42. Alberto cae en desgracia
Después de su partida, quedé un rato más en casa de Giuseppe escuchando distraídamente su conversación. Todo mi pensamiento era absorbido por el relato que acababa de oír de labios de María.
De vuelta a casa de Alberto, cuando quedé solo con mi amigo, le conté la entrevista con su hermana.
–Hizo bien –me dijo–, es preferible saber la realidad de los actos buenos o malos de una persona que es o que fue amada, en vez de juzgarla por las apariencias y por las suposiciones.
Desviada la conversación, Alberto me anunció que tenía desde hacía un mes un gran negocio en perspectiva, del cual me enteraría más tarde. Dicho esto, quedé pensativo y callado hasta el momento de irnos a acostar. Esa noche el sueño huyó de mí. Por mi mente desfilaba la vida de los que pocos años antes habían estado ligados a mi existencia; por ejemplo: Luciana, que allá en Marsella vivía tristemente con el recuerdo de sus amores, ganándose modestamente su subsistencia y la de su madre; La Tía, enferma, enloquecida, en la miseria, maltratada y víctima de infames burlas; María, a quien creía feliz en medio de la opulencia y que en realidad tenía la vida amargada por la pérdida de su hijo, por el odio y el rencor. Pensé en el niño desaparecido, que tanto me había simpatizado desde el día en que lo había conocido y el recíproco cariño que me tenía… ¡qué lejos estaban los proyectos de riqueza y felicidad que años antes todos juntos hicimos! Traición, separación, sufrimiento, miseria y muerte, éste era el despertar… Después de pensar en mi esposa y en mi hijo, así como en mí mismo y en la fatalidad de mi vida, que sin cesar me llevaba de peligro en peligro, temeroso del porvenir me levanté y me fui al comedor, cerca del lugar en donde estaban las botellas de licores y tomé una de ellas; sin fijarme en su contenido me fui sirviendo varias copas que apuré hasta no poder pensar más y atarantarme, y en ese estado volví a mi aposento en donde pude al fin conciliar el sueño.
Al día siguiente volví a Roma; pocos días después recibí órdenes de estar listo para salir en una misión en compañía de dos oficiales del ejército, uno de artillería y otro de ingeniería. Embarcamos en Nápoles para desembarcar en Port-Said; allí, en un buque inglés, fuimos a Etiopía, en donde nos dirigimos directamente a Addis-Abeba. Habíamos salido de Port-Said con documentaciones distintas a las de nuestra llegada a este puerto. Mis dos compañeros, que hablaban pasablemente bien el inglés, llevaban pasaportes de súbditos malteses y yo el que ya tenía de nacionalidad suiza.
En Addis-Abeba vivía separado de mis dos jefes que se alojaron en un hotel, al mismo tiempo que yo residía en la casa particular de un comerciante etíope, que en realidad era un eritreano y espía italiano que habitaba desde hacía años en el país. Estaba casado con una mujer etíope y tenía dos hijos y tres hijas, entre 14 y 21 años, siendo los varones los mayores. Todos vestían a la usanza etíope. La casa era independiente y grande, lo que me facilitó que en ocho días tuviera yo instalado un pequeño laboratorio, con mesas de dibujo y un cuarto oscuro. Ahí me reuní con dos compañeros y bajo su dirección dibujaba planos, los cuales, después de haber sido reproducidos y reducidos fotográficamente, eran destruidos, ejecutando igualmente algunas otras labores referentes a lo mismo.
Varias semanas después, los dos oficiales italianos, bajo el pretexto de ser aficionados a la cacería, obtuvieron permiso de la misma autoridad etíope para circular libremente en el territorio, consiguiendo para mí un salvoconducto similar. Provisto de un guía o intérprete de confianza que trabajaba a sueldo del servicio secreto, el cual nos había sido proporcionado por el eritreano, empezamos a recorrer trayectos desde Addis-Abeba hasta la frontera etíope cercana a Eritrea, y más tarde, entre la misma capital y la frontera etíope con la Somalia italiana, marcando en pequeños esquemas de mapas todos los puntos estratégicos de la región, recopilando datos y fotografías documentales que después eran clasificados y coordinados.
Al tener los datos e información completos, eran perfeccionados los planos, intercalados en ellos las fotografías y reducido al mínimo el conjunto. Todos los recorridos que hicimos por Etiopía siempre los ejecutamos por medio de guías indígenas eritreanos o somalianos, lugareños de la frontera que vivían en Etiopía, quienes eran escogidos por el guía intérprete. Esto facilitaba nuestra labor, dándonos más seguridad, pues todos estos guías eran adeptos a Italia, país del que algunos de ellos fueron o seguían siendo soldados coloniales. Destacado en misión especial, entre ellos conocí a un exsargento indígena de la caballería Ascari, que encabezaba una partida de forajidos, formada por etíopes y eritreanos que tenían su campo de acción en el recorrido fronterizo del territorio comprendido entre el Sudán, Egipto y Eritrea.
Nuestra estancia en el país debía durar de seis a ocho meses. Durante nuestro recorrido fuera de Addis-Abeba, algunas veces tuvimos que comer la alimentación indígena, la cual estaba muy cargada de pimienta a tal grado que sobrepasa a la comida popular mexicana. Por otro lado, nuestra labor fue más rápida y fácil de lo previsto. Volvimos a los cuatro meses a Italia, cumplida con éxito la misión que nos había sido encargada.
Por mi parte, volví satisfecho y contento, pues desde hacía cuatro meses estaba sin noticias de los seres que quería, y ellos, a su vez, sin saber de mí, porque así rezaban las consignas, como siempre ocurría en estos casos. Después de uno de esos peligrosos viajes, yendo a París tenía ansias de ver a mis padres, a mi esposa y, sobre todo, a mi hijo, que ya tenía 10 meses. Pensaba volver con él y mi mujer a Italia, pero tuve que quedarme 15 días más en Roma, durante el tiempo que se hacía la amplificación y rectificación de los planos. Habiendo terminado los trabajos y con un permiso de dos meses para ausentarme de Italia, preparé con rapidez mis maletas y alegremente tomé el tren para Nápoles. Quería despedirme de Alberto y de su familia, por lo que al llegar a esa ciudad fui directamente de la estación a la casa de mi amigo. Al entrar en el edificio fui llamado por la portera, quien me informó que ni Alberto ni su familia seguían viviendo en la casa; me entregó una carta de parte de la esposa de mi amigo. Intrigado, pedí explicaciones a la conserje, quien me informó que, dos meses antes, la policía había venido a arrestar a Alberto, aunque éste logró huir. La esposa y los niños, después de ese suceso, dejaron la casa para irse a vivir con los padres de la señora, que estaba mencionada en la lacónica carta que tenía en mi poder, así como la dirección de la familia.
Con tal noticia, salí anonadado del edificio a esperar un carro de ruleteo, cuando me fijé que, de la acera de enfrente de la calle, dos individuos metidos en un auto de alquiler me estaban observando disimuladamente; en ellos reconocí a dos viajeros que venían en el tren que me había traído de Roma a Nápoles y que ocupaban el mismo compartimiento que yo. Pasó un carro y me hice conducir al domicilio de la esposa de Alberto. En el trayecto adquirí la convicción de que era seguido, pues atrás del auto en que me encontraba venía el de los dos hombres que habían llamado mi atención momentos antes. Al llegar a mi destino fui introducido por una sirvienta en presencia del padre de la esposa de mi amigo. Éste era un hombre ya entrado en edad, de buen aspecto y trato afable, quien me recibió con cortesía. Llamó a su hija y retirándose a otra pieza nos dejó solos. Después de darme la bienvenida, la esposa de Alberto empezó a relatarme lo sucedido, o cuando menos lo poco que ella sabía, a la vez que a duras penas contenía sus sollozos. Me contó que Alberto, aprovechando las influencias que tenía en el partido, los conocimientos que había adquirido sobre los asuntos de las nuevas disposiciones de ley sobre negocios de comercio con exportaciones y ayudado por sus cómplices y por la protección inconsciente de algunos, había encontrado la forma de explotar a los comerciantes y exportadores en grande, otorgando permisos y prioridades indebidas, mediante el pago de ciertas cantidades de dinero que variaban según la importancia del negocio. El Partido Fascista, como todos los partidos, tuvo en su seno individuos perniciosos, oportunistas sin escrúpulos, pero puedo decir que en lo general dominaba la dignidad y honradez de sus miembros, y los que infringían sus reglas eran invariablemente reprimidos.
El Partido Fascista empleaba, por sus necesidades en ciertos engranajes de su estructura, a individuos de pasado dudoso, aventureros de la vida azarosa, pero hombres audaces y resueltos; éstos eran empleados en actividades y servicios determinados para cumplir misiones que difícilmente habrían llevado a cabo otros elementos. Pero el partido exigía de estos hombres una completa regeneración, lo que desgraciadamente, como en el caso de Alberto, no siempre sucedía; cualquier falta era enérgicamente castigada, circunstancia por la que mi amigo, astuto y siempre alerta había vislumbrado la llegada del peligro, pudiendo evitar una vez más el ser aprehendido, lo que no sucedió con varios de sus cómplices, que fueron arrestados, encarcelados y sometidos a proceso.
Tales hechos me hicieron recordar que una noche, poco antes de mi salida para Etiopía, Alberto me había dicho que me iba a enterar de algo, refiriéndose sin duda al asunto que ya traía en manos. Para mí fue una bendición de la providencia que ésta vez oportunamente me había alejado del peligro.
La pena y la aflicción de la esposa de Alberto me daban lástima, lo mismo que sus niños, que vinieron a charlar y a jugar conmigo como tenían costumbre de hacerlo cuando vivía yo en su hogar.