¿A dónde va México? (En el sexenio 1982-1988)

En el contexto de una crisis mundial, que de acuerdo con los pronósticos más serios tiende a agravarse, iniciamos una nueva etapa en el desarrollo del capitalismo en México. Esa nueva etapa comienza con la nacionalización de la banca, un acto histórico que afectó profundamente algunas de las estructuras del país en forma que hace doblemente difícil saber hacia dónde vamos, pues si de un lado no se conoce ni el alcance, ni la profundidad, ni el desenlace de la crisis mundial, de otro estamos inaugurando una política monetaria con banca nacionalizada sobre cuyos efectos reales en la economía tenemos pocos precedentes.

En el periodo prenuclear el desenlace de las crisis generalmente derivó en guerras mundiales. Hoy no puede descartarse ese final que los más sesudos estadistas ven como un hecho posible que implicaría la destrucción del planeta. Pero si descartamos esa posibilidad, y si las fuerzas contrarias a ese tipo de guerra logran imponerse, el futuro es más incierto por lo que se refiere al desarrollo de las reformas y las revoluciones, del triunfo de regímenes altamente represivos en los países industrializados, y del incremento de las guerras contra los pueblos del Tercer Mundo o entre ellos.

Hoy no es fácil la política de reformas ni la de represión generalizada en Europa o Estados Unidos, como no es fácil la revolución ni en esos países ni en otros más o menos industrializados del Tercer Mundo, y también es difícil la conquista. Las dificultades son estructurales. Parecen mayores para las reformas o la represión en Europa o Estados Unidos. Son relativamente menores para los movimientos revolucionarios y las intervenciones militares en los países del Tercer Mundo que sufren una crisis general, con ventaja que favorece a los movimientos revolucionarios.

En todo caso la correlación de fuerzas actual va a cambiar en el mundo, y no sólo en el Tercer Mundo, sino en el Primero y en el Segundo, y aunque posiblemente siga cambiando con mayor profundidad en los países de la periferia del capitalismo, son de esperarse cambios importantes en sus centros hegemónicos y en el propio bloque socialista. Mientras tanto, México se encontrará en la zona de ataque o de “Seguridad Nacional” de Estados Unidos; y la política de la administración Reagan, y de las fuerzas que representa, hace y hará todo lo posible por cambiar la correlación de fuerzas a su favor con dos objetivos: uno, que la política exterior mexicana no siga ayudando a un cambio en la correlación de fuerzas que es desfavorable a Estados Unidos —como el centroamericano y el caribeño—, y, otro, que la política interna de México no siga presentando los obstáculos nacionalistas y socialdemócratas que hasta ahora ha presentado, y que constituyen un freno al incremento de la tasa media de ganancia de las transnacionales y a los modelos que aplican para una mayor concentración de capital.

El Estado estadounidense y sus representantes no encuentran en la coyuntura actual otro arte de gobernar que la aplicación de un pensamiento llamado neoconservador, cuyo sentido concreto busca asegurar la reproducción ampliada del gran capital de Estados Unidos, en el terreno de los mercados y la producción que controlan y están decididos a controlar monopolios y oligopolios nacionales y transnacionales. De las múltiples medidas —políticas, militares, culturales, económicas— que el actual gobierno de aquel país aplica con mayor consistencia que el gobierno anterior, la necesidad de proteger y ampliar, con la producción y los mercados de los monopolios, su tasa de utilidades y su necesaria concentración de propiedades y poder es, más que un objetivo único, el más significativo e importante para entender su política económica, militar, ideológica y el impulso que tiende a cambiar la correlación de fuerzas en México.

La nacionalización de la banca no fue un acto dictado por el capricho de un presidente, como está de moda decirlo, ni fue tampoco un acto determinado por una voluntad personal casi heroica, como parecieron indicarlo en sus elogios algunos de los que hoy lo critican. La nacionalización de la banca obedeció a esa dialéctica de coalición y clase que caracteriza al Estado mexicano surgido de la Revolución, una dialéctica por demás compleja e inexplicable cuando sólo se hacen análisis de coalición o sólo se hacen análisis de clase. El presidente López Portillo tuvo el talento de entender que el país se volvía ingobernable si no nacionalizaba la banca, y tuvo la decisión de usar una Constitución que lo facultaba para ello y que correspondía a la Constitución real del Estado. El carácter constitucional del acto es innegable. Formalmente no sólo tenía una fuerza difícil de rebatir, sino que se consolidó del todo con la reforma constitucional que el presidente llevó a cabo en los últimos tres meses de su gobierno con el apoyo de las legislaturas nacional y de los estados, y sin objeción alguna por parte del Poder judicial, antes con algunas muestras de respaldo. Y si eso ocurrió desde el punto de vista formal, desde el punto de vista de la estructura real de poder, la nacionalización no sólo encontró el apoyo entusiasta del PRI y el Congreso del Trabajo, sino el del propio ejército en cuyas altas filas no pudo advertirse ni la menor disidencia. La nacionalización unificó en torno al gobierno incluso a los partidos de izquierda que, con reservas y todo, la apoyaron también. Por momentos hasta pareció que la lucha de clases había sido eliminada de México (y del mundo).

En realidad el presidente no sólo interpretó bien la Constitución y la correlación de fuerzas del Estado y la oposición, sino la correlación de fuerzas mundial en la coyuntura. Los banqueros apenas contaron con un débil respaldo del PAN, e incluso fueron repudiados por sus colegas europeos y de Estados Unidos. El apoyo de éstos a la medida del gobierno mexicano no sólo se expresó en sus grandes diarios, como el Financial Times, sino en la política sorprendentemente conciliadora y comprensiva de uno de los gobiernos más conservadores que ha habido en los Estados Unidos.

Con todas las contradicciones en que incurrió el gobierno de López Portillo, la reforma administrativa que acabó con el superpoder del secretario de Hacienda, la reforma política que dio legitimidad a los comunistas y otras fuerzas de izquierda para la lucha electoral y parlamentaria, y que legitimó al propio gobierno consolidando en México una de las pocas naciones en que no hay terrorismo ni guerrillas, y, en fin, la nacionalización de la banca, que dio un peso enorme a la propiedad pública de los medios de producción y a su posible uso para una política nacional y social mucho más avanzada, democrática y popular dentro del propio capitalismo, fueron medidas que expresaron, a través del Ejecutivo, el poder de las fuerzas sociales democráticas, nacionales y populares insertas en la coalición estatal. Como todo ello ocurrió en un sistema social en el que, con el capital financiero y las transnacionales, domina una burguesía pública y privada, negociadora y negociante, que no sólo conoce las reglas necesarias para manejar un Estado ingobernable sin el refrendo de ciertos compromisos populares y nacionales, sino las que implica una política de acumulación frecuentemente primitiva —en el sentido económico del término—, salvaje —en el sentido político—, y corrupta en el sentido moral, económico y político, la nacionalización sólo por un momento y para los más ingenuos apareció como un acto de gobierno que ocurría al margen de la lucha de clases.

La izquierda que no maneja el análisis de coalición y clase no entendió nada de lo que ocurría: pues cómo, si el Estado es un instrumento del gran capital —y sobre todo del capital financiero—, ese instrumento expropia precisamente al capital financiero; o cómo, si es un gobierno de mera alianza de campesinos, obreros y sectores populares, toma una medida contra el capital financiero que es elogiada y respaldada no sólo por esos sectores, sino por el capital financiero internacional. Limitándonos a esta segunda pregunta, para no irnos a la historia de la coalición que forjó al Estado y sufrió las andanzas y contradicciones a que la someten sus propias estructuras y las del desarrollo del capital monopólico, es necesario detenerse en la extraña coincidencia de un acto como la nacionalización de la banca, apoyado por las fuerzas populares, obreras y de izquierda, y también por el capital financiero internacional. La extraña coincidencia no fue total. Ciertamente las fuerzas populares y de izquierda apoyaron la nacionalización con entusiasmo, y cuando presentaron sus reservas éstas fueron muy distintas y aun opuestas a las del gran capital. En cuanto a los círculos financieros y los gobernadores que dominan al Fondo Monetario Internacional, más bien parecieron aceptar la nacionalización como un mal menor. Parecieron pensar que no era conveniente que quebrara México, ni posible en ese momento desestabilizar al país. Su aceptación del hecho consumado la hicieron pensando en la actualidad y en el futuro. En la actualidad no querían la quiebra de México, que podía provocar la de sus bancos; no podían intentar la desestabilización de un país que presentaba un gran frente gobierno-pueblo, y al que, de poder desestabilizarlo, lo llevarían a la crisis que no querían. Con gran sangre fría, las transnacionales pensaron en la crisis que sí querían, en el manejo de la crisis con los procedimientos y los métodos más favorables en las condiciones concretas de México, los que podrían cambiar esas condiciones en su beneficio, y hacer de la crisis y la superación de la crisis algo que los beneficiara.

EL ESPECTRO MONETARISTA

La “carta de intención” con el Fondo Monetario Internacional y el discurso de toma de posesión del presidente De la Madrid parecieron confirmar que la lucha de clases había desaparecido en México y el mundo, o que en ella el gobierno mexicano saliente y entrante tomaban las mejores posiciones posibles como representantes del pueblo en general y de una política del pueblo. La contradicción entre la carta y el discurso, de un lado, y de otro el gabinete económico-bancario, pareció sin embargo evidente, y se hizo todavía más clara con las medidas de diciembre.

Si dejamos la crítica de los presidentes del pasado a los historiadores, e intentamos un análisis crítico, lo más serio que sea posible, de la política del presidente De la Madrid —y de este mes de diciembre que termina—, podemos explorar algunos fenómenos, que no por los peligros que implican en cuanto a los errores que eventualmente comentamos, sino por los de una lucha de clases incontrolable para las fuerzas nacionales, resultan mucho más importantes y significativos que cualquier hecho del pasado. Pocos meses en la historia de México como este diciembre del presidente De la Madrid han visto un mayor cúmulo de acuerdos, decretos y proyectos de ley emitidos por un jefe de Estado. El sentido concreto de los mismos y de sus limitaciones reales no es fácil de desentrañar. Hasta los observadores más experimentados se hallan desconcertados. Con el propósito de buscar ese sentido y de ver no sólo las bondades, sino los peligros ciertos e inciertos de algunas de ellas, pensamos que lo mejor sería formular tres tipos de hipótesis con las cuales busquemos explorar sus consecuencias: la monetarista, la formalista y la moralista. Esas tres hipótesis parecen encontrar cierta consistencia en el desarrollo actual y probable de las luchas de la sociedad y el Estado, de la nación, la coalición estatal y las clases, y pueden ayudarnos a ver sus implicaciones a nivel internacional.

Es evidente que —carta de intención aparte— muchas de las medidas tomadas corresponden a una política monetarista. A partir de esa hipótesis, al incremento de la gasolina y otros productos, seguido de una nueva devaluación de la moneda, sucedería el año próximo una política de topes salariales, que con las restricciones al presupuesto de egresos e inversiones no sólo generará menores ingresos en bienes y servicios para la población trabajadora, marginada y de clases medias, sino mayor desempleo. Este último se verá incrementado a su vez en el sector privado con el retiro de los sistemas de protección y de subsidio (en nombre del eficientismo) a los medianos y pequeños empresarios, que son los que por cierto generan mayor empleo. La fe casi chilena (del Chile oficial) que muchos de los dirigentes de la economía y la banca nacional ponen en las ideas de uno de los hombres más mediocres en la historia del pensamiento económico, como es el señor Friedman, la arrogancia intelectual y política con que descartan cualquier crítica a su fe en ese y otros monetaristas, más que permitir enjuiciarlos por un mal plan y una mala política económica, obliga a que otros piensen lo que esa política realmente encierra y lo que la ha llevado a ameritar los máximos elogios de los mass-media y de los círculos sofisticados de la legitimación académica neoconservadora. Las tesis monetaristas son de tal modo insostenibles, y en el corto y largo plazo producen efectos tan contrarios a los supuestos, que uno se pregunta cuáles son los efectos que sí producen y por los que ameritan tanto apoyo. La gran lógica del monetarismo es la de la concentración del capital y del aumento de la tasa media de utilidades de las grandes compañías, a costas de las medianas y pequeñas empresas, de los empleados y trabajadores de los pueblos del Tercer Mundo y de las poblaciones “marginadas” o sobreexplotadas. El monetarismo tiene distintos efectos en los países altamente industrializados y en los dependientes. En aquéllos no sólo provoca concentración de capital y aumento de la tasa media de utilidades de las grandes empresas, sino renovación y producción tecnológica. En éstos logra más o menos los mismos efectos, pero para beneficio, sobre todo, del capital extranjero de las grandes potencias y sus empresas exportadoras de tecnologías.

Con la banca nacionalizada y la política monetarista, el capital mono-pólico transnacional y el conjunto de banqueros que domina al Fondo Monetario Internacional pueden ser los principales beneficiarios, una vez eliminado el capital financiero local, y eso explica el que pacientemente hayan apoyado la nacionalización a reserva de presionar con nuevas políticas inflacionarias, devaluatorias, eficientistas, de libre mercado (con ingreso al GATT), y de salarios tope. Para ello cuentan con toda una burguesía nativa, psicológicamente cómplice, y con toda una tecnocracia a la moda que cree en el “monetarismo” y en el “realismo” de las presiones del gran capital y de Estados Unidos como única política y única realidad. Es posible que al margen de la “carta de intención” —abstracta— se hayan adquirido compromisos concretos en materia de precios-salarios, gastos sociales-inversiones, comercio libre de monedas y mercancías. Es posible que se haya creído que eran las mejores medidas y los mejores compromisos. El efecto que pueden tener, por toda la experiencia anterior, es el señalado, y no hay país que dé prueba de que con semejantes medidas baje la inflación y, tras el shock, arranque, nuevamente, la economía. Lo único que se da, de acuerdo con todas las experiencias, es la mayor concentración del capital —para el caso de las transnacionales—, el incremento de su tasa media de utilidades y la importación de tecnologías de que ellas se benefician.

A las presiones políticas, privadas, diplomáticas que pudo ejercer el FMI, se han añadido otras conocidas como “la guerra del dólar”, expresión exacta que en la ciencia económica forma parte de lo que se ha llamado la “guerra económica”. Es bien sabido que a principios de diciembre con un dólar se podía comprar en Estados Unidos el equivalente a lo que se podía comprar en México con 60 pesos. Sin embargo, el dólar empezó a venderse a 100, 120, 150 pesos. Explicar el hecho como un fenómeno meramente psicológico es quedarse en una de las variables más superficiales. La otra —la significativa— es que los bancos estadounidenses no aceptaron apoyar la equivalencia real y dejaron que la ficticia siguiera su curso. El gobierno de México no firmó con el de Estados Unidos un convenio de paz monetaria, y en lugar de dejar que precios y servicios fueran expresados en equivalencias monetarias, Estados Unidos fomentó una política por la que la moneda llamada dólar cada vez compra más bienes y servicios en México de los que compra en Estados Unidos para beneficio de empresarios y consumidores estadounidenses y sangría —con presiones inflacionarias— de los productores y consumidores mexicanos. Si la ficción siguiera, un día Estados Unidos podría comprar todo México con un dólar. Sin llegar tan lejos, la verdadera economía-ficción es una economía-saqueo.

EL ESPECTRO DE LAS FORMAS

Lo que está ocurriendo parecería indicar que la crisis va a acentuarse y no sólo en lo económico sino en lo político. La necesidad de controlar esa crisis se plantea de una manera especial a las fuerzas conservadoras y a las transnacionales. Para controlarla, de algún modo es necesario acabar con los últimos remanentes de un Estado fuerte, que fue capaz de nacionalizar la banca y que tiene compromisos sociales. Además les es necesario reformular el modelo de acumulación. Para el primer objetivo puede servir el formalismo, para el segundo el moralismo.

Uno de los ideales del pensamiento demoerático-liberal en México ha consistido en hacer real el proyecto de una democracia con equilibrio de poderes, federalismo efectivo y libertad municipal. Algunas medidas del actual gobierno parecerían indicar que se quiere convertir en realidad ese ideal. Pero, en lo concreto, ¿qué puede ocurrir? El presidente De la Madrid pidió simultáneamente, en iniciativa a las legislaturas, que se acortara el plazo entre elecciones y transmisión de poderes, y que el Poder Judicial adquiriera una mayor independencia del Ejecutivo. Al defender estas propuestas, se ha recordado que en otros países no hay un plazo tan largo para la transmisión del mando, y se ha invocado la necesaria soberanía del Poder Judicial. La lectura de ambas medidas fue doble: para muchos sonó a un reproche al régimen anterior. Si no hubiera tenido tanto tiempo no habría podido reformar la Constitución, y si los jueces hubieran sido más independientes se habrían opuesto tal vez a la medida. Para otros sonó a una propuesta que haría más funcional el plazo para el cambio de poderes y más acorde la independencia del Poder Judicial con un espíritu de desarrollo democrático.

Limitándonos a esta última perspectiva habría que estudiar las ventajas y desventajas de cambiar el calendario (en cuanto a un supuesto “vacío de poder”, a un mejor control de los procesos de desestabilización, etcétera), y la forma de alcanzar una mayor autonomía del Poder Judicial que estuviera relacionada con un incremento del control popular y nacional de la justicia, fenómenos ambos seriamente descuidados.

La federalización o descentralización de la educación nacional es otra medida, que parece acorde con los ideales de una democracia clásica que reconoce autonomía y soberanía a los estados que integran la República. El significado concreto de esta federalización, y el hecho de que haya empezado precisamente por la educación, plantean otro tipo de problemas. Según es bien sabido, en el mundo actual las crisis económicas se han convertido en un problema político. De ellas se hace directamente responsables a los gobiernos y éstos para deshacerse de responsabilidades en la disminución del gasto público descentralizan y municipalizan los servicios. Con ello se preparan para crisis más agudas y dejan que sean otros quienes carguen con las culpas. Ése podría ser un resultado concreto. Otro, el incremento de recursos para los grupos oligárquicos y los caciques regionales; otro más, la desintegración de la educación nacional y su suplantación relativa por la regional y local; otro, la eliminación del Sindicato Nacional de la Educación como fuerza nacional y estatal, no por lo que tiene de malo sino por lo que tiene de bueno, no por sus controles autoritarios y oficialistas, sino por las presiones que el magisterio ejerce como la mayor burocracia intelectual del país, tanto en favor de sus intereses gremiales como de algunos generales de la nación; otro más, la pérdida de la educación hegemónica oficial, que combinada con las tendencias separatistas e integracionistas que surgen en algunas oligarquías del norte puede plantear debilitamientos de la educación de la República, del poder de la República y, de hecho, rupturas importantes —a la derecha— del Estado-coalición. No digo que necesariamente vaya a ocurrir esto, digo que hay una alta probabilidad de que ocurra, y que es curioso que en una época tecnocrática en que el “análisis de sistemas” y el estudio de las “organizaciones complejas” revelan cómo la mayor eficiencia se logra con formas combinadas de centralización y descentralización, dependencia y autonomía, se esté proponiendo como modelo la administración de lo pequeño. ¿Qué planteamiento se ha hecho para una mayor democratización de la vida de los estados y municipios? Ahí está el problema. Ahí la verdadera solución a la libertad municipal, al respeto a la soberanía de las entidades federativas cuyos gobiernos representen pueblos, los sigan y los guíen. El formalismo no ve ni esos peligros, ni esos problemas, ni esas soluciones. Ignora toda una experiencia histórico-política en nombre de un conocimiento jurídico-filosófico abstracto, y con soluciones tecnocráticas muy discutibles que dejan de plantear en el centro del problema la cuestión democrática y del poder del pueblo: ningunea la cuestión política, no porque la suya no sea una política, sino porque es una política que no se preocupa heurísticamente por serlo del pueblo y sus organizaciones, y porque como tecnocracia relega aparentemente éstas a los expertos que a su vez ven como “reales” las fuerzas del capital monopólico, y como molestas, ilusas y ficticias las de los políticos llamados demagogos, que son los que quieren mantener o renovar los compromisos sociales del Estado, y a los que no acusan de ser demagogos porque no cumplen sino para que dejen de ofrecer; y a los que no acusan de políticos anticuados por anticuados sino porque quieren mantener los viejos vínculos del Estado-coalición.

EL ESPECTRO MORALISTA

El moralismo es la reducción de los problemas sociales a un problema ético, de cumplimiento con el deber y los valores de la conducta ideal, con independencia de consideraciones políticas y menos aún de consideraciones sobre los modos de acumulación y dominación. El problema de fondo está en los modos de dominación y acumulación. Para el caso, en México el poder de la coalición del Estado, entre otras formas, se estructuró mediante grupos rurales y urbanos, campesinos, obreros y burocráticos, que hicieron de la concesión, negociación y convenio un conjunto de estructuras en que los líderes luchaban por el poder, el ingreso y las prestaciones con el apoyo de bases o masas jerárquicamente organizadas, pero reconocidas y beneficiadas por su participación en la organización y su aceptación de una jerarquía a la que le acordaban el derecho de llevarse la mejor parte con tal de que a ellos les tocara algo.

Al sistema original de bandas, grupos, facciones encabezados por caudillos y líderes se añadió más tarde un sistema institucional de jure y de facto que hizo de la intermediación y los intermediarios, de los amigos y el compadrazgo, de los negociadores y concesionarios un sistema institucional formalizado por el derecho o la costumbre. Ese sistema se vinculó a los modos de acumulación primitiva de capital en varias formas: o mediante concesiones y subsidios a la pequeña y mediana empresa, y la conversión de los funcionarios en empresarios y concesionarios, o mediante concesiones y subsidios de mucho mayor envergadura al capital monopólico y las transnacionales.

Como sistema de dominación y como sistema de acumulación dejó fuera de los “beneficios” a una población inmensa de mexicanos conocidos hoy como “marginales”, población a la que en parte fue integrando en los “sectores” campesinos, obreros y populares organizados, beneficiando y concesionando a algunos de sus miembros conforme aumentó el excedente, se dio el desarrollo y se consideró por las clases y sectores dominantes que por realismo político y social, y para reproducir el sistema e impedir desestabilizaciones, era necesario ampliar los grupos beneficiados. Que semejante sistema —autoritario, clientelista y populista— dio lugar a la corrupción, incluso a la de carácter social, es un hecho del que no hay duda. Que esa corrupción benefició en buena medida a los sectores organizados, integrantes de la coalición estatal, es otro hecho irrebatible. Que de ella se beneficiaron los pequeños y medianos empresarios, comerciantes e industriales, y sobre todo las compañías transnacionales, con subsidios y concesiones directas e indirectas, es un hecho igualmente comprobable pero menos señalado. En todo caso corrupción, dominación y acumulación son fenómenos que no pueden ser atacados por separado. Como se ha dicho, la mayor corrupción en México son los veinticinco millones de mexicanos marginados.

Enhorabuena que se quiera atacar y acabar con la corrupción, pero para hacerlo es necesario reconocer, que contra la corrupción existen dos tipos de políticas, la que podríamos llamar de derecha que quiere acabar con las concesiones sociales e imponer un “Estado mínimo” sin responsabilidad social alguna, y la que podríamos llamar de izquierda que busca aumentar las concesiones sociales y el carácter institucional de esas concesiones, y disminuir las de las empresas, sobre todo las monopólicas.

Tal y como hasta ahora se ha venido planteando el problema, la solución peca seriamente de moralismo. A los funcionarios se les ha puesto en el banquillo de los acusados, empezando por los del gobierno anterior, a veces con fundamento, otras en forma casi esquizofrénica, pues se trata de los mismos que hoy están en la nueva administración. Al mismo tiempo se han lanzado proyectos de ley contra la “deslealtad en la información” y contra “el daño moral”, que con el expediente de imponer un respeto natural de lo confidencial e incluso secreto, característico de todo Estado, pueden frenar las corrientes de opinión interna características del Estado-coalición, y que con el pretexto de frenar los desmanes de “la prensa corrompida” pueden cegar las fuentes de información.

Nada se ha hecho en cambio para promover el diálogo crítico interno en las instituciones del Estado o para mejorar la información y los sistemas de información en los organismos gubernamentales, ni menos para reducir el ámbito de lo secreto y confidencial, que en México alcanza proporciones más altas a las de cualquier gobierno de un país más o menos desarrollado y democrático. No se ha planteado una nueva política de la información y la crítica pública, sino una nueva política del control a la información.

A los hechos anteriores se ha añadido la reducción de los salarios y prestaciones de los funcionarios públicos pero sin una nueva política de salarios y honorarios que abarque a la vez a la administración pública, a la banca nacionalizada y a la empresa privada, con lo cual no sólo se debilita socialmente a los funcionarios, en especial a los ligados a la política de masas, sino que se les coloca en una situación de desigualdad en que las leyes del mercado de trabajo y servicios harán que los mejores busquen a la iniciativa privada como el camino más idóneo para obtener los privilegios que la administración pública les niega.

Los impuestos fiscales hasta ahora aprobados siguen siendo ampliamente regresivos y aunque se complementen con otros al ingreso personal su impacto sobre las clases de menores ingresos y los grupos de ingresos fijos difícilmente será contrarrestado, y exigirá en todo caso el planteamiento de otra política de dominación y acumulación.

Si a los hechos anteriores se añade, con la tendencia manifiesta a restar autoridad a los funcionarios públicos, la ausencia de medidas positivas, consistentes, de renovación, modernización y democratización de las policías, al incremento de la inseguridad del Estado y la sociedad, se agregará el temor acentuado de los funcionarios y la privatización aún mayor de las policías.

Cuando se intenta una síntesis de las medidas de diciembre de 1982 se advierte la posibilidad de que vengan serios enfrentamientos en el interior del Estado y entre éste y la sociedad civil que, en todas y cada una de sus partes, parece amenazada por las distintas medidas, con exclusión solamente de Televisa y las transnacionales. El programa de gobierno y las medidas conocidas hasta ahora no sólo no aseguran la disminución de la crisis económica sino llevan necesariamente a su agudización y muy probablemente a su complementación con una grave crisis política y del poder del Estado, pero no en una forma que tienda a aumentar la organización, participación y poder de las fuerzas populares, campesinas y obreras, sino a su debilitamiento y con él al de los compromisos sociales del Estado y de su carácter de coalición o alianza.

No podría decirse que todo el esquema obedezca a un plan del capital monopólico; lo que sí puede decirse es que los políticos que quieren gobernar en forma “realista” parecen considerar por “realismo” que al único que no se puede afectar en nada es al capital monopólico, mientras están afectando, con sus medidas, a prácticamente todos los “sectores” del PRI, incluso a los funcionarios públicos, a la pequeña y mediana empresa, a los periodistas y profesores, a los intermediarios y mediadores y, desde luego, al pueblo trabajador y las masas marginadas, siempre manejando una noción formal de la democracia, la eficiencia, la moral y la economía, cuyos efectos concretos tienden a juntar en su contra a dos fuerzas: la legítima de un pueblo depauperado y en crisis, y la ilegítima de funcionarios, intermediarios y empresarios inmorales e ineficientes; y si estos últimos tienen capacidad de convocatoria o de respaldo, que agrupe legítimos descontentos populares, mientras los funcionarios ninguneados se encuentran cada vez más débiles y a disgusto, se producirá el desorden social más absoluto, cuyo desenlace será fatal: reordenar al Estado dentro de un modo de producción y dominación sudamericanos.

Las fuerzas progresistas de dentro y fuera del gobierno tienen que plantear otra política económica, no monetarista sino basada en la organización de la producción y comercialización del sector público y social de la economía, único camino para proteger, con la moneda, el empleo y el desarrollo, y con la soberanía nacional, la posibilidad de seguir haciendo negocios con las grandes potencias y las transnacionales pero en un plan de menor desigualdad, producto de nuestra mayor fuerza como nación y Estado. Las organizaciones y grupos progresistas tienen que plantearse con una nueva política de redistribución del ingreso —vía fiscal, vía inversiones, gastos y empleo— una política más eficiente para la producción y el empleo, más austera en el dispendio innecesario y de lucro, y más próxima a un modelo de acumulación en que el sector público y el social acerquen costumbre, ley y moral mediante nuevos sistemas de producción social y de dominación democrática, con disciplina libremente consentida y reconocida, base de la modernización y la sobrevivencia, y con concesiones al mundo capitalista internacional en que vivimos que impliquen reconocimiento de la economía social y pública que tenemos.

En la guerra económica actual no está al orden del día otra revolución en México, sino el fortalecimiento de la que heredamos, con democratización y disciplina de las organizaciones de masas insertas en el Estado, y con respeto a las que luchan en forma autónoma, tengan o no para el futuro mediato proyectos más radicales que los de la Revolución Mexicana. Si el Estado, sin saberlo, se destruye a sí mismo en sus bases populares, sociales y nacionales, esas fuerzas tienen que plantear la alternativa concreta de un verdadero proyecto económico para el control de la crisis, que nos lleve hacia un Estado más democrático, y hacia una sociedad realmente más justa y más libre.

En el gobierno actual parece haber dos discursos, uno patente y otro latente, uno socialdemócrata y otro liberal conservador; aquél corresponde al que dijo el Presidente el primero de diciembre; éste a las medidas monetaristas, formalistas y moralistas que está tomando. La contradicción entre uno y otro sólo se resolverá de manera favorable al primero —y al país— si las fuerzas progresistas y democráticas logran hacer explícita una política concreta que corresponda al México de la banca nacionalizada, y que más que descansar en la moneda descanse en la producción, y más que descansar primordialmente en las sanciones penales, formule y haga aplicar una nueva política de poder, acumulación e información y educación basada en la reforma o práctica del derecho civil y administrativo, y en el apoyo del pueblo, organizado dentro del Estado, o con autonomía del Estado.

Diciembre de 1982