56. España
El patrón del bar no dejó, como era su costumbre, de dar en nuestro honor unas pequeñas fiestecitas en su establecimiento, para según él divertirnos un poco. Aprecié la buena intención, pero no tanto dichas diversiones. El bar era frecuentado principalmente por personas de la clase obrera, pero también por algunos maleantes (gigolos) que acompañaban mujeres; todos ellos, de la más baja extracción social, eran precisamente los amigos y amigas de El Cuadrado y, por lo mismo, los invitados de las íntimas tertulias. Alicia, que nunca había estado en tan “selecto ambiente”, en un principio no dejó de desconcertarse y sentirse extrañada por todo lo que veía y oía. Algo atemorizada, no se apartaba un solo instante de mi lado, pero a estas primeras impresiones siguió la curiosidad, y poco después el asombrado era yo de ver que se divertía de lo lindo con lo que al principio la había asustado.
El mismo día de la llegada del vaporcito frutero al muelle de descarga del puerto, Alicia, acompañada hasta la estación por la mujer del Cuadrado, tomaba el tren para Barcelona llevando una recomendación para el hotelero francés de aquella ciudad española. El patrón del bar entró en arreglos con el capitán del barco, quien se comprometió a llevarme por 15 mil francos, unos mil dólares, a Barcelona en la forma que El Cuadrado había planeado. Por todo equipaje tenía un maletín que contenía un traje, camisa, sombrero y zapatos, así como un estuche de viaje para el aseo personal que fue llevado al camarote del capitán antes de mi embarque. El capitán había mandado a uno de sus marineros a comprar la ropa necesaria para el papel que iba a desempeñar, que consistía en un pantalón y saco de gruesa mezclilla obscura, un suéter azul marino de cuello alto y una gorra de marino. Tal indumentaria me cambiaba bastante. La víspera de la salida del barco, a bordo fue a acompañarme El Cuadrado; despidiéndome de él sinceramente agradecido por todos los favores que le debía, le dejé, como recuerdo de mi gratitud, el reloj de oro que traía, siendo lo único que este desinteresado amigo quiso aceptar.
A la mañana siguiente, cuando el barco iba a zarpar, los policías del puerto que subieron a bordo para hacer la revisión de salida vieron al lado de la caldera a un fogonero sudoroso, con manos y cara sucias de carbón, que afanosamente echaba paletada tras paletada de combustible en el fogón, y quien, a la llamada del nombre de Antonio Dorante, contestó enérgico “presente”. La visita había terminado, el barco se puso en movimiento y horas después estaba en alta mar navegando en dirección a España. Subí sobre el puente, a lo lejos se divisaba la costa de Francia como una línea azul que poco a poco iba esfumándose. Veía por última vez la tierra donde había nacido y en la cual habría podido vivir feliz y en paz, en medio de los seres que tan queridos me eran, si mis malas inclinaciones y la fatal coincidencia del destino no me hubieran precipitado por la falsa pendiente de la vida que me había hecho rodar lastimosamente.
Dos horas después de que el barco había atracado en el muelle de Barcelona, bajé a tierra. Vestía las mismas ropas que tenía a bordo, con la única circunstancia de que estaban ya más sucias, grasosas y encarbonadas. No llevaba ni maletín, puestas las dos manos en los bolsillos del pantalón, aparentando despreocupación y silbando el estribillo de una canción, pasé frente al puerto de resguardo. El aduanero de servicio, mirándome distraídamente, me hizo una seña con la mano para que prosiguiera mi camino. Dos cuadras más lejos me detuve en espera del marinero que debía llevarme el maletín. Un momento después llegó éste y me indicó unos baños populares de la barriada denominada Barceloneta. En el “lujoso establecimiento” con clientela del puerto, los precios eran de 10 centavos para los baños generales y una peseta para los individuales. Opté por los segundos y di la peseta a la encargada, una gruesa comadrona que me dijo:
–Hombre, a usted tendría que cobrarle doble ¡Vaya mugre que se carga!
Entré al baño y me quité la ropa sucia; ya aseado y vestido con el traje de buen corte, confeccionado en París, que traía en el maletín, me dirigí a la salida del baño, y al pasar frente a la encargada, extrañada me preguntó:
–Oiga, ¿de dónde salió usted?
–Del siete –le contesté.
–Pero usted es el encarbonado, ¡caray, no lo hubiera reconocido! Parece ahora todo un señorito.
Y con curiosidad salió hasta el paso de la puerta para seguir viéndome.
Subí a un carro para dirigirme al hotel donde se alojaba Alicia. Allí me presenté al dueño, el francés a quien estaba recomendado por El Cuadrado.
Cuando entré a la habitación ocupada por Alicia, ésta estaba todavía acostada. Al verme saltó de contenta y los dos pensamos que hasta ese momento todo peligro había pasado; nos preparamos en ese día a festejar el feliz acontecimiento. Con este propósito salimos del hotel y no volvimos hasta tarde por la noche; al entrar en el cuarto, notamos en el suelo una carta que había sido introducida por debajo de la puerta. El sobre llevaba estampillas francesas y venía de París dirigido a Alicia, quien al reconocer la escritura, dijo:
–Es de mi madre, hace unos días que le escribí.
No di importancia al hecho y me preparé a acostarme. Alicia había roto el sobre y empezó a leer. Se había puesto intensamente pálida, temblándole la mano en que tenía la misiva, y al terminar de enterarse del contenido, se dejó caer en la cama, escondiendo la carta entre sus brazos. Comenzó a sollozar desesperadamente, por lo que yo creí que alguna desgracia había pasado a uno de su familia. Me dirigí a ella para consolarla, al tiempo que le preguntaba a quién de los suyos le había sucedido algo. Alicia se incorporó estrechándome entre sus brazos con desesperación, al mismo tiempo que me decía:
–Pero si es a ti, a ti por mi culpa.
Me deshice del abrazo y leí la carta: comprobé que efectivamente el peligro era para mí, y precisamente cuando más me creía a salvo.
La señora escribía a Alicia que, habiéndose enterado por su hijo, de quien tenía yo la documentación, que Alicia había abandonado el hogar conyugal para seguir a un prófugo de la justicia, un delincuente, un… aquí seguía una serie de calificativos poco halagadores para mi persona. En definitiva, según la madre, un hombre como yo no podría arrastrar a una mujer más que a una vida desgraciada; para salvar a su hija estaba resuelta a denunciarme a la policía si en el transcurso de tres días, a partir de la fecha de la carta, Alicia no estaba de regreso en París. La misiva estaba fechada tres días antes, y la “simpática mamá” no había tomado en cuenta el tiempo que duraría su agradable carta en llegar al poder de su hija. Al reverso del sobre estaba escrita la dirección del remitente. Sin decir palabra me lancé a la calle. Llamé un taxi que a tiempo pasaba y me hice conducir al telégrafo. Allí mandé un telegrama urgente a la afligida y amenazadora madre, el cual decía:
“Salgo primer tren París. Suplico no hacer nada antes de verme”, firmado, Alicia. Ya con esto volví tranquilo al hotel.
Cuando Alicia supo que debía por la mañana tomar el tren para volver a París, se negó a hacerlo con una terquedad desesperante. A fuerza de promesas y diplomacia llegué a convencerla, conversando con ella lo que quedaba para terminar la noche. Volví a leer la carta, en la que en un párrafo la madre decía: “Quiero salvarte al igual que a tu hermano de la tontería que hizo al comprometerse dando sus papeles de identificación a ese canalla, que va a servirse del nombre de mi hijo para cometer nuevos delitos que más tarde pueden recaer sobre tu inocente hermano. Al denunciar los hechos a las autoridades, éstas tomarán en cuenta nuestra declaración, sabrán ser indulgentes y en esta forma alejar de mi hijo los graves perjuicios que lo amenazan; y te salvaré a ti misma, cumpliendo a la vez con mi deber de madre y de persona digna y honrada”.
Varias veces leí este pasaje de la carta y cada vez sentía crecer mi inquietud; no podía dormir esperando con impaciencia la hora de conducir a Alicia a la estación ferroviaria para su inmediato regreso a París. No dudé que de llegar a tiempo Alicia para revelar a su madre la complicidad que ella misma tenía en la falsificación, la señora no actuaría en mi contra.
Al fin, llegó el momento de la partida y pude ver alejarse el tren exprés que llevaba a Alicia en camino a París. Ya ella iba más calmada con la esperanza de que su llegada al lado de su madre sería oportuna, podría convencerla y volver días después a Barcelona.
La partida de Alicia no me había tranquilizado mucho. Una sensación de peligro me embargaba. Al salir de la estación, volví directamente a mi alojamiento y llamé al dueño del hotel, un tal Julio.
–Puede ser que su señora alcance a arreglar el lío, pero la más elemental prudencia dicta que usted se vaya a alojar en otro hotel, donde quedará en espera de noticias de su esposa. Puede, si gusta –añadió–, dejar su equipaje, que llevaré a mis habitaciones para el caso de que viniera la policía. Allí sus propiedades serían consideradas como mías, y usted estará más libre de trasladarse de un lugar a otro, si ello fuera necesario.
El consejo era bueno y revelaba la experiencia de mi compatriota en estas clases de líos; me fui entonces a otro hotel, donde sólo pase una noche, y salí temprano al día siguiente. Así sucesivamente cambiaba cada noche de alojamiento.