1. El mal camino

Nací en el barrio de Andoume en Marsella, Francia, el 17 de febrero de 1900. Mi padre, además de escultor, era un excelente amigo para mí. Mi madre se dedicaba a los quehaceres domésticos; era muy buena para con sus hijos, principalmente conmigo; sí, era buena, demasiado buena, y muy mal pagué yo su cariño y sus bondades. Cuando apenas tuve 17 años comencé a darles los primeros disgustos, y tarde, demasiado tarde, me arrepentí de los sufrimientos que les había causado; pero la senda de mi vida estaba trazada y cada vez que intenté cambiar el derrotero que seguía, siempre, como una fatalidad, algo me lo impedía, y seguía rodando por el mismo sendero que la brújula de mi destino me había deparado.

De los tres hermanos que formábamos la familia, yo era el segundo, y como niño no fui ni mejor ni peor que mis hermanos y demás muchachos de la barriada. Mi afición por los deportes era muy grande: practiqué el futbol, el box y otros más; y en los hermosos días de verano pocas veces resistía la tentación de no acudir a la escuela para irme a recrear a la ribera del mar, que tanto anhelaba. Muchas veces lo hice y algunas de ellas me costaron buenas palizas a mi regreso a casa.

A los 12 años recibí el certificado de mis estudios de primaria y dejé de ir a la escuela; los deseos que tenía de aprender dibujo influyeron para que mi padre, que fue en esto mi primer maestro, me inscribiera en un curso vespertino en la Escuela de Bellas Artes de Marsella, y por las mañanas, de las ocho a las 12, trabajaba como aprendiz grabador en un taller de platería, que un tío mío, esposo de una hermana de mi madre, tenía en el centro comercial de la ciudad.

En el taller laboraban 14 o 15 joyeros, incluidos dos engarzadores y tres obreras dedicadas al pulimento de las joyas; además, había un experto grabador, quien fue mi maestro. Él era un hombre maduro, de carácter modesto y callado, al grado de que nunca supo defender el valor y capacidad que tenía como artista del buril. Siempre me tuvo cariño y ponía todo su empeño en enseñarme el oficio meticulosamente, abarcando todo el método del mismo, tanto que después, cuando me encontré ante un trabajo de grabado difícil de ejecutar, aquellos consejos me sirvieron para realizarlo; desgraciadamente, más tarde hicieron de mí un delincuente. Nunca pensó este honrado hombre que con el tiempo aquellas lecciones y consejos que me había dado me fueran a servir para otros usos muy diferentes de los que él creyó que me beneficiarían. Yo, aunque con la ingratitud propia de la juventud, le prodigaba cierto cariño.

Cuando estalló la Primera Guerra Mundial tenía dos años de aprendiz en el taller, y al siguiente año mi hermano mayor, de 20 años de edad, fue incorporado al ejército; desde entonces la inquietud y la preocupación se adueñaron del hogar de mis padres, como en aquellos hogares de donde partieron otros jóvenes para servir a su patria. La actuación de mi vida siguió siendo más o menos igual. A veces envidiaba el ser soldado como mi hermano, porque en ese tiempo de guerra los militares eran los héroes del día; solamente cuando se tenían noticias sobre la muerte de un conocido o hijo de algún vecino, lo que sucedía muy a menudo, o viendo algunos inválidos, mutilados por la guerra, entonces comprendía que ésta no sólo consistía en lo que veía en la vida rutinaria de la ciudad: la Cruz de Guerra sobre el pecho uniformado del soldado, que traía un permiso oficial en el bolsillo, y a veces, del brazo, a una joven guapa; éste era el lado bello del combatiente y lo que admiraban los transeúntes. Entre esas dos diferentes situaciones me impresionó más la primera, y hasta entonces pensé con tristeza en que algo podía sucederle a mi hermano.

A raíz de la ida de mi hermano al frente, en 1915, comenzaron los desvelos y las angustias para mis padres, y peor se sentían cuando las cartas o noticias de mi hermano se demoraban. Para ese entonces, bastante había progresado en mi oficio, pues ya no era aprendiz, sino que se pagaba mi trabajo por pieza o joya grabada, por lo cual recibía un buen sueldo. Parte del dinero ganado lo entregaba a mi madre, y el resto nunca me alcanzaba para mis gastos, porque la guerra había ocasionado un cambio completo en la vida de la ciudad. Era diferente el modo de vivir, principalmente el de los jóvenes. Los bailes estaban prohibidos, y aun así en todas partes se bailaba más o menos clandestinamente; los sueldos eran crecidos y el dinero se gastaba en toda clase de diversiones. A pesar de eso, muchas familias eran fieles a los deberes del hogar; las esposas, madres, hermanas o novias de los ausentes seguían portándose honrada y dignamente, pero otras se olvidaban de sus deberes y pensaban en divertirse lo más que podían, en la forma que fuera y en un ambiente de corrupción.

Todo esto pasaba en la vida de quienes no estábamos en el frente. El desorden reinante en el país propiciaba un ambiente para el mal, que forzosamente influía sobre mi moral.

Me entregué a los placeres y traté de vestir bien, al grado de gastar más de lo que mis recursos monetarios me permitían. Fue entonces cuando empecé a sentir ambición por el dinero, y traté de conseguirlo valiéndome de todos los medios a mi alcance. Moralmente ya estaba sobre el camino del mal; sólo necesitaba la oportunidad para efectuar lo que mi obsesión había engendrado, y esa ocasión no tardó mucho en presentarse.

Después de no tener ninguna noticia de mi hermano, quien se encontraba en el frente de Verdún a principios de 1917, mis sufridos padres recibieron un parte oficial donde les notificaban la muerte de mi hermano en el campo de batalla. Después de ese momento, el luto y la tristeza entraron en nuestra casa; sentí la pérdida de mi hermano y más me lastimó el sufrimiento que embargaba a mi familia. Como consecuencia de lo anterior, me alejé de la casa lo más que pude, procurando divertirme, aunque fuera momentáneamente, para olvidar la tragedia de mi hogar.

En mayo del mismo año trabajaba en el taller de mi tío grabando un monograma sobre la sortija de un cliente de la joyería, el cual estaba cerca de mí observándome trabajar. Era un italiano como de 25 años; vestía con elegancia y se dedicaba a la compraventa de joyas y piedras preciosas. Este señor ya había entablado conversación conmigo en varias ocasiones, y en esa oportunidad me habló sobre un trabajo de grabado. A propósito de que eran las 12 del día, hora en que terminaba mi trabajo, me invitó a almorzar. Accedí a su invitación y se retiró. Al salir del taller lo encontré esperándome en la calle, por lo cual telefoneé a mi madre para que no me esperase a comer.

Mi anfitrión me llevó primero en un taxi a su departamento, ubicado en una calle contigua al centro de la ciudad, donde me presentó a dos mujeres jóvenes, guapas y bastante elegantes; una como su señora y otra como su hermana. Ambas tenían 22 años y eran de tipos diferentes: su esposa tenía el cabello castaño claro y ojos azules, complexión fina y porte distinguido. La otra era alta, de constitución robusta, de cabellos y ojos negros. No obstante que apenas lo había conocido, el joven negociante me presentó como un amigo suyo.

Después fui invitado a tomar unas copas como aperitivo, mientras las dos mujeres terminaban de arreglarse y vestirse en un cuarto contiguo a la pieza en que nos encontrábamos. Listas las mujeres, fuimos a las afueras de la ciudad a un restaurante de verano, donde nos sirvieron en un “reservado”. La comida me pareció excelente, más no la abundancia de vinos y licores, por no estar muy acostumbrado a ellos; pero quise demostrar a mis compañeros de mesa, creyendo así dar más importancia a mi persona, que me eran familiares. Pasé la tarde de paseo y falté a mi trabajo. Llegó la noche y cené con mis recién conocidos; por fin, llegué a las dos de la madrugada a la casa de mis padres, bastante trastornado y prendado de la hermana de mi nuevo amigo. Mi llegada a tal hora y en deplorable estado de embriaguez me costó un severo regaño de mi padre, con la tradicional defensa de mis faltas por parte de mi madre.

Al día siguiente fui a mi trabajo pensando todo el día en mis conocidos de la víspera, y ansiando con impaciencia el momento de la salida para ir a reunirme con ellos, tal y como lo habíamos convenido al separarnos la noche anterior. Por fin sonó la hora; fui el primero en dejar el taller y volando me dirigí al lugar de la cita, que era un café del “Cours Belzuneé”. Mis amigos ya me esperaban; esa noche llegué a mi casa a la misma hora y en el mismo estado en que había llegado la vez anterior, con la única diferencia de que me sentía más enamorado de María, la hermana de mi amigo, quien se llamaba Alberto. Desde ese momento ya no pensé más que en divertirme y las horas del trabajo me parecían eternas. Ya no tenía gusto por mi oficio y trabajaba solamente con la idea de grabar con rapidez para ganar más dinero. A las pocas semanas ya era el amante de María. Luego supe que mi cuñado no era precisamente lo que aparentaba, pues se dedicaba a la compra de alhajas de procedencia dudosa: desmontaba las piedras para volverlas a engarzar sobre otras montaduras y las vendía bajo la forma de otras joyas.

A pesar de que en aquel tiempo era un muchacho honrado, ya había tomado afecto a las parrandas; gradualmente mi mentalidad se transformaba. Además, le tenía cariño a Alberto, y aunque no aprobaba, tampoco criticaba su conducta; muy pronto no me preocupé más por sus turbios negocios. Él era mi amigo y como tal lo quería, porque a pesar de llevarme por el mal, demostraba ser leal y sincero, además, era el hermano de la mujer que yo amaba con mi inexperta juventud. Aunque la mayoría de nuestras diversiones las pagaba mi cuñado, más que nunca me urgía el dinero para estar con María.

Un día Alberto me llamó aparte y después de preguntarme si estaba dispuesto a ganar bastante dinero sin mucho trabajo, por supuesto haciendo resaltar la vida regalada que los cuatro unidos llevaríamos, y viéndome entusiasmado por la perspectiva que él me había hecho entrever, extrajo de su cartera un billete de cinco francos, diciéndome:

“Esto es lo que hay que hacer...”