A nadie se le ocurriría afirmar en México: “Una o dos elecciones más y habremos terminado con el gobierno burgués” (Otto Bauer). Pero sí hay quienes adoptan posiciones menos y menos concretas, más y más ilusorias. que expresan la ineficacia de los deseos a que se refirió Fanon. De lo habitual surgen cóleras inútiles y quimeras políticas que no permiten sacar conclusiones a partir de la estructura global, es decir a partir del sistema político y del sistema social. Sin embargo son éstos los que plantean y plantearán en la próxima sucesión presidencial el problema político real, y no sólo aquel que con una actitud conformista descubre el campo de lo posible (Sartre).
A reflexionar sobre la sucesión real —en su doble sentido de poder y política— puede ayudar el enunciado conjunto de algunas observaciones o conjeturas que expresan o recogen el pensamiento progresista y revolucionario de lo vivido concreto, de lo practicado aquí. En México la votación es posterior a la elección. La verdadera sucesión presidencial ocurre antes del acto ciudadano del voto, aunque éste sea la culminación necesaria del complejo proceso. Más o menos en el antepenúltimo año del sexenio viene un rejuego de fuerzas, expresado en lenguaje subliminal, que deriva en la elección del candidato del PRI, futuro presidente de la República. En ese rejuego no sólo se manifiestan las distintas clases y capas sociales sino los grupos políticos que buscan expresarlas. Las grandes huelgas de 1958-59, el movimiento estudiantil-popular de 1968 y las acciones desestabilizadoras —agrarias y monetarias— del 76 fueron elementos condicionantes de la elección del respectivo candidato en las sucesiones anteriores. Sobre sus grandes trazos actuaron los grupos de presión, los sectores del partido oficial, los gobernadores y jefes políticos, que se fueron orientando hacia uno o más precandidatos hasta la elección del bueno, determinada por el Jefe del Estado en un cálculo de fuerzas y perspectivas que deja un inmenso margen de libertad a su prudencia y arbitrio.
Los cambios en la correlación de fuerzas buscan determinar la decisión presidencial. Los problemas confrontados y vividos, las crisis obreras y de masas, o las de la propia oligarquía y la élite gobernante, tienden a orientar la decisión con expresiones públicas y con consejos, con demandas, presiones y reflexiones que buscan reducir el margen del Presidente, de su sentido común, y de su realismo político, sin que ninguna demanda, presión, o consejo pueda imponer como necesario a ningún individuo en forma expresa y clara —con nombre y apellido—. El niño viene antes del nombre y el nombre antes del bautizo. El Presidente tiene que acertar y descubrir, dentro de las restricciones del juego, cuál es el hombre adecuado. Cambiar esas restricciones consiste en debilitar ciertas fuerzas y grupos y en fortalecer otros, incluidos los del aparato gubernamental y el gabinete.
En el proceso que vivimos hoy (agosto de 1981) es poco lo que queda para cambiar la correlación de fuerzas. En el mes de julio el PRI anunció que lanzará a su candidato en noviembre, después de la conferencia Norte-Sur. En la clase política es difícil prever que surjan acciones destinadas a mejorar la fortuna de este o aquel presidenciable. El poder efectivo que ha alcanzado el presidente López Portillo en el interior del aparato estatal es muy superior al de sus predecesores. Hoy ningún precandidato o jefe político se atrevería a presionar para ser o imponer candidato oficial. Se expondría gravemente a quemarse. De hecho todos los precandidatos tienen conciencia del peligro y ninguno dará un paso en falso. Incluso, todos los precandidatos piensan que el elegido será el que menos errores cometa. Lo que les preocupa es que no saben en qué consiste cometer errores.
En general, la correlación de fuerzas para la designación del candidato ya ha cambiado. Ha ocurrido en el campo de la economía política, de la política agrícola y agraria, de las comunicaciones, de los energéticos —en particular del petróleo—, de la política internacional y de la política electoral. En esos cambios cabría distinguir —muy brevemente— los que se dan entre la iniciativa privada y el sector público, en el interior del sector público, entre el sector público y los partidos políticos, y entre los partidos políticos. El problema pues consiste en registrar esos cambios, y en clausurar posibilidades de otros que ocurran por cuenta de la iniciativa privada reaccionaria y de los agentes desestabilizadores que quieran jugar a una política todavía más favorable para el gran capital, para los designios estadounidenses en Centroamérica y más dura para el pueblo, incluso para los grupos obreros y de clases medias que hasta ahora han logrado defenderse de la inflación y el desempleo.
Algunos de los cambios ocurridos son muy significativos: a] Los trabajadores organizados y las clases medias organizadas —en particular los grandes sindicatos y las asociaciones gremiales— pudieron impedir, tras sufrirla, que se siguiera aplicando la política del Fondo Monetario Internacional a sus expensas. Afectados por la inflación, lograron romper los salarios tope para sus agremiados. Así, hasta hoy, los costos de la inflación son cubiertos, sobre todo, por la inmensa población marginada, superexplotada. El capital, principal beneficiario —en especial el monopólico—, se sigue aprovechando además de la política de subsidios e impuestos, de la política de inversiones y gastos gubernamentales, de las concesiones y contratos del sector público, y de un sistema de especulación que suple la falta de incrementos en la producción, y los excesos de la acumulación, con el endeudamiento externo; b] Los trabajadores organizados y una serie de fuerzas progresistas lograron impedir que México entrara al GATT. También llevaron al gobierno a lanzar el SAM. Pero no pudieron imponer un plan de inversiones para la industria de bienes de capital, y en el terreno agrario sufrieron una grave derrota al abandonar el Ejecutivo el viejo proyecto de propiedades sociales, cooperativas y de participación estatal, que con un financiamiento y comercialización públicos estimulara el desarrollo agroindustrial sobre todo en los artículos de primera necesidad. La derrota no fue sólo económica. La Ley de Fomento Agropecuario legalizó el poder económico-político de los terratenientes, de las grandes empresas agrícolas y ganaderas, nacionales y transnacionales. Cambió la estructura del poder en el campo; c] Los intentos de legislar en materia de comunicaciones, auspiciados en especial por los trabajadores organizados y por todas las fuerzas progresistas, se enfrentaron, sin éxito, al gran complejo monopólico de Televisa, que consolidó una política por la que se ha ido adueñando de las comunicaciones y de la cultura de masas; d] La creciente producción del petróleo aumentó la fuerza del gobierno frente a la iniciativa privada. Le permitió apoyar algunas de las medidas de beneficio social selectivo, y otras más que corresponden a intereses populares y nacionales. El gobierno logró mantener —tácticamente— el apoyo y funcionamiento de las organizaciones de masas del Estado, o insertas en el Estado. El gran capital se conformó, por su parte, con los triunfos obtenidos. Logró el incremento o defensa de la tasa de utilidades, de la acumulación económica y de una acumulación de poder que mejorara su campo de posibilidades actual y potencial, mientras constriñe la elección de políticos y políticas a las leyes de un desarrollo en que como capital monopólico tiene creciente injerencia. La iniciativa privada no habla de “guerras de posición”, las practica. Habiendo perdido el derecho a explicar el país que quiso arrogarse a principios del sexenio, se puso a administrar las nuevas fuerzas con un claro proyecto de acumulación en todos los campos, incluido el de la cultura superior en el que inició una nueva historia de intelectuales a su servicio, neoliberales y neoconservadores a los que apoya en el orden de los símbolos y los hechos, captándolos mediante la fama y los museos, los premios y los salarios, las cortesías y las complicidades. La iniciativa privada no habla de una política hegemónica, la practica. Mientras tanto; en su inmensa mediocridad moral e intelectual, establece relaciones directas con los políticos y empresarios de los Estados Unidos y el Cono Sur en espera de cumplir cabalmente el destino manifiesto de los mighty mexicans. Unas veces fuera de palacio y otras metida en él, la iniciativa privada forja un eje de poder reaccionario que dirija por la fuerza lo que no pueda dominar por la televisión. Su bienvenida a los funcionarios públicos que se enriquecen, y su participación en cargos públicos de rendimiento variable, lejos de satisfacer sus ansias de poder las acrecienta; e] Dentro del aparato estatal, la CTM y buena parte del Congreso del Trabajo mejoraron sus posiciones defendiendo a las bases organizadas —en especial a las más exigentes—. Apoyando y apoyándose en jóvenes intelectuales, la CTM y el Congreso del Trabajo actualizaron su ideología y formularon proyectos de cambio a la propiedad social, pública y privada. Se trata de proyectos más avanzados que los de cualquier corriente keynesiana o prebishiana. Están formulados con sentido político y no sólo retórico, macroeconómico y no sólo gremial. La revitalización de la CTM y algunos de sus líderes no sólo tuvo impacto en sus bases sino incluso en ciertos sectores de la izquierda que antes manejaban la teoría del charrismo, como sindicalismo oficial universal, meramente instrumental y represivo. Algunos de ellos, por lo menos durante algún tiempo, pasaron de una actitud totalmente crítica a sentir hasta una cierta fascinación por la CTM y su líder principal, llegando a atribuir a las organizaciones obreras insertas en el Estado una autonomía menos relativa de lo que muestran en la práctica. La renovación de las viejas tácticas de lucha, con integración y conciliación, que llevó de una disciplina política consentida a otra también forzada, se hizo manifiesta muy pronto, en especial cuando el Sector Obrero del PRI votó la Ley de Fomento Agropecuario a que originalmente se había opuesto. En todo caso la CTM y el Congreso del Trabajo siguieron y siguen mostrando un enfrentamiento —estructural— a las políticas más agresivas y reaccionarias del capital monopólico. Conscientes de sus limitaciones y de su fuerza, y entre contradicciones crecientes, parecen mostrar que están también conscientes de que la estructura gubernamental o estatal se liquidaría de no ser tomadas en cuenta para la sucesión presidencial, y de no ser adoptado el programa mínimo gremial y nacional que están más o menos dispuestas a defender. Plantean, en privado y público, la idea de que la elección del candidato (el destape) no se realice sin consulta previa, lo que sin duda se hará con las limitaciones señaladas, y con las que presenta el propio gabinete, en el que nadie destaca como un candidato comprometido con sus proyectos. Éstos, sin embargo, se difunden más y más entre las fuerzas democráticas nacionalistas y obreristas del gobierno y entre los ideólogos y publicistas que buscan presentar, en el Estado y con el Estado, un proyecto alternativo y opuesto al de la Coordinadora Empresarial y otros grupos de la gran burguesía reaccionaria, transnacional. Los intelectuales de la CTM y quienes se suman a sus propuestas han revelado ser mucho más sofisticados e infinitamente más serios que los ideólogos patronales. La escasa lucidez de éstos les ha impedido ocultar con sus sofismas monetaristas y friedmanianos la verdadera defensa de los intereses particulares a que están entregados. Y aunque usando de sus puestos en la administración pública y los centros de poder han pretendido que con el sueldo oficial quienes se les oponen renuncien a sus ideas, la correlación de fuerzas en el terreno ideológico ha cambiado considerablemente en la opinión más politizada del sector público. En ella se ha impuesto la idea de la “Clase Obrera” como actor político social fundamental para los intereses populares y nacionales. También la de la intervención del Estado en la economía y la del necesario incremento de la propiedad estatal y social, a costas de la privada y transnacional, para enfrentar la crisis y para asegurar o defender, con los derechos del individuo y del pueblo, los de la Constitución y la Nación. Es cierto que al mismo tiempo el neoliberalismo y el neoconservadurismo, que difunden amplia y persistentemente los medios de comunicación de masas, y al que adoptan en escalada los llamados centros de excelencia y algunas instituciones privadas y públicas de enseñanza e investigación, continúan forjando las bases de una formulación de relevo, no sólo autoritaria, sino contraria al régimen constitucional, opuesta a las inversiones y gastos sociales, partidaria del liberalismo monopólico y de la represión generalizada contra movimientos sindicales y políticos a los que desprestigian por sus huelgas, manifestaciones, desplegados y reclamos. Pero esta ideología no podrá ser en todo caso la determinante de la campaña oficial de la próxima sucesión presidencial. E incluso los partidos políticos que más abiertamente tienden a expresarla (el PAN y el PDM), lo harán a partir de un liberalismo y un conservadurismo menos consistentes, y a menudo contradictorios con el liberalismo y el conservadurismo monopólicos.
El resultado del formidable rejuego es que en el propio aparato estatal se advierten serias contradicciones entre sus funcionarios de masas y sus tecnócratas, de donde por lo pronto parece derivar, más que una crisis política, un nuevo reparto entre el poder y la palabra, entre la demagogia y los hechos, con concesiones mutuas de puestos y ofrecimientos verbales o programáticos, que hasta ahora no anuncian alteraciones profundas de las tendencias a un desarrollo oligopólico creciente, con intervención y autonomía relativa del Estado para la defensa de algunos intereses sociales y nacionales que reproduzcan y amplíen la acumulación del capital y la marginación, el endeudamiento externo, la dependencia y la desigualdad; f] En el campo de los partidos y de las organizaciones de masas, la correlación de fuerzas ha cambiado en dos sentidos principales. Por una parte se ha acentuado la crisis de las organizaciones de masas del Estado, en especial de la CNC, que en muchas entidades federativas es una organización de membrete. En el propio sector obrero oficial, puede advertirse la crisis. De él se han venido desprendiendo, en un duro proceso de democratización y autonomía, a veces sindicatos enteros y otras importantes secciones de los sindicatos nacionales. Entre los casos más sobresalientes destacan procesos de democratización y autonomía relativa en los sindicatos de mineros, telefonistas, nucleares, profesores, trabajadores universitarios. En algunos momentos y regiones, el Estado ha visto reducida su fuerza a la del ejército, lo cual indica hasta qué punto la crisis de las organizaciones oficiales de masas ha llegado a puntos críticos. Los partidos de oposición, en especial los de izquierda (PCM, PMT), se han fortalecido con la crisis, pero no en forma correlativa a la amplitud y profundidad de la misma. El desprendimiento de algunos sindicatos y la desintegración de las organizaciones campesinas oficiales no deriva siempre en su integración (o la de sus miembros) a los partidos de izquierda y su política. Una parte de esas organizaciones queda en una situación flotante o indefinida en lo que se refiere a su expresión y participación partidaria o electoral. La reforma de la ley electoral y de partidos de 1977 ha dado también lugar a un cambio en la correlación de fuerzas, aunque con limitaciones parecidas. La aplicación de la LOPPE ha significado para el sistema político una legitimación relativa, y para el Estado la posibilidad de encauzar demandas que antes se formulaban en términos de violencia hacia otras de tipo cívico, político y electoral. Para una parte de la izquierda, de los movimientos populares y proletarios, la reforma de 1977 ha significado la posibilidad de una mayor presencia política en las contiendas electorales y en el parlamento, y la de una acción más o menos sistemática de acumulación de fuerzas, de afiliación, de organización, de propaganda y educación política. Pero ni los partidos de la oposición, ni menos el oficial han podido orientar o integrar en sus organizaciones y líneas partidarias a las organizaciones y bases que surgen de los movimientos populares más radicales de colonias proletarias y campesinas. Y si una parte de la izquierda, particularmente en algunos momentos y regiones (Juchitán es tal vez el más notable ejemplo), ha logrado coordinar o integrar los movimientos sociales para la lucha partidaria electoral, las acciones articuladas no sólo muestran un carácter coyuntural y local, sino que dejan fuera de la acción partidaria a una inmensa masa de población marginada, urbana y rural.
La gran mayoría de la población marginada proletarizada, o plantea sus demandas en formas tradicionales, o lo hace a través de movimientos y explosiones sociales que quedan al margen de la vida partidaria. Para muchos de ellos no hay vida política: la represión es la respuesta. Todos los hechos señalados revelan que el cambio en la correlación de fuerzas no corresponde a la política de los marginados ni a sus necesidades y demandas. Dicho de otro modo, revelan que la lucha política y electoral es una expresión mínima de la lucha social. Si la lucha de clases queda de un lado reducida a la de sectores del PRI y a la de grupos del gobierno, en los partidos de oposición se reduce a núcleos y sectores que están muy lejos de incluir y orientar a la inmensa mayoría del pueblo trabajador y del “poblador”, marginados, superexplotados. De lo anterior parece concluirse que si las organizaciones del PRI son más débiles que en el pasado, las de los partidos de oposición no son automáticamente más fuertes, hecho que los mantiene en condición de debilidad frente al partido del Estado y frente al Estado, y de serias contradicciones entre una política que atienda a obtener más del Estado, a partir de los actuales recursos y fuerzas, y la que realmente tienda a representar y fundarse en la organización y concientización de las masas marginadas. La lucha partidaria en la cúpula y la de grupos político-institucionales expresa por ello parcial y débilmente a la de clases. La lucha de clases no tiene cabal expresión en la lucha de los partidos políticos. El sistema político no ha visto alterada la correlación de fuerzas hasta lograr que, en la elección del candidato oficial, cuenten las masas marginadas y superexplotadas como fuerza electoral; g] En el campo de la política internacional, la correlación de fuerzas ha cambiado en forma positiva para el Estado, el gobierno y el Presidente de la República. Muchas circunstancias contribuyen a ello. El propio cambio de la correlación de fuerzas en el mundo, cada vez más adversa a los Estados Unidos, el rápido deterioro de la política irracional de la administración Reagan y la creciente resistencia que ha encontrado ésta en las organizaciones democráticas de los Estados Unidos, el triunfo de Mitterrand en Francia, la resistencia heroica y sostenida del pueblo de El Salvador, el poder notable del pueblo nicaragüense, y el ingreso del país a los principales productores de petróleo, entre otros hechos, han favorecido y fortalecido la política del gobierno mexicano. El Presidente ha sabido conducir la política exterior en forma que aumenta con el poder y el prestigio del país, el del propio Presidente. Sus decisiones han ganado el respeto de la Cuba amenazada por Carter, de la Nicaragua revolucionaria que construye una democracia tras derrotar al tirano y, en general, el de las fuerzas progresistas del mundo amantes de la paz. La triple demanda que el gobierno mexicano formuló al de los Estados Unidos en torno a un proyecto de ayuda a Centroamérica y el Caribe, expresada por el canciller Castañeda, en el sentido de que esa ayuda no sea en armas, no sea anticomunista y no excluya a ningún país del área revela hasta qué punto, con el petróleo, la política exterior de México logra en lo inmediato el respeto de fuerzas antagónicas y aunque ese respeto pueda variar por las contradicciones mismas del país o el Estado, o por las del imperialismo, en cualquier caso el cambio actual en la correlación internacional de fuerzas influye también en la correlación de fuerzas interna, en la lucha electoral, política e ideológica. El problema es que no sólo altera la lucha electoral como lucha de clases sino que altera y oscurece la propia lucha de clases. El nacionalismo sigue siendo en México una idea de sobrevivencia nacional. Y si en la postulación misma del candidato oficial puede tender a encontrar a un hombre que la mantenga o renueve, y en la campaña electoral a formular un discurso que la exprese, ni la elección interna del candidato, ni la formulación de su discurso pueden ignorar las constricciones de la dependencia y las limitaciones de la lucha nacional e internacional, en lo económico y lo ideológico. La postulación de un candidato contradictorio cuyas tendencias principales son impredecibles, no sólo tiene una alta dosis de imponderables en la opción, sino en sus tendencias programáticas reales, efectivas y retóricas. A decir verdad, por la configuración de fuerzas actual, que muy probablemente subsistirá hasta la elección del candidato del PRI, todo parece indicar que en la verdadera elección presidencial prevalecerá el carácter de clase del Estado por encima de las estructuras remanentes de la antigua coalición popular que contribuyó a forjarlo.
Es cierto que dentro de ese carácter, por un lado influirá la lógica de la defensa del territorio nacional, de los intereses y propiedades públicos y privados, populares y burgueses que, en medio de sus contradicciones, ven en la nación y el Estado mexicano un país sobre el que pesa la eterna amenaza del Norte, hoy tanto más peligrosa cuanto que la administración Reagan y sus ideólogos enarbolan un conservadurismo prepotente e intervencionista, atentos a ir cercando la revolución centroamericana desde México hasta Panamá, Ecuador e incluso Venezuela y Colombia. Así, es todavía posible que cambie la correlación de fuerzas y no sólo para la elección del “bueno” sino para la elección de una política más favorable al capital especulativo y represivo, que en la verdadera elección vota con la amenaza de la devaluación, con la ya efectiva de la dolarización, con el aliento y estímulo de los ganaderos y neolatifundistas a la represión de las demandas campesinas, con el encarcelamiento, desaparecimiento y asesinato de líderes, con actos tan excesivamente arbitrarios como el del gobernador de Sinaloa que quiere privar del subsidio y la enseñanza media a la universidad, y que al estilo de los discursos pregolpistas del Brasil invoca la soberanía del pueblo sinaloense para defender el autoritarismo del gobernador y de los varios grupos que lo sostienen; o con algunos actos practicados por el propio gobierno, como la reducción del gasto público bajo el más ortodoxo friedmanismo —presentado como simple sentido común—; jen pleno año de elecciones! Todos estos hechos, y otros más, actuales o futuros, anuncian la elección de una política en que “el bueno” sea el más favorable a las fuerzas dominantes o quede aprisionado por ellas. En todo caso, la elección y el elegido quedarán insertos en sólidas estructuras conservadoras que reproducen y amplían la desigualdad y la dependencia, negándose a desaparecer.
Los cambios recientes en la correlación de fuerzas no alteran las estructuras propias del sistema social que coloca a México dentro de aquellos países en que el desarrollo de los oligopolios coincide con la existencia de grandes masas marginadas y superexplotadas. No impiden tampoco que el Estado surgido de una revolución popular tenga comportamientos observados en todos los Estados en que priva el capital monopólico. Muchos de los rasgos que Poulantzas atribuye a ese tipo de Estados parecen como una calca del mexicano:
concentración del poder en el Ejecutivo, en detrimento de las instituciones representativas (Congreso, municipios, etcétera) ; confusión orgánica de los tres poderes (Ejecutivo, Legislativo, Judicial) caracterizada principalmente por la intromisión del Ejecutivo en los otros dos (de la policía en la justicia, por ejemplo); restricción de las libertades y derechos ciudadanos frente a la arbitrariedad estatal; debilidad de los partidos políticos frente a la administración burocrática del Estado; acentuación de la violencia estatal, tanto en el sentido físico como ideológico, ccn perfeccionamiento incesante de los aparatos correspondientes; implantación de nuevos circuitos y correas de control social; dislocación de cada rama y aparato del Estado (ejército, policía, administración, justicia, aparatos ideológicos) en estructuras formales y públicas, de un lado, y núcleos cerrados estrechamente controlados por las altas instancias del Ejecutivo, de otro lado, con desplazamientos constantes de los centros de poder real de las primeras a los segundos (esto es, con predominio de lo secreto sobre lo público) ; transformación o reducción del sistema de derecho y de la ideología jurídica, que suplantan el Estado de derecho por formas de poder antidemocrático y represivo.
En México los fenómenos señalados ocurren con formaciones sociales, y estructuraciones políticas, características de un país dependiente altamente heterogéneo y de un Estado cuyos aparatos no sólo articulan y combinan las distintas formas de dominación y acumulación, sino que atienden simultáneamente las presiones de una coalición de origen popular inserta en el propio Estado y las presiones de la lucha de clases (internacional e interna) con medidas de mando, conciliación, arbitraje, mediación y represión en que el excedente retenido por el sector público, o el que obtiene en préstamos externos, le permiten regular una parte de la economía y atender las demandas sociales más fuertes (por articuladas y estratégicas), al tiempo que consolida los aparatos de dominación gubernamental y de masas en formas altamente jerárquicas (presidencialismo, centralismo, partido del Estado).
En un país y un Estado como el mexicano “el arte de gobernar” o “hacer política” desde el gobierno consiste en atender la lógica de la acumulación y la de la coalición con circuitos y correas de control social, de prefencia dentro de la antigua coalición (a veces reformulada), o mediante la creación y legitimación de aparatos de masas que se alien a la misma o que, de operar fuera de ella, sean objeto de constantes asedios de cooptación, penetración y mediación o mediatización.
El reajuste de la coalición gubernamental en 1929, 1936, 1945 y 1948, y la reforma política de 1977, son los ejemplos más claros de la reformulación del “sistema”, de su institucionalización centralista en el orden de los partidos (creación del PNR), de la institucionalización de la política de masas (PRM), de la jerarquización y burocratización del partido (PRI) o de los sindicatos nacionales y las centrales sindicales (que derivan en la reforma del PRI del 48), y de la institucionalización de los partidos políticos que rechazan la política de alianzas con la coalición gubernamental, y a los que se abre un espacio legal de que antes carecían en la vida partidaria y electoral, en el parlamento y en los medios de comunicación de masas (en especial el PCM y la Coalición de Izquierda a partir de la reforma política del 77).
El “sistema” político-social que prevalece en México tiene implicaciones profundas para cualquier tipo de lucha, no sólo partidaria o electoral, sino sindical, agraria, o de los sectores medios, y en general de las poblaciones marginadas, sean de origen colonial (como las comunidades “indígenas”) o producto del desarrollo más reciente del capitalismo (como las colonias populares urbanas). Eso por lo que respecta a las luchas del pueblo. En lo que se refiere a las de la burguesía y el gran capital, el “sistema” tiene también profundas implicaciones en tanto la burguesía del sector público propende a reproducir y adaptar los procesos de acumulación y dominación, con la lógica de clases y la de coalición, mediación y legitimación, utilizando al efecto su poder de masas y el económico gubernamental para arbitrar entre capital y trabajo, y mantener o aumentar las cuotas de ganancia de los distintos grupos de empresarios. Como en el caso de las organizaciones populares y proletarias, también en las empresariales el Estado encuentra las que están dispuestas a una política de “alianzas” o colaboración con el sector público, en el que delegan la solución final de los problemas políticos (incluidos los electorales), con su lógica de coalición y clases, y otras que pretenden reformular al conjunto del Estado para llevarlo a formas exclusivamente autoritarias y represivas, que liquiden las estructuras y la lógica de la coalición.
La integración de grupos o representantes empresariales a los aparatos del Estado, y la mediación y mediatización de unos y otros a través de exenciones, concesiones, subsidios, con base en el manejo público del excedente, asegura a aquéllos altas tasas de ganancia, que “normalmente” calman o debilitan a los más reaccionarios —nacionales y transnacionales— sin que dejen de prepararse para asaltar el Estado no sólo en el caso de que su propiedad y utilidades sufran cualquier merma, sino porque su carácter especulativo, y su impulso interno e internacional a una acumulación y concentración crecientes del capital, aunados a las “teorías” cada vez más en boga en Washington, los lleva a plantearse como lógica “natural” la necesidad —ofensiva y defensiva— de un Estado de excepción que, con una política altamente represiva, primero desestabilice a un gobierno conciliador, relativamente autónomo y costoso, y después asegure, con la eliminación de las concesiones a las clases medias y a los obreros organizados, una acumulación salvaje, como la que ya han impuesto en otros países de la América Latina. Sin embargo, esos grupos ultras del gran capital quedan también relativamente aislados y debilitados, no sólo porque el gobierno cuenta con poderosos colaboradores empresariales, con recursos económicos hoy acrecentados por el petróleo, y con recursos legales y reales de un Estado fuerte y centralista, sino porque los propios empresarios-políticos, monopolistas e intervencionistas, tienen que pensar dos veces antes de atreverse a una ofensiva final contra un Estado que les garantiza enormes beneficios. Si la lógica de la coalición y clase se aplica a las fuerzas populares, también opera con las empresariales, buscando un “justo medio” que no por caber en el desarrollo del capitalismo monopólico deja de renovar las estructuras del neocapitalismo y el welfare state mexicano. Solo así se explica que en medio de inmensas desigualdades —algunas neocoloniales— el país tenga una sorprendente estabilidad y el Estado una gran fuerza, a veces incluso mayores que las de algunos países metropolitanos.
Todo lo anterior repercute en la heterogeneidad político-jurídica del país, en sus estructuras y prácticas formales, en sus apariencias y realidades, en el carácter institucional y no institucional de la democracia y la libertad, del autoritarismo y la represión, y por supuesto en la lucha por el poder y las elecciones, en las votaciones, campañas y discursos políticos. El contrapeso de la lógica de coalición y la de clases es parte de la política mexicana y de sus nociones de “equilibrio”, “justo medio”, “realismo”, así como de las prácticas políticas del Estado, de sus medidas y programas, y de sus expresiones retóricas y demagógicas. La “clase política” integrada por las burocracias sindicales, agrarias, o del sector popular, y por los funcionarios de elección popular de los más distintos niveles, opera bajo la doble lógica, que no deja de influir en una parte importante de la propia oposición popular, de los sectores medios y de la burguesía.
La modificación paulatina del sistema, los cambios y reformas al mismo según las variaciones en las correlaciones de fuerzas, y en una lucha de clases, en parte mediada por la coalición y en parte marginada de ella, revelan que cualquier cambio ocurrido hasta ahora se halla limitado por el sistema mismo, de tal modo que los cambios institucionales, políticos y sociales ni logran alterar a ese régimen jurídico-político con formas jurídicas de aplicación limitada y de democracia limitada, con libertades ideológico-políticas también restringidas, ni logran alterar la estructura de la dependencia monopólica —interna y externa— y de marginación y superexplotación de la mayoría del pueblo trabajador.
Es más, cualquier intento de eliminación de la coalición estatal —desde posiciones populares o reaccionarias— supone claramente una crisis profunda del Estado, y otro tanto ocurre con cualquier intento de eliminar el peso de los monopolios en la sociedad, su dominio de los medios de producción y sus altas utilidades.
Cualquier lucha que tienda a acabar con el Estado vigente de coalición-clase ya sea en favor de la burguesía o del pueblo trabajador, plantea de inmediato un problema objetivo de poder de tal modo crítico que la coalición oficial, sus organizaciones de masas y buena parte de la burguesía se detienen antes de intentarlo, e incluso colaboran para que la crisis previsible no ocurra. Cuando los movimientos de la población marginada, super-explotada o los de sectores medios empobrecidos y descontentos intentan acabar con la doble lógica de coalición y clases, se plantea de inmediato el problema del poder. La política de represión o de captación y mediatización de esos grupos (acordada por la coalición gobernante) no se hace esperar, y es generalmente respaldada por la burguesía en su conjunto. Algo parecido ocurre cuando los grupos más reaccionarios de la burguesía buscan eliminar la doble lógica de coalición y clase. El Estado-gobierno se apoya en las organizaciones de masas y en sus recursos económicopolíticos para mantenerse y fortalecerse, y para ello cuenta con una buena parte de la burguesía.
En todo caso, destacan dos políticas: la que tiende a reproducir, entre variantes, la lógica de coalición-clase, y la que tiende a romperla con dificultades objetivas, reconocidas, y a veces asumidas por sus hombres más sagaces, reaccionarios o revolucionarios. El control de estos últimos y de las fuerzas que representan, por parte del gobierno, generalmente deriva en la reproducción ampliada del sistema, y por lo tanto en la reproducción de sus características (de dependencia, desigualdad y represión, con concesión, convenio y cooptación). El problema radica en que la posibilidad o el margen de control depende en gran parte de la capacidad económico-política, del sector público, esto es, del monto del excedente que maneja para los costos sociales, indispensables para su reproducción. Que ese excedente no baste, la reducción del mismo a costa de las inversiones y gastos sociales, o su “equilibrio” a costas del endeudamiento externo (que por cierto tiene topes económico-políticos), son las más habituales formas de respuesta. Unas debilitan al Estado frente a las masas, otras, frente a las grandes potencias financieras, que con el derecho de cobrar a la buena asumen el de gobernar o hacer gobernar a la mala. Hay un tercer camino, relativamente radical, que buscaría allegar más recursos o retener una mayor parte del excedente a costa de la especulación del gran capital —vía reformas fiscales, denegación de jugosas concesiones a empresas, o nacionalización de las más necesarias al papel democrático-social y popular del sistema. Ese camino plantea el problema en términos que afectan más directamente a las clases propietarias, las cuales presionan por su lado hacia una política de control de salarios, disminución de inversiones y gastos sociales, libertad de especulación, libertad de encaje y de cambios, y libertad de no producir, de ganar sin producir ni servir, mediante acaparamientos y especulaciones. El gobierno se mueve entre las demandas del Fondo Monetario Internacional y las de las fuerzas progresistas que exigen reformas fiscales, control de cambios y nacionalización. Al no decidirse por ninguna de ellas busca reproducir el sistema con el endeudamiento externo, que debilita en forma creciente su posibilidad de sobrevivencia y la de reproducir la doble lógica de la coalición-clase.
Los políticos del gobierno con facilidad advierten que cualquier política que afecte gravemente a los trabajadores organizados acabará con el sistema, y que cualquier política que afecte los jugosos intereses del gran capital especulativo también acabará con el sistema. Lo que no quieren ver es que el endeudamiento externo, la reducción del gasto público y la libertad de especulación están sentando las bases para que se acabe el sistema, o por lo menos ocurra una seria y objetiva confrontación de fuerzas en que se mire qué tan sudamericano puede ser México, y si ya puede serlo, o si es cosa de irlo preparando para que lo sea.
En México una parte importante de las contradicciones se vuelve institucional. Tal vez una parte mayor que en otros países semejantes. Las estructuras y los cambios de estructuras operan en el terreno institucional y en el no institucional. En el primero destacan por una parte la integración de un Estado diferencial y articulado, y por otra, la ampliación de estratos medios, de sectores medios y de grupos de intermediarios, mediadores y mediatizadores que atienden e institucionalizan demandas antes marginadas. En el segundo destacan, en primer término, el crecimiento de una clase obrera objetivamente cada vez más significativa y potencialmente cada vez más poderosa, en que importantes núcleos de trabajadores reclaman, con la defensa efectiva de sus derechos y prestaciones, la democratización de sus sindicatos y organizaciones y la ampliación del sector público y social de la economía, en formas que plantean, quiérase o no, el problema del poder, que atentan —quiérase o no— contra la estructura actual del Estado y su frente de clase, al que cualquier proyecto popular necesitará presionar y controlar si quiere tener éxito, incluso dentro de un capitalismo menos desigual y autoritario; en segundo término, destaca el crecimiento de un capital monopólico especulativo que lleva la política financiera (o su sucedáneo deflacionista) a puntos de represión económica, política e ideológica en que abatiendo el salario nominal (inflación) o el real (deflación) o ambos, y haciendo que choque la población depauperada con los aparatos institucionales (desestabilización), tiende a “idealizar” e incluso busca imponer regímenes neoconservadores e incluso regímenes neofascistas de dictadura militar.
Si unas contradicciones se vuelven institucionales, otras amenazan quebrantar el equilibrio social y el poder del Estado actual en su doble carácter de clase y de coalición, esto es, corresponden a la idea de la clase política de que hay grupos y presiones que tienden a volverse ingobernables. La lógica de clase del Estado —la que no es de coalición— es lógica de lo ingobernable, y de la represión.
En el análisis de la sucesión presidencial y de las batallas sociales que libran las distintas fuerzas progresistas, tienen que ver las contradicciones institucionales y las no institucionales, con sus distintas implicaciones, ya sea para reducir el campo de lo necesario, ya para no ignorarlo, y prepararse a una situación que pueda ir más allá de una mera elección con reproducción ampliada del sistema.
A la característica esencial de la lucha de clases y coalición —con sus combinaciones— se añade otra no menos significativa. Las distintas manifestaciones autoritarias del Estado se acentúan gravemente en las zonas marginadas y superexplotadas del país, dando a toda la lucha política y social un carácter variado y combinado que se refleja en la propia estructura estatal y en las fuerzas de oposición, incluida la oposición progresista y revolucionaria. En efecto, el conjunto estructural de México provoca una dominación desigual y combinada por parte del Estado y de las clases dominantes, y una oposición dividida y desarticulada por parte de las organizaciones populares y proletarias. El Estado y el gobierno reflejan estas diferencias, para articularlas y combinarlas, y la oposición al dividirse y desarticularse.
La diferenciación, combinación y articulación de la política dominante en el campo de la acumulación opera por regiones, por sectores económicos, ramas y empresas en formas que plantean una lucha distinta a los trabajadores y pueblos en la defensa de sus intereses y en la consolidación del poder popular o de clase. La acumulación diferencial más notoria es la que ocurre a expensas de los trabajadores y pueblos marginados y super-explotados, bajo una enorme gama de variaciones entre quienes viven y trabajan en situaciones relativamente peores-mejores, altamente significativas desde el punto de vista del dominio del Estado y de los obstáculos de la oposición.
El Estado no sólo distingue, combina y articula esas diferencias en la acumulación, sino las que están relacionadas con las diversas formas de capital: el capital del sector público, el monopólico nativo, el transnacional, el de las empresas medianas y pequeñas. La existencia de políticas e intereses relativamente comunes a la clase, no obsta para que en la lucha por la conservación o ampliación de la coalición oficial, el Estado se enfrente a los grupos monopólicos y sus intentos hegemónicos, y pugne por el fortalecimiento de sus bases nacionales y sociales con políticas de carácter nacional y social, refrendadas y consolidadas por las correspondientes ideologías, nacionalistas, democráticas, plurales, contrarias a la intervención extranjera, partidarias de la autodeterminación de los pueblos y de una política de coexistencia y conciliación entre los Estados imperialistas y los socialistas. En estas condiciones el Estado —como gobierno, como sector público y como coalición de organizaciones de masas— asume una parte principal de la lucha contra el imperialismo y sus manifestaciones más agresivas y también una parte de la lucha esencial de los trabajadores (en particular los organizados y los agremiados en sindicatos nacionales), con lo que consolida su fuerza frente a los proyectos políticos del capital monopólico, o los autónomos democráticos y populares que intentan articular a una clase obrera y a una ciudadanía divididas y diversificadas en lo social y lo institucional, en lo formal y lo real. Y si bien es cierto que la política estatal tiende a reproducir, con la coalición, las desigualdades, la dependencia y la explotación-dominación de amplios sectores marginados y superexplotados, es cierto también que en lo inmediato presenta una fuerza de masas, que combinada con la del Estado, con sus recursos —hoy enriquecidos por el petróleo— y con sus ideologías nacionalistas y populares, no sólo permiten enfrentar sino dividir cualquier esfuerzo que tienda a desplazar el eje de la coalición oficial hacia una coalición obrero-popular (en el seno del Estado, o fuera de éste, frente a éste). Es más, la política y la fuerza del Estado le permiten aumentar sus posibilidades de reproducción mediante la concertación de alianzas que —en el terreno popular— incluyen a varias fuerzas socialistas organizadas en forma de partidos, así como institucionalizar a otras —comunistas, trotskistas, socialdemócratas— a las que busca mediar o mediatizar, y a las que separa de las luchas sindicales, de las luchas de población rurales e indígenas, e incluso de las de marginados urbanos, esto es, de las luchas por el poder real, actual, y por los cambios de poder en la reestructuración de fuerzas.
Los propios intentos de la coalición oficial y de sus organizaciones de masas encuentran serios obstáculos para mejorar la condición de fuerzas en favor del pueblo trabajador, en particular de los trabajadores agrícolas, y de los campesinos con tierra o sin tierra, castellanizados o indígenas. Esos obstáculos se acentúan todavía más en el caso de la Coalición de Izquierda o de otros intentos anteriores de coaliciones obrero-populares autónomas. El 80% de la población económicamente activa no está sindicalizada y más del 90% no pertenece a partidos políticos de ciudadanos que hayan hecho de esa forma de organización un instrumento de lucha.
El partido del Estado es un organismo que coordina y regula las luchas políticas ciudadanas: sus miembros están organizados por las burocracias civiles y sindicales que juegan con la doble lógica del Estado —de coalición y clase—. Por su lado, los partidos de oposición cuentan, como miembros activos, sólo a una parte ínfima de los electores que votan por ellos. Las elecciones institucionales expresan así sólo una parte mínima de las demandas políticas y sociales. Su importancia radica, para el Estado, en mantener la legitimidad de su poder y entender las demandas críticas, y para la oposición en utilizarlas como base de concientización y organización de nuevas fuerzas, y para lograr puestos de representación y foros de presión. Para la sociedad en su conjunto, las elecciones cumplen la función de mantener un régimen constitucional —por precario y contradictorio que sea— frente a los designios represivos del capital monopólico y sus ideólogos y grupos más reaccionarios. Desde ambos puntos de vista es innegable el valor del proceso electoral, que la extrema derecha critica como inútil y costoso con el objeto de eliminarlo en cuanto pueda para imponer un régimen anticonstitucional en el que ya no encuentre límite alguno formal y social a sus designios de especulación y saqueo.
Dentro de las limitaciones estructurales del proceso electoral en México, las elecciones presidenciales de 1982, la lucha del Estado por la legitimidad, y la de la oposición por la organización y expresión de nuevas fuerzas, son tanto más significativas cuanto más se agudizan las contradicciones entre el capital monopólico friedmaniano y el Estado de democracia social, mientras crecen dentro del propio Estado las contradicciones entre el gran capital financiero y especulativo y las demandas de la CTM y otras organizaciones de masas oficiales y sienten cómo pierden el control de sus bases. La importancia de las elecciones es significativa también para el futuro de una izquierda autónoma que aproveche al máximo su nueva condición institucional en una política de acumulación de fuerzas que no reproduzca y amplíe el sistema de la injusticia y la dependencia, esto es, de una izquierda preparada a una lucha política en que las fuerzas más reaccionarias no puedan intentar rupturas que, con la crisis y destrucción de la coalición oficial, acentúan los enfrentamientos de clase a modo de someter por la fuerza generalizada a las bases trabajadoras y al pueblo. Sin olvidar esa posibilidad, pero sin pensar exclusivamente en ella, todas las fuerzas progresistas de México —las integradas a los aparatos del Estado, las aliadas y asociadas y aquellas que buscan formar coaliciones autónomas— actúan en un país real que no pueden ignorar. En él libran una lucha por la sucesión presidencial en que lo malo es que las organizaciones de masas insertas en los aparatos del Estado cada vez tienen menos fuerza para influir en la designación del candidato o en una política progresista acorde con sus problemas y discursos, mientras las organizaciones de la izquierda autónoma son todavía extremadamente débiles para expresar y organizar las demandas y presiones de los movimientos sociales de campesinos y trabajadores, colonos y marginados. Así, el país se halla dividido en una lucha electoral cuyo significado social profundo no aparece necesariamente en los enfrentamientos de partidos. Si esa lucha es parte de un proceso constitucional potencialmente democrático, no alcanza a plantear, como organización y enfrentamiento de fuerzas, la lucha entre el pueblo trabajador —dividido en partidos oficiales y no oficiales o marginado de unos y otros— y el capital especulativo, que aumenta sus ímpetus y demandas para acumular propiedades y utilidades, sin necesidad de producir, con el mero trafique en terrenos, precios, devaluaciones, tasas de interés, acaparamientos, concesiones, exenciones y subsidios, todo lo cual le es cada vez más fácil, pues ha logrado derribar barreras que antes lo contenían, como el control que prácticamente tiene de la masa monetaria, de los medios de comunicación de masas, o de policías privadas y guardias blancas que empezó a organizar en los años setenta. Frente a la fuerza del gran capital, la del pueblo se divide hoy en partidos, y la de éstos no expresa a los movimientos sociales ni los integra sino en forma mínima. El abstencionismo electoral es mucho más que un fenómeno de desidia u oposición por la negativa. Significa la forma en que la lucha electoral no alcanza a representar la verdadera lucha por la independencia de la nación, por !a soberanía del pueblo, por la justicia social y la libertad. Y, en todo caso, plantea la lucha partidaria como una lucha mucho más amplia y significativa.
En las condiciones reales de México, ¿cómo se plantean los problemas de la sucesión de 1982 para las fuerzas progresistas que van a participar en la contienda electoral? A ciertas evidencias comprobadas a lo largo de medio siglo, se añaden las nuevas posibilidades y limitaciones que implica la reforma política de 1977. El conjunto plantea las alternativas necesarias o posibles o imponderables de la próxima contienda electoral.
Las fuerzas progresistas, en el sentido más laxo o amplio del término, no tienen hoy posibilidad alguna de unirse en una gran alianza que logre elegir al presidente de la República. Están estructuralmente divididas entre las que luchan dentro y las que luchan fuera de los organismos de masas del Estado.
Para las que luchan dentro, el problema de la elección de candidato se plantea antes de la celebración de la asamblea del PRI (prevista para el próximo mes de noviembre). Desde ahora, con la disciplina conocida, los dirigentes, representantes y funcionarios de organizaciones de masas no sólo se aproximan al posible elegido, mediante mensajes (y metamensajes) de apoyo y veto, sino que tratan de influir en el programa de gobierno. Un ejemplo de esto es el “Documento final para el desarrollo de la industria, el comercio, la distribución y otros servicios” que entregó Fidel Velázquez al presidente de la República el pasado 11 de junio. Se trata de uno de los últimos documentos que la central ha presentado. El primero fue el programa de reformas económicas aprobado por el Congreso del Trabajo en julio de 1978. A través de esos y otros documentos presentados por los obreros organizados, o por otros actores como el Colegio de Economistas, las distintas fuerzas que representan tratan de participar en el proceso previo a la postulación, a sabiendas de que su capacidad de influencia es muy relativa, tanto en lo que se refiere a la elección del candidato, como en la que concierne al programa. Con un concepto del realismo, sobre todo característico de los líderes obreros del partido oficial, consideran éstos una provocación el llevar las demandas más allá de lo factible, es decir, de ciertos derechos gremiales que defienden, y de algunos más que buscan alcanzar. Sobre la posibilidad de condicionar la postulación del candidato no se hacen ilusiones. Menos se les ocurre imponer uno. Y, desde luego, los más entendidos piensan que de los programas propuestos mucho quedará en palabras, a lo que se conforman desde ahora. En todas sus gestiones operan con una cultura política, generalmente menospreciada e ignorada, que viene del laborismo mexicano y de la propia práctica lombardista. Esa cultura está inscrita dentro de una visión reformista sólidamente establecida. Al mezclarse con formas de pensamiento y acción oportunista, manipulatoria, demagógica e incluso represiva, quienes miran desde fuera y en forma crítica el comportamiento de estos grupos y sectores suelen reducir el conjunto del análisis a los hechos negativos. Así pierden uno de los elementos reales del movimiento, el de sus posibilidades y limitaciones sociales, nacionalistas y democráticas, insertas en las limitaciones y contradicciones objetivas que una política de reformas tiene, cuantimás si éstas se plantean a partir de posiciones gremiales, en las que la clase obrera y los trabajadores organizados y más fuertes son los que principalmente se expresan y defienden, dejando los intereses del resto a las demandas que quedan en el orden de lo demagógico o de lo irreal o de lo no realista.
Con esa filosofía limitada, y esa práctica de las limitaciones, el movimiento obrero inserto en los aparatos de masas del Estado sufre hoy los embates de una política inflacionaria, altamente favorable al capital. Defiende las posiciones adquiridas y enuncia las reformas sociales y nacionales que le permitirían asegurar o acrecentar su fuerza y resolver problemas más generales. Pero ni presiona “demasiado” por estas últimas, ni menos actúa en forma consistente y global para que la fuerza de las masas y sus organizaciones lleven a la elección de un candidato comprometido con el programa, capaz de practicarlo. Si los propios líderes cumplen papeles objetivos de mediación o intermediación de las demandas sociales, los fenómenos de mediación aumentan en el campo de las demandas políticas concretas de las masas organizadas que manejan. La masa inmóvil ni expresa su apoyo al programa, presionando por su adopción e implantación en actos de masas, ni, menos, presiona por un candidato. Aquietadas las masas, el líder se limita a indicar con los más variados signos cuáles son los vetados, cuáles los preferidos, y espera el acuerdo previo a la asamblea del PRI —acuerdo de cúpula— en que el presidente aplique la cultura y práctica de la auscultación para postular a aquel de quien se espera que cumpla con las principales demandas del gremio, éstas sí vitales para la continuidad de un sistema político y de un Estado, que desde sus orígenes vieron la imposibilidad de gobernar sin la inclusión de las masas en el gobierno y en las estructuras del Estado. Los líderes se tornan exigentes para defender los derechos gremiales, amenazando romper, en serio, y sin frases, la coalición oficial en su estado actual si los derechos gremiales no son respetados. Pero plantean la política de clase en un orden de la realidad bien distinto, en que la negociación da pie a que todo quede en ilusiones y palabras antes que enfrentarse, en una acción escalonada, práctica y global, a los intereses del capital monopólico, o de defender, con la economía pública y social, con el poder nacional y popular, y en general con el proletariado, a la población de los más explotados, pobres o marginados. El sector —a que efectivamente está reducida la clase— no advierte que, con la crisis, está amenazado en su condición misma de sector, junto con la Constitución jurídica y real de la política mexicana. Ve por eso la sucesión de 1982 como cualquiera de las anteriores, pensando que su propia radicalización verbal, de clase, es suficiente para aumentar y resolver su fuerza y sus problemas como sector.
Elegido el candidato del PRI, las organizaciones de masas del mismo lograrán la elección de candidatos a diputados mediante las listas que formulen, de acuerdo con los presidentes saliente y postulante, a través o por el intermedio de los altos funcionarios electorales. De la elección del candidato a presidente dependerá la de otros muchos candidatos, aunque desde luego el Sector Obrero, como es tradición, recibirá el visto bueno de la inmensa mayoría que proponga, hecho hoy más previsible en tanto se trata del sector más poderoso del PRI, y del que ha logrado mantener y renovar sus correas de transmisión.
Los organismos de masas del sector obrero poseen una sólida ideología oral sobre la lógica de gremio y la lógica de poder. Sus fuentes se encuentran en la propia historia del movimiento obrero —de sus bases y de sus muy distintos tipos de líderes—, así como en la vinculación de unas y otras entre sí y con los caudillos, jefes y funcionarios políticos encargados de la administración pública electoral. Fortalecida la cultura y la ideología oral de las organizaciones del sector obrero del PRI con una visión profunda y prácticamente reformista, lo está también con una doble lógica de poder característica de toda la “clase política”, que por un lado ve a dónde derivan las acciones, esto es, qué repercusiones secundarias tienen que puedan llevar a graves y contraproducentes rupturas, y que, por otro, considera necesario elegir o proponer a un hombre de unidad. La primera reflexión busca un punto de conciliación que no le haga el juego a la reacción o al imperialismo, la segunda deriva en la elección, postulación y aprobación de quien concilie los distintos intereses en pugna. Ambas nociones se centran, hoy, en no romper la unidad estatal existente (ni el orden constitucional). A ese efecto afianzan una actitud “cauta” frente a políticos o políticas que preconizan la puesta en práctica de reformas de estructuras que según esa lógica “derivarían en medidas de desestabilización por parte del imperialismo y sus agentes nativos”. Al mismo tiempo ven la necesidad de postular a un hombre de unidad que mantenga, con el orden constitucional real —esto es, desigual e injusto—, un cierto respeto a los derechos gremiales del sector obrero. Con tan modestas aspiraciones, el realismo de la ideología oral queda prisionero de sus pasadas experiencias, sin que se piense que “el sector” puede hacer más en la elección del presidente de la República, en la implantación del programa de gobierno y para la obtención de cargos de representación popular y administrativos. Con todo, el sector es el que apunta más fuertemente hacia una solución popular y nacional dentro del PRI; es el que más estaría dispuesto a apoyarla.
En cuanto a las fuerzas progresistas de fuera del PRI, éstas se dividen estructural y coyunturalmente por su política de alianzas: unas (PPS y PST) renuevan o intentan una política de alianzas con el PRI para la candidatura presidencial.* Tratan de presionar con sus discursos y programas por una mayor democratización de las instituciones, por la socialización de algunos medios estratégicos de producción y la implantación de políticas económicas de interés nacional y social, o por la lucha antimperialista, la no intervención y la paz. Esta última, formulada como política exterior del gobierno, en parte coincidente con la que se realiza, y en parte más decidida y profunda, es un punto de confluencia real de la división estructural de la izquierda. Un conglomerado de la izquierda, de origen lombardista, y otro que ha redescubierto la misma lógica bajo nuevos términos, dan una prioridad real a la lucha contra el imperialismo, por la autodeterminación de los pueblos y la coexistencia pacífica, y prioridad discursiva a la lucha ideológica que influya en la radicalización de las organizaciones de masas del Estado y en el Estado. Manteniendo un proyecto socialista expreso, y afirmando incluso que su forma de razonar obedece al marxismo-leninismo, en la práctica la lógica de coalición que sostienen supera y borra la de clases, al menos en lo que al Estado y sus contradicciones concierne. Eso les permite una vinculación mayor en el campo de lo ilusorio y menor en el del poder.
La diferencia entre los grupos y partidos socialistas aliados al PRI y los grupos progresistas de la CTM y el Congreso del Trabajo, es que mientras aquéllos hablan del socialismo, del marxismo-leninismo y de las nacionalizaciones sin empacho alguno y sin responsabilidad o reflexión de poder, éstos, que reflexionan en los límites del poder y que tienen el poder de las masas, piensan en no romper los límites que a su actual poder impone la lucha de clases, ni acabar en serio con la reproducción de las estructuras de marginación y superexplotación de una parte mayoritaria del pueblo trabajador. Así, los que no tienen a las masas hablan de una política revolucionaria de masas y quienes las tienen piensan que esa política implicaría rupturas y crisis graves cuyos riesgos no están dispuestos a asumir. Pero mientras los neolaboristas —por llamarlos de algún modo— con tal razonamiento hacen dentro de lo posible una política de poder, los socialistas asociados, con sus ilusiones y discursos, practican una política ideológica, que respalda sólo la política exterior del gobierno mexicano (de no intervención, autodeterminación y coexistencia pacífica), base de la unidad nacional frente a los máximos peligros del imperialismo, pero base también de la división de una izquierda que no estaría estructuralmente desunida en el momento en que esa política exterior desapareciera, al menos por lo que respecta al campo ideológico legitimador.
En la postulación del candidato a la presidencia y en la formulación del programa de gobierno, PPS y PST ocupan una posición particularmente débil. Esperan que sus llamados y presiones sean acogidos por las fuerzas progresistas del gobierno.
En cuanto a su capacidad de una cierta acumulación de fuerzas, ésta se reduce a lo ideológico, a mantener y renovar, con el lombardismo, la coexistencia pacífica, la simpatía por los inmensos logros de los países socialistas y por un proyecto socialista para México, y en la práctica a formar grupos de lucha —campesinos, obreros y pobladores— que periódicamente abandonan sus organizaciones para insertarse en los propios aparatos de masas del Estado, fenómeno que en parte determina la renovación de los cuadros progresistas y las correas de transmisión del gobierno y que dificulta enormemente la construcción de un centro autónomo de poder obrero-popular. Si en la elección real y el programa práctico la influencia del PPS-PST es nula, en la construcción de una coalición autónoma obrero-popular, capaz de constituir una alternativa y de dirigir al país, al pueblo y al proletariado en momentos críticos, “desestabilizadores” o revolucionarios, estos partidos ponen —al menos hasta ahora— muy poco o ningún empeño. Antes bien, al justificar su posición ahondan sus diferencias con el resto de la izquierda.
La Coalición de Izquierda forjada en las elecciones de 1979, y encabezada por el PCM, constituye el núcleo socialista registrado que abre la posibilidad de una coalición ampliada para el proceso electoral del 81-82. Entre los partidos que la integran, con el PCM a la cabeza (el PSR, el MAUS, entre otros), se avizoró durante un momento la posibilidad de que se unieran el PRT (trotskista), ya registrado, y el PMT, al que, sin apego estricto al espíritu y la letra de la LOPPE, la Comisión Federal Electoral le negó el registro, y que representa, a más de una fuerza política y social importante, la ruptura más profunda de quienes viniendo del cardenismo y del movimiento obrero laborista han constituido una organización partidaria, que sin una definición ideológica precisa ha buscado esclarecer, en el movimiento de masas, su propia ideología, sus metas sustanciales y su programa.
Para todos estos partidos —en medio de sus diferencias— la necesidad prioritaria acariciada consistiría en crear un núcleo obrero-popular, democrático y revolucionario que mantenga plena autonomía respecto al Estado, y que, para la mayoría de esos partidos, desde ahora afirme su vocación socialista. El proyecto se explica con distintos argumentos. Consiste el principal en sostener el carácter de clase del Estado, restando importancia objetiva (global y futura) a las medidas progresistas del mismo, mientras se destacan las contradicciones en que incurre como parte de un sistema social abocado a la crisis, dentro de un proceso revolucionario que el PRI es totalmente incapaz de dirigir.
En las condiciones anteriores, la Coalición de Izquierda hace de la lucha electoral un elemento de presión autónoma por políticas progresistas, económicas, democráticas, internacionales, y un elemento de acumulación y preparación de fuerzas revolucionarias capaces de dirigir el complejo proceso de transición al socialismo. Los objetivos de la Coalición de Izquierda y de los partidos y grupos que eventualmente pueden unirse a ella, como el PMT y el PRT, han sido objeto de un intenso debate que se mezcla a varios problemas teóricos o ideológicos extremadamente imprecisos desde el punto de vista de su vinculación con las medidas prácticas y a corto plazo, entre otras la que plantea la próxima sucesión presidencial.
Una característica estructural, o esencial, de todo movimiento de izquierda es la diversidad. Ésta, en el caso mexicano, no sólo obedece a las distintas perspectivas teóricas e ideológicas de los grupos que conforman a una izquierda de vocación independiente, sino a la división estructural de la clase trabajadora en organismos de masas del Estado, y en organismos de masas que están al margen, de aquéllos y que no se estructuran o expresan en forma de partidos. La realidad por todos conocida y sobre la que existe una pobre formulación teórica, oral o escrita, es la que se refiere al carácter de partidos que encabezados por pequeños grupos de activistas apenas cuentan con bases obreras y populares, con núcleos mínimos de pobladores urbanos y rurales, a los que sólo se suman esporádicamente movimientos de masas que buscando resolver sus propios problemas no quedan casi nunca enmarcados en los partidos ni participan en los mismos en forma permanente, orgánica y disciplinada.
Los partidos de la Coalición de Izquierda y de una posible Coalición Ampliada tienen por lo menos dos tipos de problemas muy significativos, los que se refieren a la lucha en la cúpula, en sus directivas nacionales y regionales, y los que se dan en su vinculación con las masas. La ley electoral reformada y la sucesión presidencial de 1982, junto con la lucha en el interior del Estado, en coyuntura de crisis, acentúan los problemas de cúpula y de masas en algunos puntos que es necesario destacar: 1°] Se trata de partidos que requieren consolidar su disciplina interna al tiempo que afirman su presencia política e ideológica, mediante alianzas electorales; 2°] Se trata de partidos para los que las elecciones no constituyen sino una parte de la lucha de clases y revolucionaria. Para ellos las alianzas electorales sólo serán válidas en la medida que preparen a las bases y cuadros para una política no sólo electoral, ni sólo política, sino social y de poder, embrión de un nuevo Estado democrático y popular, más que de un nuevo gobierno. Cualquier lucha de esos partidos por un nuevo gobierno, o por la participación en la política y el gobierno, está permanentemente relacionada con la restructuración del poder; 3°] Para todos esos partidos, en lo que a las elecciones se refiere, lo más importante es la estructura de una organización que aumente su poder de presión democrática y de acumulación de fuerzas populares y nacionales, obreras, antimonopólicas y antimperialistas, políticas y revolucionarias.
Los objetivos de una Coalición Ampliada, es sabido, encuentran obstáculos serios para concretarse en una práctica. Entre ellos destacan las distintas corrientes ideológicas del marxismo y del pensamiento revolucionario, con dos cuestiones principales: de un lado el viejo recelo de los lombardistas y marxistas-leninistas frente a los trotskistas; el de los comunistas en general frente a partidos como el PMT, que contando con una base de masas tienen una indefinición ideológica que da al liderazgo características de caudillismo personal; el de todos estos partidos frente al PPS y el PST con su política de alianzas calificada de conciliación de clases o de mero oportunismo; y, en fin, el de un eurocomunismo dependiente y por todos conceptos lamentable, que mima o imita las versiones más pobres de esa corriente, y que anula el legítimo deseo de autonomía teórica y táctica respecto al Partido Comunista de la Unión Soviética, para forjar, por extraño que parezca, un comunismo anticomunista, que sin hablar nunca de los grandes logros de los países socialistas se limita a enjuiciar, con frivolidad e irresponsabilidad (pero sistemáticamente), los errores y limitaciones, reales o inventados, de los Estados socialistas, mientras en lo internacional y en lo interno hace de la libertad de criticar, la libertad de mentir, con lo que las divisiones internas tienden a acentuarse y exacerbarse, a veces hasta puntos de extrema irritación y pobreza. Entre tanto no se precisan ni los cambios recientes y positivos del trotskismo en su posición antimperialista, ni se recuerdan las importantes luchas por los recursos naturales y contra la corrupción y regresión encabezadas por los pemetistas, o el papel positivo que para algunas batallas pueden librar el PST y el PPS, por lo menos con algunos de sus miembros y bases.
Los obstáculos en la lucha ideológica y táctica que pesan en las divisiones internas de los partidos de la izquierda hasta puntos próximos a la ruptura, y que colocan la práctica de las alianzas en condiciones de debilidad extrema, se manifiestan por otra parte en una imprecisión de los objetivos programáticos, en su falta de jerarquización para una política nacional, popular y proletaria de presión y poder, y sobre todo en la falta de concreción de consignas y proyectos de ley que sirvan de base para la lucha por la democracia, por los salarios reales, por los recursos naturales, contra la corrupción y la represión. El efecto de las múltiples divisiones es la realimentación y agudización de las luchas entre la izquierda, ya sea en el interior de cada partido, ya entre unos y otros, con el más grave impacto que todo ello tiene en la desmovilización de los cuadros y por supuesto en las masas.
A la pobreza de la lucha ideológica se suma otra fácilmente atribuible al carácter predominantemente pequeñoburgués de los partidos y su dirigencia, pero que obedece a procesos mucho más concretos sobre los cuales se ahonda poco, mientras algunos ni siquiera se mencionan. La falta de normas y prácticas realmente democráticas en la solución de los problemas internos y de los que se realizan entre las distintas organizaciones partidarias, o en el manejo público y vigilante de los escasos fondos de que se dispone, no merece atención prioritaria, que prepare las luchas por la elección de candidatos sin que las violencias verbales y las calumnias se mezclen a la justa irritación y a la crítica, o incluso a la denuncia, necesarias por objetivas y fundadas, a fin de que las luchas en el interior de los partidos, de la coalición o las alianzas mantengan el nivel de objetividad, serenidad y energía, propio de quienes luchan por una política hegemónica, imposible de alcanzar cuando los conflictos internos se dirimen en medio del desorden.
La lucha partidaria de la Coalición de Izquierda, actual o ampliada, no puede ignorar los movimientos sociales y su papel en la propia elección. A la penetración político-ideológica entre los trabajadores cuyas organizaciones están adscritas al partido oficial, tiene que añadirse un planteamiento expreso y práctico de alianza-programa con organizaciones y colonias proletarias, de campesinos pebres, de campesinos que pertenecen a minorías culturales (indios o indígenas), de estudiantes e intelectuales, todo ello con el objetivo de forjar una unidad que combine y articule organizaciones y fuerzas generalmente dispersas y que hasta ahora sólo ha articulado y combinado el propio Estado. La forja de semejante organización plantea problemas de conducta política que son cruciales para vencer los obstáculos que presenta una estructura social y cultural altamente desigual y una estructura política y legal que fortalece las tendencias a la división, desarticulación y atomización de la izquierda. Ciertos valores político-morales adquieren por ello un relieve práctico fundamental para romper estructuras adversas y forjar una organización política combinada y compleja, potenciando las estructuras favorables. La práctica democrática que no permita la manipulación de las votaciones internas para la postulación de candidatos por el partido o la coalición; el respeto a los acuerdos, el cumplimiento de las promesas, el esclarecimiento de las ambigüedades y, al menos, de los malentendidos, el rechazo y la impugnación de las calumnias contra compañeros y amigos, e incluso contra enemigos, el trato respetuoso entre compañeros, la firmeza y el coraje para la defensa de los principios, la flexibilidad, el realismo, la tolerancia para las variaciones tácticas, de opinión y cultura, las cuentas claras y exactas en el manejo de los recursos, la solidaridad, fraternidad y altruismo proletarios y más característicos de la moral del pueblo, son elementos políticos que con la lucha ideológica y la formación intelectual, con la organización de nuevas fuerzas y cuadros y la integración de otros, hará que necesariamente ganen los partidos y sus integrantes en unas elecciones y en una organización que no pueden depender de una visión cosificadora del comportamiento de las estructuras, ni de una voluntarista (que exacerba en el aire los elementos volitivos), sino de una clara perspectiva de las estructuras como relaciones sociales, como relaciones humanas.
Sin una perspectiva político-moral, las dificultades para que aumente, junto con la fuerza de los partidos, la de las alianzas de partidos, y su articulación unitaria de lo plural o diverso, parecerían objetivos del todo insuperables. En efecto, en el interior de cada partido, la propuesta de los candidatos plantea la necesidad de una elección entre compañeros en la que no hay duda alguna del carácter democrático de cada acto, y en las alianzas electorales, el cumplimiento exacto del compromiso partidario. En la integración de nuevas fuerzas a los partidos de la coalición o alianza, a la tolerancia en las luchas ideológicas se añade la necesidad de respetar la libre decisión de las personas y organizaciones que las forman. Sin esos requisitos morales no habrá ni la menor posibilidad de una política hegemónica. En la disciplina partidaria y el control político, la creación de nuevos procedí mientos que eliminen todo caudillismo, personalismo y gremialismo o com padrazgo, parecen base necesaria para la construcción de una verdadera alternativa democrática y popular.
Lo radical, lo revolucionario puede estar en la teoría, pero no sólo en ella; puede estar en el programa, pero no sólo en él. La teoría que explica el carácter limitado de las reformas y de la propia lucha electoral, o la que señala los postulados esenciales de una solución profunda que provendrá de un gobierno popular y democrático, revolucionario y socialista, resultarán del todo engañosas si en el momento actual, con el apoyo a todas las medidas progresistas, constitucionales,’ democráticas e incluso liberales (de libertades políticas y derechos humanos) y por supuesto a las que teniendo un carácter nacional son antimperialistas, en lo nacional e internacional, son partidarias de la soberanía de los pueblos, la autodeterminación, la no intervención y la paz, se deja de formular un programa esencialmente democrático que haga de la lucha contra la corrupción y la represión un elemento clave en el México actual para que el pueblo avance como país y los trabajadores como clase y como pueblo. No se trata de que la izquierda elabore un programa de gobierno como si fuera a gobernar tras las elecciones de 1982, sino de formularlo pensando que no va a gobernar sino a presionar y prepararse para aumentar su poder y eventualmente, alcanzar el poder. Su programa es un programa político y un programa de poder.
Las elecciones de 1982 son cruciales para que la izquierda mejore la correlación de fuerzas en su favor alentando, profundizando, concretando toda medida progresista, desde las que defienden todas las fuerzas liberales —incluido el PAN— contra el fascismo y el autoritarismo, pasando por las que sostienen las fuerzas progresistas gubernamentales —como en el caso de Cuba, Nicaragua, El Salvador—, hasta las que reclaman cambios en la estructura actual de la propiedad pública y social frente a la privada y especulativa, o el derecho inalienable a educar y preparar al pueblo para un futuro democrático y revolucionario, que triunfe frente a los designios más retrógrados y reaccionarios del imperialismo, y ponga las bases de una sociedad en que lo moral sea lo político.
Las elecciones presidenciales de 1982 son algo que atañe a toda la nación. Si van a dividir a los mexicanos en la arena política, no pueden hacerles olvidar la defensa del territorio nacional. Desde el principio hasta el fin esa defensa es vital con o sin una perspectiva de clase. Lo es más cuando se tiene la perspectiva de la clase obrera y el pueblo trabajador, que serán siempre la primera víctima y el triunfador final de las batallas nacionales. En una situación de crisis mundial, con un gobierno que desde Washington declara oficialmente estar decidido a impedir por todos los medios la revolución centroamericana, que considera necesario desestabilizar a cualquier país que se oponga a sus designios, que sostiene que México es parte de sus problemas de “Seguridad Nacional”, que intenta alinear la política mexicana con la suya, las elecciones presidenciales revisten un carácter en que nadie puede ignorar ni la necesidad de un frente nacional contra la política más reaccionaria del imperialismo ni la necesidad de forjar ese frente con una lógica de poder, en que sólo acabará triunfando el que sea popular, obrero y campesino, con apoyo intelectual y militar, plenamente integrados y decididos a aumentar la propiedad social y estatal, y a disminuir las fuentes de marginación, explotación y desigualdad, en pasos sucesivos de socialización institucional, de democracia y soberanía nacional. Si ese proceso, que hoy contempla como suyo la inmensa mayoría del pueblo político, y que sostienen todas las organizaciones progresistas y de izquierda, es en alguna forma derrotado, mediante actos de intervención o desestabilización que eliminen en la práctica y la forma el régimen constitucional, una nueva revolución mexicana se sumará a la centroamericana y a la nueva estadounidense.
Por lo pronto lo real practicable es hacer una política de masas que proteja el desarrollo de las fuerzas progresistas y constitucionales y acumule todas las del pueblo para cambios radicales en el actual proceso de acumulación, cambios que aumenten la propiedad social y pública de la economía, controlen la especulación monetaria y crediticia, acrecienten la producción de bienes y servicios de consumo popular, e inicien una política de descolonización franca de las zonas marginadas, superexplotadas, indígenas, campesinas o urbanas, para lo cual muchos partidos que se dividirán y enfrentarán en las elecciones del 82 habrán de unirse en proyectos concretos en que opongan a la lógica del poder reaccionario la del poder nacional, obrero y popular. Desde todos estos puntos de vista la decisión de los partidos y organismos de la izquierda independiente de constituir un solo partido revestiría una enorme importancia. Varios son los hechos que destacan en el proyecto del nuevo partido unificado socialista que se proponen formar. Vale la pena enunciarlos, aunque no sea en forma exhaustiva:
1] El hacer que predomine como lógica principal de reflexión, discusión y acción la lógica de la unidad de la izquierda en
2] un proyecto socialista autónomo en la línea política, en la ideológica, en la conciencia y la organización respecto al partido del Estado.
3] Respetar, en medio de la unidad, el derecho de las minorías a expresarse.
4] Organizar un gran frente de oposición al gobierno y al PRI con amplias alianzas de las fuerzas democráticas y de izquierda.
5] Alentar la aspiración del pueblo trabajador a un desarrollo democrático popular e independiente en la vida del país.
6] Conquistar nuevos espacios y derechos para que el pueblo trabajador logre mejores niveles de vida.
7] Encauzar el descontento popular y en un momento superior tomar el poder con una lógica que ya no sea puramente declarativa, utópica e impráctica, sino basada en la propia lógica de la historia de México y en la de países donde fuertes contingentes de la clase obrera tienen una perspectiva reformista que implica una profunda y consistente formación política e ideológica revolucionaria, que dé a las reformas el papel que les corresponde dentro de un proceso mucho más complejo —realmente revolucionario— en que la clase obrera habrá de distinguir entre reformas, lucha política y lucha por el poder, no sólo para el cambio de sistema, sino incluso para el cambio de estructuras menos desiguales e injustas y hasta para la realización de medidas mínimas favorables a la democratización, la independencia y la justicia social, elementales y concretas, dentro del sistema.
8] Realizar todo lo anterior con un sentido de la lucha antimperialista por la democracia revolucionaria del pueblo trabajador, sin explotación del trabajo ni opresión de ningún género, con independencia del imperialismo y de cualquier centro internacional de poder, incluso potencialmente aliado, pero al que la izquierda mexicana no puede subordinar ni sus líneas tácticas concretas ni sus proyectos de un socialismo democrático propio, todo lo cual no implica ni el desconocimiento del papel importantísimo que cumplen a nivel histórico mundial los países socialistas encabezados por la URSS para la coexistencia pacífica y el desarrollo histórico del socialismo, ni menos aún el olvido de la solidaridad necesaria con los pueblos y Estados socialistas, de transición al socialismo o de democracia revolucionaria, o con los movimientos correspondientes, desde Cuba hasta Vietnam, desde Nicaragua hasta Angola, desde El Salvador y Guatemala hasta Palestina, para citar algunos de ellos hoy en una primera escena de la lucha.
Los objetivos anteriores resultan muy importantes para individuos y organizaciones que no ven en ningún partido —por sí solo— la necesaria conjunción de fuerzas autónomas del pueblo y el obrero, democráticas, antimperialistas y socialistas. Al mismo tiempo, subsisten problemas que nadie ignora:
1] El PPS y el PMT presentaron resistencias especiales —ideológicas y tácticas— para sumarse y aún más para integrarse.
2] Las divisiones o diferencias de la izquierda entre partidos que se fusionen, y en el interior de los mismos, seguirán siendo una realidad. Ésta implica una respuesta mayor al mero derecho de las minorías a expresarse. Requerirá la organización del debate, del análisis e incluso de la discusión con grupos o núcleos alentados a ejercer la libertad de pensar, investigar, hablar, escribir, pero con la obligación de expresarse bien, empleando términos exactos, datos y razonamientos fundados y veraces, y formas de camaradería, cortesía y respeto a las personas y los grupos. La izquierda tendrá que fundar así una nueva cultura teórica y práctica de la libertad desde el seno mismo de sus organizaciones. Y algo semejante ocurrirá en el terreno de la democracia a la vez representativa y ejecutiva, de asambleas y delegados de congresos y comités centrales. La izquierda tendrá que crear una nueva teoría y práctica de la elección, la representación, el consenso y la fuerza disciplinada, libremente consentida y delegada para impedir la anarquía o la falta de capacidad ejecutiva, tan necesaria a todo partido.
3] La elaboración del programa exigirá un criterio amplio, de larga duración aunque se ajuste en el tiempo, y también con medidas a corto plazo y concretas, expresadas como plataforma electoral frente a las abstractas, demagógicas o ilusorias, que resultan tan habituales y necesariamente superables, concretables, definibles en actos de masas y también de gobierno, en que aquéllas presionen para actos legales de éste, mientras éste conserve un mínimo sentido de la Constitución Política y de la constitución social de la República.
En todo caso subsistirá una presión objetiva por la unificación de la izquierda como dialéctica de su debilidad, de su división y de las amenazas que pesan sobre el pueblo, los trabajadores y el país.
La unificación de las fuerzas socialistas puede abrir una nueva etapa en la historia de México, puede iniciar la formación de un nuevo sistema político. Su estructura y funcionamiento, su composición de pueblo y clase, su ideología para las luchas democráticas y nacionales inmediatas, y de preparación para las más profundas, complejas y revolucionarias que lleven al socialismo y a un socialismo democrático, puede ser la organización más significativa para defender hoy, con el pueblo y el trabajador, la democracia, la soberanía y la fuerza de la nación.
Septiembre de 1981