70. La Liga
La señora de más edad lo reprendía pacientemente, evocando capítulos de la Santa Escritura; comprendía yo el absurdo de tal procedimiento para convencer y regenerar a un ser sin conciencia ni dignidad como el pistolero, y la pobre señora predicó en el desierto y nada logró. Hasta que vino el día en que el exmayor se propasó y entre él y yo sucedió el altercado que había previsto. Viendo el sujeto que de ese día en adelante tendría que comportarse decentemente o exponerse a otro disgusto, optó por irse. Desde unos días antes empezaba a darme cuenta de lo que en el argot del presidio llaman “un macho”, o sea un hombre incapaz de delatar o traicionar a nadie, en una palabra, un incondicional adversario de la policía. Tengo que reconocer que si en realidad tenía algo de valiente, era todo lo contrario en lo que se refería a lo de “macho”, y por esta razón al dejar el individuo la casa que me servía de refugio, mandé a la señora avisar telefónicamente al Presidente, quien una hora después llegaba a la casa. Le enteré de los hechos y noté la satisfacción que mis palabras producían a este señor, quien me dijo que estaba enterado del comportamiento del individuo pero que no había accionado en su contra por no darme un disgusto, pero en vista de que por mí mismo juzgué los actos de mi compañero como era debido, me felicitaba.
Refiriéndose a la duda que tenía sobre una posible delación, estuvo completamente de acuerdo con mi parecer, y en el acto mi mujer y yo fuimos llevados por él en su auto a una población cercana a la capital, de nombre Iztapalapa. En este cercano pueblo vivía un jefe de sector de la Liga, de sobrenombre El Loco. Éste nos condujo a la finca de una viuda de un cristero muerto en un levantamiento de éstos.
La señora tenía hijos e hijas, ya adultos y todos partidarios de la Liga; así como lo habían hecho los demás miembros de la citada asociación con quienes habíamos sido presentados, se ofrecieron espontáneamente a escondernos en su casa, donde fuimos alojados en una de las mejores piezas. Allí pasamos un mes. Todos los días venía a vernos y a conversar conmigo El Loco, llevando libros religiosos.
Después del mes de estancia en Iztapalapa, fui trasladado a una gran casa de Tlalpan, que poco tiempo antes servía de asilo a unas monjas, y en la casa contigua habitaba mi conocido de la penitenciaría, Raúl, en unión de su esposa y una media docena de hijos, el mayor de 12 años; el hombre semanas antes había sido puesto en libertad bajo fianza; la razón por la cual habían hecho vecino mío a Raúl consistía en que desde su propia casa podía vigilar y estar al tanto de cualquier peligro que me amenazara; además, como los jardines de ambas casas estaban sólo separados por una barda no muy alta, en caso de un peligro inminente por allí podía huir. Las muchas habitaciones y distribución de la casa permitían que fuéramos alojados casi independientemente.
El Presidente había puesto para atendernos a una señora de entera confianza, que había sido mandada por uno de los jefes del grupo; El Presidente era un hombre instruido, educado en un colegio de Europa, de buena talla, blanco, de constitución robusta y calvo, nativo de Guerrero.
El profesionista, como lo llamaban sus compañeros y colaboradores, para que yo pudiera formarme un criterio de lo que era la Liga, me inició superficialmente sobre su estructura, ideales, leyes y organización, y con el propósito de que me hiciera una idea más precisa y demostrarme algo del poder que conservaba la asociación que él dirigía, me llevó a inspeccionar uno de los numerosos grupos armados que decía existían en ese tiempo en varios estados de la República. Fuimos a la cercanía de la ciudad de Querétaro, donde operaban 200 guerrilleros.
Al llegar al pequeño pueblo de Hércules, al rancho que pertenecía al jefe del Distrito, quien en compañía de sus hijos y varios afiliados de la Liga esperaban la llegada de su presidente, el recibimiento de esta gente ruda, para su jefe, no dejó de impresionarme por el leal afecto que demostraba. Al otro día, para festejar a sus huéspedes, los rancheros dieron un verdadero banquete en el cual fue servida una abundante comida nacional, con mole, barbacoa, carnitas de puerco y cerveza, sin olvidar el pulque y el tequila.
Al amanecer del día siguiente, el dueño del rancho proporcionó los caballos necesarios, y el grupo encabezado por el jefe de la zona, El Presidente, y una media docena de hombres armados que formaban la escolta y yo, emprendimos el camino a la serranía por senderos difíciles, teniendo a veces que apearnos de nuestra montadura para seguir avanzando; por fin, cerca de las 10 de la mañana, un hombre cubierto con un ancho sombrero de petate, con la ropa hecha garras, una carrillera de cartuchos cruzándole el pecho y armado de un Máuser, surgió repentinamente de unos matorrales a poca distancia delante de nosotros. Desde lejos nos había divisado y hacía rato que nos estaba observando hasta que, al aproximarnos más, pudo reconocer el ranchero a su jefe.
Ese hombre nos guío hasta un claro de un lugar boscoso donde estaban reunidos una parte de los 200 hombres. El que llevaba grado de general, sin que ninguna insignia señalara su rango ni su indumentaria astrosa lo diferenciara de los demás, vino disciplinadamente a ponerse a las órdenes de su jefe y del Presidente.
La moral y el estado físico de los que componían la guerrilla eran excelentes, y no tardé en comprender las razones cuando vi a poca distancia del campamento tres reses, una de las cuales fue inmediatamente sacrificada al tiempo de que varias hogueras estaban encendidas para cocer la carne de la bestia.
Poco después, con cortos intervalos llegaron tres pequeños grupos de hombres, trayendo consigo un puerco y varios chivos obsequiados, según ellos, por los vecinos de los alrededores por ser simpatizantes de su causa. Todos los integrantes del grupo, por lo general, estaban bien armados; predominaban los máuseres y los “30-30”. Además del rifle, muchos tenían revólver y pistolas automáticas que eran de varios calibres y tipos.
El Presidente y los jefes pasaron una especie de revista a sus hombres, y en tal momento el profesionista, quien realmente tenía facilidad de palabra, arengó al grupo exaltando sus méritos. Al terminar su discurso, de las filas salieron tres hombres, quienes al llegar a pocos metros de sus compañeros se arrodillaron frente a ellos, y de los tres el que estaba en el centro empezó a rezar; los otros dos contestaban el rezo como acólitos. Todos los demás se habían arrodillado y durante media hora los “Pater Nosters” y las “Aves Marías” se sucedieron sin interrupción.
Momentos después, repartidos en varios grupos y sentados en el suelo, la carne asada fue distribuida entre todos, chiles y tortillas de maíz completaban la sencilla comida que fue rociada con agua pura de un manantial cercano. En lugar de café, nos fue servido té de hojas silvestres bastante cargado de tequila. Allí pasamos el resto del día y al anochecer, después del rezo y de la cena, envueltos en cobijas y sarapes, acostados en un lecho de hojas secas, dormimos hasta el amanecer. A esa hora estaban ya los caballos ensillados, tomamos un rápido desayuno, un trago de tequila y nos pusimos en camino.
Bajamos la serranía emprendiendo la vuelta al pueblo. Llegamos cerca de mediodía al rancho, punto de nuestra partida, donde nos quedamos hasta el día siguiente, y en el auto regresamos de nuevo a la capital, yendo a la casa de Tlalpan.
Repasé en mi memoria lo que había visto en los días anteriores, y si por un lado admiré a ese puñado de hombres, que allá en la agreste serranía arriesgaban su vida y la libertad por sus creencias e ideales, equivocadamente o no pero que actuaban de buena fe, por otro lado comprendía la inutilidad de sus esfuerzos, y no estaba equivocado.
Cuando terminó el periodo presidencial del general Lázaro Cárdenas y subió al poder el presidente electo, general Manuel Ávila Camacho, éste decretó un armisticio general para todos los levantados en armas; los dirigentes de la Liga, que comprendían la inutilidad de la lucha, no desperdiciaron la oportunidad que les brindaba el gobierno, y en su totalidad los diferentes grupos de guerrilleros se entregaron y salieron en libertad al momento, poniendo fin a la insensata lucha armada.
Poco tiempo después, el jefe que mandaba al grupo que había tenido la oportunidad de ver en el monte, moría en Querétaro, en un vulgar pleito de cantina, después de haber, durante años, escapado de las balas de los soldados federales.
Un año después empezaba la falsificación en un país en el cual todas las falsificaciones, de la clase que fueran, hechas por mí o no, infaliblemente tendrían que imputármelas; comprendí el peligro constante que me acechaba, sabía perfectamente que sólo huyendo de México podría salvarme, pero esto me era vedado por los mismos individuos que, sin conocerlos, había en un principio tenido confianza en ellos, estimándolos como hombres sinceros, nobles, cumplidores de las promesas dadas, y que luchaban por sus ideales.