41. María

Tenía varios meses de estar en Roma cuando Alberto vino a convidarme a la boda de uno de sus hermanos que iba a celebrarse en Nápoles: obtuve un permiso de 72 horas, fui a Nápoles y al otro día asistía a la ceremonia del casamiento y a la fiesta, la cual tuvo lugar en el salón de un restaurante de una localidad cercana a la ciudad. Terminado el banquete, salí al jardín del establecimiento a respirar la brisa que venía del mar y a fumar un cigarrillo. En esto se aproximó a mí Giuseppe, el primo de Alberto, a quien había acudido el día de mi llegada a Nápoles. Estaba pasado de copas pero todavía consciente; me tomó del brazo para que caminara a su lado, llevándome a cierta distancia para apartarnos de la concurrencia, ahí, sin más preámbulos, me dijo:

–Tu señora no está en Italia, ¿quieres ver a María?... ella desea hablarte para justificarse de su conducta para contigo y darte las razones por las cuales no te esperó el primo –prosiguió–: soy el único de la familia con quien ella tiene tratos, y además de ser mi prima es la madrina de uno de mis hijos, siempre se ha portado muy bien con mi familia y conmigo, y le debo muchos favores. Mañana ella vendrá a visitarme, acude tú también y almorzaremos juntos; quiero complacer a mi prima, por eso te pido, como un favor, que aceptes mi invitación –añadiendo–: esto no puede perjudicarte en nada y en cambio te enterarás de algo que puede interesarte.

Al día siguiente encontré un pretexto para ausentarme de la casa de Alberto, quien sonrió pensando que en el baile de la víspera había yo hecho una conquista amorosa, preguntándome si se trataba de una morena o una rubia y si tenía una amiga bonita que pudiera hacerle a él compañía. El humorismo de Alberto se quedó insatisfecho, pues yo, riéndome, sin contestar, salí a la calle y me dirigí a la peluquería del primo, cuyo lugar me recordaba el viejo barrio de la Bolsa de Marsella, en el cual había pasado una parte de mi juventud y donde residía todavía cuando conocí a María. Vino a mi mente el recuerdo de lo mucho que había querido a esta mujer. Cuando llegué a la peluquería, cera del mediodía, el primo estaba esperándome parado en la puerta de su negocio. Al llegar a dicho establecimiento los dos empleados se fueron y él cerró la barbería, y me hizo pasar a la trastienda que le servía de habitación, cuya única pieza era utilizada como comedor y recámara a la vez. La mesa estaba ya puesta, únicamente faltaba servir los alimentos, en eso apareció, viniendo del patio trasero de la casa, la mujer del peluquero acompañada por María y seguidas de los niños.

Mi examante, elegantemente vestida, se dirigió a mí serenamente, me tendió la mano al tiempo que me decía:

–¿Qué tal? ¿Cómo estás?

La saludé con la cordialidad de un amigo, aunque no podía olvidar lo que ella había sido para mí. Iba a sentarme a la mesa como me lo indicaba Giuseppe, cuando María, tomándome por un brazo, me dijo:

–No, todavía no; quítate el saco y ven a ayudarme a preparar unos cocteles como lo hacíamos en Francia.

Sobre una mesita aparte había todo lo necesario para preparar las bebidas.

Yo iba vestido con un traje gris claro y llevaba camisa de seda negra; fijándose en el color de la camisa, mi examante, con una sonrisa burlona, me dijo:

–Por lo visto mi hermano te ha inculcado bien la doctrina… ¡Todo por el fascismo!

Me conformé con sonreír sin contestar, y ella prosiguió:

–Pero la diferencia que hay entre él y tú es que él sabe coger las rosas sin tocar las espinas, y temo que un día de éstos tú te vas a prender en las espinas sin poder tocar las rosas; sé mucho más de tu vida que lo que tú puedes suponer, conozco tus viajes y a lo que estás dedicado –y después de un corto silencio, añadió–: has progresado en tus nuevas actividades, para las que parece tienes una vocación natural; de todos modos –dijo riendo–, te prefería cuando eras un falsificador y no ahora que eres un espía –rectificando, prosiguió–: no me refiero a tu persona, sino a tu profesión.

El calificativo de espía, que por primera vez me era dirigido, aunque con apariencia de una broma, me había afectado desagradablemente e iba a replicar en forma violenta, pero pude dominarme comprendiendo que María, al hablarme en esta forma, tenía un plan premeditado y quería provocar en mí un estado de ánimo, predisponiéndome para algún propósito suyo. Sin demostrar estar resentido por sus palabras y mintiendo en parte, contesté:

–Estás enterada acerca de mi vida, yo lo estoy de la tuya y te felicito.

María enrojeció, quedando desconcertada, sin embargo reaccionó pronto y, riéndose, me dijo:

–Precisamente te hice venir para hablarte de mí, pero por lo visto ya otra persona te ha puesto al corriente, por lo que estoy encantada de ahorrarme el trabajito del relato.

En esto los cocteles estaban listos y fuimos a sentarnos a la mesa, se quedó a mi lado María, quien comía y bebía alegremente.

Al terminar el almuerzo, los hijos del peluquero partieron para la escuela. María empezó a recordar acontecimientos que nos habían pasado, o de los cuales fuimos testigos durante nuestra vida en Marsella, cinco años atrás. Entre estas anécdotas, mi examante contó a su primo una que habíamos tenido cuando vivíamos en un cuarto amueblado, el cual nos subarrendaba una buena señora de edad; la casa tenía un piso alto, en el cual estaba nuestro cuarto, y dos más ocupados por otros inquilinos; uno por un matrimonio y el otro por un señor solo. En la planta baja, directamente situada bajo nuestra pieza, estaba la habitación de la dueña y en otros dos cuartos habitaban distintos huéspedes.

Todo estuvo bien durante los primeros tiempos que vivimos en esa tranquila casa de personas ordenadas, pues eran en su totalidad empleados, escribientes y contadores de oficinas comerciales. La dueña, fijándose en nuestra indumentaria, en nuestro aspecto de jóvenes decentes y con dinero, y además debido a los pequeños regalos que le comprábamos con billetes falsos para ponerlos en circulación, tenía un buen concepto de nosotros. Siempre decía “mis hijos del cuarto tres”; pero un día, en compañía de Alberto, Luciana, La Tía y otros amigos y amigas, dimos en la habitación algunas de nuestras fiestecitas, que por lo general celebrábamos desde las nueve de la noche hasta la una o dos de la mañana, con música, baile, cantos y risas, sin faltar los gritos. No hacíamos caso de las protestas de los demás huéspedes, a quienes nuestro escándalo impedía descansar y a temprana hora tenían que irse desvelados a sus empleos. Fue entonces cuando la dueña empezó a perder la buena opinión que tenía de nosotros, por lo que al día siguiente a las cuatro o cinco de la tarde, hora en que ya descansados bajábamos las escaleras para salir a la calle, nos estaba esperando, y al pasar frente a su puerta nos llamó a su habitación, donde nos dirigió serias reconvenciones; terminando la buena señora por darnos un sinnúmero de consejos que María y yo escuchábamos en silencio, como algo inevitable y sin prestar a sus palabras la menor atención. Terminada la filípica, prometimos que nos íbamos a enmendar; más tarde volvimos con un ramo de flores para la señora, quedando así hecha la paz.

Sin embargo, a los pocos días volvíamos a nuestras andadas. Viendo la propietaria que éramos incorregibles y que por culpa nuestra estaba exponiéndose a perder a sus demás inquilinos, personas serias y formales que ya estaban hartas de nuestro comportamiento intolerable, nos pedía a menudo, como un gran favor, que desocupáramos el alojamiento; pero por indolencia y despreocupación dejamos pasar los días, sin buscar otra habitación, en cambio, continuábamos con las escandalosas francachelas.

Así las cosas, una noche mi amante y yo llegamos a nuestra pieza casi a las dos de la madrugada y, para colmo, discutimos acaloradamente por un disgusto que habíamos tenido entre los dos, detalle que a menudo sucedía, sólo que esta vez la cosa era más seria debido a que María estaba encolerizada por haberme sorprendido bromeando con la mesera de un café. Ya en nuestra habitación, el pleito arreció de tal manera que no sólo hubo insultos, sino que yo abofeteé a María, quien sin pérdida de tiempo cogió de uno de los buróes el botellón de agua y me lo aventó con todas sus fuerzas; no dio en el blanco, pues yo me agaché y el garrafón pasó zumbando sobre mi cabeza y se estrelló con estrépito contra el espejo del ropero, que se hizo añicos. Al ruido de los vidrios rotos, la dueña de la casa, que desde luego comprendió el peligro inminente en que se encontraban sus muebles, subió precipitadamente a nuestra recámara y, viendo los destrozos, nos dijo que “o dejábamos inmediatamente su casa o llamaría a la policía”, acusándonos de daño en propiedad ajena, cuyo argumento era para mí contundente.

María y yo empezamos a preparar nuestras maletas, y la dueña de la casa, en su afán de vernos cuanto antes fuera de ahí, se apresuró a recoger nuestras propiedades, que acomodaba rápidamente en nuestros velices. Hice notar a la servicial señora que estaba lloviendo y que, por la hora que era y el lugar de la ciudad en que estábamos, iba a ser muy difícil encontrar un carro de ruleteo. Todo fue inútil, ya habíamos colmado la paciencia de la propietaria, que se mostraba inflexible y volvió a apelar al recurso de llamar a la policía, no teníamos más remedio que irnos. Minutos después, al encontrarnos María y yo en la calle, con las maletas, bajo la lluvia y sin esperanzas de encontrar un coche, resultó que la adversidad nos había reconciliado.

Media hora después de ir caminando encontramos un hotel, y el encargado de éste, al vernos a tales horas de la noche y con la ropa empapada, nos trató con recelo, no parecía dispuesto a darnos alojamiento. Por fin logramos convencerlo y nos dio un cuarto, cobrándonos el doble de su precio normal; pero la aventura no había terminado, pues cuando iba a acostarme sentí un sobresalto al acordarme de repente que sobre el alto ropero de la casa que acabábamos de dejar, cuyo espejo había roto María, había escondido un pequeño paquete que contenía un fajo de billetes falsos. No era prudente esperar al día siguiente para recogerlos, de un momento a otro el paquetito podía ser descubierto y por lo nuevo de los billetes y la repetición de los números se descubriría la falsificación, que pondría a la policía sobre una pista directa, puesto que, además de María y yo, la dueña de la pensión conocía a todos nuestros cómplices. Volvimos a vestirnos apuradamente y salimos del hotel bajo la mirada cada vez más desconfiada del encargado, que no se explicaba estas entradas y salidas nuestras en plena noche y bajo la lluvia.

Por encontrarnos más al centro de la ciudad, conseguimos un auto de alquiler haciéndonos conducir a la pensión de la que una hora antes nos habían arrojado. Durante el trayecto fuimos pensando la forma de hacernos abrir la puerta. Recordando que la dueña a veces recibía telegramas de un hijo suyo que residía en otra ciudad; sobre esta circunstancia enderecé mis planes y al llegar a la casa resueltamente toqué la puerta a tiempo que gritaba: “telegrama, telegrama”. Mi estratagema tuvo éxito y la dueña de la casa vino a abrir con la ansiedad de recibir quizás una noticia urgente, y al vernos frente a ella la pobre señora se sorprendió tanto que únicamente pudo articular: “¿Qué vienen ustedes a hacer aquí?”, quedándose inmóvil, mirándonos con azoramiento. Aproveché su indecisión para lanzarme por las escaleras subiendo rápidamente a mi antiguo cuarto, pero la puerta estaba cerrada con llave. Expliqué que me encontraba sin dinero para pagar el alojamiento que acabada de encontrar en un hotel, por haber dejado lo que tenía sobre el dichoso ropero; pero la señora, muy desconfiada, se negó rotundamente a abrir la puerta creyendo que era otra treta mía para introducirnos y quedarnos en la habitación. Yo, que sabía lo que me jugaba si no recogía en la forma que fuera ese dinero de mala ley, comprendiendo que con palabras ya nada sacaría, retrocedí unos pasos en el pasillo para tomar impulso y me precipité sobre la puerta del cuarto, abriéndola de una formidable patada que resonó en el silencio de la madrugada como si fuera una detonación. Este ruido, seguido de los gritos de la dueña y de sus sirvientas, despertó a todos los huéspedes, quienes concurrieron a ver lo que sucedía; pero yo ya tenía en mi poder el peligroso paquete, de cuya envoltura rompí un pedazo dejando al descubierto una parte de un billete que puse en la nariz de la propietaria para convencerla de que no estaba mintiendo cuando le decía que había vuelto en busca de mi dinero.

Esto tranquilizó a la señora, pero siguió reprochándome mi violento proceder y algunos de los inquilinos hicieron causa común con ella, protestando a su vez por nuestro comportamiento, desahogándose así de las malas noches que por nuestra culpa habían pasado. Estaban muy indignados; comprendí que sólo la actitud resuelta que María y yo habíamos asumido impedía a esa gente pacífica que sus enojos pasaran de las palabras a una acción directa contra nuestras personas. Terminó el altercado con un intercambio de frases malsonantes, mi compañera y yo bajamos las escaleras para retirarnos, pero cuando llegamos a los últimos peldaños una tromba de agua sucia se abatió sobre nosotros: la inquilina de la pieza de arriba arteramente nos había echado sobre la cabeza el contenido de un recipiente nocturno, que debía haber estado lleno a toda capacidad porque quedamos empapados. Enfurecidos y olvidándonos de toda prudencia, volvimos a subir velozmente las escaleras y descargué un derechazo sobre la quijada del primer hombre que encontré frente a mí, al tiempo que María se abalanzaba sobre la autora del desaguisado, y allí ardió Troya, armándose la consiguiente trifulca. Nuestros adversarios, tanto masculinos como femeninos, no eran precisamente unos aguerridos combatientes; estaban sorprendidos por la intempestuosidad de nuestro ataque que iba acompañado de unos golpes afortunadamente bien colocados. Esto nos dio cierta ventaja sobre el número superior de nuestros enemigos, que empezaron a desertar refugiándose algunos en sus habitaciones; esta defección descorazonó a los demás y así terminó el zafarrancho. María, desgreñada y con rasguños en cara y manos, yo con las ropas en desorden, el cuello de la camisa arrancado, un lado de la boca hinchado y con varios moretones en la cara, nos retiramos del campo de batalla, después de asegurarme de que no había perdido el paquetito de los billetes. Victoriosos y contentos, aunque bastante malolientes, abandonamos definitivamente la casa y volvimos al auto que nos esperaba. El chofer, que se dio cuenta de nuestra extraña entrada a la casa y del estrépito que había seguido a nuestra irrupción, viéndonos aparecer desaliñados y con las marcas evidentes del combate librado, muy intrigado nos preguntó qué había sucedido, le contestamos que habíamos discutido un asunto familiar sobre el cual no estábamos completamente de acuerdo con los demás parientes. Siguió un corto diálogo, el chofer preguntó:

–¿Herencia?

–Sí –le contesté–, algunos billetes de banco.

–Y… ¿un tiro?

–No –repliqué–, una patada…

–Se dieron con tal familiaridad que hasta huele a orines…

No volví a contestar.

Cuando María acabó de contar esta aventura de nuestro pasado, ya era hora de que el primo abriera su peluquería. Su mujer se retiró a la pequeña cocina, situada en el fondo del patio trasero, quedando solos María y yo. Después de un rato de silencio, ella fue la que primero habló; seria, casi sin mirarme y fumando nerviosamente, empezó diciéndome:

–Creo tener obligación de darte cuenta de mi conducta para contigo, aunque tú también te has casado. Mis deseos son que te formes una opinión de mí, según tu propio criterio.

Después de estas palabras, prosiguió:

–A raíz de tu embarque para la Guayana, seguí viviendo unos meses más con tus padres; viendo a tu madre calmada del sufrimiento que le ocasionó tu envío al presidio, y al recibir noticias de que mi hijito estaba enfermo, volví al lado de mi familia. Alberto seguía escondiéndose en Suiza y en ese país mi hermano perdió el dinero que le quedaba de la falsificación, según él en un mal negocio. Mi padre le había mandado lo poco que había en casa, por lo que encontré miseria y enfermedad. Mi hermano menor, por su corta edad, estaba cumpliendo el servicio militar, así es que sólo mi hermana más chica y yo podíamos solventar las necesidades del hogar. Por esta razón tuve que buscar empleo. Los gastos erogados en casa, así como los necesarios en la enfermedad de mi hijito hacían que nuestros sueldos de mujer no alcanzaran, pasando un sinnúmero de necesidades y aflicciones; pero lo que más me dolía era no poder atender debidamente la enfermedad de mi niño cuyo estado fue agravándose por falta de recursos.

Un día, a la casa comercial donde prestaba mis servicios como dependiente, vino un cliente a comprar guantes al mostrador que atendía. Era el padre del hombre que me había seducido años antes de ser tu amante; y sucedió lo que nunca mi mente hubiera concebido: este mismo hombre, quien en otro tiempo con tanta inflexibilidad se había opuesto a mi matrimonio con su hijo, después de requerirme de amores porfiadamente durante algunos meses, enamorado de mí, me proponía matrimonio; al principio me negué sintiendo odio y asco, pero necesitaba dinero para la curación de mi hijo y era un modo de obtenerlo y de vengarme, tanto del padre como del hijo, que estaba ya casado con una señorita de la sociedad napolitana.

María calló un momento, encendió un cigarrillo y prosiguió:

–Después de que fracasaste en tu primer intento de fuga del penal, por mi situación cada día más crítica y para intentar salvar a mi niño, me casé, pero era tarde, pues semanas después perdí a mi hijito…

Aquí las palabras de María se ahogaron en su garganta y, no pudiendo contener el llanto, se puso a sollozar sordamente, pero dominó su pesar, levantó la cabeza y en sus ojos brillaba un destello de odio, al mismo tiempo que decía:

–Me estoy vengando, tanto del padre como del hijo, y puedes creer que lo estoy haciendo bastante bien, pero quiero hacerle más daño y deseaba volver a verte para pedirte un favor…

No contesté, estaba aterrado.

María, apesadumbrada por el recuerdo de su niño, se preparaba a irse borrando con un rápido maquillaje la señal de sus lágrimas. Con un cordial apretón de manos se despidió de mí, yéndose en un carro de alquiler que su primo había ido a buscar.