64. Llegada a Venezuela
y nuevos negocios

Mi estancia en Lisboa fue corta; sólo duró unas semanas. Los dos españoles, quienes de vez en cuando trabajaban de cargadores suplentes en los muelles del puerto y con quienes me veía diariamente en la noche en una cantina, me anunciaron que días más tarde iba a salir para las Antillas un barco de carga holandés, que igualmente tomaba a bordo algunos pasajeros. Me entrevisté con el capitán del barco, quien me concedió un camarote y dos pasajes para la isla de Curazao.

El gallego tuvo bastante suerte, ya que por falta de tripulantes fue admitido a bordo, aunque ilegalmente, como mozo de limpieza, y el andaluz resolvió con la ayuda de su compañero esconderse a bordo al momento de la salida del barco. Ninguno de los dos tenía pasaporte, por lo cual no podían embarcar legalmente.

El capitán del barco holandés me acompañó a ver al cónsul de su país, quien por ser amigo suyo me haría un favor, y en esa forma obtuve un rápido visado del pasaporte de Luisa y del mío. Dos días después, en compañía de ella, desde la pasarela del buque veíamos alejarse las costas de Portugal y de Europa. Volvía a América ocho años después de haber dejado ese continente. Los días de viaje se sucedían sin incidentes y con la misma monotonía. De vez en cuando, estando el mar picado, Luisa se mareaba pero no perdía el buen humor. A mitad del viaje fue descubierto el andaluz, pero ya era tarde; el primer puerto de escala era Puerto Príncipe, Haití, donde sería desembarcado; durante el resto de la travesía fue puesto como ayudante de cocina, pelando legumbres, lavando platos, encendiendo fogones. No obstante, estaba contento y satisfecho de la vida.

Cuando llegamos a Haití, donde tenía que ser dejado el andaluz, ofrecí al capitán pagar el viaje de mi excompañero de Legión hasta Curazao, pero no fue posible, ya que las autoridades de esa isla eran más estrictas que las de Haití y el capitán no quiso meterse en líos. El gallego no deseaba abandonar a su compañero y también quedó en Puerto Príncipe.

Poco después, el buque llegó a la isla de Curazao, término de mi viaje. Mi compañera y yo fuimos a alojarnos al hotel Venezuela, cuyo dueño y la mayoría de los huéspedes eran sudamericanos. No tardé mucho en darme cuenta de las pocas perspectivas que existían para mí en esa colonia holandesa de la que no conocía el idioma, por lo que Luisa y yo resolvimos tomar pasaje en un buque que partía para Panamá; allí había más posibilidades.

En Panamá, después de vivir en un hotel el tiempo necesario para orientarnos y poder con más acierto emplear el capital que traía desde Francia, Luisa, quien desde Barcelona había tomado afecto al negocio de venta de ropas, me propuso abrir uno de sedería; la vi tan entusiasmada por esa perspectiva, y como conocía de antemano su actividad, no vacilé en acceder a sus deseos. Un mes más tarde hacía maravillas tras el mostrador de su tienda, sintiendo yo satisfacción de haberla complacido. Ella amplió rápidamente su comercio, añadiéndole pronto un salón de peinados, el cual, al igual que la tienda de sedería, iba prosperando. Habíamos alquilado una casita de campo en las afueras de la ciudad y creí que allí terminaría mi vida aventurera, pero mi destino estaba ya marcado, pues cada vez que aparecía en mi camino una oportunidad que podía cambiar el curso de mi vida, siempre la fatalidad se interponía para que no me salvara.

El delicado organismo de Luisa no pudo resistir el agotante clima tropical, su salud fue declinando y pronto un doctor estadunidense que la atendía diagnosticó que Luisa tenía que volver por unos meses a Europa para reponerse, y sin rodeos me dijo que de seguir en Panamá peligraba su vida. Luisa lloraba amargamente por tener que dejarme; además le dolía en el alma perder un año de perseverancia y lucha activa para crear un negocio próspero, el cual tenía que abandonar en manos extrañas, y con esa idea se negaba a partir. Tuve que emplear todos los medios de persuasión a mi alcance para convencerla de abandonar Panamá, dándole la esperanza de que pronto restablecería su salud y yo cuidaría de los negocios hasta su regreso.

Llegué a calmarla en parte y se decidió a emprender el viaje para Francia, donde vivía todavía su madre en la ciudad de Grenoble, de donde era oriunda Luisa; desembarcaría en Havre y pasaría por Paris. Esa circunstancia me hizo encargarle que llevara correspondencia para mis padres. Parecía verla más serena y en sus ojos brillaba, al momento de partir, la esperanza de volver pronto a mi lado.

Una vez que Luisa partió, sentí entonces lo que para mí significaba el cariño y afecto de la exmariposilla que allá en Barcelona había conocido en un cuarto de prostituta, en los días angustiosos de mi persecución, cuando un rufián me la había vendido por quinientas pesetas.

No tenía yo ninguna noción de los negocios de Luisa; además, éstos eran casi de exclusividad femenina, y una de las empleadas que Luisa había dejado encargada de la dirección del negocio, con el fin de que me iniciara en el manejo, vio la oportunidad de sacar provecho a las circunstancias. Supo inspirarme confianza; me fie de ella y al poco tiempo me di cuenta de sus malos manejos. Comprendí que los negocios iban cuesta abajo y que lo mejor era vender antes de que fuera muy tarde. Así lo hice, y aunque en forma desventajosa, comprobé que Luisa por su trabajo y acierto había cuadruplicado el capital puesto por mí en sus manos. Al recibir el dinero de la venta, me sentí embargado de una extraña melancolía; tenía la sensación de recibir la herencia de un ser querido; quise reaccionar tratando de convencerme de que Luisa volvería, no deseando que a su vuelta encontrara disminuido el capital que ella había ganado al precio de su misma salud.

En tan penosa disyuntiva, me acordé de un individuo que meses antes había conocido, un día que había acompañado a Luisa para ser examinada por el doctor; era jefe de una clínica estadunidense en la cual se encontraba internado ese hombre convaleciente de una operación. Se trataba de un venezolano que residía en Colombia, en la ciudad de Barranquilla; se llamaba Javier P. En nuestra conversación mi interlocutor se había enterado del negocio de mi mujer, motivo por el cual me refirió que en Colombia los artículos de sedería se vendían a más del doble de su valor, pero en ese país los derechos de aduana eran sumamente altos y por tal razón el gran negocio estaba en el contrabando, no sólo de ropas finas, sino de cualquier artículo de fabricación extranjera, incluso whisky y municiones. Me propuso que si el negocio me interesaba, él se comprometía a comprarme todas las mercancías que quisiera con tal de que se las llevara en una embarcación hasta cierto punto de la costa colombiana. Todo era cuestión de que yo resolviera.

Recapacitando la oferta del tal Javier, me puse en correspondencia con él, pidiéndole más amplios detalles. Al recibir la contestación me resolví a emprender la aventura.

Desde unos meses antes había conocido a un italiano de nombre Leoni, vendedor ambulante de ropa para señoras, quien había sido cliente de Luisa. Era un hombre de unos 38 años, de mediana estatura, gordo y de carácter alegre y servicial. Pronto simpatizó conmigo; entre los muchos oficios que había desempeñado en su existencia, mi nuevo amigo había sido pescador allá en la Isla de Cerdeña, de donde era nativo. Ese hombre parecía serio y callado, por lo cual lo puse al tanto del proyectado contrabando, ofreciéndole un tanto por ciento si quería acompañarme; aceptó inmediatamente y con el mayor entusiasmo. Conseguí la compra de una pequeña pero cómoda y sólida embarcación a vela de 13 metros, a la cual hice adaptar un motor auxiliar. La cantidad de mercancías que podía ser transportada no era muy grande, pero sí podía ser muy bien abrigada de la intemperie y del agua. En dos pequeñas bodegas cerradas, la embarcación poseía una cabina con cuatro literas, lo cual la hacía confortable.

Leoni tenía amistad con un mesero de un café; el sujeto era un español de unos 28 años, de nombre Maximino P., quien durante una corta temporada se había dedicado al contrabando entre África y España, atravesando el estrecho de Gibraltar. El español parecía excelente persona y entró a ser partícipe del futuro negocio. Tanto con Leoni como con Maximino, la confianza que en ellos puse nunca fue defraudada. Más tarde esos dos hombres fueron para mí unos leales y sinceros amigos.

Contraté dos indígenas panameños; un adulto y un muchacho de unos 15 años. Compré 5 mil dólares de varios artículos de manufactura estadunidense y emprendí el primer viaje. El lugar de la costa colombiana donde tenía que desembarcar el contrabando se encontraba frente a una islita de nombre La Isla Perdida, la cual debía servirme de punto de orientación. Llegué allí la noche de la fecha convenida y fui navegando a poca distancia del tamo costero que me había sido indicado, hasta que unas señales hechas con luz desde tierra me advirtieron la presencia de Javier en ese sitio, quien efectivamente allí se encontraba acompañado de varios arrieros. El desembarco de la mercancía se hizo rápidamente y sin incidentes. Pude comprobar que el lugar escogido estaba inhabitado desde varios kilómetros a la redonda; recibí el importe de la mercancía y prometí llevar al mes siguiente, al mismo sitio, una cantidad mayor de contrabando. Me despedí de Javier cuando sus hombres activaban el cargamento de las mulas que debían llevar tierra adentro, hasta la población de Montería, donde sería vendida la mercancía a los comerciantes de esa localidad y de los pueblos circunvecinos.