39. Primera aventura
como espía
El patrón del bar no quiso recibir ningún pago nuestro y, tendiéndonos la mano, aseguró que en cualquier momento estaba dispuesto a servirnos en lo que fuera. Yo sabía que esa clase de hombres nunca fallan y que ya tenía asegurado un refugio en caso de que debiera volver algún día a Marsella. El tren directo para París salía a las nueve de la noche y a esa hora estábamos cómodamente instalados en un confortable compartimiento de primera clase. Sentí un verdadero alivio moral al alejarme de Marsella, ya que los tres días que pasé en esa ciudad no había estado alegre ni mucho menos feliz, pero pensaba que pronto estaría en París al lado de mis padres, mi hermano y mi esposa. Con esa idea me fui serenando gradualmente. Alberto, quien veía el cambio que en mí se operaba y probablemente también en él mismo, me dijo:
–Me alegro de verte más risueño; tener el corazón tierno es una cosa que no da provecho, amarga la vida, la perjudica, hace cometer tonterías y cuesta dinero, ya que es una infecciosa enfermedad que debe extirparse.
En la estación de Lyon subieron a nuestro compartimiento una señora de edad con sus dos hijas, bonitas y elegantes muchachas, lo que nos hizo terminar el viaje en una amena charla; además lucimos nuestras galanterías, proporcionando a las tres damas los pequeños servicios que se ofrecen en tales casos durante el trayecto.
Llegamos a París al filo de la madrugada. No había anunciado a mi familia el día de mi llegada, por lo cual fuimos a descansar unas horas y a asearnos en un hotel de los alrededores de la estación. Ese mismo día, a las 10 de la mañana, en un taxi nos hicimos conducir a Montmartre, donde residían mis padres y con ellos mi esposa, en la Rue Cligniancourt. Alberto fue solo hasta la casa de mis padres para anunciarles mi llegada. Durante ese tiempo yo esperé en un café del Boulevard Barbes. Media hora más tarde mi amigo estaba de vuelta, acompañado de mi padre y de mi hermano. Mi padre había envejecido; su cabello ya estaba entrecano. Mi hermano era un muchacho de 16 años cuando fui arrestado; ahora tenía 20 años y estaba cumpliendo su servicio militar. En esos días tenía una corta licencia; se había casado desde hacía dos años y era padre de un niño. Tanto mi padre como mi hermano radiaban de júbilo al volver a verme. Yo sentía la misma alegría. Después de un momento de conversar, mi padre me dijo que poseía una pequeña casa de campo en los alrededores de París, de la cual me dio la llave para que allá nos reuniéramos con toda la familia a la hora del almuerzo.
Habiéndose ido mi padre, Alberto, mi hermano y yo fuimos en un carro de alquiler a Olney, población donde estaba ubicada la casita, la cual tenía en el piso bajo una gran cocina que servía igualmente de comedor; al lado estaba el servicio sanitario con regadera para tomar duchas; en el piso alto había una extensa recámara; todo sencillo pero cómodamente amueblado. Desde luego, pensé que en el cuarto de baño podía hacer un “cuarto oscuro” para el trabajo fotográfico; sólo debería tapar la ventana con un lienzo negro. La casa tenía un pequeño jardín en su parte trasera. Las paredes que cercaban el jardín estaban bastante altas para que pudiera estar sin temor de las miradas indiscretas de los vecinos y hacer en ese lugar, con la luz del día, cualquier reproducción de documentos. Alberto podía empezar su misión y yo ya estaba listo para cumplir con la tarea que nos había sido encomendada.
Cerca de la una de la tarde, cargados de cosas, llegaban mis padres en unión de mi esposa, mi cuñada y un lindo hijo de mi hermano. Los acompañaba un amigo de infancia que había aprendido joyería conmigo en el taller de mi tío, se llamaba Fabián R., estuvimos en el mismo gimnasio de box y nos dimos infinidad de trompadas, lo cual había estrechado nuestra amistad; lo acompañaba una joven mujer de baja estatura, gordita y chapeada, sencilla y alegre: era su amasia. Ese primer día, después de cuatro años, que volví a pasar con mi familia hizo que me sintiera afortunado en medio del afecto que me rodeaba. En la noche de ese feliz día, que según mi parecer había sido muy corto, mis familiares regresaron a París; Alberto los acompañó y se alojó en casa de mi amigo Fabián. Yo permanecí en Olney en compañía de mi esposa.
Un mes había pasado. Alberto, quien no conseguía la confianza necesaria en el medio en que se había introducido, no necesitó de mis servicios y pasé ese primer tiempo de mi estancia en París reposado y tranquilo; vivía en Olney, pero casi diariamente iba a París a ver a mis padres, quienes pasaban regularmente los fines de semana conmigo en Olney.
Una mañana llegó Alberto apresuradamente a verme. Traía unos documentos que sólo podía conservar en su poder un par de horas; bajo un pretexto cualquiera, alejé a mi esposa media hora de la casa, tiempo que me bastó para tener reproducidos fotográficamente los documentos; yéndose mi jefe y amigo con la misma rapidez que había venido. Por la tarde revelé los negativos, entregando el mismo día esa primera labor que no había sido otra cosa que un simple trabajo fotográfico. La confianza obtenida por Alberto fue creciendo rápidamente en el grupo de refugiados políticos, que en su mayoría habían sido jefes del Partido Liberal o comunistas de Italia, lo cual hizo que pronto consiguiera la clave de la correspondencia secreta empleada entre los refugiados y sus partidarios en Italia, y desde ese momento empezaron para mí los trabajos más complicados, así que juzgué conveniente mandar a mi esposa con mi padre a París.
Por medio de la clave obtenida por Alberto, las órdenes eran interceptadas y reemplazadas por otras, y cuando se trataba de cartas, con imitación de escritura y firma; en una ocasión tuve que falsificar un telegrama en su totalidad; esos trabajos servían a las autoridades italianas no sólo para estar al tanto de los movimientos subversivos, sino para transmitir supuestas órdenes desde Francia, las cuales al llegar a Italia producían errores, planes fallidos, aprehensiones y un completo descontrol que desmoralizaba y aniquilaba al adversario. En dos ocasiones había tenido que desempeñar el papel de fotógrafo ambulante para poder retratar a los refugiados que previamente me habían sido designados por sus características, el lugar de su domicilio y la hora aproximada de sus salidas y entradas a su lugar de alojamiento.
La segunda vez que actué en esa forma fue a la salida de una reunión del grupo en que se encontraba mi amigo Alberto. Imprimí rápidamente tres o cuatro instantáneas; mi actuación fue mal interpretada, mejor dicho, correctamente interpretada, y algunos de los miembros del grupo quisieron arrebatarme la cámara; entre ellos el que parecía más encarnizado en ese propósito era sin duda Alberto, pero lo hacía de tal forma que más entorpecía a sus compañeros que ayudarlos. Comprendiendo su juego, en un momento en que pude zafarme y para que el simulacro fuera completo le aticé un puñetazo en la nariz que lo hizo sangrar: yo estaba maltrecho, sin sombrero ni corbata, la cual me había sido arrancada de un tirón. Dejé en manos de los refugiados el estuche de la cámara y con ésta me precipité en un taxi que pasaba. Le dije al chofer que era yo un fotógrafo periodista y quienes me perseguían, unos extranjeros perniciosos; esto me valió la ayuda del hombre del volante, quien no se paró al oír el silbato del policía que había llegado al lugar del zafarrancho y le ordenaba detenerse, salvándome providencialmente de un grave peligro.
Tal estado de cosas no podía durar. A los dos meses, los del partido contrafascista de Italia, como los refugiados en París, sabían que estaban siendo traicionados por un espía que se había infiltrado en su agrupación. Días después, el cadáver de un sujeto italiano fue encontrado en el río Sena, pero no era el de Alberto, quien se había refugiado conmigo en Olney. Aunque llevara mi amigo los documentos de identificación que poseía a su llegada a París, no los podría usar de nuevo, por lo cual, según el mismo procedimiento de fortuna que yo había empleado en Venezuela, imprimí la hoja del pasaporte que llevaba los nombres, apellidos y filiación, con la cual reemplacé la que existía en el documento, cambiando así la primera identidad de mi jefe, de quien puse los retratos “debidamente sellados”. En poder de una nueva identidad, dos días después mi amigo pudo pasar de nuevo la frontera francesa, rumbo a Italia. Había terminado su misión con éxito, llevando además datos valiosos.
Yo, que por haber trabajado en la sombra era desconocido, pude quedarme en París con mi familia para pasar la fiesta de Navidad que estaba próxima; además, el mercado de piedras preciosas en París se prestaba para el negocio de alhajas que tenía en sociedad y pensaba aprovechar el tiempo que iba a quedarme en esa ciudad para hacer algunas provechosas compras con el dinero que con ese objeto me había mandado de Italia el socio capitalista.
Pasé felizmente las fiestas con los míos, aunque en el último momento de mi estancia en París la idea de mi próxima partida ensombrecía un poco mi alegría.