69. Fuga y refugio

Como a mí en ese tiempo no me faltaba dinero y podía pagar los favores que recibía del mayor de la crujía donde me encontraba, un tal Lino G., sentenciado por homicidio y que se decía mi amigo, a menudo me pedía amistosos préstamos, los cuales, naturalmente, nunca me fueron devueltos. Por estar en prevención y no sentenciados, Maximino y yo teníamos derecho a recibir los alimentos desde afuera; o sea, no consumir lo que se daba en el penal, y todos los días recibíamos abundante comida traída del restaurante de mi amigo, cuyo negocio administraba en su ausencia su amante. Naturalmente que el mayor era a diario nuestro huésped, y un día en que estaba yo solo leyendo en mi celda, entró éste y cerró la puerta. Parecía algo excitado y con voz de misterio me dijo:

–¿Quieres fugarte? –a esa repentina proposición y viendo que el hombre hablaba en serio, contesté que recobrar la libertad sería el más caro de mis deseos.

–En ese caso –prosiguió diciendo–, se presenta una admirable y segura oportunidad, pero va con ella una condición: que una vez liberado debes comprometerte a trabajar para los cristeros.

Accedí a todo.

Aclarado el punto, Lino fue relatándome lo referente a los tres presos políticos de la celda vecina: uno de los jefes de los cristeros era el citado Raúl, quien le había encargado que me transmitiera la proposición y por el mismo conducto debía mandar mi contestación sobre la oferta. Me indicó también que, en caso de que aceptara, al siguiente día me comunicarían los planes.

Varios celadores que pertenecían a la Liga de la Defensa, o sea, a los excristeros, desde tiempo atrás habían obtenido por misión proteger la fuga del padre Arturo T., quien se encontraba allí recluido con una fuerte condena, inculpado de complicidad en el asesinato de Álvaro Obregón y porque había bendecido la pistola del homicida José de León Toral; pero el padre Arturo se negó a recobrar su libertad por medio de una fuga. Fue cuando los de la liga pensaron en utilizar los servicios de los vigilantes de su asociación para darme la libertad y después emplear mis servicios.

El plan de evasión fue rápidamente hecho. Eran cinco celadores, entre ellos un jefe de grupo. Este último puso uno de sus hombres para que estuviera encargado de la llave de la crujía. El segundo era uno de los vigilantes del polígono y los otros dos se encontraban en ambas puertas de salida del penal. Con tales disposiciones, la fuga no era ningún problema. Mi amigo Maximino, quien esperaba ser absuelto, no quiso fugarse; sólo Lino y yo debíamos hacerlo. La noche escogida llovía copiosamente. Llegó la hora convenida, o sea la una de la madrugada. El vigilante que debía abrirnos la reja de la crujía esperó el momento propicio y serenamente, como un soldado que obedece una orden, nos abrió la puerta.

Atravesamos el espacio descubierto y alumbrado por los reflectores, y en ese instante el cómplice del polígono gritó:

–¡Doctores, puerta!

Ese grito era para avisar a los demás celadores que no eran cómplices en nuestra fuga, que los dos hombres que pasaban a su vista eran doctores del penal que salían de éste. Llegamos de esa forma y sin contratiempo a la primera puerta. Allí, como ya he dicho, se encontraban de guardia otros dos vigilantes cómplices y nos dieron el paso, repitiendo a su vez:

–Pasen, doctores –con lo cual advertía a su compañero de la penúltima puerta que nosotros íbamos a salir.

Franqueada la puerta, no nos quedaba más que la última para encontrarnos libres. Allí estaba el puesto militar. Un soldado que estaba dormitando sentado, con la carabina entre las piernas, oyó el grito del último celador, y no teniendo, además, nada que ver con la salida del penal, estando sólo allí por vigilar la entrada, nos dejó pasar sin objeción.

Verse de repente fuera de las múltiples rejas de una cárcel y a la vista de la calle que se abría frente a mí, como si cada una fuera un camino de libertad, es indescriptible; creo que solamente habiendo pasado por tal momento puede un hombre comprender el gozo infinito que embarga al prófugo. Sentía un deseo casi irreprimible de correr para alejarme de la grande y sombría puerta del penal, que a mi espalda quedaba como una gigantesca fauce que parecía dispuesta a tragarme de nuevo; no obstante, comprendí que el centinela debía de estar viéndome, y no sólo me contuve de apresurar el paso, sino que me detuve y encendí un cigarrillo; pero en ese momento constaté un leve temblor en mis manos. Por fin pasó un carro de ruleteo y subimos en él, haciéndonos conducir a la dirección de la esposa de uno de los celadores que nos había dado la libertad. Esa señora, valiente y noble mujer, cuando Lino y yo tocamos a su puerta cerca de las dos de la madrugada, no vaciló un instante en recibirnos y escondernos en su casa.

Al día siguiente, temprano llegó mi mujer, quien ya había sido enterada de mi fuga. La señora del vigilante salió a dar informes y a comunicarse con uno de los jefes del partido sobre nuestra presencia en su casa. Existía el temor de que los policías catearan los domicilios de los vigilantes sospechosos de habernos facilitado la fuga; por tal razón, la señora del alojamiento en el cual nos encontrábamos, y quien tenía una amiga que era igualmente miembro de la liga, juzgó conveniente que fuéramos a escondernos en el departamento de ésta, una mujer todavía joven que vivía sola y trabajaba en una oficina, por lo cual salía a sus labores y nos dejó solos en su domicilio, no sin antes habernos llevado las dos mujeres una reserva de alimentos. Allí pasamos Lino, mi mujer y yo un largo y angustioso día, haciendo el menor ruido posible para no llamar la atención de los vecinos, quienes sabían que el departamento de nuestra protectora, de día, estaba deshabitado. Al volver la señora al anochecer traía malas noticias: tres de los cinco celadores, incluso su esposo, habían sido arrestados como presuntos culpables de la complicidad en evasión de presos. Me sentí realmente afectado pensando en estos hombres que nos habían dado la libertad al precio de la suya y en pos de sus ideales, obedeciendo órdenes de sus jefes.

Cuando ya era bastante noche fueron un sacerdote y dos miembros de la Liga. El primero, un viejecito simpático, nos dio la bendición a todos, y fuimos conducidos por los cristeros, saliendo a la calle; en ese momento pasaba a nuestro lado un golfito vendedor de periódico que pregonaba a toda voz la fuga de Sampietro; los dos cristeros sonrieron, pero el brazo de mi compañero tembló bajo el mío. Tomamos un auto en el que fuimos llevados a un barrio obrero de la ciudad. Allí permanecimos unos días refugiados en una humilde casa habitada por un obrero de fábrica y su familia. Todas esas personas eran incondicionalmente partidarias de la Liga. Una noche vinieron en nuestra busca dos desconocidos bien vestidos, quienes se presentaron, uno como el vicepresidente de la Liga, de nombre Carlos F., y el otro como uno de los jefes. Seguimos a esos señores y unas cuadras más adelante nos esperaba un auto manejado por el mismo presidente de la Liga, un profesionista, hombre de unos 45 años, de buena presentación y trato afable, pero esto último era una engañosa apariencia.

Fuimos conducidos a una casa amueblada de la colonia Coyoacán. Cuando llegamos allí eran las 10 u 11 de la noche. Una señora completamente vestida de negro, con aspecto de monja, vino a recibirnos. Nos fue servida la cena en el comedor, donde estuvimos todos hablando hasta cerca de la una de la mañana. Después de haber tratado algunos puntos sobre los futuros proyectos que tenía El Presidente, éste y sus acompañantes se fueron, dejándome entusiasmado con estas personas y en un ambiente que me era completamente desconocido; estaba dispuesto a todo por cooperar con ellos, en primer lugar, por agradecimiento, y en segundo, por simpatizarme. Me hice a la idea de que esta vez iba a delinquir por una causa que juzgaba buena y justa.

Cuando la señora que nos atendía nos rogó que la acompañáramos en sus rezos antes de acostarnos, yo, que pocas veces había rezado, lo hice realmente con fe y hasta me sentía molesto por la risa burlona de Lino, mi compañero. Pasábamos los días leyendo los periódicos que durante el curso de dos semanas no dejaban de hablar de la fuga.

Al otro día de nuestra llegada, una segunda mujer, igualmente vestida de negro y con aspecto de monja, vino a ayudar a la primera en el quehacer de la casa y a preparar los alimentos. La recién llegada era joven, de facciones finas y tímidos ademanes. Nos servía con atención y afabilidad; casi a diario venía a conversar conmigo y solícita se prestaba a servir nuestras necesidades.

Nuestra estancia en la casa de Coyoacán pasaba de dos meses sin que una sola vez hubiéramos salido a la calle. Durante ese tiempo el comportamiento de Lino a menudo era poco correcto con la más joven de las mujeres que nos atendían. El individuo era hablador y fanfarrón, una de las personas más mentirosas que he conocido, presumiendo de ser irresistible a las mujeres, y no vacilaba en ensuciar el honor de la que fuera con tal de ufanarse de una conquista; esa ruin mentalidad ya en el penal le había valido más de un disgusto, pero el tipo no se enmendaba. Por conocer su temperamento, cuando éste vino a anunciarme, como de costumbre, que la monjita estaba enamorada de su persona, le eché en cara lo canallesco de su mentira, además de avisarle que de seguir así tendría que largarse.