50. Auge y desastre
del negocio
El procedimiento consistía en que la cocaína tendría que ser sacada de los frascos de envase original y puesta en pequeños tubos de cristal que contendrían un gramo; éstos irían alineados en maletas de doble fondo, cuyo contenido sería aparentemente de bisutería para Bélgica y de ropa para Francia. Las maletas pasarían, como ya he dicho, por Agustín, su esposa y algunas personas más, hombres y mujeres que actuarían bajo la dirección del matrimonio y supervisados por Alberto.
Esto se efectuó al pie de la letra. Por otro lado, Roberto, quien había hecho algunos buenos negocios, consolidó y amplió el negocio con el aporte del capital, de esta manera la sociedad iba viento en popa.
Alberto llegó a creerse un genio, yo mismo casi era de su parecer porque el dinero llegaba por todos lados a nuestros bolsillos. Nunca habíamos tenido tanto, y lo gastábamos en proporción y tal vez con más prodigalidad de lo que nos entraba. Esto nos hizo perder paulatinamente la prudencia que al principio habíamos tenido. Además, cometimos la tontería, para estar más libres, de vender la joyería y el taller, cuyo negocio, como ironía, a pesar del poco empeño que le poníamos, había ido en prosperidad.
En tal estado de cosas, ya no me preocupaba por reaccionar sino que me dejaba llevar por el torbellino de esa vida de momentánea opulencia y diversión, en la cual se mezclaban los placeres con los peligros. Fabián y yo habíamos comprado en las cercanías de París una pequeña casa de campo; allá pasábamos cortas temporadas con nuestras esposas. Alberto y Elma nos acompañaban a menudo. Los ingresos seguían cuantiosos y elevamos el costo de nuestras diversiones, pasábamos semanas de recreo en Niza yéndonos a jugar en el casino de Montecarlo, lugar en el que ganamos algunas veces, pero por lo general allí se adelgazaban nuestras carteras. Tan regalada existencia duró dos años, a cuyo término llegó el primer revés: en una ocasión en que teníamos casi todo nuestro capital puesto en la compra de una gran cantidad de cocaína fue descubierto el contrabando por los aduaneros al paso de la frontera belga. Alberto y Elma, que traían la droga, pudieron escapar, pero el auto y la cocaína fueron decomisados por los aduaneros; además Alberto y su amante quedaron señalados; por eso volvimos a París y allí vendimos todo lo que habíamos comprado durante el tiempo del despilfarro, o sea, auto, casa de campo, incluso joyas personales y las que habíamos regalado a las esposas o amantes. Logramos formar un regular capital y, pasado un mes, volvimos a Bruselas; Alberto y su amante pasaron con otros nombres y documentaciones. Además Elma, de rubia que era, se había teñido el pelo de negro, cambiado el peinado y usaba anteojos, lo que la cambiaba bastante. Tenía un hermano casado que vivía en Bruselas, quien al ser puesto al corriente del negocio aceptó la proposición que su hermana le hizo, o sea de encargarse de acompañarla a Alemania y bajo su dirección comprar la droga y pasarla al territorio belga.
Compramos un nuevo auto y, por otro punto de la frontera, el primer viaje se hizo sin incidentes, así como el de Bélgica a Francia con igual ventura. El dinero volvió a aparecer en nuestras manos y persistimos en gastarlo con el mismo optimismo y despreocupación de la vez anterior; dos meses más tarde se hacía otro viaje, el cual tuvo el mismo éxito.
Durante el último mes que estuvimos en París, Alberto, por conducto de Agustín, no perdió el tiempo y consiguió nuevos clientes, entre ellos la dueña de una selecta casa de asignación, quien a su vez proveía de estupefacientes a otros sitios similares de menor importancia. De hecho, faltaba mercancía y sobraban clientes. Entre todos los del grupo nos ingeniamos para recoger la suma necesaria y proveernos de una fuerte cantidad de estupefacientes, pero siempre ejecutando las compras en diferentes partidas; sin embargo, Alberto insistía en que juzgaba más provechosa una grande y sola operación; el hermano de Elma, que demostraba haber tomado afición al negocio, era el más entusiasmado partidario en la compra al por mayor y no cesaba de decirnos, con pronunciado acento alemán que parecía morder las palabras en francés, un viejo proverbio germánico que rezaba: “Quien poco come, poco engorda”, y dando el ejemplo vendió el pequeño taller mecánico que poseía en Bruselas, el dinero que la operación le proporcionó lo dio a los fondos para la compra de droga. Se llamaba Federico, era un hombre de unos 45 años, de baja estatura pero de recia constitución, cabeza cuadrada y rapada, quijadas de perro bulldog, ojos abultados de azul pálido, el conjunto de su persona era tosco, hablaba poco y en forma ruda, estaba casado con una mujer belga con la que tenía cinco hijos. El sujeto no inspiraba simpatía a primera vista y menos a la segunda. A una observación mía dirigida a Alberto sobre lo antipático y pesado que caía su pseudocuñado, me contestó que Federico era un hombre de trabajo, sencillo, sin cultura ni malicia, pero fiel y buen amigo.
–Entiendo –contesté a Alberto–, considero a tu cuñado como un noble bruto, pero cuídate de que este caballo no te resulte una mula.
Y aunque parecía mentira, mis palabras fueron proféticas: Federico quiso aprovechar el viaje para llevar a su familia a Alemania, donde vivía su madre, quien no conocía a sus hijos. Como él ya era sabedor de los lugares de compra de la droga y como, por otro lado, con su esposa y su numerosa prole apenas cabían en un auto, Elma en esta ocasión no fue con su hermano, que no dejaba de repetir:
–Con una familia como la mía nadie podría sospechar a mi vuelta que traigo un contrabando en el coche.
El viaje del amigo Friz debía durar a lo sumo ocho días, ya habían llegado a Bruselas Agustín y tres de sus ayudantes, listos para pasar a Francia una parte de la mercancía que esperábamos todos con la consiguiente impaciencia; pero pasaron 10 días y Federico no daba señales de vida. Elma partió para Alemania y días después volvió hecha un mar de lágrimas, contándonos que su hermano y su familia habían desaparecido y con ellos todo nuestro capital y el auto. Elma no dejaba de pensar y temer que algo malo le hubiera pasado a su hermano. La tranquilicé diciéndole que al angelito nada le había sucedido, que a quienes había pasado algo y bastante pesado era a nosotros; recordé que al momento de despedirse, cuando Alberto le hacía las últimas recomendaciones, Federico, con ambigua sonrisa, le dijo:
–Pierde cuidado, que sé mejor que todos ustedes lo que hago… Y bien que lo sabía. ¡Se había llevado una pequeña fortuna con la mayor facilidad y sin ningún riesgo! Probablemente nunca Alberto y yo hubiéramos confiado tal suma a alguno de la pandilla; sin embargo ellos nos conocían y quizá no se hubieran atrevido a robarnos, pero el sencillo, sin malicia y honrado trabajador y padre de familia, además de hermano de la amasia de Alberto, quien inspiró confianza porque no era de nuestro ambiente, éste sí nos había defraudado en forma muy “sencilla” y dolorosamente efectiva. No teníamos más solución que aceptar los hechos y llegar a la aplastante conclusión de que habíamos sido magistralmente robados y engañados. Quedamos abrumados.
Intentar una persecución era empresa muy difícil, pues el hombre poseía dinero y tenía 15 días de adelanto en su propio país, y nosotros casi sin recursos ni saber la lengua alemana, lo cual dificultaba todavía más la búsqueda, máxime cuando la colaboración de la hermana en este caso era incierta. Lo único que se imponía era conseguir de inmediato dinero, que no era posible en Bélgica en la situación en que habíamos quedado después de dos sucesivos descalabros.
Tuvimos que volver a París a reunirnos con los demás socios y luchar allí otra vez durante algún tiempo más, con mucho empeño, unidos en una solidaridad digna de mejor causa; pero el dinero que logramos obtener no alcanzaba para enderezar otra vez el tráfico y ya habíamos agotado todos los recursos que estaban a nuestro alcance. Alberto, como siempre, ideó para obtener fondos el medio más peligroso y delictuoso: por razón de la desvalorización de las monedas de algunos países europeos, las libras esterlinas, como el dólar, eran empleadas en muchos casos como divisas de transacción comercial, incluso en tráfico internacional más o menos fuera de la ley, entre ellos la de la droga y de los diferentes contrabandos. Al tomar por base esta circunstancia, el proyecto fue falsificar libras inglesas para comprar los estupefacientes en Alemania a los expendedores clandestinos de la misma ciudad.
En el taller de joyería donde había trabajado Fabián, en París, había tenido amistad con un grabador que desde tiempo atrás había dejado el grabado de joyas por el de la piedra litográfica, para entrar a trabajar en un taller de impresión de este arte gráfico. Fabián aseguraba que este sujeto aceptaría de buena gana entrar en el asunto, y así fue; se llamaba Carlos y en otras ocasiones ya había intentado falsificar billetes del banco de Francia, pero había fracasado. Yo quería la ayuda de un segundo grabador, debido a que mi estilo ya era conocido por los peritos especializados en la identificación de falsificaciones. Deseaba que las planchas fueran grabadas por dos personas, para formar un conjunto de estilos y, por consiguiente, lograr un trabajo impersonal. Además, pensaba cambiar el procedimiento de impresión en plancha metálica por el de piedra litográfica, con la intención de despistar así el peritaje, y para más seguridad el trabajo se haría en Bélgica.