38. El calvario de La Tía
Dejamos el lugar de recreo y caminamos un largo rato a pie por la orilla del mar sobre el Paseo de la Cornicha. Después tomamos un auto de ruleteo y frente a la casa de Luciana quise despedirme, pero ella se opuso diciéndome que había pasado un día feliz y no quería amargarlo con una brusca despedida mía, sino que volviera al día siguiente. Se lo prometí aun sabiendo que no podía volver. Su madre debía de haber encontrado el dinero dejado por mí en la mesa. Sentí la tristeza del momento y pensé que quizás no volvería a ver a esa buena y sincera amiga; sugestionado por todos los recuerdos invocados durante el día, no podía dominar la amargura que me embargaba.
Renegando de mí mismo, llegué a la habitación del bar que compartía con Alberto, a quien encontré tirado y vestido sobre la cama; al verme dio un salto y me colmó de ansiosas preguntas. Tuve que contarle hasta en sus menores detalles los gestos y palabras de su examante. Cuando terminé de hablar eran cerca de las 10 de la noche. Aburrido y malhumorado fui a acostarme, pero no pude conciliar el sueño. Mi compañero fumaba tristemente un cigarrillo en su cama y yo hacía lo mismo en la mía. Los dos estábamos callados. Por ser sábado, el bar seguía abierto a esa hora de la noche; en ese momento el gramófono tocaba un disco de una canción titulada Recuerdo. Poco después, el patrón del bar cerró su establecimiento, oyéndose a lo lejos un pleito callejero; a las voces de hombres se mezclaban gritos agudos de mujeres. Después vino el silencio, sólo interrumpido de vez en cuando por el rodar de un coche de trasnochadores y el canto ronco y discordante de un borracho que trabajosamente volvía a su cuarto de vecindad.
Cuando desperté a la mañana siguiente, ya bastante tarde, comuniqué a Alberto lo que sabía respecto de La Tía, así como mis intenciones de ir personalmente a cerciorarme de su estado. Mi compañero declaró tener los mismos deseos.
En el mismo auto de la víspera fuimos al viejo barrio del puerto donde se encontraba el mercado de pescados. Dejamos estacionado el coche frente a un bar de una de las tantas calles estrechas, sucias, malolientes y populosas, circunvecinas a la antigua pescadería, y nos mezclamos entre los numerosos compradores; por ser domingo, habían concurrido en mayor número, lo que nos favoreció para pasar inadvertidos entre la turba.
Pronto encontramos el puesto indicado por Luciana; nos acercamos y ahí estaba La Tía ocupada en remover pesadas canastas de pescado, limpiando los desperdicios y manteniendo aseado el puesto. La reconocí en seguida a pesar de estar horriblemente cambiada. No estaba enflaquecida pero su cuerpo robusto de antes había adquirido una gordura flácida y fofa. Tenía el color de la piel de un pálido amarillento, con manchas rojizas diseminadas en la frente, la nariz y el cuello. Estaba encorvada, con las mejillas colgando, y tenía el labio interior pendiente y tembloroso, pareciendo que le iban a escurrir babas, por lo cual La Tía, se lo limpiaba a menudo con el dorso de la mano. La cabellera, que antes tenía abundante y lustrosa, ahora estaba rala, al grado de que se le veía la piel del cráneo. Hasta el sonido de la voz le había cambiado: hablaba enronquecida y con dificultad, casi tartamudeaba. Sus ropas de percal, aunque limpias, estaban remendadas, desteñidas. Sus medias de algodón estaban arrugadas y casi caídas. Unos gruesos zapatos de tacón desgastado completaban el aspecto miserable de La Tía. Yo había conocido a esa mujer cuando llena de salud estaba robusta, chapeada, activa y alegre, cuidadosa de su persona, con la cara y los labios pintados, perfumada y coquetamente peinada, caminando garbosamente, con cimbreo de talle y vestida de seda. Ahora, a la vista de este despojo humano, sentí desvanecerse toda idea de venganza. Un sentimiento de lástima y compasión había reemplazado el odio que durante cuatro años había sentido por esa mujer.
En ese momento fui testigo de un incidente que acabó de enternecerme, al grado de experimentar un sentimiento de dolor al ver que la infeliz mujer, con la torpeza ocasionada por su estado, con un cubo de agua que llevaba en una mano golpeó la pierna de su patrona. La dueña del puesto, mujer todavía joven, alta y robusta, se enfureció e increpó a La Tía gritándole:
–¡No ves lo que haces, vieja idiota!... ¡Buena pa’nada! No sé cómo guardo a mi servicio una vieja inútil como tú.
Al mismo tiempo que pronunciaba esas palabras, la mujer levantaba la mano con ademán de dar una bofetada. La Tía, callada, levantó temerosa el antebrazo frente a su cara para preservarse del golpe. Comprendí que esta escena debía de repetirse a menudo y que, seguramente, a veces La Tía habría sido golpeada.
La voz de Alberto me sacó de mi consternado ensimismamiento. Parecía también conmovido y me decía:
–Vámonos, no tenemos ya nada que hacer aquí. ¿No crees que quitarle la vida a esta desgraciada sería hacerle un gran favor?
Asentí con un movimiento de cabeza y volvimos al lugar donde habíamos dejado el carro; al momento que mi acompañante iba a ponerlo en marcha, lo detuve diciéndole:
–Me vas a juzgar un estúpido, pero voy a esperar el cierre del mercado para seguir a La Tía y hablarle a solas a fin de ayudarle con un poco de dinero, aunque sea una mínima parte de lo que ella pagó por mi defensa, ya que, además de estar enferma, acabo de ser testigo de los malos tratos que recibe de su patrona.
Yo pensaba que con un poco de dinero podría independizarse; mi amigo, más sereno y menos conmovido, me hizo observar el estado en que se encontraba La Tía, lo que le impediría dirigir cualquier negocio por pequeño que fuera. Sus palabras eran lógicas; sin embargo, quise juzgar por mí mismo e intentar hacer algo por la enferma.
El mercado cerraba a mediodía y poco faltaba para esa hora. Entramos a un bar y allí tomamos varios aperitivos, esperando el momento de volver al mercado, lo cual hicimos para llegar al tiempo preciso en que La Tía estaba acabando de hacer su limpieza. Instantes después se dirigía, seguida por nosotros, a la parte más miserable de la barriada. Caminaba aprisa pero encorvada y a veces dando traspiés, balbuceando por momentos palabras ininteligibles. De repente dejó de caminar, registró ansiosamente las bolsas de su delantal y se tranquilizó cuando encontró que todavía tenía los francos que le habían dado en pago de su trabajo, luego prosiguió su marcha. Yo comprendí que seguramente, debido al estado mental en que se encontraba, había perdido algunas veces su sueldo, ocasionándole los consiguientes días de miseria y tal vez de hambre, por lo cual, al recordar tales incidentes, temerosa se aseguraba de que no le había sucedido lo mismo y procurando evitar otro descalabro apretaba ahora fuertemente el dinero en su mano.
Todas esas circunstancias me demostraban su desequilibrio mental, pero cuando realmente supe hasta qué grado estaba afectada fue en el momento en que la infeliz mujer pasaba frente a un bar de ínfima categoría, frecuentado por individuos de la peor ralea, abundantes en este barrio colindante con la zona roja: dos sujetos, con tipo cínico de malvivientes, estaban parados a la puerta del bar; al ver pasar a La Tía, llamándola con el nombre de la Bella Antonieta, hicieron que ésta se aproximase mimosa y sonriente a ellos, quienes al tomarla del brazo le decían:
–Estás más linda que nunca… eres un verdadero pimpollo –comentaba uno.
–Una real hembra… –añadió el otro.
La Tía estaba radiante de contenta, reía y coqueteaba, sin darse cuenta de la grosera burla de que era objeto, y la pobre loca no se hizo del rogar para pagar la tanda de aperitivos que le pedían sus burladores, quienes ruinmente, sin dignidad ni escrúpulos, quitaban a la desgraciada mujer el miserable sueldo que con tan duras penas ganaba y que le servía para vivir miserablemente.
No era yo una blanca paloma, pero tan vil proceder me indignaba; olvidándome del peligro que podía ocasionarme un pleito en la vía pública, quise entrar en el bar y bajo algún pretexto armar un pleito. Alberto me lo impidió, diciéndome:
–Piensa en tu madre que te espera en París y en lo que sufriría si no llegaras.
Reaccioné inmediatamente. Tomado del brazo por mi amigo, nos alejamos en dirección del carro. Dejamos el viejo barrio del puerto para irnos a un restaurante del centro; allí, instalados en un reservado, Alberto procuraba alegrarme haciendo servir buena comida acompañada del mejor vino. No obstante, no podía quitarme de la mente la escena de que fui testigo, comprendiendo que La Tía, en su locura, seguía siendo “la amorosa” que había sido toda su vida, a cuyo temperamento debía toda su desgracia y una parte de la nuestra.
Alberto tenía razón: el dinero que le hubiera dado no habría sido aprovechado por ella; me indicó la mejor forma de ayudarla, la cual consistía en mandar mensualmente una pequeña cantidad de dinero a Luciana para que ella comprara a La Tía lo que necesitara. Para eso no era necesario que diera a la primera mi dirección. Con la idea de poder hacer en lo futuro un poco de bien a esa infeliz mujer, me serené en parte, y después de un último paseo en auto por la ciudad volvimos a nuestro alojamiento.