71. Una celda de la que
no se sale nunca
Al año me enteré por los periódicos de la reaprehensión de Lino, quien en un estado de la República, poco después de haberse ido de Coyoacán, había conseguido trabajo, no recuerdo en qué empresa. Lino trabajaba en las minas de la ciudad de Pachuca antes de cometer el homicidio por el cual estaba encarcelado; era en ese tiempo pistolero de un líder y precisamente por esa razón de su “empleo” había matado, y como sus más caros deseos eran llegar a ser un líder, no desperdició la oportunidad de fomentar conflictos entre los obreros y la dirección patronal de la empresa que lo empleaba. Por otro lado, no podía dominar sus instintos fanfarrones, halagado de decirse prófugo y añadiendo a esto quien sabe cuántas otras baladronadas, no faltó quien fuera a contar a los patrones que el líder era un evadido, siendo esto la causa de su arresto.
Regresó Lino de nuevo a la penitenciaría, y al poco tiempo, protegido por el partido sindical de mineros y algún liderazgo, fue indultado y salió en libertad.
Los celadores que habían hecho posible mi fuga fueron condenados a dos años y pudieron recobrar su libertad bajo fianza poco tiempo después. Lino llevaba una existencia a veces de relativa abundancia y en otras ocasiones tenía pasajes de miseria. Cuando esto último sucedía, no vacilaba en pedir dinero a los exceladores, que bastante falta hacía a éstos, amenazándolos de delatarlos como cómplices míos, y como esa denuncia hubiera ocasionado el retiro de la fianza y un inmediato encarcelamiento de los infelices, tenían que someterse al innoble chantaje.
Pasaban los años, la vida que yo llevaba era casi de un recluido. Para mí ya no existían diversiones de ninguna clase. Sólo la esperanza de que esto terminara cuando hubiera oportunidad de fugarme de la garra en la cual había caído; pero las únicas personas con las cuales tenía contacto pertenecían a la Liga.
Cuando el profesionista dejó México para ir a residir al extranjero, nombró en calidad de presidente interino a un doctor de la ciudad de Puebla.
Pasaron 10 años de mi vida que seguía igual. Mi excómplice había cumplido ya la sentencia y envidiaba estar en su lugar. La existencia que llevaba era tan triste y monótona que a veces me pesaba haberme fugado, y si hubiera tenido una visión de lo que me esperaba, en lugar de evadirme, seguramente que habría cumplido mejor mi sentencia. El solo ser que a mi lado compartía mi encierro y los peligros era mi compañera, y por ella no me arriesgaba a romper la invisible pero existente cadena que me ligaba a aquellos por quienes trabajaba.
En el año de 1947, el Banco de México ofreció una prima de 10 mil pesos, y como era natural, esta suma despertó la codicia de Lino que, sin escrúpulos, fue a denunciar a la policía a los celadores que juzgaba tenían trato con la Liga, sirviéndose de los datos que conoció durante el tiempo que había estado refugiado en la casa de Coyoacán, al principio de nuestra fuga.
Los informes que tal individuo reveló fueron inteligentemente aprovechados por la policía bancaria, cuyo subjefe no era otro que el detective que 12 años antes me había aprehendido, el señor Alfonso Frías.
La delación de Lino tuvo por resultado el encarcelamiento de tres de los exceladores, quienes al pistolero y a mí, 10 años antes, nos habían protegido para escapar del penal. Otro de los presos fue el padre Arturo, un jefe local de la Liga, la esposa de éste y la señora que la noche de la fuga nos había dado albergue en su casa a pesar de los riesgos que ese acto representaba. Lino supo ser “agradecido” con las personas que coadyuvaron para darle la libertad, perdiendo por esta razón dos veces la suya propia.
De las siete personas aprehendidas, pronto cuatro fueron puestas en libertad; entre ellas las dos mujeres y el padre Arturo. Cuando esto sucedió, me encontraba en el pueblo de Iztapalapa, alojado en la casa de la presidenta de una asociación religiosa, que la tenía rentada al jefe de la zona apodado El Loco.
Al enterarme de los acontecimientos, creí, que había llegado el momento de liberarme de la Liga. Los dirigentes de ésta, además de la vigilancia constante de que había yo sido objeto durante 10 años, siempre habían tenido la precaución de dejarme sin recursos, al grado de que cuando llegó para mí la oportunidad de huir, tuve que vender mis muebles para obtener dinero.
El resultado de mi intento de liberación no se hizo esperar. Una mañana, cuando todavía descansaba en la cama, un individuo se presentó a la reja de la casa diciendo que era inspector de la Compañía de Luz e iba a revisar el contador. La puerta le fue abierta, pero tras él unos hombres que estaban contra la pared, cerca de la puerta en forma tal que no podían ser vistos, irrumpieron en el jardín e inmovilizaron a mi compañera. Estaba todavía acostado cuando desperté por los ladridos del perro que tenía en casa, vi alrededor de la cama que ocupaba una media docena de policías bancarios y de la Procuraduría Federal de Justicia que me encañonaban con sus pistolas, ordenándome alzar los brazos. Los levanté, y minutos después iba bien escoltado en un auto de la policía, en dirección del edificio de la procuraduría.
Lo que siguió después de mi aprehensión fue lo de siempre: el interrogatorio, la consignación, el encarcelamiento a las 72 horas. Mi fiel compañera, que por las relaciones que tenía conmigo no podría ser perseguida como encubridora, fue puesta en libertad, pero el choque nervioso había sido muy fuerte y a las pocas horas de estar libre perdía la razón. Volvió a nuestra casa de Iztapalapa, pero ésta estaba sellada por la policía. Así mi esposa vagó sin rumbo ni recursos en el citado pueblo. Una señora que le conocía de vista tuvo compasión de ella y le dio asilo en su casa, hasta que llegó de una población del norte su hermano a llevarla al lado de su madre en su ciudad natal de Chihuahua.
Sin embargo, antes de la partida de mi compañera, pasó un hecho que debo consignar: por los que había sacrificado más de 10 años de vida, y quienes habían sido nuestros dirigentes y cómplices, no sólo me traicionaban, sino que abandonaban a su triste suerte a la mujer que durante todo este tiempo había estado a mi lado; en cambio, los que podían considerarse como mis enemigos fueron quienes me tendieron la mano caritativamente; el jefe de la Policía Bancaria, doctor Alfonso Quiroz Cuarón, al saber del estado mental en que se encontraba mi esposa, mandó a un doctor especialista y amigo suyo hasta el pueblo de Iztapalapa para atenderla, fue igualmente gracias al citado facultativo que pude conocer la dirección de los familiares de mi esposa y avisarles que vinieran a hacerse cargo de la enferma.
Ya restablecida, mi compañera volvió a la Ciudad de México. Ahora, recluido en una de las seis celdas especiales de la circular, de donde no salgo nunca por ser de los aislados, sólo una vez a la semana tengo un momento de consuelo cuando viene a verme mi abnegada compañera, el único ser que durante los últimos años de mi vida ha sido leal en su cariño para conmigo; aunque no debo olvidar a un ser inferior que durante ocho años fue para mí un fiel compañero; era un perro lanudo y bigotón que a veces me hacía recordar el dicho de un filósofo francés, del cual olvidé el nombre pero no sus palabras, que dice: “Entre más conozco a los hombres, más quiero a mi perro”… y amargado y decepcionado, comprendo muy tarde que el delito no enriquece y que a la postre viene el castigo.
Es algo inevitable: el que delinque, algún día es estrangulado por sus propios errores; y acordándome de un pasaje del Corán que aprendí en África, digo: “estaba escrito”.
Este es el verdadero relato de mi vida: fui un delincuente pero también un leal amigo. Siempre cumplí la palabra que empeñé y jamás he traicionado a nadie, mucho menos a aquellos que me hicieron un bien. Cuando pude ayudar a un ser desvalido, siempre lo hice sin vacilar, aunque en mis memorias he juzgado inútil mencionar tales hechos.
Refiriéndome al acto caritativo de la buena señora que le dio albergue a mi mujer, debo decir que le costó la pérdida de su canario favorito cuando la enferma, con la mente obsesionada por mi encarcelamiento y creyendo reconocerme bajo la forma del aprisionado pajarillo, quiso devolverme la libertad y abrió la puerta de la jaula liberando de su cautiverio al canario, al tiempo que decía: “Vuela, vuela muy lejos, para que no vuelvan a agarrarte”.