59. Noche de sobresaltos
El anuncio de la llegada de la policía fue sentido en el interior de la casa por el ruido de las puertas que se abrían y se cerraban precipitadamente, carreras en las escaleras, voces, gritos e interpelaciones de avisos; en fin, todo el consiguiente alboroto que ocasionaba la llegada intempestiva de visitantes indeseados, como lo era la policía, en esa casa habitada por gente sediciosa y temerosa de la justicia. Yo, desde el primer momento, había saltado de la cama y rápidamente estaba vistiéndome con ayuda de Luisa; lo hice con tal prontitud, que antes de que la conserje pudiera abrir la puerta de entrada a los agentes, ya había yo alcanzado la azotea, pero aun con la rapidez con que había actuado, otro me había ganado la delantera; a poca distancia delante de mí estaba un sujeto chaparro, que sin saco ni sombrero corría con una agilidad envidiable. Al ruido de mis pasos, el hombre, sin dejar de huir, volteó a verme y redobló su carrera.
En ese momento llegaba al lugar donde había que bajar a la azotea de una casa de menos pisos, y el tipo saltó como lo hubiera hecho un torero sobre el burladero de una arena. No pude menos que admirar la técnica y elegancia del atrevido salto, pero no dejé de pensar que eso era una imprudencia pues, en efecto, el brinco fue seguido de sordas maldiciones; cuando a mi vez llegué a la orilla de la azotea, en donde con más prudencia me descolgué a la inferior, encontré al sujeto que me precedía y que hacía esfuerzos para levantarse del suelo, a juzgar, con un tobillo dislocado, al mismo tiempo que me decía entre quejidos:
–Ya está, ya está, estoy dado. Usted me agarró.
A lo que contesté que no corría para atrapar a nadie, sino para no ser agarrado yo mismo; y me preparaba a seguir la carrera, pero el hombre, que había comprendido su error de creerme un policía, me había asido de un brazo, diciéndome:
–No me deje así, hombre; no me deje, que es por su culpa que me desgracié.
Mi primer impulso fue deshacerme de un empellón del inoportuno catalán, mas como ningún ruido parecía delatar que fuéramos perseguidos, en un gesto de malhumorada solidaridad ayudé al de la torcedura a caminar. Habíamos llegado al penúltimo techo de la cuadra, y el que seguía era el del taller mecánico y el depósito de hierro, el más bajo de los edificios y de sólo un piso, formando la esquina de la calle. Pero para bajar desde la azotea donde me encontraba con mi improvisado compañero, hasta el techo del taller, había que salvar una altura de cinco metros, y no me atrevía a brincar desde allí sobre el tejado en declive de la herrería. En ese crítico momento, el catalán descubrió una tubería de hierro para conducto de agua, que parecía bastante sólida y que bajaba a un estrecho patio. El tubo, en su trayectoria, tocaba la orilla del techo del taller sobre la azotea en que nos encontrábamos. Había unos palos a los cuales estaban amarradas unas cuerdas que servían de tendederos para secar ropas; una de ellas estaba bastante gruesa; me apoderé de ella, anudándola bajo los brazos del español, quien sostenido por la cuerda que yo tenía en mis manos y ayudándose de la tubería, bien llevó a cabo su descenso. Me apresté a bajar; yo no tenía otro sostén que el tubo de desagüe, y si éste resistía mi peso, no habría desgracia. En caso contrario, caería probablemente hasta el patio; o sea, desde una altura de 10 metros. Para lo que me estaba jugando, valía la pena, así que decidí correr el riesgo y me agarré a la tubería. Entre ésta y la pared apenas había espacio para mis manos, y con los pies me ayudaba, sirviéndome de punto de apoyo las abrazaderas de hierro que fijaban la tubería en la pared. Dos o tres de éstas se aflojaron durante mi descenso; sin embargo, toqué pie en el tejado con verdadero alivio. Recorrimos el trecho del tejado, el cual daba a la calle vecina de la casa donde vivíamos, con intenciones de bajar a ella, pero vimos a algunos individuos sospechosos por ahí. Teníamos que esperar, así que nos escondimos lo mejor que pudimos, acurrucándonos entre unas chimeneas y unos tinacos de agua.
Allí nos quedamos con el temor de ser descubiertos si a los policías que estaban cateando la casa se les ocurría explorar las azoteas vecinas, desde las cuales, por el hecho de dominar el lugar en que nos encontrábamos, podrían vernos con facilidad.
La única ventaja era que nos encontrábamos a una media docena de casas del lugar de partida. La tranquilidad de la noche llevaba hasta nosotros rumores de voces. Comprendimos que se trataba del alboroto ocasionado por el cateo.
Durante lo que me pareció una interminable espera, pude ver a mis anchas al sujeto que me acompañaba; era un tipo de aproximadamente 30 años, de mala catadura, cara chata, de muy baja estatura y con una rara conformación corporal, pero muy robusto. No dejaba de sobarse el tobillo, al tiempo que profería una serie ahogada de extrañas y curiosas exclamaciones, mezclando las más devotas “¡Ay, Dios mío…!”, “¡Virgen santa…!”, con las más furibundas maldiciones: “¡Maldita sea…!”, “¡Me cargo con los ostiones!”.
Por fin, después de un lapso que me pareció interminable, oí el rodar y el claxon de unos autos y supuse que eran los de la policía que se alejaban. Las calles volvieron al silencio. Vi mi reloj y eran las dos de la madrugada. Me deslicé sobre el tejado colgado a la orilla del mismo; con los pies a más de dos metros arriba del suelo, me solté y al caer mis piernas flaquearon, por lo que me quedé sentado en la acera, pero me levanté sin daño alguno y esperé la llegada del hijo de Cataluña.
Quería amortiguar su caída recibiéndolo en mis brazos, así pude evitar que sus pies tocaran el suelo, no así su distinguida persona, pues los dos rodamos hasta el arroyo de la acera. Esta vez el costalazo me había dejado algo contusionado, pero con las piernas en buen estado, que era lo principal. No le sucedió lo mismo al español quien, no obstante mi ayuda, apenas podía caminar. Yo con ansiedad quería alejarme rápidamente de ese lugar sin llamar la atención, pero no tuve otro remedio que alejarme lentamente llamando la atención, casi cargando con el lesionado.
El segundo susto de esa noche de sobresaltos me sorprendió cuando, dos calles más abajo, dos policías uniformados se aproximaron a nosotros y con desconfianza nos preguntaron qué hacíamos a esas horas y de dónde veníamos, así como cuál era la causa de las contusiones de mi acompañante; pero éste no fue corto en sus marrullerías: empezó a explicar que era velador de la herrería y durante su ronda se había prendido el pie en unas varillas de hierro que estaban en el suelo… “maldita sea”… y había resultado con el tobillo dislocado; sintiéndose mal quería irse a curar a su domicilio, y como “este señorito” (que era yo) pasaba en ese momento, me había pedido el favor de ayudarlo hasta encontrar un carro de alquiler. Uno de los agentes preguntó desde cuándo estaba de velador.
–Hace unos días –contestó el lesionado–, porque hubo un robo de fierro.
–Así lo entiendo –contestó el policía–, porque ya sabía que no había velador.
Yo ansiosamente esperaba los resultados de las explicaciones; con alivio comprendía que los dos policías estaban a punto de tragarse el cuento, y antes de que pudieran cambiar de opinión, metí la mano en mi bolsillo y ofrecí dos duros para que se encargaran de ayudar al supuesto velador a conseguir el taxi que necesitaba. Los uniformados aceptaron y yo me fui apresurando el paso. Doblé la primera esquina de la calle y, ya fuera de vista, aunque comprendía que era un desatino, no pude dominarme y emprendí una veloz carrera por las calles desiertas, hasta llegar sin resuello, pero satisfecho, al Paseo Colón. Desde allí me encaminé en dirección del muelle y seguí por éste tal vez durante más de una hora, hasta encontrarme en un lugar solitario. Estando muy cansado, salté el parapeto que bordeaba la orilla del agua y allí, escondido de la vista de unos casuales transeúntes, sentado en la faja del terreno que había entre el mar y el parapeto, y recostado contra la parte externa del mismo, esperé el día.
Horas después, los timbres, el rodar de los tranvías y el ruido matinal de las calles me anunciaban el despertar de la ciudad. Salí de mi escondite limpiándome lo mejor que pude, retirando de la ropa los rastros de tierra y arena que la manchaban. Eran las seis de la mañana. Volví mis pasos en dirección del centro de la ciudad. En mi camino encontré un pequeño bar que acababa de ser abierto. Entré y fui a sentarme ante una mesa. Pedí que me sirvieran una taza de café y una copa de ron. Empezaron a llegar parroquianos, que eran obreros de fábrica y trabajadores del puerto vestidos de mezclilla, con sucios overoles, cubiertos con cachuchas y por lo general calzados con alpargatas. Comprendí entonces por qué, a mí entrada en el bar, el dueño de éste no había dejado de observarme con curiosidad no exenta de desconfianza. Sus clientes entraban y tomaban rápidamente un café o una copa, cambiaban unas palabras y salían a sus trabajos. Pasada la hora de entrada a las fábricas y talleres, en el establecimiento sólo quedamos el patrón y yo; pedí otro café, con la intención de quedarme más tiempo en ese sitio.
Después de servirme, el patrón se sentó a la mesa frente a mí, tratando de conversar. Sus preguntas eran cada vez más inoportunas; no sabía qué contestar. Se me ocurrió decir que estaba dejando pasar el tiempo para poder llegar a una cita.
–¡Ah! –dijo mi interlocutor con una risa picaresca–, ya sé quién es usted.
Y agregó: –Mi mujer me contó el chisme.
Yo, incrédulo, le miraba. El volvió a reírse y me dijo:
Ya puede usted irse; hace más de media hora que vi pasar al marido que iba para su trabajo.
Pagué lo que había consumido y di las gracias por la información; dejé el bar seguido por la mirada risueña del dueño, quien se quedaba satisfecho de su perspicacia.