54. Escapada milagrosa
El viaje a Egipto no nos había producido la entrada de dinero esperada; descontados los gastos, apenas quedaban a las mujeres y a Fabián de 250 a 300 libras esterlinas. A Carlos y a mí 500 libras cada uno. Bromeando, Fabián decía que el viaje había sido más de placer que de negocio. No compartí su opinión, ya que yo conocía los peligros a los cuales habíamos estado expuestos, y si me había atrevido a afrontarlos una vez más, fue con la esperanza de que me producirían el suficiente dinero para volver a Bélgica a establecer otro negocio como el que menos de dos años antes había clausurado. La idea de haber dejado escapar una vez más el vivir tranquilo, añadido al reciente fracaso y a la aprehensión de Alberto produjeron en mí un sombrío desaliento: la existencia que llevaba me impedía hacer vida común con mi esposa e hijito. Sandra era una mujer sumisa y nada le faltaba en casa de mis padres, que la querían como si fuera su propia hija, creo que en ella encontraban el consuelo y el cariño que yo les había negado, pero comprendía que mi esposa sufría por nuestra separación, dándome cuenta de que desperdiciaba lastimosamente el sincero y sano cariño de una leal esposa y de llevar una vida apacible y útil, que había trocado por una existencia agitada, llena de peligros y de perversión.
A mi regreso a París seguí viviendo unas semanas en casa de Roberto, pero éste estaba cada vez más dominado por sus pasiones y vicios, y asqueado por lo que casi a diario veía, en contra de sus deseos me fui a vivir al barrio de Menilmontan. Allí adquirí un confortable cuarto amueblado, que por un revés de fortuna subarrendaba una buena señora de edad llamada madame Susana, quien vivía con la única compañía de una sobrina suya. Ahí venía a verme diariamente Alicia y a veces Fabián en unión de la elegante Olga, de quien mi amigo estaba perdidamente prendado, al grado de que por ella había abandonado a su primera amante. Al poco tiempo, Fabián y Olga consiguieron que la señora Susana les arrendara un cuarto. Conocía a Fabián y sabía que era un hombre, según el dicho, que sabía salvar las apariencias, y después de algunas recomendaciones a Olga no hubo inconveniente de que la pareja viniera a alojarse a la casa.
Por conducto de Roberto, estaba en tratos para conseguir a plazos el 50% de joyas y relojes necesarios para el establecimiento del negocio de joyería que tenía proyectado. Pensaba alejarme del ambiente en que me encontraba, aunque conservaba el sincero afecto que tenía para los que habían sido mis amigos. Esta retirada debí haberla hecho inmediatamente y no dejarla para más tarde, porque durante el tiempo que preparaba mis asuntos, no faltaron las invitaciones para “correr una parrandita”, y a ésta siguieron otras muchas, yéndose en tales juergas mis recursos y por lo tanto las buenas intenciones, que también perdí. Mi conciencia iba acallándose, siendo más fuertes en mí las instigaciones de los demás.
Olga no era mala, tampoco Elvira, pero a ambas les gustaba divertirse a todo “tren” y vestir aún mejor; aparte del vicio, aunque moderado, que tenían por la droga; todas estas costumbres costaban y no tenían fin. Tanto Fabián como Carlos estaban enamorados de estas dos mujeres y por ser novatos en el delito ignoraban los peligros inherentes para quien vuelve a practicarlo. Dos mil o 3 mil dólares, aunque en ese tiempo no eran poca cosa, era la suma que representaba lo que les quedaba a su regreso de Egipto, y al poco tiempo tanto ellos como sus amantes veían esfumarse los últimos billetes azules del banco de Francia; entonces vinieron para mí las amistosas persuasiones, el llamado al compañerismo, las solemnes promesas de “el último golpe”, que se acrecentaban ante la ambición y necesidades propias. Estas funestas circunstancias hacen del hombre juguete de sus pasiones y errores, impidiéndole apartarse del mal camino, como cogido por un engranaje de aplastante máquina, que lo vuelven a las andanzas y al sendero de la desgracia.
Un mes después, en el departamento de una casa de un barrio apartado de París, a donde habíamos llevado el material que nos había servido para las falsificaciones de las libras inglesas, Carlos y yo estábamos grabando las planchas para una nueva falsificación. Esta vez de los billetes del banco de Francia. La ejecución de las matrices y la impresión de los billetes dura tres meses, a cuyo término comenzó la puesta en circulación de los mismos. En esa operación participaban los que habían vuelto del viaje a Egipto, además, Agustín, su esposa, tres mujeres y dos hombres, ya conocidos nuestros que habían actuado en el lío de las drogas, y al último se agregó otro llamado Edmundo. Poseíamos varios autos que tomábamos en arrendamiento mensual y operábamos en casi todas las ciudades importantes. La puesta en circulación duró varios meses y a tiempo hubiéramos podido retirarnos, lo que no hicimos debido al éxito que teníamos, ya que había crecido en nosotros la ambición del dinero, queriendo aumentar cada vez más las cantidades ya adquiridas.
Nada aparecía en los periódicos referente a la falsificación y ello nos daba una errónea confianza, pues si la policía callaba lo hacía precisamente con ese propósito, que lleva al delincuente a descuidos y a la imprudencia, siendo el desenlace casi siempre el mismo: la aprehensión. La segunda razón del silencio de las autoridades era para evitar pánico en el público, y así ocho meses después retiraban de la circulación la emisión que habíamos imitado, reemplazándola por otra de nuevo dibujo; dieron un plazo definitivo de dos meses a los poseedores de la emisión de los billetes sustituidos para ser cambiados en los bancos por los de la nueva emisión. Durante ese tiempo seguimos en nuestras delictuosas actividades, intercaladas por días de juergas que comenzaban al anochecer y terminaban al día siguiente.
En una de estas fiestas, el azar nos llevó a un café de Monmartre, en cuyo barrio Fabián había vivido con su examasia, quien después de ser abandonada por él, siguió alojándose en el mismo cuarto que los dos habían compartido, y ella, obligada por la necesidad, trabajaba entonces de mesera en un restaurante del rumbo. Esa noche, por haber tenido que servir en un banquete, volvía a su habitación cerca de la una de la madrugada, en el preciso momento que nuestro grupo bohemio, en el cual venía Fabián muy abrazado de su nueva amante, salía del café para dirigirnos a nuestro carro y proseguir la fiestecita en otra dirección. Mi amigo pasó delante de la abandonada, tan abstraído en su nuevo amor que ni siquiera advirtió la presencia de la infeliz mujer, que se había quedado parada, petrificada. Únicamente yo me di cuenta de eso, empuje a Fabián para que subiera rápidamente al auto y dije a Edmundo, que iba al volante, que acelerara la marcha del carro, y después avisé lo ocurrido al interesado. Éste, con indiferencia, alzó los hombros, y lo que creímos un pequeño incidente, fue olvidado.
Dos semanas después, un jueves en la noche, salimos de París en un auto rumbo a una ciudad del norte, con una cantidad de billetes falsos. Íbamos Edmundo, que manejaba; Alicia, Fabián, Carlos y las dos amantes de éstos; por la mañana llegamos a nuestro destino. Ahí empezamos a actuar, divididos en grupos según nuestra táctica.
Edmundo se quedaba a la dirección del carro, siguiéndonos o adelantándose de acuerdo con lo necesario, para poner en la cajuela del auto los artículos comprados. Así pasamos el día y por la noche fuimos a alojarnos en un hotel de la misma población después de haber llevado el carro a un garaje cercano.
A la mañana siguiente, Edmundo y Fabián iban en camino para recoger el auto, cuando en ese momento Carlos, las mujeres y yo pensamos que era preferible acabar los pocos billetes que nos quedaban sin emplear el carro. El repentino cambio de idea hizo que rápidamente fuera a alcanzar a Edmundo y a Fabián para avisarles que no recogieran el auto; pero cuando estaba por alcanzarlos, ellos ya entraban en el garaje. Al llegar a la entrada del mismo, vi como cuatro o cinco individuos, que sin lugar a duda eran agentes de la seguridad, se abalanzaron sobre mis dos cómplices para inmovilizarlos.
Al instante nada podía hacer; seguí imperturbable de frente, doblé la primera esquina de una calle y volví precipitadamente al hotel a avisar a los demás acerca de lo sucedido. Contrario a lo que me esperaba, las mujeres supieron dominar sus nervios y ejecutaron las órdenes que les di como nunca lo hubieran hecho en tiempos normales. Listos los maletines, los falsos billetes despedazados y echados en el sanitario del hotel, liquidados los gastos de éste, todo fue cuestión de unos minutos. Alicia y yo íbamos delante y tras nosotros venía Carlos con las otras dos mujeres.
Nos dirigimos a la estación, aunque nuestra idea no era tomar el tren, sino conseguir un auto de alquiler que nos condujera a una pequeña ciudad próxima que estuviera entroncada con dos vías férreas. Lo conseguimos y allí tomamos el tren para París, distribuyéndonos en varios compartimentos. Bajamos en una estación anterior a la capital, y desde ese lugar en un taxi nos fuimos a París. Tenía la certeza de que nuestros dos amigos no nos delatarían, pero temía que al aparecer los retratos al día siguiente en los periódicos, la señora Susana, que nos alquilaba los cuartos a Fabián y a mí, reconociera a mi amigo y me denunciara para evitarse conflictos con la justicia, que podría señalarla como encubridora.