60. Arresto de Luisa
En un taxi llegué a una calle cercana a la casa en la cual Luisa había alquilado la víspera el departamento. Eran las siete y media y yo tenía cita con ella a las ocho, pero desde lejos vi que la fiel mujer ya estaba en mi espera, mirando ansiosamente para todos lados. Se tranquilizó al verme y vino luego a mi encuentro. La conserje ya había abierto la puerta de entrada y pudimos penetrar en la casa sin ser vistos. Me quedé en el departamento vacío mientras Luisa salía a comprar los muebles, y cuando éstos ya estaban en su lugar en la habitación, pude apreciar conmovido la dicha de mi compañera al tomar su puesto de ama de casa. La pobre mujer estaba asqueada de la vida que había llevado y su alegría no tenía límites al verse librada improvisadamente de tal existencia.
Ya tranquilos, Luisa empezó a contarme los pormenores del cateo de la víspera, la forma en que fue ejecutado y las preguntas que los agentes le hicieron y a otras dos francesas que había en la casa, por cuya relación deduje, sin quedarme lugar a dudas, que la policía buscaba a un sujeto francés, y con toda posibilidad ése era yo. A mi vez, conté a mi compañera la odisea que tuve la noche pasada durante mi escapatoria; el encuentro ocasional de mi compañero de huida.
–Sé de quién se trata –dijo Luisa–. Es Churro.
Su apodo me hizo recordar el cuerpo chaparro del sujeto, su constitución, sus piernas arqueadas, miembros cortos, brazos potentes pero retorcidos que recordaban la forma precisa del churro. No pude menos que divertirme con lo bien atinado del apodo.
Luisa continuo informándome que tal individuo era un ladrón que pocos días antes había cometido un robo en un negocio de sedería, apoderándose de una buena cantidad de ropas para señora. Las prendas eran vendidas por la amante de El Churro, quien habitaba en la casa que tan precipitadamente él y yo habíamos abandonado la víspera. Luisa fue al ropero y volvió con un juego de esas ropas; me mostró su calidad y me dijo el precio bajo de su costo. Fue desviando la conversación sobre el negocio de la sedería; en ese momento, Luisa, tímidamente, como temerosa de un regaño mío, me propuso que como yo no quería que volviera a su “oficio” antes de que se restableciera de su salud, podría entretanto dedicarse a vender ropas a sus antiguas compañeras y en las casas de mala nota que ella conocía; de esa forma no sería para mí una carga. Sólo faltaba mi consentimiento y que le facilitara mil pesetas. Comprendí que debía aparentar ser un interesado y di mi consentimiento. Mi conformidad colmó la dicha de Luisa, pero su alegría duró poco, se había puesto pensativa y no dejaba de mirarme, y al preguntarle la razón de tan repentino cambio, me contestó:
–Tú no eres como los demás hombres que he tenido y comprendo perfectamente que no buscaste a una mujer para que te mantuviera, sino para estar a salvo del peligro que te amenazaba. Pasado el riesgo, te irás de mi lado y yo irremisiblemente tendré que volver a mitad del arroyo.
Empezó a sollozar. Procuré calmarla a pesar de que comprendí que ella seguía obstinada en sus sospechas.
Unos días más tarde, Luisa emprendía su doble deber de ama de casa y comerciante a la vez. Estaba admirado de su rápida adaptación a esas actividades y de lo bien que las cumplía. Por la mañana se dedicaba al quehacer de la casa y a cocinar; en la tarde, provista de un maletín con ropa, salía de la casa y volvía al anochecer. Ella era la encargada de ir a retirar en el correo la correspondencia que me llegaba. Yo salía muy poco y nunca lo hacía de día; con raras excepciones iba de noche a algún cine de los alrededores.
Las noticias que de Agustín y de Carlos recibía de París, eran relativamente buenas. Alicia y su hermano habían sido detenidos. Él estuvo encarcelado sólo unos días, sin poder dar otros informes que el de señalar a Elma, pero la alemana, a los pocos días de haber dejado yo su casa, se había ido para Bélgica, perdiéndose así la única pista que sabía el hermano de Alicia. Por su parte, Alicia no habló; fue encarcelada y careada con Edmundo y Fabián; éstos negaron conocerla. Supe más tarde que tres meses después Alicia recobraba la libertad por falta de pruebas. Edmundo y Fabián fueron sentenciados a cinco años. El primero salió en libertad a los tres años; Fabián cumplió los cinco, volviendo los dos a ser hombres honrados. El primero peleó por su patria en la última contienda; el segundo lo hizo trabajando en los arsenales de guerra.
En sus cartas, Agustín prometía conseguirme la documentación que me hacía falta. Sin embargo, no fue sino hasta después de un mes cuando pudo anunciarme que había obtenido lo que deseaba, pero esos documentos tenían que ser modificados y de tal tarea se encargaría Carlos, quien necesitaba una semana para hacerlo. Aunque así fuera y sintiéndome en relativa seguridad, esperaba calmadamente la llegada de mi nuevo estado civil y el momento de salir de España rumbo a América; pero el azar me reservaba más tribulaciones en Barcelona.
Tenía dos meses aproximadamente de convivir con Luisa. Una tarde, como de costumbre, ella había salido a “su negocio”, según llamaba a su maletín de ropa, yo me había quedado solo en el departamento leyendo para pasar el tiempo en espera de su vuelta a la casa. Le había encargado pasar al correo para ver si había llegado alguna carta de Agustín o tal vez la misma documentación que esperaba recibir de un momento a otro. Pasé tranquilamente la tarde hasta que dieron las nueve de la noche. A esa hora empecé a inquietarme, toda vez que Luisa nunca había vuelto a casa tan tarde. En la medida en que el tiempo pasaba la espera se hacía más angustiosa. Ya muy entrada la noche no me cabía duda que algo malo le había sucedido. Sin acostarme, alerta cada vez que oía pasos subir las escaleras, esperé con la esperanza de que fuera Luisa. A menudo iba tras las persianas de las ventanas a observar la calle para asegurarme de que ningún individuo con aspecto de policía vigilara la casa, pero siempre sin notar nada sospechoso.
Cuando vi penetrar por los cristales de la ventana las primeras luces del día, ya había adquirido la certeza de que la policía francesa en alguna forma se había enterado de la dirección del correo y que al vigilarlo había arrestado a Luisa. A pesar de que tenía el convencimiento de que ella no me delataría, de todas maneras sería el hilo conductor y otra vez vería mi situación comprometida; después reaccionaba pensando que me equivocaba. Sabía que los inspectores franceses que me perseguían, bajo la dirección del jefe de grupo Bertuel, eran policías seleccionados, expertos e inteligentes; no podía concebir que esos hombres hubieran cometido la torpeza de arrestar a Luisa en vez de seguirla. Pensé que quizás le había pasado algún accidente. La incertidumbre en la cual me encontraba hizo que a las siete de la mañana saliera a la calle; ansiosamente me dirigí a un pequeño café para telefonear a Julio, donde me comunicaría con el tahúr marsellés, quien se alojaba en el hotel; yo sabía que la esposa de éste, Rosa, la víspera tenía que verse con Luisa para tratar la venta de unos artículos de sedería. Cuando pude obtener la comunicación con mi compatriota y antes de poder formular mi impaciente pregunta sobre Luisa, al reconocer mi voz, el sujeto me dijo:
–¿Eres tú?... Pues te tengo malas noticias: acabo de enterarme de que ayer arrestaron a tu mujer y por no conocer tu domicilio no pude avisarte; voy a ir a obtener más informes; telefonéame más tarde.
Quedé abrumado y salí del café; vagué por las calles sin rumbo, deprimido y completamente desalentado; no comprendía esa actuación de la policía, pero sea como fuera, existía el hecho.
A mi lado pasaban empleados y obreros que, sin preocupación alguna, alegremente se dirigían a su trabajo. ¡Ah! Cómo envidiaba a tales hombres en ese momento, que libremente y sin temor iban por la calle; aunque su existencia fuese humilde, vivían tranquilos; volvían tal vez cansados de sus trabajos, pero con la satisfacción de haber cumplido con sus deberes de esposo o de hijo o de padre.