57. Gigolo a fuerza
Alicia había prometido mandarme un telegrama a lista de correos cuando llegara a París, pero el telegrama no había llegado y estaba sin noticias, lo que nada bueno me presagiaba. Por su parte, Julio, con quien me comunicaba diariamente por teléfono, no me anunciaba ninguna novedad, pero no fue así al cuarto día, cuando brevemente me dio a entender con palabras veladas que la policía vigilaba el hotel y que uno de los agentes en forma indirecta había inquirido sobre mi persona. El hotelero y yo habíamos convenido de antemano que, en caso preciso, los dos nos veríamos en un parque de la ciudad, donde vendría a informarme sobre cualquier grave acontecimiento, como era el caso presente; pero si juzgaba por razones de prudencia que había inconveniente en ir personalmente, mandaría en su lugar a una persona de entera confianza, lo que sucedió al ir a la cita un marsellés, huésped del hotel.
El sujeto tenía dos ocupaciones: tahúr y tratante de blancas, sin embargo, debo en parte a esta destacada personalidad el no haber caído en esos días en manos de la policía. Por ese paisano obtuve más detalles sobre la búsqueda de que era objeto; el hombre había podido sorprender a dos de los individuos que vigilaban el hotel cuando hablaban entre sí en francés, lo que demostraba que policías de esta nacionalidad acompañaban a los agentes españoles, uno de los cuales había enseñado un retrato mío a Julio; mostré la fotografía que llevaba mi pasaporte, al verla el tahúr me aseguró que era la misma presentada al hotelero, en esta forma adquiría la seguridad de que no solamente la policía conocía el falso estado civil en mi poder, sino que igualmente poseía los recientes retratos míos que en dichos documentos figuraban. No cabía duda, estos retratos iban a ser presentados, acompañados de mi filiación, en todos los hoteles y casas de huéspedes en Barcelona, y con seguridad en las demás ciudades de España.
Comprendí que la carta de la madre de Alicia tenía por único objeto alejar a su hija para que no se encontrara a mi lado en el momento de mi aprehensión, seguramente que esa señora tenía ya el decidido propósito de denunciarme en toda forma, y probablemente al recibir el telegrama que le anunciaba la salida de Alicia para Barcelona, actuó inmediatamente en mi contra sin esperar la llegada de su hija, que a su arribo a la casa maternal se encontraría con un hecho consumado, e indudablemente frente a la policía, que debía esperarla, siendo interrogada de inmediato y registrada.
Los agentes habían encontrado mi último retrato, que Alicia tenía en su bolsa de mano. Ya en poder de la fotografía, poca dificultad era para ellos descubrir el estudio fotográfico donde me había retratado y obtener los negativos. Cuatro errores míos eran la causa de mi comprometida situación. Primero, no haber comprado los negativos al fotógrafo; segundo, permitir que Alicia se comunicara con su madre; tercero, haber mandado el telegrama, y cuarto, dar uno de mis retratos a Alicia, a quien, en la precipitación de la partida, no había pensado quitárselo.
Me quedé sentado en un banco del parque; recapacitaba sobre el crítico momento en que me encontraba, tenía que tomar una pronta decisión, que por más esfuerzo que hacía no se presentaba a mi mente; no conocía a nadie en Barcelona y de hecho no tenía un lugar donde refugiarme. Fui sacado de mis negros pensamientos por la voz de mi acompañante que me preguntaba lo que pensaba hacer y si tenía algún lugar para esconderme.
–Ninguno –le contesté –. Meditó un instante para decir:
–Tengo una idea –me miró un instante y añadió–: alto, robusto, bien vestido, tienes el tipo y creo que dará resultado.
Se levantó del banco diciendo:
–Vamos, te voy a sacar de este mal paso.
No comprendí a qué se refería al asegurarme que tenía el tipo aludido, y en realidad poco me importaba. Esperanzado, le fui siguiendo, salimos del parque y subimos en un taxi. Mi acompañante dio una dirección al chofer y momentos después habíamos llegado a un barrio que aunque céntrico tenía bastante mal aspecto. Allí nos bajamos y, una calle más lejos, entramos en una vieja casa de apartamentos amueblados, de varios pisos. La mayor parte de las puertas de las habitaciones estaban abiertas, viéndose en ellas mujeres que de inmediato juzgué que eran de la vida alegre; conversaban en alta voz, interpelándose a gritos de un piso a otro. Otras cantaban, al mismo tiempo que en ropas menores se dedicaban a la tarea del maquillaje, tan necesario para su profesión. La mayoría parecían españolas, pero se notaban algunas extranjeras. Mi compañero era un conocido y varias de las inquilinas le saludaban y cambiaban algunas palabras con él al tiempo que subíamos las escaleras. En el tercer piso tocó una puerta del sombrío corredor y una voz de mujer, en mal español con acento francés, preguntó:
–¿Quién es? – y antes de que mi compañero contestara, la misma voz le decía–: Pase.
Entramos en la pieza, una recámara en donde los muebles más notables eran la cama, el sofá y el tocador. Frente al espejo de éste, una mujer envuelta en una bata de seda de vivos colores, se pintaba con cosméticos las pestañas. A nuestra entrada, volteó para vernos. La mujer tenía facciones finas, de ojos azules y cabello negro, era delgada, de mediana estatura y de unos 25 años. Al vernos se levantó y vino hacia nosotros, y después de saludarnos y de que mi acompañante me hubo presentado como un amigo suyo, y a ella como Luisa, amiga de su mujer, me miró y se ruborizó como cualquier “niña bien”. Nos ofreció asiento, se fue después a la pequeña pieza contigua, que era la cocina, y volvió sonriente con una botella de anís y tres copas. A tales alturas ya sabía de qué tenía yo el tipo, y era poco halagador por cierto, pero en esa situación lo mismo me daba parecerme a uno de esos caballeros como al rey de Zanzíbar. Tomamos una copa y mí recién conocido dijo a Luisa:
Mi amigo, aquí presente, se encuentra en un lío. ¡Poca cosa! –agregó–, pero tú ya sabes que para nosotros, por ser extranjeros, una insignificancia es una complicación; Rosa me habló que estabas sola y que deseabas un hombre. Tú dirás.
La dama se sonrojó de nuevo, al tiempo que decía:
–Cómo no, pero…
Vaciló un instante, y mimosa añadió dirigiéndose a mí, como avergonzada y con una triste sonrisa:
–Pero usted no deberá ser muy exigente, porque el negocio va mal y estoy un poco enferma.
Recalcando seguido, con el temor de que me equivocara sobre su mal:
–Estoy un poco débil y anémica.
La tranquilicé, sintiendo lástima por esta pobre mariposilla, al mismo tiempo que resentía el más desagradable bochorno para mí mismo, aunque sabía que nunca aceptaría subsidio alguno de esa mujer, pero bastaba el hecho de estar confundido por un vulgar y cínico gigolo. Mi acompañante miró alternativamente a Luisa y a mí, sonriendo satisfecho.
–Creo comprender –dijo– que los dos están de acuerdo.
–Sí, encantada –Luisa contestó rápidamente, y me interpeló–: ¿y usted?
Todavía un poco descontrolado por esta extraña y rápida unión, declaré mi completa conformidad. Mi acompañante y distinguido compatriota, levantándose de su asiento, dijo burlonamente:
–En este caso les doy mi bendición y me retiro; que sean muy felices, pero yo tengo que irme, el juego y los negocios son antes que todo. Con estas sentenciosas palabras me hizo señas de acompañarlo fuera de la estancia.
En el corredor del piso le seguí unos pasos y allí el apreciable “negociante” me explicó:
–Luisa es una buena mujer, es dócil y trabajadora, a ella no tendrás necesidad de tamborilearle el cuero para que camine derecho; lástima que esté un poco enferma. De todos modos es una hembra que te dará de 25 a 30 pesetas diarias. Además, en tu situación, es algo providencial.
Hubo un silencio y el servicial personaje prosiguió:
–No te pido nada, pero si quieres facilitarme 500 pesetas que necesito para el juego de esta noche, te quedaría muy agradecido.
Di la cantidad pedida y nos separamos. Volví a la habitación. Luisa, que había espiado desde la puerta semicerrada, a mi entrada en la pieza preguntó muy contenta:
–¿Pagaste por mí, así que te gusto?
Y sentándome en el sofá, Luisa empezó a describirme sus propias cualidades; haciéndome promesas de buen comportamiento, me contó una parte de su vida. El tiempo pasaba, ya debían ser las ocho de la noche. Luisa se levantó con desgano y fue derecho hacia mí, que me había quedado sentado, puso sus manos sobre mis hombros al tiempo que decía, mirándome como en espera de un indulgente permiso:
–Ya es hora de que me vaya, lástima, no tengo más que 17 pesetas, si no, me hubiera quedado por este día, que es el primero que vivimos juntos.
Y antes de poder contestar, Luisa extraía de su bolsa de mano tres duros y me los entregaba, agregando:
–Me quedé con dos pesetas y con esto me basta hasta encontrar el primer cliente. Trabajaré en hotel para no molestarte. Así que como dices no poder salir a la calle, te puedes acostar, que ya yo procuraré venir temprano, ¿quieres?
Con los tres duros en la mano y sin saber qué hacer con ellos, senté de nuevo a Luisa a mi lado, expresándole mis deseos de festejar la vida que empezábamos en común.