concluyen que no hay salida, y caen en actitudes de escepticismo o cinismo, de apartamiento y abstencionismo de la acción política, ética y cultural, lo que también contribuye a reproducir el sistema y la cultura del poder como poder establecido, sin que pueda desarrollarse, como podría, la normatividad política, la de un nuevo poder fundante.
Las manifestaciones culturales de la política de poder se dan en los más distintos órdenes del lenguaje y la expresión, incluidos los actos y el silencio. La clase media inserta en la lucha política conoce los límites de lo declarativo y no hace la guerra como quien hace una protesta. Sabe cuándo la protesta ya es guerra e implica la guerra. (Al iniciar Madero la lucha por el sufragio para suceder al dictador prepara la elección y prepara la guerra.) La clase media conoce los límites de la amenaza y su inutilidad relativa. (Calles les dice a los generales del 29 que amenazar no sirve para detener los golpes de Estado. El general que pretenda levantarse será sometido. Calles prepara la fuerza y habla después de haberla preparado.) Esa misma clase media, con sus líderes, conoce los límites de la deliberación, de la polémica, del salto que va más allá del clamor o la injuria. (Un general norteño dijo: “Aquí ya terminó la hora de las discusiones. Empieza la de los balazos”.) A los sobrentendidos de las palabras se añaden los de los hechos. Ocurren cosas que sin la rebelión no ocurrirían, cosas desagradables. (“Es mejor pensar si se sigue.”)
El lenguaje del poder está también hecho de silencios del poderoso o del rebelde, con distintas lenguas y dialectos. Como los justos en El Paraíso de Dante, en la política mexicana, justos e injustos se entienden sin palabras. El lenguaje viene de la violencia, por consideración la encubre, pero termina en la violencia. Saberlo es origen de una forma de civilización cuyo eje es la crítica contra los que “se mandan”, es decir, contra los que se exceden en el uso del poder, la autoridad o la palabra. La autocensura es prudencia; la disciplina consultada, eficacia. O lealtad, hasta la abyección. (Un general dijo: “Yo nunca me equivoco”. “No sea presumido general”, le contestaron. “Es que siempre consulto”, explicó con modestia.)
La unidad con el Jefe, con el grupo o gremio o compadre se eleva hasta la Unidad Nacional. Es fuerza que viene de experiencias populares, que antes sólo acapararon el imperio y la oligarquía, y que al arrebatárselas el pueblo éste alejó los peligros de su derrota, sea de banda, sindicato o nación. La unidad es síntoma de seriedad. Cuando no se quiere algo de veras, no hay unidad.
También hay cultura de la crítica —interna o externa— contra los que “se aceleran”. La lógica es no dar las batallas en que se pierde lo principal (“lo mero principal”) (“Esta batalla no la des. No vas a ganar nada. Te van a matar”). Para cada acción se piensa en la reacción, se actúa entre sartas de acciones y respuestas. Y si el razonamiento sirve para no hacer algo, también sirve para hacerlo, pero pensando en sus efectos secundarios, que se asumen “pase lo que pase”.
Con lógica parecida la idea de que el conjunto puede ser desfavorable hace pensar en el verdadero beneficiario. “A ver dime, ¿quién va a salir ganando?” Se busca al “otro”, para “no hacerle el juego” si es más enemigo, “más peor”. El descubrimiento del conjunto puede servir para frenar, para inhibir. También sirve para pensar en acciones estratégicas.
No siempre se ejerce o se observa el poder como forma. Tampoco como derecho. En la medida que el cambio formal, legal, ataca intereses obliga a husmear calculando fuerzas. (¿Por qué no se ha hecho antes? ¿Por qué se debe hacer? ¿Qué piensan los demás? ¿Es leal quien tiene las armas? ¿Es de confianza? y aunque lo sea, ¿se le puede controlar?) El Estado mexicano es un Estado antigolpe, siempre con mandos paralelos; la política de formas y la “de a deveras”.
Si la autocensura es prudencia, el “aguante” es discreción. La palabra seria, palabra de consecuencia. En los momentos críticos hay una orden subliminal: luchar para ganar o morir. Pero también se juega con las palabras para dominar, para halagar e injuriar o calumniar, para ofrecer sin consecuencias con distancias criollas y ladinas. Se juega con las palabras para expresar sobreentendidos, en conversaciones de doble lenguaje con alusiones y elusiones propias de una cultura conceptista y popular que sólo se comprende con la riqueza de la historia propia, nacional o local. Lo que se dice no es lo que se está diciendo, y por supuesto nadie escucha lo que se dice sino lo que se está diciendo. Y siempre, tras las formas, están la cultura y la lógica del poder. En la conversación hay una acumulación de cólera que puede derivar en vejación del poderoso o del rebelde. La cortesía y la grosería, como la conciliación y la represión, forman una unidad dialéctica. (Al periodista o líder encarcelado “por error” se le habla con extrema cortesía, una vez que ha sido encarcelado. No antes.) El que manda no grita. Incluso da las órdenes con preguntas que parecerían confirmar la libertad del sujeto, con ficción que es cortesía. (“¿No querría usted hacerme el favor si no tiene inconveniente...?” Por supuesto que sí.) El hombre de mando puede ser grosero o cortés, usar un castellano muy propio y contenido o rico en expresiones vulgares. En cualquier caso, la cortesía oculta el poder que quiere destacar y la grosería mienta, tras las formas, el poder de quien las rompe.
La crítica fácilmente cae en la dialéctica del relajo. El relajo no sólo cuestiona la racionalidad o bondad del orden reconocido, sino las limitaciones de la propia crítica, de la racionalidad y la fuerza de la crítica. El relajo revela la realidad represiva que la crítica no acierta a cuestionar. El ejemplo-historieta, o la ilustración-anécdota, supera la generalidad abstracta y se hace de hechos que no expresan las palabras. Generalidades y símbolos están vivos en los escarmientos. Fingir una rebelión con muertos de veras (y ésa fue tal vez la historia del general Serrano) es más efectivo que pontificar contra las rebeliones. Y cuando la simulación del horror con el horror real provoca una reacción mayor, que parece incontenible (como en Tlatelolco) sale otra carta: la demagogia paternalista, simpática y afectuosa, íntima y cortés. El horror asumido que detiene otros peores se identifica con la valentía y la prudencia. Quien lo emplea descalifica a la demagogia como cobardía, irresponsabilidad y deshonestidad. Pero si pierde la fuerza, entonces recurre a la demagogia como conveniencia o necesidad.
La dialéctica del autoritarismo represivo y de la manipulación populista da pie a raros choques dentro de una misma cultura autoritaria. La vejación del poderoso o del que se cree poderoso es herencia de pueblos y clases medias que se rebelaron contra una oligarquía a la que vejaron como ella los había vejado. Extendida a todos los ámbitos, la cultura de la vejación es parte del control señorial-popular, racional cuando obedece a una justa cólera, irracional cuando imita lo arbitrario de la autoridad. La historia y la sociología de las vejaciones es infinita. (A un brujo rebelde que decía poder volar, un gobernador de Oaxaca lo puso desnudo en un patio palaciego del que nunca salió, ante la mirada consternada de sus seguidores… A un hombre gordo de Puebla que quería ser gobernador a la fuerza, contra la decisión del Jefe Máximo local, éste le dio a entender que era “el escogido”, y en la propia Convención que debía elegirlo, lo obligó —por voz autorizada— a levantarse con su inmensa mole y ponerse a bailar.)
Si la cultura del poder es del pueblo, quien más la ejerce es la clase gobernante, si aquél no la olvida o la avizora, ésta la practica dentro de un proceso que pasa del caudillaje al aburguesamiento institucional. Como cultura oral, corresponde a un texto que nunca se escribe. Sólo el cuento y la novela transmiten con relatos “fingidos” y trasmutados en personajes “imaginarios”, las bromas y caricaturas sangrientas que enuncian lo circunstancial abstracto, lo que se puede repetir y que en los hechos se repite. La generalización de lo real está prohibida como cultura escrita, o aparece como producto del mal humor, del desequilibrio y de quién sabe cuántas debilidades más de sus autores.
La cultura del poder como expresión es de los políticos civiles y militares, profesionales y obreros, colonos y campesinos. Con ella cohesionan y unen a sus huestes, a sus bases, que la conocen porque la padecen, porque al rebelarse sin ella sufren de no haberla recordado y porque a veces se rebelan con ella. Por sí sola es una cultura abstracta que se presta a las mayores incomprensiones y a grandes desmoralizaciones. Educa la conciencia y la voluntad para el orden establecido y su defensa contradictoria de lo nacional. En el paso del caudillismo a la patronería, los políticos llegan a ocultar y a especular con la realidad como los acaparadores ocultan y especulan con las mercancías, Pero ni el ocultamiento ni la especulación eliminan del propio pueblo la cultura del poder y una cierta visión conformista o crítica del poder para los que mandan o para sí.
Las manifestaciones culturales de la JN ación están ligadas a la ideología dominante y al lenguaje político como lenguaje nacional. La Nación es parte de la ideología del Estado y la idea de una unidad o identidad nacional parte de la lucha que libran el pueblo y sus dirigentes, primero contra una situación colonial y después contra el neocolonialismo. Las contradicciones entre Nación y Estado, o entre las masas y los dirigentes, o entre las distintas clases que atraviesan a la sociedad y las que prevalecen en el Estado, ocupan a menudo un primer plano, pero no ocultan la importancia de la lucha contra el colonialismo, ni la necesidad de un Estado capazi de enfrentar a las nuevas empresas de intervención y dominación extranjera, por más que éstas se hallen escondidas en la paja de la gran burguesía nativa o asociadas a algunos funcionarios del gobierno.
La lucha de clases contra el neocolonialismo como dominación del imperio (directa e indirecta: compañías transnacionales, managers-gerentes, empresarios asociados, prestanombres) no quita a importantes grupos de la burguesía mexicana un cierto poder hegemónico en el manejo de la producción y el mercado, o en la defensa de su territorio de explotación, ni hace olvidar a los sectores nacionales y sociales del Estado una fuerza popular institucionalizada en la que se repara como realidad actual de negociación frente al imperio y sus compañías, base de una política —limitada y real— de inversiones, concesiones y prestaciones nacionales y sociales. Por ello, si la ideología de la cultura nacional es del Estado, una parte del Estado representa la inserción de fuerzas populares debilitadas dentro del mismo. Esas fuerzas son necesarias para la subsistencia del Estado como se ha probado una y otra vez. Su ánimo reformista, laborista, nacionalista, en defensa de sus intereses, es a la vez exigente y prudente. Sabe presionar y se sabe solidarizar.
En México hay por lo menos dos ideologías dominantes, el populismo y el liberalismo, que es también ideología del Estado, de la inserción del pueblo en el Estado. Las dos ideologías de alcance nacional nos dan un pueblo que tiene también dos lenguajes nacionales. El paso de uno a otro es privilegio que ejercen la Nación y el Estado en los momentos de crisis: si uno no les sirve para defenderse adoptan el otro. Y a menudo combinan ambos.
El “populismo” mexicano contiene algunos rasgos del latinoamericano, pero con una diferencia significativa: es más radical en la expropiación de la propiedad y más campesino. En cuanto al liberalismo, que en lo político y formal también se parece al de toda la región, en lo económico acepta e incluso postula la intervención del Estado. Ambas ideologías logran derrotar a lo largo del siglo XIX y XX los intentos hegemónicos de la oligarquía latifundista y comercial, que desde los primeros gobiernos del México independiente quiso imponer una combinación de clericalismo político y proteccionismo mercantil, ambos de origen peninsular (Lucas Alamán) y, que desde el Zavala atejanado, quiso adoptar un liberalismo económico antipopular y antinacional que después se combinó con las ideas “positivistas” y “evolucionistas” llamadas “científicas”, durante el porfiriato.
Populismo mexicano y “liberalismo social” prevalecieron también sobre los movimientos socialistas minoritarios de la segunda mitad del siglo XIX y sobre los más poderosos de tipo anarquista, bullentes en los albores del XX; pusieron un freno al desarrollo del pensamiento marxista —en especial del leninista— cuando desde 1919 se esbozó el intento vago de construir la más peligrosa alternativa contra una revolución popular y nacional dirigida por los jefes de los campesinos armados, por líderes laboristas y por funcionarios y profesionales “constitucionalistas”.
Lo que sería conocido como el “populismo” mexicano en los años setenta —y antes como ideología de la Revolución Mexicana, expresada en la Constitución de 1917 en calidad de ideología, norma y programa a la vez real y formal, elemento de gobierno y de retórica, de poder y utopía— no sólo llegó a convertirse en una ideología nacional sino en un verdadero lenguaje político de alcance también nacional, que permite una amplísima comunicación entre grandes sectores del pueblo y entre éste y el gobierno.
Lenguaje nacional, la ideología de la Revolución Mexicana es también un lenguaje de Estado. Forma parte de la construcción del Estado. Le permite a éste comunicar sus contradicciones dentro de un proceso de origen popular y revolucionario en que la burguesía ranchera y profesional, política y administrativa, encabezó a las huestes campesinas, sumó a los empleados y a los profesionistas y negoció con las direcciones obreras laboristas, al tiempo que se desarrollaba un capitalismo de Estado en el que influyen y pesan, hasta amenazar con hegemonizarlo, el capital monopólico y la gran burguesía con sus más reaccionarios designios. (“Para cuando se pueda.”)
La ideología nacional dominante, como ideología del Estado, y el lenguaje político más entendido, como lenguaje también del Estado, no se reducen a los aparatos políticos ni expresan sólo sus manifestaciones represivas, su dominación de clase. Son parte del poder del Estado como Estado de masas y expresan en el siglo XX un fenómeno que fue descrito por Aristóteles: “Ciertas oligarquías perduran no sólo en razón de su estabilidad constitucional, sino porque los magistrados se hallan en buenos términos tanto con los que están fuera del gobierno como con los que participan en él, no agraviando a los primeros, sino por el contrario, dando parte en el gobierno a los que sobresalen entre ellos, ni agraviando tampoco a los ambiciosos en su honor con exclusiones odiosas, ni a la multitud en sus intereses materiales y tratando, en fin, democráticamente a los de su propia clase que participan con ellos en el poder… Y así, en todo régimen en que sean numerosos los miembros de la clase gobernante serán de utilidad buen número de instituciones democráticas a fin de que todos los iguales puedan participar en ellas” (Política, Lib. V, Cap. VII). Ideología y lenguaje expresan las ideas y permiten la comunicación tanto con los que participan en el gobierno como con los de fuera.
Las contradicciones de un poder oligárquico y autoritario, con los de adentro privilegiados y los de afuera ninguneados, marginados y explotados se resuelven en el terreno de la ideología declarando a todos iguales, premiando a los individuos o grupos que sobresalen adentro y a los más ambiciosos de afuera, pero también adoptando las ideas generales de los de afuera en un proceso de expropiación y asimilación de los planteamientos populares, nacionales, democráticos, socialistas e incluso marxistas que intentan ser externos al sistema.
El fenómeno se da a lo largo de toda la historia de la Nación y el Estado, pero tiene dos momentos culminantes: uno en que el criollo se declara indio, y otro en que el caudillo se declara socialista. El primer momento arranca en el siglo XVIII y es base de la ideología de la Independencia hecha a nombre de los indios contra los españoles; el segundo se manifiesta sobre todo desde la revolución armada de los años diez, pasa por la construcción del Estado en los veinte, se agudiza con la radicalización del proceso en los treinta y comprende un último intento durante el gobierno de Echeverría, tras la crisis de 1968.
Ni el blanco que se declara indio, ni el burgués que se declara socialista constituyen las únicas formas de expropiación y asimilación de las ideas del otro. El acto mimético ocurre también durante la Independencia con los símbolos religiosos católicos y los constitucionales de las Cortes de Cádiz, y en la Revolución de 1910-17, con el emblema de la Constitución liberal de 1857. La Independencia se inicia como una lucha en defensa de la Virgen de Guadalupe, del Rey y de la Constitución; la Revolución de 1910 y la de 1913, como revoluciones constitucionalistas. Aunque el proceso mimético es característico de los líderes, también lo es de las masas. Los movimientos populares y la política de masas desembocan en México en una expropiación de cualquier idea general antagónica y su conversión en norma de moral pública, ley, objetivo o programa de libertad, de independencia o de justicia social. La asimilación de las ideas del otro lleva a institucionalizar la revolución y la contradicción, para dejar fuera, sometida al ataque, toda revolución y contradicción que no sean institucionales.
Como cualquier civilización, la mexicana tiene una forma de enfrentar y manejar la barbarie: adopta las ideas de los demás, en especial las ideas revolucionarias. Todas esas ideas son mexicanas y la clase gobernante las hace suyas sin titubear. Los estratos populares más bajos no se quedan atrás: están abiertos, son “empáticos”.
En tan extraño fenómeno sólo se ha visto el aspecto de la simulación, que a menudo es evidente. Pero a su lado hay también admiración, exaltación y respeto del otro, un respeto a veces esquizofrénico. La adopción del adversario revolucionario y popular, es importante en un país de origen colonial, acostumbrado durante siglos a imitar al conquistador. Es esquizofrénico cuando el conquistador se cree revolucionario sin serlo.
El conquistador, primero rebelde independentista y después gobernante, sustituye la imitación típica del colonizado, del mestizo que quiere ser blanco de Madrid, París o Nueva York por la imitación orgullosa del “pueblo” y lo popular. El orgullo es manifiesto cuando come enchiladas, canta cantos rebeldes, o enarbola ideas revolucionarias por radicales que sean. Consustanciado con el otro, el gobernante, el político, el líder, el ciudadano, generan un espacio de identidad y simpatía, de civilización. Ello provoca desdoblamiento, ambigüedad, confusión, pero también identidad nacional, certeza de que se vive en un país común con un lenguaje común tanto en su sentido aparente como en el semioculto que se interpreta con cortesía, mientras se toman precauciones para cuando regrese la barbarie y estalle la violencia.
Hay fenómenos de apropiación del lenguaje enemigo que coinciden con la difusión del lenguaje oficial. Hay fenómenos de apropiación del lenguaje popular que coinciden con la difusión del lenguaje oligárquico. El gobierno habla el lenguaje del pueblo, y el burgués, con sus palabras, el del proletario. La expresión y el concepto salen de su base social, ésta se queda sin ellos. Es la violencia lógica o simbólica que a menudo precede o sucede a la violencia física. El poderoso se expresa y piensa como el desposeído. Es la simpatía, la identificación, el respeto, el acercamiento desde posiciones de poder. Pero concretamente no piensa igual. El lenguaje nacional es persuasión y fuerza. En cuanto a oír y entender hay una mezcla parecida: me quiere amenazar y me quiere convencer. Respeta mis ideas en lo personal y como gobernante. Es más, se identifica con mis ideas —en abstracto— pero me pide que entienda la fría realidad y la práctica que domina. La culminación del proceso es el momento en que el líder se apropia la crítica que le hacen las masas y en que el gobierno hace suyas las críticas al gobierno. El Estado adopta la lógica de la oposición, su ideología y su lenguaje; la oficializa, la institucionaliza. Es la civilización como simpatía que reconoce la tragedia y la reproduce. Con las ideas del otro saca conclusiones opuestas al otro.
La cultura de la consustanciación entró en crisis en 1968. Los esfuerzos por rehacerla fueron inútiles. La radicalización verbal del régimen de Echeverría no convenció a nadie. Molestó a las clases dominantes, e irritó todavía más a las progresistas y revolucionarias que buscaban una nueva autonomía del Estado. Por momentos, el país pareció quedarse sin ideología y sin lenguaje nacional. Pero entonces nuevamente ocupó un primer plano el liberalismo social: relevó al populismo y le cerró el paso al neoconser-vadurismo que se aprestaba a ocupar el vacío. El Estado pudo reorganizar el diálogo público y recuperar el sentido de la palabra con contradicciones tolerables y sentidos comunicables. La reforma política de 1977 fue el texto objetivo y legal que restituyó y reorganizó un lenguaje político y una ideología nacidos de las guerras de Juárez, y gestados aún antes con las guerras populares de los Hidalgos y Morelos, un lenguaje también popular nacional y oficial.
Las contradicciones entre liberalismo social y populismo son innegables. En medio de una cultura autoritaria confesa, institucional e informal, práctica y psicológica, ejercemos la autoridad reconociendo a otros el derecho a criticarla. Desde ambos aspectos, el autoritario y el tolerante, el populismo tiene algo de liberal y el liberalismo social algo de populista. Uno y otro no se parecen en muchos puntos a las versiones europeas, rusas o sudamericanas de liberalismo y populismo. Las semejanzas abstractas de las ideologías contienen rasgos separados de las estructuras teóricas y de la realidad. En el caso del liberalismo y el populismo no captan las relaciones de ambas corrientes con la lógica del poder y con las luchas nacionales y sociales que rehacen los esquemas y las escuelas.
Para el caso de México habría que destacar las oposiciones y afinidades en un liberalismo dominado por el populismo y después dominante del populismo, que al triunfar sobre éste le respeta un significativo reducto. Las ideas populistas perciben, con la lógica del poder a nivel internacional, la necesidad y conveniencia de tener buenas relaciones diplomáticas con todos los países socialistas. Las ideas populistas adoptan y rehacen los planteamientos socialistas de las nacionalizaciones con una lógica superior a la de la socialdemocracia europea. La tradición cardenista recoge, con el “lombardismo”, los lineamientos de la III lnternacional en cuanto a la importancia del nacionalismo revolucionario en el proceso liberador y en la revolución mundial. La diplomacia mexicana cultiva su propia tradición jurídico-política, en materia de no-intervención y autodeterminación de los pueblos; rico en experiencias y reflexiones, siempre cuidadosa de manejar sobrentendidos de simpatía lógica con los países socialistas. La utopía de las nacionalizaciones, como programa o retórica, no sólo se basa en la hazaña del petróleo que superó en su tiempo todos los planteamientos de la socialdemocracia europea, sino que arrastra con ella la lógica de los frentes populares o del pueblo. El liberalismo social no acaba con ese tipo de lógica y de retórica ni en lo que tienen de práctico, ni en lo que encierran de demagógico o programático. Logra sin embargo dar solución a un problema que el populismo ya no podía resolver. En sus etapas más agudas de consustanciación, el populismo llegó tan lejos en la empatia ideológica, que buscó hacer de “la nueva izquierda” una lucha oficial. Primero perseguida y después acogida, desmembrada y desestructurada la nueva izquierda sobrevivió en medio de metamorfosis que la llevaron del espíritu contestatario del 68 al democrático de los setentas. Un gobierno como el de Echeverría pretendió reconocer y oficializar los símbolos de la nueva izquierda, mientras eliminaba toda posibilidad de movimiento autónomo, político o ideológico. El fracaso final del esfuerzo ante las acometidas y movimientos del pensar popular y revolucionario de nuevas y viejas izquierdas llevó a un nuevo liberalismo surgido del populismo y la represión. Cuando falló la persecución —de Tlatelolco al 10 de junio—, y falló la empatia neopopulista hasta llevar a la grave crisis de Estado en 1976, vino con la reforma política lopezportillista un liberalismo nuevo que reconoció —desde ese Estado sin vida partidaria y parlamentaria de clases— la legalización de un incipiente movimiento autónomo parcialmente alentado. De la institucionalización de la ideología opositora de clase, se pasó al reconocimiento formal y legal de la autonomía política de la clase obrera revolucionaria, o mejor dicho, de los partidos y grupos que buscan representarla, encabezados por el Partido Comunista Mexicano y después por el trotskismo. Sirr abandonar la lógica de poder, el cambio implicó una profunda ruptura con el modo de gobernar y pensar oficial, viejo de cincuenta años. El notable avance echó mano de la otra ideología nacional y la rehizo: el liberalismo social nacido en el siglo XIX se metamorfoseó para entrar en el XX. Su oposición con el populismo no fue tan fuerte ni entonces ni años más tarde cuando en el gobierno de De la Madrid el liberalismo monopólico y sus ideas acorralarían al liberalismo social y amenazarían con imponer otra cultura nacional, la del México conservador y clerical, hispanófilo colonial, asimilado y asimilable al poder de Norteamérica.
Otra característica de la cultura política dominante gira en torno al tema de la legalidad y la guerra justa. Es un asunto de rasgos universales y locales en el que se cruzan la filosofía moderna y la del Estado absoluto, la popular y la burguesa, la colonialista y la neocolonialista.
La lógica jurídica y su violación corresponde a una filosofía teórica y práctica muy rica. Son mezcla del pensar escrito sobre la soberanía y la representación del pueblo, y del que viola una y otra. Se ejercen en nombre del pueblo y de la Constitución “de él emanada”, pero también a partir de un pensar oral y tácito vinculado a la idea y la práctica de la guerra justa y el castigo merecido. Encierran bajo la idea de lo universal la lógica de la excepción y el derecho a lo arbitrario.
En las entrañas de esa cultura están desde Grotius hasta Kant, pasando por Rousseau, así como el pensamiento medieval, el colonialista y el burgués, con sus versiones cultas y populares. Entre las cultas destaca una especie de Kant fantasmal que funda el argumento jurídicopólítico de la Revolución Mexicana. Según ese argumento, la voluntad del pueblo señaló el fin y el camino en forma autónoma, con la dignidad de quien se da normas a sí mismo y de quien participa en el establecimiento de leyes universales. Se trata de un pueblo respetable, autor de sus principios con exclusividad de toda influencia extranjera; es un pueblo de naturaleza razonable que se plantea un fin (la Independencia, la Libertad y la Justicia Social), que señala las metas y gesta las leyes en un acto motor de la conducta colectiva —la Revolución— plasmado en una ley suprema, la Constitución. (‘orno creencia y como lógica, el múltiple mito-motor no es sólo retórica y argumentación: en él se expresa también la cultura y la experiencia de una historia de masas.
La cultura de la República sería inconcebible sin la presencia de las masas. En nombre de ellas se piensa y actúa, y la contradicción entre el autoritarismo del gobernante y “la ignorancia del pueblo”, se resuelve mediante un gobierno que ni es ni quiere ser despótico. Sus dirigentes resuelven el problema de la representación, el autoritarismo y la ignorancia, haciendo las leyes como si el pueblo —sabio y lúcido— pudiera hacerlas, y conservando el más rígido “respeto (ideal) de la libertad como autonomía del pueblo”. Aunque ese pueblo no exprese su consenso, ni sufrague, ni participe en las elecciones, es como si participara con todos y cada uno de sus miembros, como si todos tuvieran una “razón madura”. A tan kantianos conceptos —formulados en nombre de la Constitución y la Revolución— se añaden las contradicciones entre ideal y realidad, en que las formas mexicanas son en parte otras, distintas de las universales, y la realidad, variadísima y hasta rara en sus clases y lenguas.
Junto con la cultura del poder, de la consustanciación y la tolerancia, el pensar jurídico-político de la Revolución y la Constitución se combina también con una cultura política de la concesión de tipo paternalista-colonialista y burgués: la dotación, la exención, el subsidio. A ella se añaden las múltiples formas de negociación, acuerdo y convenio que la fortalecen, y las ideas sobre la “guerra justa”, el “estado de naturaleza”, la violencia y el castigo, o las de la persona que puede volverse mercancía. Esa abundancia de elementos permite el ajuste más variado de las formas a la realidad en función de la correlación de fuerzas y de la acumulación de capital.
La concesión graciosa, autoritaria, paternalista —con el indio como caso extremo—, o la del compadrazgo, el clientélisme y el gremialismo, se combinan con la negociación y el acuerdo a partir de cálculos de fuerza que derivan en dotaciones, subsidios o exenciones del más distinto tipo. La oferta, la concesión o el acuerdo pueden corresponder a la súplica o a la presión reconocida (crítica, huelga, manifestación). También obedecen a demandas del pueblo sustentadas en actos de fuerza (tomas de tierras, de alcaldías, de oficinas) en que pueblo y gobierno negocian la ley o la interpretación de la ley con la fuerza, la concesión y el acuerdo.
El pueblo también negocia a partir de actos de fuerza y de cálculos sobre esos actos y sobre los términos de la negociación. En los cientos de municipios que toma el pueblo, apoderándose textualmente del palacio municipal para después negociar, está parte de una cultura nacional vastísima. Para ella, la aplicación concreta de la ley es base de la negociación y de la fuerza, con ofrecimientos mutuos de acuerdo entre amenazas que se llevan incluso al trato personal. Un ejemplo: un político hace que los campesinos tomen un edificio público. Tras el desalojo, el titular se queja con el político. Éste le dice: “Es que me estabas jugando muy chueco”. Desde entonces se llevan muy bien. Otro ejemplo: se le avisa a un individuo que quería ser candidato del PRI, que no salió: “Que se esté quieto y nos acordaremos de él. Ora, si se pone pesado, pues ya corre por su cuenta”.
La crisis de la negociación y el convenio o la simple decisión de no negociar, de no aceptar peticiones a partir de actos ilegales o de fuerza, se puede realizar por el clásico expediente de la “razón de Estado”, para “mantener el principio de autoridad”, o por “respeto a la alta investidura”, que es lo mismo. Pero generalmente se completa con una política de sanciones en que se forjan los elementos de la culpa a través de una metamorfosis de las concesiones y los acuerdos informales anteriores; éstos son actos políticos concretos que no siempre o en todo son formalmente legales, pero que sólo recuperan su carácter “ilegal” cuando los beneficiarios no cumplen el pacto social parcial, privado o tácito. El precepto de Juárez “Al enemigo, la ley” no se interpreta como una garantía para el enemigo, sino como un castigo para el enemigo que habiendo obtenido una concesión ilegal o no legalizada (y a veces aunque esté legalizada) no cumple con la conducta política —de civis práctica—. Al no cumplir, pierde el derecho a vivir al margen de la ley. Vivir bajo la ley es un castigo,
La concesión y el acuerdo como sistema de conveniencia sobre lo ilegal, o lo no legalizado, se dan en todos los ámbitos, en el campo fiscal, en la tenencia de la tierra, en las exenciones, en los subsidios, en las dobles contabilidades, en las “jugosas canonjías” y hasta en las “modestas” para gente miserable que se porta mal. La concesión y el acuerdo son una forma de control que apela a la ley para fundar la justicia del gobernante o del poderoso. El castigo en los bienes, y el personal al débil acusado de delincuente, o a cualquier “caído en desgracia” alude a una ilegalidad que se toleraba antes por la obsecuencia y buen trato del hoy malhechor.
En el caso de los trabajadores no hay negativa formal ni de derechos ciudadanos o sindicales; se les reconoce formalmente la “dignidad del hombre”; son formalmente un fin en sí mismos y no sólo un medio, son “personas” y tienen “personalidad”. Algo semejante ocurre con los campesinos y los colonos pobres. En la ideología y la cultura oficial son incluso el fin supremo de la Revolución y encierran el objetivo final que la hace permanente. Pero para controlar sus demandas o expropiarlos en sus bienes y derechos —correlación de fuerzas y acumulación de por medio— se recurre a la cultura de la conquista —de “la guerra justa”— y a la más burguesa en que el obrero formal, el campesino o el pobre, formalmente dignos, pierden la dignidad del hombre, y en la ofensiva final de las autoridades, como obreros, campesinos o pobres concretos, se les saca fuera todo lo que de corrupción real o ficticia han escondido. Con los políticos caídos en desgracia pasa lo mismo.
Hay siempre algo privado que no se puede hacer público sin sanción para el débil o para el caído. La sanción o represión consiste en pasar lo privado respetado al orden público. En cambio con lo público prohibido, con lo legal anulado viene lo clandestino y su cultura. Surge la zona marginal de la Ley degenerada y olvidada, que sobresale hoy en Hidalgo, Guerrero, Chiapas para citar algunos ejemplos. El desaparecido y el torturado son el complemento necesario de la prohibición de lo político, de lo legal, de lo público. La generalización de la represión ilegal —en zonas y periodos— es índice de una cultura de gobernantes y gobernados despóticos e insurgentes, conservadores y revolucionarios. Es tanto más significativa en la elaboración teórica de unos y otros cuanto mayor es el proceso de acumulación colonialista o neocolonialista. La teoría surge contra los desaparecidos y de los desaparecidos, en sus versiones de violencia antigua o en las de los manuales de contrainsurgencia, en las expresiones rebeldes tradicionales y en las nuevas.
Si bien las zonas y tiempos de la violencia están lejos de constituir en México un “estado de excepción” ya crean el precedente del caso extremo, local o nacional, en que la ley —como forma y práctica— no es un elemento de la cultura social. Ésta se alimenta de la violencia publica-privada y de la psicología tecnificada de la trampa salvaje.
La violencia comprende al político en desgracia. Se le destruye moralmente con una violencia institucional o extrainstitucional casi física. Cuando la violencia golpea al fin en forma universal al pueblo perseguido, señorialismo, criollismo, malinchismo, agringamiento, guadalupanismo advenedizo y colonialista se apoderan del escenario.
La cultura política mexicana expresa ante todo a un pueblo orgulloso y mutilado. Combina la cultura del poder con la simpatía ideológica y la tolerancia formal y real; mezcla la concesión y el consumo, la legalidad y la soberanía, con estructuras de trampa, corrupción, componenda y represión, a las que se añaden las viejas y nuevas estructuras de marginación, explotación, hambreamiento, morbilidad, desvivienda, y las viejas y nuevas artes de manipulación de la información, silenciamiento o entorpecimiento de la expresión, y desestructuración o cantinflismo teórico e ideológico. Estos problemas, con ser muy serios, no anulan la riqueza de una cultura política capaz de usar el lenguaje más dulce y el más agresivo, la cortesía y el grito, el aguante y el arrojo. Pero constituyen el reto principal para un cambio en el Estado, en sus formas de control y acumulación. Son el primer reto a vencer por la sociedad civil.
La corrupción no es sólo un problema moral. No es sólo un problema de control político reformulable o reformable. Es un problema de acumulación de capital. La desinformación y la represión son el complemento necesario de ese tipo de acumulación. Todas estas prácticas constituyen una amenaza de crisis del Estado en caso de que las fuerzas populares no impongan —hoy dentro del capitalismo— otro modelo de acumulación en que el capital monopólico y especulativo ocupe un lugar mucho menor que el público y social.
En México, ¿las nacionalizaciones son para el socialismo? Pueden serlo. Ahora pueden ser sobre todo para la democracia o para una democracia menos elemental y precaria. Y por duras que sean sus huellas, el pueblo tiene también en esa materia una cultura política y de poder. Tal vez le sirva para recrearlas.
Alcanzar una cultura nacional y un lenguaje común ha constituido un enorme triunfo de los pueblos. Enriquecerlos con la cultura universal, con la ciencia y la tecnología científica, con el pensar crítico, el experimental y el dialéctico, y fortalecerlos con una vocación de poder y una voluntad de lucha que hagan de la liberación nacional un elemento de la liberación social es tarea a que se entregan tarde o temprano todas las naciones y los bloques populares.
Dentro de la lucha, la necesidad de la fuerza del Estado-nación frente al imperio o frente al nuevo colonialismo, es parte de una lógica de la sobrevivencia en que cualquier avance sólo está determinado por el del pueblo trabajador y por la inclusión en él de las culturas minoritarias, de las minorías lingüísticas y culturales que por sí solas jamás podrían construir, con la Nación un Estado y, con el Estado, un poder popular que maneje y articule sus aparatos o dirija su política asociándola a las fuerzas de liberación mundial, nacional y social.
La crítica al populismo como cultura y gobierno puede ser de derecha, la crítica al liberalismo social puede venir del liberalismo monopólico, la crítica a la corrupción de los gobernantes populistas y liberales de los últimos sexenios está siendo dominada cada vez más por una ideología que corresponde a la del México conservador y reaccionario, clerical, criollo y agringado. Ninguna de esas críticas es garantía de avance. Lo oligárquico se separa de lo popular, se enfrenta a lo popular en vez de desaparecer en formas más democráticas. Puede dar pie a una noche negra de la cultura autoritaria mexicana. A impedirlo sólo contribuirán aquellas fuerzas que del populismo rescaten la cultura de lo nacional y de lo popular, de lo social y de lo socialista, y del liberalismo social, la cultura de la independencia y de la tolerancia. Esas fuerzas serán necesariamente revolucionarias al hacer coherente el proyecto nacional y el popular, el libertario y el democrático.
Septiembre de 1981