65. Balbuceos revolucionarios

Regresé al punto de partida. Dejé el barco al cuidado de los dos panameños que residían en el pequeño puerto y, en compañía de Alfredo Leoni y Maximino, volví a la ciudad de Panamá; después de haber pagado todos los gastos, la ganancia que me quedaba del negocio era de mil 600 dólares; tenía que doblar la cantidad de la mercancía si quería que el contrabando fuera más remunerativo.

En el segundo viaje cargué a toda capacidad el pequeño barco con cajas de whisky, cuyo valor era de menos de 5 dólares en Panamá y se vendían en 18 pesos –más de 15 dólares– en Colombia. Transportaba igualmente municiones para revólveres y pistola automática. Ese segundo viaje tuvo el mismo éxito que el anterior y me dejó una ganancia de 2 mil dólares.

Al cabo de cuatro meses en que me dediqué al contrabando, el gobierno colombiano decretó una ley que impedía la salida de la divisa nacional del país; por esa razón, dicha ley abolía por completo la importación de los artículos o productos extranjeros, protegiendo y fomentando de esa forma la fabricación y producción colombiana. Rápidamente fueron escaseando todos los artículos y productos que llegaban del exterior, y el precio de éstos subía a más del triple de su valor, lo cual ocasionó un auge de contrabando, sobre todo el litoral del país; pero las autoridades aduaneras habían previsto lo que iba a suceder y aumentaron la vigilancia, tanto marítima como terrestre. Para la inspección marítima, los aduaneros fueron provistos de rápidas lanchas de motor, y la vigilancia terrestre estaba a cargo de grupos de resguardo de la montaña, los cuales recorrían sin cesar la costa, los caminos y las veredas que los contrabandistas del interior empleaban para transportar el contrabando que de Panamá venía por mar. Lo mismo que de Curazao.

Las ganancias que me dejaba el negocio habían subido bastante, pero más había aumentado el riesgo de ser capturado: barco y contrabando eran decomisados y una fuerte multa impuesta; a falta de ésta, había el encarcelamiento. Por consiguiente, en cada viaje exponía, incluido el barco, de 12 a 15 dólares, sin contar la multa, para ganar 3 mil dólares.

El octavo viaje que hice, después de haber estado dos veces muy cerca de ser capturado, me hizo prever un descalabro, habiéndome enterado de aprehensiones de algunos de mis competidores. Juzgué prudente dejar definitivamente el contrabando. No tuve dificultad para vender a precio de costo la embarcación que había empleado durante ocho meses. Avisé a Javier mi decisión y le ofrecí como sustituto al comprador de mi barco. En su contestación, Javier me anunciaba que él mismo tenía que retirarse del negocio por algo imprevisto, y me invitaba a ir a verlo a la ciudad de Barranquilla, lo más pronto que me fuera posible, para tratar un asunto urgente que podría serme de provecho. Acepté la invitación y una semana más tarde, en compañía de mis socios y amigos Alfredo y Maximino, desembarcamos en Puerto Colombia, donde nos esperaban en un flamante auto Javier y su hermano Rosendo; este último poseía una soberbia finca en el barrio selecto de Barranquilla, donde fuimos a alojarnos por el tiempo que debía durar nuestra permanencia en la ciudad.

En la casa de Rosendo me fue presentado otro de sus invitados, procedente de la capital mexicana. Era un sujeto español, madrileño, de nombre Roberto, de unos 38 a 40 años, rubio, de estatura más baja que mediana y constitución robusta. La noche de ese mismo día, en una junta de varios amigos de nuestro anfitrión, todos ellos refugiados políticos venezolanos, pude enterarme de lo que se trataba. Creo que incitados por el éxito de la revolución cubana encabezada por el sargento Fulgencio Batista, la cual acababa en esa fecha de derrocar el régimen dictatorial del presidente Machado, los refugiados políticos venezolanos, bajo la dirección de Rosendo y de otros acaudalados connacionales de Barranquilla, habían resuelto intentar, a su vez, una revolución dirigida por ellos desde el exterior, contando como seguro que el contingente armado podría ser organizado en territorio colombiano para internarse después en suelo venezolano, y en ese país encontrar a su paso elementos humanos suficientes para engrosar sus filas y poder así llegar al triunfo.

Basándome en los recientes acontecimientos de Cuba, aunque sin mucho conocimiento, pensaba en la diferencia que existía entre una revolución que estallaba desde el interior del país, y en la cual la mayor parte del ejército se alzaba contra el gobierno, como en el caso cubano, con una revolución fomentada desde el exterior, basada en un puñado de hombres armados que debían contar con posibles adhesiones de partidarios y quienes desde sus entradas a territorio venezolano tendrían que enfrentarse contra el ejército regular de ese país, cuyos jefes eran incondicionalmente adeptos al gobierno. Además me acordaba de que durante el tiempo que había vivido en Venezuela, o sea nueve años antes, las requisas de armas a los particulares eran tan estrictas y con tan duras sanciones, que tenía la seguridad de que bien pocos eran los civiles de ese país poseedores de un arma. En ese caso, los partidarios serían hombres inermes. Esas sencillas reflexiones mías las guardé para mis adentros y seguí escuchando las palabras exaltadas del grupo de conspiradores.

Dentro de ese círculo, me enteré de que Roberto se había comprometido, naturalmente mediante dinero, a traer desde México un pequeño contingente de exrevolucionarios de ese país, por ser hombres fogueados y aguerridos que servirían algo así como de tropas de choque que encabezarían los revolucionarios venezolanos, los que vendrían de diferentes lugares de Colombia y países vecinos, donde, según Rosendo, se encontraban muchos refugiados compatriotas suyos deseosos de liberar a su patria. Me fue pedida mi colaboración para transportar armas y parque por mar hasta la costa de Guaira venezolana, donde estarían unos partidarios dirigidos por el tercer hermano de Rosendo, quien recibiría el armamento. Una goleta sería puesta a mi servicio; no comprendía bien la necesidad que tenían de mí esos señores, por no faltar dueños de barcos, venezolanos o colombianos, que podrían llevar a buen fin y probablemente mejor que yo la empresa; pero no discutí y acepté la oferta. Por último pidieron mi opinión sobre las armas de manufactura europea que a mi juicio fueran más baratas, y yo contesté que la checa era la indicada. En esos momentos, el español, mis dos compañeros y yo dejamos la sala del Consejo por ser simples mercenarios en la futura revolución que a mi creencia no pasaría de ser un proyecto.

Roberto, guiado por sus instintos aventureros y juzgándome igual a él, buscó mi amistad y yo comprendí que la suya podría serme útil. Pronto fuimos buenos amigos. Ya tenía 15 días de estancia en Barranquilla y las reuniones políticas en la quinta se sucedían noche a noche sin interrupción, tiempo que el español, mis dos compañeros y yo invertíamos en diversiones nocturnas. Una ocasión en que Roberto me preguntó mi opinión sobre la revolución, expresé el concepto que tenía; o sea, que si el proyecto se llevaba a cabo sería un sangriento fracaso, pero tenía el convencimiento de que Rosendo y demás conspiradores no dejarían de juzgar el riesgo de la aventura y pasado el primer momento de exaltación, los conjurados se olvidarían pronto de los fogosos discursos y todo ese alboroto no pasaría de las palabras a los hechos, sino que cada uno se quedaría tranquilo en casita; sólo resultaría de esos belicosos proyectos un recuerdo y un motivo para que más tarde en las conversaciones de sobremesa, cuando el vino torna en fanfarrones y habladores a los hombres, los revolucionarios en ciernes de aquel entonces rememoraran entre ellos el heroico momento cuando se prestaban a sacrificar su vida por su patria. Mis aseveraciones entristecieron un poco a mi interlocutor, quien, probablemente siendo de la misma opinión, me dijo consternado:

–Pues si es así, pierdo la oportunidad de ganarme unos 100 mil dólares.

No pude menos que reírme de la decepción de mi acompañante, aconsejándole que tomara el hecho con filosofía y considerara su viaje a Colombia como un paseo de diversión.

Mis pronósticos fueron ciertos: al mes cesaron las conferencias, que sólo habían servido para demostrar, con una lógica aplastante, que para empezar una revolución, en primer término, había que encontrar armas, éstas tenían que ser compradas y para adquirirlas se necesitaba dinero; y al mes de discutir, los conjurados acordaron que faltaban recursos y las armas tenían que ser compradas en forma económica, o sea, de oportunidad. Sobre esto, Rosendo pensaba ingenuamente que habiendo terminado la revolución en Cuba, podrían en ese país conseguir a buen precio las armas, que según él ya tendrían que sobrarles, y con tal objetivo resolvió despachar a su hermano Javier para Panamá, Cuba y Curazao, quedando en esta forma aplazado por tiempo indefinido el derrocamiento de la dictadura venezolana.

Roberto se aprestó a volver a México, donde vivía con su esposa mexicana y dos hijitos. Me dejó su dirección en aquel país, haciéndome prometerle que estaría en correspondencia con él, a lo que accedí. A los pocos días de la partida del español, Javier, mis dos compañeros y yo salimos en un avión para Panamá.