El nuevo sexenio empieza, en apariencia, como los demás, con las elecciones presidenciales. Pero en el fondo, lo que hoy se juega es el poder. Y cuando el poder está en juego lo que se elige es la fuerza del pueblo o la represión contra el pueblo. Por supuesto que muchos políticos querrían que las elecciones se limitaran al voto en las urnas y a los actos que lo acompañan. No desean ni siquiera pensar que el Estado en México ha llegado a un punto en que, quieran o no, se va a plantear la verdadera alternativa: o una política respaldada por la fuerza del pueblo, o una política abiertamente antipopular. Y sin embargo, sólo las fuerzas democráticas más lúcidas hablan del asunto y se preguntan qué hacer para impedir la alternativa represiva. Jorge Alonso ha planteado el problema con la mayor claridad: “Si la estructura de poder está debilitada y las fuerzas populares todavía no cuentan con la organización consciente para llenar ese vacío, no por ello se debe dejar abierta la puerta a la alternativa represora”.
La expresión de las demandas populares en el Estado y la satisfacción de demandas populares por el Estado resultan cada vez más débiles, ilusorias o demagógicas, pero sobre todo, son cada vez más contradictorias. Un Estado surgido de una gran revolución popular, inserto en las tendencias del desarrollo de un capitalismo monopólico, ve cómo las medidas de sus distintos sectores e instituciones entran en choque con las demandas del pueblo, con los objetivos nacionales fijados por el pueblo, con los objetivos sociales del propio Estado, o con las demandas del gran capital y con sus objetivos antinacionales, antisociales, de efectivismo especulativo.
Hay, así, contradicción y crisis entre la política exterior y la política interna; entre el estímulo a la antiproducción (a la especulación) y el consumismo galopante; entre la política de inversiones, gastos y concesiones “sociales” y el endeudamiento externo que ya ha rebasado puntos límites; entre la corrupción y el poder del Estado, que se mella cuando la corrupción crece ¡y también cuando disminuye!; entre la intervención del Estado en la economía y la debilidad del Estado ante los grupos financieros y económicos que cada vez viven más de aquél; entre la política de masas del Estado y la crisis de las organizaciones de masas del Estado, que no pueden resolver los problemas mínimos para mantener su fuerza de base y que no pueden democratizar sus procedimientos internos; y, en fin, entre el débil sistema de partidos vigente, el abstencionismo estructural incontenible y la oposición sin alternativas de gobierno, dividida en un número de partidos tal que disminuye su propia posibilidad de presión política, popular y democrática, mientras se ve embarullada por la penetración gubernamental de que es frecuentemente objeto.
Las contradicciones de cualquier política popular, nacional y democrática del Estado se manifiestan sobre todo en el campo de la ideología oficial y de las medidas concretas (legislativas, ejecutivas, judiciales) que podrían fortalecer a aquélla y que no se dan en los hechos. Se advierten en la ausencia de medidas de gobierno para una reforma fiscal redistributiva, para el incremento del sector público y social de la economía, para el incremento de la producción de bienes de consumo popular, para el control de la cultura consumista televisiva y la reformulación de un modelo ideal de la vida, mucho más sobrio y mucho menos miserable, para el incremento puntual de la participación política, económica y cultural de la población actualmente marginada, para la eliminación de la situación colonial de los grupos indígenas, para la implantación de un salario mínimo —directo e indirecto— que satisfaga las demandas vitales de la población de más escasos recursos, para la sustitución de la corrupción como base general de una acumulación y una dominación cuyo beneficiario principal es cada vez más el capital especulativo.
Cualquier proyecto de ley (concreto, práctico) que trate de resolver cualquiera de esos problemas, plantea la cuestión del poder, y mientras es visto con ilusión modernizante o tecnocrática por la mayoría de los políticos, ninguno de ellos plantea abierta y sistemáticamente el verdadero problema, que consiste en que no se pueden dejar de aplicar esas medidas en la actual correlación de fuerzas y no se pueden aplicar esas medidas con la actual correlación de fuerzas, lo cual por lo menos supone que por el intento de aplicarlas o la decisión de no aplicarlas estamos en vísperas de un cambio en la correlación de fuerzas, institucional o antinstitucional.
El pensamiento conservador y reaccionario es sensible al problema. En sus amuralladas cavernas exige una política “más coherente”, empleando la lógica de poder, adobada con las viejas fórmulas de la hipocresía elegante, expresada sottovoce con el lenguaje de la fuerza y la violencia. Su crítica a la demagogia, al populismo, a la falsa democracia, al nacionalismo, a la corrupción se parece a la de la izquierda, salvo en dos puntos: el de la lógica de poder, que tiene, y el del interés general, nacional o social, del que carece y al que tacha de anticuado o demagógico.
El pensamiento progresista deja de serlo en el momento en que plantea sus objetivos sin una lógica de poder. Su crítica de la demagogia, a diferencia de la reaccionaria, es para que se hagan efectivos los ofrecimientos al pueblo; su crítica al populismo es para que aumente la autonomía ideológica y política de la clase obrera; su crítica a la falsa democracia es para que ésta no sólo derive en verdadera democracia política, sino social y económica; su crítica al nacionalismo es para que la lucha antimperialista busque su raíz profunda en el pueblo trabajador; su crítica a la corrupción es para que ésta se ataque como forma de gobierno y como modo de acumulación de capital.
La crítica progresista, en general, es muy distinta de la crítica conservadora. Sabe que para alcanzar sus objetivos tiene que vencer el poder de oligarquías y burguesías, tiene que mellar ese poder y, en última instancia, tiene que sustituir ese poder. Y para mellarlo o sustituirlo, se plantea como única alternativa el problema del poder del pueblo y de la clase obrera dentro del pueblo, de su estructuración, articulación y organización, del incremento de su conciencia, educación y cultura política.
Entre esos dos extremos, una serie de conservadores a medias y de progresistas a medias quieren hacer una política de poder sin poder, sin cambiar en su favor la correlación de poder ni pensar en las luchas y en el tipo de luchas necesarias para lograrlo. Para ello encuentran dos soluciones: hablan del “interés general” sin tomar ninguna medida práctica (y entonces son demagogos hasta sin quererlo) o hablan del “interés general” sin pensar en ninguna medida práctica que cambie la correlación de fuerzas, y entonces son ilusos hasta sin saberlo (la posibilidad de que sean, a la vez, demagogos e ilusos suele también darse). Unos y otros, en todo caso, no cambian la realidad para que sea “realista” alcanzar objetivos generales, nacionales, sociales, que “no es realista” alcanzar dada la correlación de fuerzas “natural”, en que lo real de la crisis no se advierte como real histórico con construcciones, con determinismo en los que hay márgenes de libertad para la acción de las masas, para la política del pueblo trabajador y en que si no las hay, el pueblo y sus organizaciones las crean, aunque con una legalidad que rompe unas leyes ya rotas en la práctica, en los hechos constantes y coyunturales por las propias clases que defienden las formas legales para no cumplirlas “realistamente” y que violan esas mismas formas para reconocer e impulsar “realistamente” sus intereses particulares.
Pero, ¿cómo?, se pregunta uno concretamente, ¿cómo va a ser posible mantener nuestra política exterior —de distensión, no alineación, de apoyo a los movimientos liberadores del Caribe, Centroamérica y otras regiones del mundo— si, al mismo tiempo, no se hacen modificaciones sustanciales en el interior de un país cada vez más desigual y dependiente y, por lo tanto, cada vez más vulnerable ante las políticas desestabilizadoras y represivas de la camada más reaccionaria del imperialismo? (¿No será mejor que nos limitemos a tener buenas relaciones con Estados Unidos y nos olvidemos de la no intervención, la autodeterminación de los pueblos y todos esos principios obsoletos?, preguntan los conservadores.) ¿Cómo vamos a seguir aumentando precios y luego salarios y luego precios sin que venga una desorganización en todos los canales de la producción y la economía?
¿No es, acaso, indispensable una política de control de precios, respaldada por una política de aumento de la producción de bienes y servicios de consumo general, debidamente apoyada en una política financiera y de comercialización, que controle la especulación en el financiamiento con el financiamiento público, en la comercialización con la comercialización pública y social, en la producción con la producción pública y social? ¿Y para ello no es indispensable la mayor intervención, del Estado y de las organizaciones populares, en el sector público, el sector social y el sector privado de la economía? (¿No es necesaria —se preguntan los conservadores proponiendo como remedio la enfermedad— la libre actuación del mercado, es decir, de los monopolios y el control de los salarios, con medidas enérgicas contra los trabajadores?) Para impedir los peligros de desestabilización (golpista y partidaria de un régimen puramente autoritario, al estilo chileno), ¿no es necesaria una política de inversiones, gastos y concesiones sociales, combinada con otra que aumente la productividad de la infraestructura agrícola e industrial disponible, así como el desarrollo de una alta tecnología y de una industria de bienes de capital, tareas que el país ya está en posibilidad de emprender, aunque ciertamente el proyecto afectaría grandes intereses del capital especulativo e importador, y encontraría en lo inmediato hasta la ceguera del propio capital productivo, hoy acosado por las altas tasas de interés y la especulación galopante con sus insumos?
¿Es posible continuar una política de negociaciones y concesiones con los trabajadores organizados, y de inversiones y gastos sociales, que no sólo mantenga lo alcanzado hasta ahora sino aumente beneficios y beneficiarios en la población participante y en la aún muy numerosa marginada? ¿Es posible semejante política sin una reforma fiscal que provea los recursos indispensables, sin un incremento de la producción y la productividad, sin un control de precios, sin una reorientación del financiamiento hacia la producción y sin descansar ya sobre un endeudamiento externo que hasta ahora ha servido para mantener el statu quo de la política de salarios, gastos e inversiones, junto con altísimas tasas de utilidades, y que ha llegado a una situación tope en que el servicio de la deuda exterior absorbe más del cincuenta por ciento de nuestras exportaciones y nos coloca al filo de la represión como solución? (Así, como en Chile, ¿no hay que acabar con las huelgas, los sindicatos, el gasto y la inversión pública de beneficio social, con la educación pública, la salud pública, la seguridad social?, se preguntan los friedmanianos penitentes y con ellos quienes buscan una política ya liberada de toda traba social para una mayor concentración del gran capital a costa de las medianas y pequeñas empresas y del conjunto de la economía nacional.)
¿Es posible continuar con esa corrupción que, de arriba hacia abajo, se extiende a todo el organismo social estableciendo canales de transferencia y complicidad en los procesos de acumulación y dominación, y que ha llegado a un estado tal que pone en jaque al sistema legal mismo, para sustituirlo por un sistema de facto en que el que más pueda sea el que más corrompa, y los que más puedan sean los que están desorganizando más la producción, el mercado y la legalidad del gobierno para sustituirlos por la especulación, la extorsión, la exacción, el despojo, el desalojo, la expoliación y otras formas de acumulación violenta, que siente las bases para un gobierno universal-represivo, y para la eliminación de las ya debilitadas —pero aún existentes— conquistas populares en materia de derechos nacionales, sociales e individuales? ¿Y es posible enfrentarse a la corrupción, cuando es una forma de gobierno por consenso cómplice que busca conservar desde los grandes hasta los pequeños corruptores o corrompidos, conservadores ladinos que ven en esa forma de la inmoralidad la manera de ser del mexicano, y de la lucha por la vida en “nuestro México”, que “es así”?
¿Es posible que siga la corrupción creciente sin que haya una crisis nacional, y es posible impedirla sin que haya una crisis de la actual estructura de poder y acumulación? ¿No es, acaso, la universalización efectiva de la ley y de las normas un problema que implica otro modelo de acumulación y de dominación, incluso dentro del propio sistema de economía mixta, y no supone la implantación de un régimen legal universal, una multiple política jurídica, ideológica, cultural, psicológica, moral, que hagan suya las masas y las organizaciones de masas, los dirigentes, los ideólogos de una renovación nacional, popular y democrática que tendría las características de un inmenso movimiento de sindicatos, ligas, partidos, capaz de llegar a la vida ciudadana por la familia, la escuela, la televisión, la prensa, la radio, el libro? (Risa irónica de los conservadores sin saberlo.)
Tal vez, de todas las contradicciones, sea ésta la principal que el país confronta como sociedad civil y Estado, la que expresa una lucha de clases en que las clases mismas, populares y proletarias, sufren de cierto escepticismo o cinismo frente a la posibilidad de superar la práctica moral acostumbrada y el sistema vigente de acumulación-dominación-corrupción al que muchos pobres de alma también toman como natural, necesario, humano o “muy mexicano”, sin advertir su carácter histórico, su génesis en la negociación social de un neocapitalismo neocolonial, que se vio ligada a la corrupción como forma de acumulación y como forma de dominación, con entendimiento, concesiones, transas, arreglos en que la transferencia del excedente, ilegal, ocultada y vergonzosa, amable y cínica (pero con respeto), permitió a las grandes empresas altas tasas de acumulación y a los gobiernos formas importantes de dominación, con consenso cómplice, individual o social, en las propias bases.
Acabar con la corrupción como sistema de acumulación-dominación es muy distinto a plantear el problema en términos puramente moralizantes —a la moda—, que por superficiales y de boca para afuera no pueden acabar con nada, o en términos autoritarios-represivos —reaccionarios— que con el pretexto de acabar con la corrupción quieren eliminar la negociación y concesión sociales, para legalizar la represión y la acumulación salvaje al estilo sudamericano.
En todo caso, como problema general que tiene que buscar puntos de partida para su solución, éste no sólo plantea, como los demás, la necesidad de elegir una política de poder distinta a la vigente y un modelo de acumulación que supone una reestructuración del poder económico (estatal, social, privado) con un mayor peso del poder del pueblo en la economía pública y social, y en la determinación de la política económica nacional, sino que plantea el problema de los actores de semejante proceso. Esos actores, obviamente, aparecen entre algunos grupos políticos del propio gobierno y de las organizaciones obreras oficiales, conscientes de la gravedad del problema pero incapaces de alterar la política de poder y acumulación actuales, por hallarse envueltos —ellos mismos—, desde antes de la elección, en las propias mallas de una corrupción que, si muchos directamente no practican, sin embargo los domina y acalla, obligados, como están a menudo, a hacerse de la vista gorda por “realismo” político y porque “así son las cosas”.
La lucha se hace también difícil para los propios partidos políticos progresistas. En muchos de sus cuadros y bases domina también la cultura de la transa y el arreglo (“vámonos arreglando”) y hasta los más rigurosos generalmente no tienen la teoría práctica de una política alternativa que también sea una política de poder. Semejante confluencia sólo se da por lo general —en México y otros países del mundo— en pequeños grupos revolucionarios que suman a una moral clarísima la decisión de una lucha lúcida y fuerte por alcanzar el poder. Pero esos grupos todavía no se avizoran o expresan de manera clara, o al menos no han dado a conocer su pensamiento moral en forma manifiesta.
El país se encuentra así en una etapa pionera, precursora, en la cual de sus más distintos ámbitos surgen clamores para que se haga la otra elección: la elección de un nuevo modelo de acumulación que elija u opte por fortalecer el poder del pueblo contra el de la cada vez más soberbia oligarquía del gran capital. Dentro de esa situación, y al nivel de las elecciones, en medio de una atomización relativa de las fuerzas progresistas, el papel del PSUM resulta central. En torno a ese partido se aglutina la mayoría de las fuerzas progresistas independientes, las que pueden presionar por una política a corto plazo en que se elija la alternativa no represiva, democrática.
Incapaz de triunfar en las elecciones para los altos puestos del Ejecutivo, incapaz de cambiar por sí solo la correlación de fuerzas en favor de la alternativa popular, el PSUM es sin duda, entre todas las organizaciones progresistas, el partido que tiene mayor capacidad para iniciar el proceso de cambio dentro de un esquema revolucionario de acumulación de fuerzas; esto es, consciente de que las luchas a corto plazo. —reformistas— no pueden comprometer las luchas a largo plazo, mucho más profundas y radicales, y que exigen organizaciones autónomas capaces de enfrentar los problemas que la lucha por el poder plantea. Desde ahora el PSUM tiene una responsabilidad notoria en la elección de otra política de poder y acumulación, que pugne por un mayor peso del pueblo en los aparatos del Estado y en las decisiones del Estado, con autonomía del Estado.
A la política electoral del PSUM y a los triunfos que obtenga en el Congreso, añadirá ese partido, con muchos a los que ahora enfrenta, la presión-concreción de demandas, con actos de masas y proyectos de ley, y con nuevos esfuerzos por forjar una coalición postelectoral de amplias bases sociales, que se encuentre ante situaciones relativamente distintas a las del frente obrero-campesino pre-cardenista, parecidas porque todavía no tendrá la fuerza para asumir por sí solo el poder, y distintas porque obligado, como aquél, a una negociación política con el Estado (y no hay otra; o se toma el Estado o se negocia con el Estado), deberá y podrá mantener su autonomía del Estado, ahora sí, a toda costa, para llevar a cabo una política de educación ideológica, hegemónica, que convierta en un nuevo “sentido común” la lógica del poder ligada a la lógica de la moral revolucionaria, bajo programas ampliados y concretados en cada coyuntura o etapa de la lucha, fundados en una perspectiva teórica internacional e interna que distinga con claridad las prioridades revolucionarias, diplomáticas e intelectuales de la lucha por la liberación de los pueblos, la democracia y el socialismo, abandonando el marxismo esquemático de tipo stalinista, sin quedarse en la crítica sin poder, característica del más mediocre eurocomunismo, y que en el proceso revolucionario nacional y latinoamericano destaque la categoría del pueblo trabajador y de las nuevas coaliciones revolucionarias, por encima de una mera lucha de clase contra clase, y de una ficticia clase obrera, idealizada a imagen de sus antecesoras que no vivieron el neocapitalismo, mientras la actual, aunque no jugara desde el principio el papel central aglutinante del proceso, tendrá sin embargo —en lo interno e internacional— el papel principal y más significativo para la concreción y profundización de los triunfos alcanzados y para el establecimiento de una nueva sociedad y de una nueva democracia en que la socialización de los medios de producción y la injerencia del pueblo trabajador en las principales decisiones económicas, sociales y culturales, serán la clave para eliminar las injusticias y las aberraciones que impone arbitrariamente a toda sociedad el afán de lucro del capital monopólico, crecientemente especulativo, antinacional, antisocial y reaccionario.
No será sólo el PSUM, ni la coalición que representa, la base de una nueva política interna que permita profundizar y ampliar nuestro apoyo a la liberación de los pueblos centroamericanos y del Caribe, o a los de otras regiones de América y el mundo, pero será la base de una coalición mucho mayor que aglutine, fuera y dentro del Estado, a las grandes fuerzas que permitan hacer las demandas sociales, las demandas políticas y las demandas nacionales por una democratización, una justicia social, una liberación nacional y una distensión mundial que sólo pueden forjarse en México y fuera de México, con el poder efectivo del pueblo.
Mayo de 1982