51. Nueva falsificación
Fuimos a Bruselas; sólo estábamos al tanto de la falsificación Alberto, Fabián, Carlos y yo. Las mujeres fueron descartadas. Carlos era un mediocre grabador, pero me llevaba preciosos datos sobre la impresión litográfica; poseía ingenio y conocimientos que nos permitieron llevar a cabo nuestro propósito. Meses más tarde teníamos hecha la impresión de una regular suma de billetes de cinco libras esterlinas. El papel dejaba mucho que desear, pero la marca de agua estaba bien lograda. En ese momento, Alberto puso al corriente a su amante y partieron los dos en tren para Alemania; allí, Elma consiguió que un matrimonio, de su amistad, consintiera en comprar la droga con los billetes espurios, pues Alberto y Elma no podían hacerlo personalmente por ser ya conocidos de los vendedores; además, el plan estaba en que más tarde los dos podrían seguir comprando los estupefacientes con dinero de buena ley. La compra fue llevada a cabo pero no dio los resultados previstos debido a que los amigos de Elma no supieron actuar bien y, ya hecha la cuenta de todos los gastos, la suma obtenida sólo alcanzaba para empezar de nuevo el negocio en pequeña escala.
Elma, bajo las indicaciones de Alberto, al día siguiente de la compra dirigía una carta anónima a los dos infortunados vendedores poniéndolos sobre aviso de que las drogas vendidas por ellos habían sido pagadas con billetes falsos. Esa denuncia tenía por objeto evitar que las víctimas cambiaran el dinero falso en una casa de cambio, pues si lo hacían vendrían los consiguientes peligros que significaban su probable arresto y la pérdida de unos proveedores, además de los informes que éstos revelarían a la policía, o sea, la denuncia de los compradores.
Un antiquísimo auto Peugeot había remplazado al flamante Renault que el “callado Federico” se había llevado meses antes. En nuestro último y destartalado vehículo, Alberto y Elma hicieron el viaje a Francia para evitar intermediarios y para que la venta de cocaína recién adquirida resultara más productiva. En París fue cuestión de unos días la liquidación de la misma, siendo buena la ganancia en comparación con la poca envergadura del negocio; no obstante, no dejaba yo de comprender la estupidez cometida por mí al vender la joyería, pero como siempre: veía yo mis errores cuando éstos ya estaban cometidos. No quise seguir más adelante en el negocio, sino que deseaba abrir un nuevo taller con Fabián y Carlos como socios, pero nos faltaban fondos. Por otro lado, Alberto era el más afectado por los recientes descalabros, por ser suya casi la mitad del capital perdido; además, en época de bonanza él había compartido conmigo las ganancias con verdadero desprendimiento y yo no tenía derecho a abandonarlo. Nos quedaban más de las tres cuartas partes de libras esterlinas falsificadas, resolvimos ponerlas en circulación y sabíamos por experiencia que en las colonias eso era más fácil.
En París formamos un grupo que se componía de cinco mujeres: Elma, Olga, que era maniquí (modelo) de una casa de modas de la capital, y una amiga de ésta de nombre Elvira. Las dos habían sido recomendadas por Agustín y ya habían “trabajado” en el tráfico de drogas; ambas tenían buena presentación, pero eran afectas a los estupefacientes. La cuarta, hermana de Carlos, se llamaba Marcela, era una muchacha de 17 años, bonita, sencilla e ingenua, casi inconsciente del delito en el cual iba a participar. Estaba alegre y parecía creer que el hecho de poner en circulación billetes falsos no pasaba de ser una broma jugada a un comerciante; la idea de vestirse bien y viajar en compañía de mujeres y hombres que en apariencia eran unos distinguidos y alegres amigos, la atraía subyugándola. ¡Pobre muchacha! Con lo poco de conciencia que me quedaba quise interponerme para que Marcela no fuera admitida a venir con nosotros y puse de pretexto que era muy joven; pero todo fue inútil, la misma muchacha interpretó mal mis intenciones, lo mismo que el hermano, a quien reconvine por su inconsecuencia. Carlos tenía 25 años y en su mente sobresalía la inconsciencia del peligro por no haber pasado por él, pero del que yo tenía ya tristes experiencias. No aceptó los consejos que le daba. La quinta y última mujer era Alicia, cuyo esposo no podría venir por no desatender su negocio, según él; sin embargo mi opinión era que si el perfumado Roberto, a pesar de las pérdidas que había resentido en el fracasado tráfico, se negaba a venir, las verdaderas razones eran el miedo, por un lado, y, por otro, sus instintos afeminados que lo hacían anhelar separarse por unos meses de su consorte para que fueran más libres sus acciones sin tenerla como testigo permanente. Cuando Alicia expresó su deseo de ser parte de nuestro grupo, su marido no vaciló un instante para dar su consentimiento y facilitó con la mayor buena voluntad hasta el dinero que ella pedía para comprar unos vestidos adecuados para estrenarlos en Egipto, meta de nuestro viaje.
Después de unos días de preparativos y el arreglo de nuestros documentos, claro era que los papeles de identificación de Alberto, así como los míos, eran falsos pero con sellos consulares auténticos. Tomamos el tren en París a fin de llegar a Marsella con el tiempo preciso para comprar los pasajes y embarcarnos todos en el mismo buque, aunque separadamente. Los billetes falsos iban escondidos en dos maletas que tenían el común sistema del doble fondo y estaban a cargo de Fabián y Carlos. Éstos iban en compañía de Olga, la modelo, su amiga Elvira y Marcela. Elma y Alicia viajaban juntas; Alberto y yo, solos. Los dos teníamos cuentas pendientes con la policía y en caso de ser reconocidos o aprehendidos hubiéramos sido un peligro para nuestros amigos.
La mañana del día en que nos embarcamos, ya todos nuestros compañeros estaban a bordo cuando Alberto y yo íbamos en el muelle en dirección del barco; varios metros delante de mí caminaba mi amigo, quien vestía un traje gris claro a cuadros verdes al estilo inglés, pantalón ancho y semicorto, y llevaba anteojos oscuros con gruesa montadura de carey. Alberto había adoptado esa indumentaria por creer que eso cambiaría su aspecto dándole el tipo característico de turista, pero su gordura y su pronunciado tipo latino no parecían adaptarse al estilo del traje, cuando menos así lo juzgaba yo, y miraba divertido su excéntrica silueta. Este entretenimiento me distrajo de fijarme en lo que pasaba a mi alrededor, hasta llegar casi al pie de la escalera del barco. En ese momento mi vista se posó en dos hombres que ahí se encontraban parados conversando distraídamente al tiempo que veían a los viajeros que subían a bordo. Dejé de ver a Alberto; un desagradable escalofrío me recorrió por el cuerpo, pues entre los ciudadanos había reconocido a uno de los agentes que años antes me había arrestado. Mi primer movimiento instintivo fue dar media vuelta y volver apresuradamente sobre mis pasos, pero era muy tarde; aunque sin fijarse especialmente en mí, el detective me había visto y comprendí a tiempo que esa maniobra mía podría hacerme sospechoso. Dominado mi impulso, puse en el suelo la maleta que llevaba en la mano, saqué una cajetilla de cigarros y pausadamente encendí uno; nada ocurrió al pasar frente a él y subí la escalera sin atreverme a voltear la cabeza para ver lo que sucedía con el agente, ni siquiera cuando hube pisado el puente del barco.
A bordo, mis compañeros mezclados entre los demás pasajeros esperaban que por haber pasado el peligro del embarco me dirigiría a ellos. En el grupo estaba Alberto, quien enfundado en su original traje parecía más gracioso que nunca; sin embargo, ya en esos momentos no sentía ganas de reírme de nada. Muy serio pasé al lado de mis amigos sin hacer caso de las miradas extrañas e interrogativas que me dirigían, yéndome directamente al camarote que me fue asignado; no salí de allí hasta que el barco se puso en movimiento. Fue cuando conté a los demás el susto que acababa de llevarme. Pronto el incidente fue olvidado y, después de ir a tomar en el bar del barco unos cocteles, volvieron al grupo el optimismo y el buen humor, despertando el espíritu de broma, el cual se enfocó sobre el distinguido traje a cuadros de Alberto, y luego se extendieron las burlonas felicitaciones sobre el que llevaba puesto su amante Elma, que era un sastre de lanilla igualmente a cuadros.
La travesía se hizo sin contratiempos con un mar tranquilo, fue éste un viaje divertido.
Al llegar a Egipto nos formamos en dos grupos para operar simultáneamente en El Cairo y Alejandría. Si bien era cierto que en el país tenían curso las libras esterlinas, su circulación estaba limitada y aún más para nuestra emisión; necesitábamos tiempo y en eso residía el peligro. Nos habíamos equivocado a medias, ya que en vista del viaje y el costo de nuestra estancia en el país, la empresa habría sido un rotundo fracaso si felizmente Alberto no hubiera tropezado en El Cairo con un judío de nacionalidad indefinida, con quien en Italia había tenido relaciones en el negocio de joyas. El hombre iba a embarcarse, días más tarde, en un viaje de compras de piedras preciosas en la India inglesa. Alberto, quien ya conocía la mentalidad del sujeto, no vaciló en ofrecerle en venta los billetes que nos quedaban; el judío, con la desconfianza propia de su raza, creyó en un principio que no existían tales libras falsas, sino que se trataba de una estafa. Contrario a la palabra dada por el israelita a Alberto, de no revelar a nadie el asunto de los billetes falsos, a espaldas nuestras pidió consejo a otro de sus correligionarios, y esa indiscreción, que consideramos como un peligro, fue casualmente de provecho, pues uno de los judíos más confiados, o tal vez más audaz, vino por su propia iniciativa a hablarnos al mismo hotel donde se alojaban juntos Elma y Alberto, y donde Alicia y yo vivíamos en un cuarto contiguo al de ellos.