63. Deserción

La esperanza que abrigaba al acostarme, se desvaneció antes del amanecer al ser despertado por los guardias civiles, quienes nos ordenaban prepararnos. Había llegado el momento de la partida. Cada uno recogió lo poco que tenía y media hora después, puestos en fila en el patio, contestábamos a la llamada de nuestros nombres; recibimos una cobija, una mochila y el bidón reglamentario. Tuve que desechar la idea que tenía de poder escapar en el trayecto a la estación ferroviaria, pues en fila de dos al frente íbamos bien escoltados a la estación. Hubo contraorden y no fue sino hasta en la tarde cuando tomamos sitio en un viejo tren de tercera clase, y en cada compartimiento de éste dos cornudos nos hacían compañía. El tren nos llevaba al puerto de Alicante, donde embarcaríamos por Ceuta a Marruecos. Tampoco durante ese día de viaje tuve oportunidad de escape. En cada estación del trayecto, cuando queríamos comprar alimentos o vinos, teníamos que designar a un compañero que se encargaría de su propia compra y de las demás, pero iba escoltado por un guardia.

Casi la totalidad de mis compañeros habían recibido una tercera parte de la prima de enganche; había casos de individuos que después de embolsarse el dinero de la citada prima, se habían ido antes de la incorporación definitiva, o sea, a la llegada al cuartel; ése era el caso de dos conocidos míos, uno andaluz y otro gallego, quienes proyectaban desertar; los dos sujetos días antes me habían comunicado sus intenciones de escape. El trato un poco desconsiderado de que éramos objeto no entusiasmaba a nadie.

El tren en el cual viajábamos se paraba hasta en las más pequeñas estaciones; pasamos la noche viajando y, cuando ya empezaba a amanecer, una nueva parada nos dejó estacionados en una pequeña estación cerca de Alicante. Pedí permiso para bajarme del tren a comprar café y uno de los guardias, aburrido y somnoliento, bajó a acompañarme. Cuando el encargado de la lonchería me estaba despachando, una alegre exclamación del guardia me hizo voltear la cabeza y vi que éste estaba dando un fuerte abrazo a una gruesa comadrona con tipo de campesina que iba acompañada de una joven, probablemente su hija, y entre las dos mujeres y el guardia se entabló una animada conversación. Di un vistazo a la portezuela del vagón para cerciorarme de que el guardia que había quedado allí no me vigilaba desde lejos, pero en ese instante vi bajar del compartimiento al andaluz y al gallego que después de hacerme una seña desaparecían detrás de unos furgones de carga, ahí estacionados. Comprendí que el segundo cornudo debía estar dormido; con mucho respeto y cuadrándome al guardia que me acompañaba, pedí permiso de volver sin él al vagón; éste, quien parecía encontrarse muy a gusto hablando con sus dos conocidas y por lo visto no estaba dispuesto a dejar la amena conversación, me dejó volver solo al compartimiento del tren sin preocuparse más de mí. Notando eso me deslicé entre dos vagones, atravesé una pequeña cerca de madera y me encontré en la carretera que atravesaba la estación. Por ese camino precedí al andaluz y a su acompañante, quienes al verme se detuvieron a esperarme. Llegué a su lado y juntos tuvimos un breve intercambio de opiniones sobre el camino que deberíamos seguir. Mis dos compañeros tenían pensado tomar la carretera hasta llegar a Alicante. La idea no podía ser más tonta. Les hice observar que era cuestión de minutos para que nuestra desaparición fuera descubierta; cierto era que los guardias no podían dejar la escolta de la cual estaban encargados, pero podrían telefonear nuestra deserción y la vigilancia de la carretera era la indicada para capturarnos. Mi plan consistía en dejar inmediatamente esa vía y caminar a campo traviesa, dando un rodeo a Alicante y tomar el camino Cádiz-Málaga. Los dos españoles comprendieron y aceptaron desde luego mi plan y dejamos el camino real, prosiguiendo la marcha por senderos vecinales, veredas y campos de cultivos.

Cerca de las 11 de la mañana, al llegar a un pueblo aislado de la comarca, mis dos compañeros se dirigieron a la población para comprar víveres y procurar conseguirme ropa a fin de deshacerme del uniforme, que si en Barcelona me había sido útil, era entonces un verdadero peligro para mí. Entregué dinero a mis acompañantes y fui a acostarme bajo unos árboles que por ahí se encontraban, en espera de la vuelta de ellos con los víveres y tal vez con la ropa, pero el tiempo pasaba y no volvían; sospeché que los dos sujetos a quienes había tenido confianza, me habían dejado y se habían llevado el dinero; esa idea fue afianzándose en mí conforme pasaban las horas, y cuando a las cuatro de la tarde me preparaba a seguir solo y malhumorado el camino, a lo lejos vi venir a mis compañeros; el gallego caminaba dando traspiés y el andaluz, quien tampoco estaba muy firme sobre sus piernas, se reía de la poca estabilidad del primero.

Comprendí lo sucedido: los dos infelices volvían con víveres, vino y un bulto de ropas de medio uso, pero con una borrachera de tercer grado. El chaparro gallego intentó hablar, señaló con un dedo acusador el pueblo, eructó cuatro palabras ininteligibles y se tiró al suelo. El andaluz, con las piernas vacilantes y la voz gangosa, intentaba explicarme que en la aldea de donde venían no existían tiendas de ropa y que sólo habían conseguido las que me traían obtenidas de casa en casa para comprar prendas de vestir de medio uso, teniendo que tomar en cada lugar un vaso de vino… y prosiguió, diciéndome con hipo:

–Costumbre de región vinícola; las tradiciones… las tradiciones son cosa sagrada, y hay que admitirlas… y hay que someterse a ellas, y hay que hacerlo.

Convencido él mismo de su teoría, terminó su alocución acostándose en el suelo al lado de su compañero, quien boca arriba ya roncaba a todo sonido.

Al examinar la adquisición hecha por mis dos compañeros, me encontré en poder de un pantalón de corte sevillano, ancho de arriba y estrecho en el tobillo, una rara blusa de tela azul muy tiesa que me llegaba más debajo de la cintura, la que para hacer contraste con el pantalón, era estrecha de hombros y ancha de abajo, completando el pintoresco conjunto con un sombrero cordobés de alas anchas y cónica copa. No tenía más remedio que vestirme con el original traje, pensando filosóficamente que tal vez el disfraz era excelente. Después de satisfacer el feroz apetito que tenía, y por estar mis acompañantes en imposibilidad de proseguir la marcha, me acosté y allí pasamos la noche.

Al día siguiente nos pusimos en camino, en parte a pie y en ocasiones logrando algún sitio en una carreta de agricultores; llegamos unos días después a Málaga. En esa ciudad fuimos a vivir al barrio porteño, comiendo en fondas baratas y durmiendo en humildes mesones del puerto. Desde mi llegada a la ciudad había telegrafiado a Luisa para que viniera a Málaga, trayéndome mi equipaje y los documentos; en el transcurso de la misma semana, la fiel mujer estaba a mi lado.

Volví a vestirme decentemente y Luisa y yo fuimos a alojarnos como únicos pensionistas en casa de una señora. Allí vivimos una semana. Como tenía la certeza de haber sido señalado en todos los puertos de España, y aunque tenía ya otro estado civil mis retratos bastaban para identificarme, no me arriesgaba a embarcarme en ese país. No había perdido el contacto con mis dos compañeros de deserción a quienes había hablado de mi viaje a América; los dos amigos, entusiasmados, resolvieron irse al Nuevo Continente.

El gallego me aseguró que el paso ilegal de la frontera con Portugal era cosa fácil y me informó que él mismo era nativo de un pueblo situado cerca de la línea divisoria, y un primo suyo, quien radicaba en Galicia por haber sido contrabandista, conocía los lugares por los cuales se podía atravesar la frontera con toda seguridad. Basándome en esos informes y por tener Luisa su pasaporte en regla, le indiqué que se fuera por tren a Lisboa, llevándose todo nuestro equipaje. Yo me quedaría en Málaga hasta recibir un telegrama de Luisa que me anunciara su llegada a la capital portuguesa, así como la dirección del hotel donde estaba alojada.

Al recibir el citado telegrama, me dispuse a dejar la ciudad, facilitando algún dinero a los dos españoles para comprarse ropa y para sus gastos de viaje. Los tres emprendimos por tren el viaje a Galicia. Ya en la pequeña población natal del gallego, entré en trato con el primo contrabandista, quien mediante la módica suma de 200 pesetas se comprometió a servirnos de guía para el paso de la frontera, lo que fue hecho de noche y sin ningún contratiempo.

Al amanecer y ya en territorio portugués, tomamos un tren hacia una pequeña estación fronteriza, y ese mismo día llegamos a Lisboa, donde inmediatamente me dirigí al hotel donde me esperaba Luisa.

Mis intenciones con Luisa eran darle una suma suficiente de dinero para que ella pudiera ampliar su negocio de ropa y volviera a Barcelona; yo proseguiría solo mi viaje a América.

Cuando le expuse mi decisión, Luisa, dolorosamente resignada, bajó la cabeza en silencio, pero vi tanta desesperación y tristeza reflejadas en su semblante que, pensando en la forma tan abnegada con que me había servido, no tuve valor para deshacerme de la improvisada compañera que el destino había puesto en mi camino y a quien probablemente debía mi libertad presente. Le dio mucha alegría cuando le participé que vendría conmigo.