66.Adquisición del nombre
Enrico Sampietro
y llegada a México
Durante mi estancia en Barranquilla, Alfredo había conocido a un paisano suyo, quien perdía dinero en juegos de azar durante una parranda y le pidió a mi amigo 200 pesos, pero no le pudo pagar cuando éste iba a partir de aquella ciudad.
Alfredo sabía que yo quería otra documentación aparte de la que ya tenía con el nombre de Adrián Harles, por lo cual pidió a su paisano insolvente que le diera su pasaporte en pago de la deuda. El documento era de Enrico Sampietro, nombre fatídico para mí.
A mi llegada a Panamá me esperaban dos tristes noticias; simultáneamente supe de la muerte de mi padre y de la de Luisa, quien había fallecido en un sanatorio de tuberculosos en Suiza, donde meses antes había sido internada. El desconsuelo que sentí fue muy grande. Me reprochaba todos los disgustos que había ocasionado a mi padre y el haber traído a un clima malsano a Luisa. Únicamente me consolaba que ella así lo había querido y que nunca le faltaron recursos para atender su enfermedad. Ya no tenía a quien esperar en Panamá, ciudad que tanto gustó a Luisa y que ahora me la recordaba. Resolví, pues, irme.
Javier había conseguido algunas armas y pensaba proseguir su viaje a Cuba. Me propuso que le acompañara, asegurándome que no perdería mi tiempo. Consulté con mis dos socios y tanto a ellos como a mí nos pareció buena la idea. Ocho días más tarde estábamos instalados en un hotel de La Habana; acababa de terminar la revolución: sólo de vez en cuando se leía en los periódicos que una bombita había estallado en tal o cual calle de la ciudad, ocasionando un muerto y algunos heridos, y otros atentados contra un ex o nuevo político, y todo quedaba en familia.
Mis proyectos estaban divididos en dos formas: vacilaba entre abrir un negocio de joyería o comprar un barco para dedicarme a la pesca en el Golfo de México, pero esas dos intenciones rodaron para mi desgracia a tierra cuando una noche que me encontraba con los demás en un café musical de La Habana, y que las copitas habían sido numerosas, Javier, a quien tocaba el turno de pagar lo consumido, al enseñar el billete de 20 dólares con el que iba a pagar, se le ocurrió decir.
–Si tuviera muchos de éstos me sería fácil conseguir todas las armas deseadas.
Impulsado por un estúpido sentimiento de fanfarronada, contesté al venezolano:
–Si me da la gana, puedo hacer muchos de esos billetes.
Mis dos socios me miraban sorprendidos, pero Javier soltó una burlona carcajada. Viendo mi dicho puesto en duda, irreflexivamente fui dando imprudentes explicaciones. Mi interlocutor ya no se reía; mis palabras lo habían convencido.
De vuelta a nuestros respectivos cuartos, que teníamos en el mismo hotel, cuando me preparaba a acostarme, alguien tocó la puerta: era Javier. Venía a pedirme que le dijera si era cierto lo que había asegurado una hora antes. Él estaba dispuesto a cualquier condición para entrar en tratos conmigo a fin de llevar a cabo una falsificación, y me hizo ver todo el provecho que representaba para mí tal negocio. Esas palabras fueron despertando mis instintos; sólo pedí consultar a mis dos amigos. El venezolano fue a despertarlos y tanto Alfredo como Maximino, jubilosos, me aconsejaron aceptar, estando ellos mismos encantados de participar en el negocio; sin pérdida de tiempo, terminamos la noche discutiendo la forma más adecuada para poner en práctica nuestro delictuoso proyecto. Llegamos a la conclusión de que, por no haber vuelto todavía Cuba a la normalidad, era preferible irnos a México. Además, en aquel país, el venezolano aseguraba que Roberto aceptaría entrar en el negocio y podría sernos de indiscutible utilidad; pero Javier necesitaba el consentimiento de su hermano, por lo tanto, salía al día siguiente en avión para Panamá, y desde allí por la misma vía aérea, hacia Barranquilla.
A los pocos días, Rosendo en persona llegaba a La Habana a entrevistarse conmigo, y después de un definido entendimiento sobre el proyecto, partió para México a tratar el asunto con Roberto, quedando que si éste accedía a la proposición nos pondría al tanto del resultado mediante un telegrama con palabras convencionales, y nos pondríamos en comunicación directa con él. En caso de una negativa del español, entonces Roberto volvería a Cuba para, de común acuerdo, buscar algún otro derrotero.
El acaudalado venezolano partió para México y pocos días después recibimos el telegrama anunciando la adhesión de Roberto a nuestro proyecto. Llegó Javier a La Habana y los cuatro embarcamos semanas más tarde, en calidad de turistas, para Veracruz, ahí nos esperaba el español y, al anochecer del mismo día, en tren emprendimos el viaje a la Ciudad de México.
A nuestra llegada a la capital fuimos a alojarnos en el hotel Génova. Roberto no tardó en encontrar una casa sola en la colonia Roma. Allí puso, para que aparentaran ser los inquilinos, a un matrimonio de confianza, quienes mediante una regular retribución se comprometieron a afrontar los riesgos que representaba tener en una pieza de la casa la clandestina fábrica de billetes. Tanto mis socios como yo sólo teníamos que ir de día por la necesidad del trabajo a la citada casa; en ese momento dejamos el hotel Génova.
Javier se fue a vivir a una casa de huéspedes en la calle de Bucareli; Maximino, en la calle de Monterrey, y Alfredo y yo, en Tacubaya, en el edificio Ermita. Roberto consiguió en Estados Unidos el material necesario y pronto emprendí la elaboración de los grabados. Estos fueron terminados a los tres meses; eran para billetes de 20 dólares. Terminadas las planchas empezó la impresión; el español tenía gente para la circulación; por otra parte, el venezolano tenía su personal en Cuba.
Al año de existir la falsificación, Javier, en uno de sus viajes a La Habana, fue aprehendido y encarcelado junto con uno de sus colaboradores. Meses después, puestos en libertad, volvió a Colombia, pero poco tiempo después murió en Barranquilla, a consecuencia de su vieja enfermedad de la vesícula biliar.
Al año y medio de operar en el país, el mismo policía que detuvo a Javier aprehendió a Roberto, quien dirigía la falsa emisión y quizás era el más astuto e inteligente de todos. Desgraciadamente para el detective, no existieron pruebas contra Roberto, y el hombre salió libre, pero tuvo que abandonar el país, siendo su partida un golpe para nosotros. Desde La Habana, Roberto dirigió una carta a Alfonso Frías, dándole las gracias por el trato que ese detective había tenido para él. Por el mismo correo yo recibí una carta del mismo individuo, donde me aconsejaba que me retirara del negocio y abandonara lo más pronto posible México, asegurándome que de lo contrario, tarde o temprano caería en manos de la policía. En la misma misiva me daba la dirección de sus padres en Madrid, instigándome a que me fuera para allá.
Años después, durante la Guerra Civil española supe que Roberto era un alto comisario de los republicanos de Madrid.
Pocos meses después de que el español Roberto había sido arrestado por el detective Alfonso Frías y deportado de México a consecuencia de las averiguaciones sobre sus antecedentes, los datos en contra proporcionados por Frías hicieron continuar las dificultades. La expulsión de ese cómplice acarreó como consecuencia inmediata para nosotros la pérdida principal del medio de venta en Estados Unidos de los billetes espurios, pues Roberto llevaba éstos en baúl de doble fondo al vecino país; Roberto sólo conocía a los compradores.
Durante su corta detención en los separos de la Jefatura de Policía, el español, sometido a una estrecha vigilancia, no había podido comunicarse con nosotros, y cuando en camino para España me escribió a su paso por La Habana, no quiso informarnos acerca de quiénes eran los compradores de billetes, sea por temor a que su carta fuera interceptada o simplemente porque no quiso dar las explicaciones que permitieran que uno del grupo lo sustituyera en la venta.
Ese contratiempo en el negocio y el peligro que parecía cernirse sobre nosotros nos aconsejaban dejar México y la falsificación, para volver tal vez al contrabando marítimo entre Panamá y Colombia. Nuestros preparativos de viaje ya estaban hechos para embarcarnos en Veracruz cuando por nuestra mala estrella un segundo español, de sobrenombre El Sordo, nos presentó como apto para sustituir a Roberto a un tal Manolín, hombre joven de 28 a 30 años, de trato simpático y buena presentación; de carácter alegre, parecía bueno y leal amigo, bastante inteligente y astuto, y sobre todo era de una gran prudencia y práctica adquiridas en sus actividades como traficante de drogas, a lo cual se había dedicado desde hace varios años antes que le conociéramos. El tal Manolín, quien después se regeneró y llevó una vida de honrado industrial, conocía a fondo en aquel tiempo no solamente a los principales componentes del hampa mexicana, sino a los policías venales, los íntegros y los capacitados, o sea, los peligrosos para los delincuentes; en primera fila de estos últimos citaba a Alfonso Frías, quien para nosotros empezaba a ser una verdadera pesadilla.