67. Amplias actividades
en México

Una tarde, sentados en un café varios “honorables” miembros del grupo, Manolín me preguntó si quería conocer a Frías; creyendo que bromeaba, como a menudo sucedía, exclamé:

–¡Lagarto! –y apuré de un trago la copa de coñac que estaba tomando, al mismo tiempo que recordaba las palabras de advertencia que contenía la carta de Roberto: “tarde o temprano, Frías les echará el guante”, profecía que se cumplió al año siguiente.

–Hablo en serio –prosiguió Manolín–, se presenta una oportunidad de ver al sujeto a gusto.

–Ya lo creo que quiero verlo –aseguré–, aunque de ninguna manera será por gusto.

–Entonces –agregó Manolín– mañana podemos ir a verlo al teatro Alameda.

–No, hombre –dijo el más bruto de la pandilla–, ahora nos vas a hacer creer que el policía se hizo astro de la pantalla.

Y añadió:

–Bueno sería que dejara de fastidiarnos, puesto que nosotros nunca nos metemos en sus asuntos.

–Sí –dijo otro, riéndose–, y es una falta de educación de su parte el no hacer lo recíproco con nosotros.

Manolín anunció que Alfonso Frías iba a ser condecorado con motivo del esclarecimiento del secuestro y asesinato del capitalista Francisco Javier Silva y por la captura de los autores, una hermosa mujer de nombre María Elena Blanco y su amante, González Ortiz Ordaz; este último unos años después fue muerto de una cuchillada en una riña en la Penitenciaría. También fue detenido un tercer cómplice: Oscar Bazet.

El crimen había tenido gran resonancia en todo México; el caso se presentaba difícil y se dudaba en un principio que la policía llegara a arrestar a los culpables. Este último éxito de nuestro encarnizado perseguidor nos recordaba toda la larga serie de casos en los cuales Frías había demostrado sus capacidades como detective; entre ellos, el asesinato de un licenciado de compañías petroleras, ultimado por un pistolero a sueldo apodado El Príncipe. Frías desenredó la trama del crimen ocasionado por intereses petroleros, localizó fuera de la capital a El Príncipe y a Los Diablos, o sea a los hermanos Buitrón, autores intelectuales del homicidio; todos fueron aprehendidos y sentenciados a largas condenas. Esas victorias del detective en su lucha contra el crimen no dejaban de impresionarnos desagradablemente. Aunque ninguno de nosotros quería demostrar la sensación de ansiedad y temor que resienten todos los delincuentes, hasta los más empedernidos, en el momento en que hace presa de su mente la idea del peligro que se aproxima, cuando en la imaginación del perseguido toma aspecto de policía el vecino de mesa en el café, en el restaurante, en la sala de espectáculos, el inofensivo transeúnte en la vía pública, el sujeto que la casualidad hace detenerse en la esquina de la calle donde está ubicado el hotel o la casa en que se aloja; a los ojos del que teme a la justicia, por todas partes hay perseguidores que le vigilan, le espían, acechan el momento de echársele encima para detenerlo. A veces, en la desconfianza, hasta se sospecha que el amigo sea un delator que ha denunciado o se prepara a hacerlo. Tanto predominio de ese estado de ánimo en la existencia de un delincuente llega a ser un verdadero tormento; no se encuentra sosiego en ninguna parte: tanto de día como de noche se suceden los sobresaltos.

Si los que entran en el camino del delito creyendo encontrar solaz y bienestar en esa vida, supiesen lo que les espera, cuán equivocados están y qué diferente es la realidad de las ilusiones, pocos serían los locos que seguirían ese sendero. El dinero mal adquirido, en cualquier cantidad que sea, se va con la misma rapidez con que viene, en todos los casos sin provecho, porque el gozo que pudiera proporcionar siempre está amargado por el constante temor al castigo. Un delincuente puede dominar su sistema nervioso, conservando la serenidad física para actuar con eficacia en el momento del peligro con aparente indiferencia para desconcertar a los demás, pero, en el fondo de sí mismo, moralmente le es imposible no resentir el temor casi continuo que taladra su cerebro.

De hecho, en la larga conversación que tuvimos sobre el citado detective, quienes le conocían, aunque sólo fuera de nombre, estaban de acuerdo en que si Frías era temido por los delincuentes, generalmente éstos no sentían rencor en su contra; todos opinaban que si como policía sabía cumplir con su deber, como hombre cumplía su palabra con quien fuera, y esto lo pude comprobar yo mismo más tarde.

Al día siguiente, el 12 de septiembre de 1936, todos los de la pandilla estábamos esparcidos en las butacas del teatro Alameda en espera de la aparición de Frías; unos estábamos solos y otros acompañados de algún amigo o amiga; las últimas, por supuesto, ignoraban la razón del interés que demostrábamos por asistir al acto del homenaje rendido al detective. Antes de que la ceremonia de la condecoración empezara, noté que Manolín y dos o tres más se levantaban de sus asientos para dirigirse a las puertas de salida. Uno de ellos, al pasar cerca de mí, susurró rápidamente al oído:

–Nos vamos; somos demasiado conocidos y acaba de llegar toda la manada de indeseables compañeros de Frías que viene a ovacionarlo.

Y se fue rápidamente.

Los dos compañeros que venían conmigo de Cuba y yo nos quedamos por ser enteramente desconocidos de la policía mexicana. Estábamos acompañados de mujeres y teníamos la seguridad de pasar inadvertidos.

Llegó el momento. Tomó la palabra un entusiasta orador, quien enumeró los servicios de Frías, alabó su comportamiento e hizo resaltar sus cualidades como detective. El homenajeado escuchaba modestamente todo lo que se decía sobre sus méritos y cuando le fue impuesta la medalla la recibió con la misma impasibilidad con que se enciende un cigarrillo, dio las gracias y en medio de los aplausos se retiró del escenario, en forma tan sencilla que por su actitud parecía que los aplausos no eran dirigidos a él; más bien, el hombre daba la impresión de estar apenado por haber causado tanto alboroto.

Alfonso Frías, entonces comandante de agentes del Servicio Secreto, no tenía el aspecto típico de un detective de novela policiaca; tampoco el característico que tienen algunos agentes de la policía mexicana. Era gordo, o más bien dicho, robusto, de baja estatura, de cara morena y redonda; su expresión era invariablemente apacible; vestía correctamente y con sencillez; su aspecto era más bien el de un inofensivo burgués o el de un hacendado venido de algún estado de la República de visita a la capital. Sólo los que como yo conocieron por larga experiencia los zarpazos imprevistos y que con tanto acierto daba ese hombre, podrían juzgarlo por lo que en realidad valía.

De los 11 del grupo que habíamos ido a verlo a la Alameda, en menos de dos años ocho fueron aprehendidos por Frías, encarcelados y sentenciados.

Yo seguí en México. Roberto había sido sustituido por Pepe, El Gordo, quien residía en la ciudad de Matamoros, Tamaulipas, donde se dedicaba al contrabando; y el segundo era Manolín. Estos dos hombres tenían gente que a mí me era desconocida. Entre los de Manolín había uno de nombre Luis, hombre de unos 28 a 30 años, de buena presentación, que no demostraba ser el calavera alcohólico que era en realidad. Estaba prófugo de la penitenciaría de la capital, donde se encontró preso por cambiar la cifra de unos billetes de banco mediante un sencillo y curioso procedimiento manual que le permitía alterar los números de un billete de 10 dólares y transformarlo en uno de 100. Naturalmente, sólo una persona poco conocedora de billetes estadunidenses podía ser engañada.

Por falta de entendimiento o acuerdo, unos hombre de El Gordo habían hecho circular dólares falsos en una casa comercial de cambio de Tampico; días después, el gerente de la citada casa comercial, quien había mandado a Estados Unidos los billetes espurios, ya estaba al tanto de que éstos eran falsos, pues le fue comunicada una forma sencilla de averiguar la legitimidad de los dólares, la cual consistía en emplear la punta de un alfiler, con la cual, si el billete era legítimo, del papel moneda se desprenderían hilitos de seda; de lo contrario, en los falsos impresos nada se sacaría con él. Ignorando la actuación de los hombres de Pepe en Tampico, Manolín mandó allí a Luis en compañía de otro cómplice. Este último quedó fuera del establecimiento y el primero entró para cambiar cierta cantidad de billetes falsos, con el siguiente resultado: Luis fue aprehendido y enviado a la cárcel de Tampico, de la cual se fugó con la ayuda de Manolín y demás cómplices.

Dieciocho días después, por ser Luis un hombre alocado y atrevido, siguió en el negocio como si nada le hubiera pasado, actuaba en las ciudades fronterizas; cuando venía a la Ciudad de México para entregar cuentas y recibir más billetes falsos, siendo conocida por Manolín su imprudencia e intemperancia, el sujeto era confinado en una habitación bajo vigilancia de uno de los hombres de confianza de Manolín, quien tenía por misión no dejarlo salir a la calle.