61. Enganche en la Legión
Extranjera Española

Cansado de caminar entré en un bar y, mientas tomaba, me puse a leer los periódicos con la idea de encontrar alguna noticia sobre Luisa; en ese momento fui distraído de mi lectura por un grupo de soldados vestidos de caqui. Sus uniformes llevaban insignias que me eran desconocidas y por su aspecto diferían de los militares que tenía costumbre de ver en la ciudad. Bebían alegremente y lo hacían con bastante escándalo. Pregunté al mesero quiénes eran.

–Son del tercio –me contestó–. Yo no sabía lo que era el tercio, y comprendiéndolo así el mozo, para más explicaciones, agregó:

–Es la Legión Extranjera.

El estado de ánimo en el cual me encontraba me disponía a todo para evitar la persecución de que era objeto. Me levanté de la mesa y me dirigí al grupo de soldados ofreciendo una tanda de ron, la cual fue aceptada con el mayor agrado. A las primeras copas siguieron otras pagadas alternativamente por algunos del grupo y por mí. Pronto los cinco legionarios y yo fuimos excelentes amigos, por lo que declaré a mis recién conocidos mis intenciones de incorporarme a la Legión Extranjera. Ellos se aprestaron inmediatamente a llevarme a la oficina de reclutamiento y servicios médicos incorporados al cuerpo correspondiente a Barcelona. Después de darme los informes necesarios, mis acompañantes me señalaron un bar cercano donde me esperarían después de que hubiera cumplido con los requisitos de mi enganche, asegurándome que podría hacerlo siempre que no recibiera anticipado dinero alguno sobre la prima del citado enganche.

Cuando me presenté a la oficina eran como las 10 de la mañana. Un sargento que estaba a la entrada me indicó un escritorio; allí un escribiente militar me preguntó nombre, apellido, edad y nacionalidad. Me presenté como Juan Verdier, de 29 años, nacido en Bruselas, y como de antemano sabía que ningún documento se me pediría para confirmar mis dichos, con esas generales fueron llenadas dos fichas de cartulina. Una se quedó en poder del escribiente y la otra me fue entregada. Al serme designada la puerta de una sala contigua, me di cuenta de que allí había un banco sobre el cual estaban sentados dos individuos de mala facha y bastante mal encarados, siendo uno de ellos un hombre rubio, de mediana estatura y de constitución robusta, quien era más o menos de mi edad. El otro era un hombre delgado, alto, moreno y pasaba de los 35 años. Conversaban entre sí en alemán. Me aproximé y tomé asiento en la extremidad del banco; después de observarme un instante, uno de ellos me preguntó algo en su idioma, contestando yo en español que no comprendía el alemán. El más joven me pidió un cigarrillo y, al instante de darle la cajetilla, la puerta del servicio médico se abría y un enfermero militar llamó al primero de nosotros, turno que correspondía al más joven teutón; éste, en lugar de devolverme los cigarrillos, se metió al bolsillo la cajetilla y siguió al enfermero. Desde luego, juzgué insignificante ese accidente, pero pensé que el ambiente al cual iba a pertenecer no era de toda confianza y tendría en lo sucesivo que cuidarme a efecto de evitar mayores disgustos.

Llegó mi turno; al pasar la inspección médica, cuyo examen era minucioso, principalmente en los bronquios y el corazón, un visto bueno con la firma del médico quedó escrito sobre mi ficha. El examen visual seguía al corporal, y se repitió el visto bueno y la firma del mayor oculista. Regresé a la oficina de inscripción y devolví mi ficha al escribiente, quien tomó nota de las observaciones médicas, clasificó la misma ficha y me inscribió sobre un registro, llenando con mi nombre y apellido una hoja impresa. Era el contrato de alistamiento del Tercer Regimiento de la Legión Extranjera Española. Al estampar mi firma al pie del documento, me comprometía a servir tres años bajo esa bandera y a sujetarme a las obligaciones correspondientes, so pena de los castigos del Código Militar. No quise aceptar la tercera parte del enganche que me era ofrecida, para poder estar más libre hasta el momento de llegar al cuartel de la Legión en el Marruecos español. Al momento me fue entregada una cédula provisional de identificación. Un cabo de la oficina, cuando sonaron las 12 del día, recibió órdenes de conducirme, junto con los cinco reclutas que en la misma mañana nos habíamos enganchado, a una pequeña dependencia del cuartel de ingeniería.

El primer piso de dicho cuartel tenía un dormitorio con 30 camas; una de ellas me fue asignada. Éramos 17 o 18 reclutas quienes esperábamos el momento de ser llevados al depósito general de Madrid, o directamente embarcar para el cuartel en África. En el patio estaban las entradas de los talleres del cuartel; contiguo a éste quedaban la zapatería, la sastrería y la armería. La entrada del patio daba a la calle y estaba vigilada para que nadie saliera sin el debido permiso oficial. En el edificio había una pequeña cantina y allí podían conseguirse alimentos suplementarios, vinos, café y cigarrillos.

Hice amistad con dos reclutas, uno andaluz y el otro gallego; pude comprobar que las dos terceras partes de los miembros de la Legión Extranjera Española eran nacionales de ese país. Cuando me paseaba en el patio, el sargento sastre, quien desde hacía un momento me observaba, mejor dicho, veía el traje que vestía, me llamó a su taller, donde bajo su dirección trabajaban varios sastres militares. Allí el hombre, después de destapar una botella de vino, ofreciéndome que lo acompañara a tomar, se puso a palpar la gabardina de mi traje, y dijo:

–Es bastante bueno, ¿qué vas a hacer con él? Soy más bajo que tú, pero de la misma corpulencia. Voy a proponerte un negocio. Me das tu traje…

Lo interrumpí diciéndole que no tenía otra ropa y no pensaba quedarme en calzoncillos. Se rio el sargento sirviéndome otro vaso de vino, y prosiguió:

–De aquí a tres años ya no te servirá más tu traje; lo habrás perdido; además, puede que te guste el oficio y te reenganches por tres años más. Otra perspectiva: un marroquí puede meterte una bala en el cuerpo y mandarte al otro barrio, o sencillamente te mueres de alguna enfermedad en ese país desértico.

Le hice observar que la muerte estaba en todas partes y que en ese caso a él mismo lo podía partir un rayo. Por fin, el sargento me propuso cambiar mi indumentaria por un uniforme completo de legionario, hecho con paño de suboficial. Esa transacción no era ningún negocio para mí y objeté no tener necesidad de hacer tal cambio, porque a mi llegada al cuartel se me daría un uniforme gratis.

–Pero no será tan fino como el que voy a darte –dijo el sargento–, y además, como no has cobrado tu enganche, puedo obtener por los días que te quedes aquí el permiso de que salgas a la calle desde las nueve a las 17 horas.

Ante esas palabras me apresuré a aceptar el trueque.

Al día siguiente, a la nueve de la mañana salí a la calle vestido de legionario y con un permiso en el bolsillo. Corrí a un teléfono y me comuniqué con mi compatriota del hotel, quien me informó que, efectivamente, Luisa en unión de Rosa, su mujer, habían sido arrestadas por creer la policía que las ropas que tenían en venta habían sido mal adquiridas, pero después de haber comprobado con las facturas respectivas la legalidad del negocio, estaban a punto de ser puestas en libertad con la simple diligencia de un abogado. Me comprometí a pagar los gastos necesarios y cuando volví a telefonear, cerca de las cinco de la tarde, hora en que tenía que volver al cuartel, recibí la buena noticia de que una hora antes Luisa había obtenido su libertad. Comprendí que por temor y precipitación había cometido otro error de los tantos que ya había hecho, aumentando la serie con uno más.

A la mañana siguiente fui al departamento que ocupaba Luisa, quien después de mostrarme su alegría de volver a verme, me preguntaba muy extrañada la razón por la cual iba uniformado. Le expliqué que los temores de su ausencia habían ocasionado mi incorporación a la Legión y ése era el motivo por el cual me veía así. Calmé los llantos de Luisa e hice que me contara lo sucedido. Todo había sido el resultado de una de esas acostumbradas intrigas de mujeres del medio al que Luisa había pertenecido. La amante del Churro, quien vendía a precio de ganga a las mujeres de la vecindad los objetos y prendas de vestir femeninas hurtadas por su hombre, poco tiempo antes había consumado un robo en un negocio de sedería y el botín de éste había sido vendido de la manera acostumbrada, o sea, a personas conocidas de confianza y a algunas revendedoras.