40. Incidente provocado
por espíritus
En los primeros días de enero, abandonaba París en unión de mi esposa y volvía a Nápoles. Allí, Alberto y su señora se opusieron a que fuéramos a alojarnos en otra casa, como eran mis intenciones. Comprendiendo el sincero deseo que los animaba, accedí y pronto mi cónyuge fue conquistada por la amabilidad de la esposa de Alberto, formando las dos un par de buenas amigas.
En esa situación volví a mi trabajo en el laboratorio, llevando una existencia tranquila y sin sobresaltos. Me hacía la ilusión de haber obtenido lo que tanto deseaba. A menudo, en unión de mi amigo y de su familia, mi esposa y yo asistíamos a fiestas y reuniones. Íbamos a días de campo en cortos viajes a Roma y a otros lugares cercanos; desgraciadamente, esa agradable existencia fue de corta duración: unos meses más tarde había sido designado como integrante de cinco comisionados, quienes bajo la dirección de Alberto embarcamos separadamente en Nápoles rumbo a Túnez, protectorado francés donde existía una numerosa colonia de italianos cuyo número equivalía al de los residentes franceses. Por esa razón y por estar ese territorio cerca de la isla de Sicilia, frontera con la colonia de Libia (Tripolitana), nuestra misión consistía en formar con los residentes varias sociedades que, bajo la apariencia de inofensivas agrupaciones, como de excursionistas, deportistas y culturales, mantendrían unidos a los nacionales italianos y a los descendientes de éstos, para en un momento oportuno fomentar disturbios e incidentes por la reivindicación de los ítalos del protectorado francés, cuando Italia se sintiera suficientemente fuerte para una guerra en el Mediterráneo. La ambición fascista era dominar ese mar.
El poderío militar italiano aumentaba cuando el de Francia parecía decrecer paulatinamente, e Inglaterra, a pesar de sus inexpugnables bases en el Mediterráneo, Gibraltar y Malta, y su antiguo poder naval no parecía tampoco muy temible.
Italia, por falta de recursos, no podía poseer una escuadra formada por unidades de alto tonelaje, pero construía una flota moderna compuesta en su mayoría por pequeñas unidades navales de un tipo sumamente rápido y capaz de hundir a poco costo barcos de guerra enemigos de primera clase. Contaba con una aviación bastante buena y adecuada a un ejército terrestre de regular fuerza, a pesar de que los 10 millones de bayonetas de los cuales hablaba Benito Mussolini eran más ficción que realidad.
En Túnez, cada miembro de nuestro grupo fue a alojarse en distintas casas de partidarios del fascismo, hombres que estaban al tanto de nuestra labor y que más tarde debían ser jefes de las agrupaciones que iban a formarse. Yo vivía en la finca de recreo de un comerciante italiano, ubicada a pocos kilómetros de la ciudad. Las reuniones se hacían en los domicilios de los futuros dirigentes y pocas veces en el mismo lugar. Nunca tuvimos contratiempos, a excepción de una sola vez, y no fue por la policía: la noche de esos hechos nos habíamos encaminado divididos en varios pequeños grupos, con un total de 16 o 18 hombres, a un estrecho callejón del Souk, en el barrio comercial árabe, para reunirnos con un italiano que vivía en una vieja casa de estilo morisco. En el piso de arriba tenía sus habitaciones y había convertido la única e inmensa pieza del piso de abajo en un depósito de granos almacenados en pilas de numerosos sacos. El dueño, un siciliano chaparro y gordo con tipo de hombre de pueblo, sencillo, crédulo y bonachón, tenía muchos años de vivir en Túnez y hablaba árabe; lo que ignorábamos era que ese señor en otro tiempo había sido un ferviente espiritista y era conocido en el barrio árabe como tal. Esa fue la causa de que los vecinos indígenas del callejón, para quienes no había pasado inadvertida la llegada de nuestro grupo en forma algo misteriosa, así como tampoco la reunión que estábamos efectuando en el granero, sospecharan que estábamos celebrando una sesión invocando y atrayendo los espíritus de los muertos, por lo cual las almas en pena de éstos iban a seguir rondando por el lugar y de paso apareciendo en sus propias casas. Los supersticiosos árabes juzgaban indeseables en alto grado a esas visitas.
Se agruparon en un pequeño mitin de protesta para reclamar nuestro proceder con macanas en mano, y así lo hicieron, descargando con ellas furiosos golpes sobre la puerta seguidos de insultos y maldiciones en árabe, la menor de las cuales era “perros, hijos de perra” y anatemas sobre el día de nuestro nacimiento; el tumulto ocasionó sobresalto entre nosotros. Los cinco hombres de nuestro grupo estábamos armados y nos habíamos juntado rápidamente, listos para cualquier emergencia. El dueño de la casa, precipitadamente, había subido al piso superior cuya ventana daba al callejón, y por la cual, después de cerciorarse de lo que se trataba, entró en una acalorada discusión con sus vecinos para tratar de apaciguarlos. Volviendo al piso de abajo, entreabrió la puerta e hizo entrar a siete u ocho árabes en calidad de delegados; les explico que estábamos reunidos con el fin de formar una sociedad cultural italiana y que teníamos en nuestro poder programas de propaganda para la fundación de esa sociedad. Esa prueba tranquilizó a los indígenas así como a nosotros. El italiano agregó a sus explicaciones un saco de alubias para que se lo repartieran los vecinos, por lo que éstos, cambiando repentinamente de parecer, se fueron invocando para nosotros los favores de Alá y de Mahoma, su profeta; y todo quedó en paz.
Pasamos tres meses en Túnez, siendo mi actuación personal casi insignificante en esa ciudad.
De vuelta a Italia, obtuve un permiso de descanso y la autorización para salir del país por dos meses. Desde Nápoles emprendí el viaje a París con mi esposa, quien estaba próxima a ser madre, llegando a tiempo para que días después diera a luz un niño en una clínica de esa capital. En esa misma fecha, alquilé por tres meses una pequeña quinta amueblada en el pueblo de Rony, cerca de París, que era un bonito lugar campestre, donde mi esposa pasó felizmente su convalecencia.
Con nosotros vivían mi madre y mi cuñada con su niño, y todos los fines de semana se nos reunían mi padre, mi hermano y mi amigo Fabián con su mujer. Esos dos meses en Rony fueron una de las pocas temporadas tranquilas de mi vida, desgraciadamente siempre muy cortas y por lo general, como una fatalidad, siempre seguidas de otra etapa inquieta y azarosa, de lo cual estaba ya hastiado.
Poco antes de terminar los dos meses de permiso, recibí un telegrama de Alberto para recordarme la fecha de mi regreso, por lo cual tuve que despedirme una vez más de los seres que me eran queridos, dejando a mi esposa al cuidado de mi madre, pues estaba todavía muy delicada y muy pequeño el niño para exponerlos a un viaje.
En París tomé el tren para Ventimilla, y el día que terminaba mi licencia estaba de regreso en mi puesto. A mi llegada a Italia, Alberto me anunció como una buena noticia lo que en realidad para mis adentros no lo era: por recomendaciones de él y de algunos amigos suyos, más que por mi actividad o por mis capacidades, aunque en un año había obtenido buenas notas en mis hojas de servicios, me cambiaban de dependencia y era transferido a Roma. Ya no se trataba de un asunto político, sino militar, y quedaba bajo un régimen de disciplina. Alberto, que a su vez pensaba ser pronto trasladado a esa capital pero siempre en asuntos políticos, me había encargado que en mis ratos libres buscara en Roma una casa adecuada para volver a vivir de nuevo juntos.
Pronto me alojé en una pensión regenteada por una viuda y su hija. Los huéspedes éramos dos hombres solos y dos matrimonios; había habitaciones confortables; la comida era excelente, y el ambiente, tranquilo. Dos o tres veces al mes, Alberto, solo o en compañía de su familia, venía a pasar el domingo conmigo, ya que mi estancia en Roma daba más campo a nuestro negocio de alhajas, y aparte de eso y de mi trabajo seguí un curso de dibujante cartógrafo. Mi amigo estaba en vísperas de obtener su traslado a la capital italiana y yo esperaba ese momento para hacer venir a mi esposa y a mi hijito a fin de reanudar la existencia familiar que con Alberto habíamos vivido en Nápoles. Reunido en Roma con mi socio, y en vista del éxito que teníamos en el negocio, habíamos proyectado abrir un almacén y un taller de joyería, que constituían mis más fervientes deseos para poder dedicarme exclusivamente al comercio, pero Alberto me había advertido que para ese tiempo no podía ni debía retirarme del servicio que prestaba, a menos que dejara el país. La protección que mi amigo me había conseguido tenía serios compromisos y las misiones fuera de Italia no estaban exentas de graves peligros, y a veces, como reza un dicho popular, “era peor el remedio que la enfermedad”; por lo tanto, yo no tenía más que seguir adelante, sucediera lo que sucediera.