37. Encuentro con Luciana

Después de haber mandado desde Lyon a París las maletas y el baúl que llevábamos para que se quedaran en depósito en la estación ferroviaria de esa ciudad, provistos cada uno solamente de un maletín, tomamos el tren, del cual bajamos en una estación antes de llegar a Marsella. Desde allí contratamos un auto que nos llevó a esa ciudad, a la cual llegamos al anochecer; fuimos directamente a alojarnos en un suburbio arrabalero de Marsella, a casa de un amigo de confianza de Alberto, que era dueño de un bar en cuyos dos pisos superiores se encontraban situadas las habitaciones; un cuarto poco confortable que tenía dos camas fue puesto a nuestra disposición.

Ese lugar tenía para nosotros la ventaja de ser seguro. El patrón del bar era un marsellés hijo de italianos, hombre robusto y de mediana estatura, de mala catadura y pésima fama, pero incapaz de una traición y siempre dispuesto a ayudar a un amigo; desde hacía tiempo era conocido de Alberto, con quien había participado en varios negocios sucios, por lo que estaban los dos ligados debiéndose mutuos favores y se tenían recíproca estimación.

Debido a esa amistad, el patrón quiso festejar nuestra estancia en su casa e hizo traer una excelente cena de un gran restaurante de la ciudad. Su mujer, que unos años antes había regenteado cierto sitio en el barrio reservado, convidó a dos de sus exsubalternas para que participaran en el banquete y alegraran el mismo con su presencia; además, fueron convidados tres íntimos amigos de nuestro anfitrión. Estos invitados, con tipo inequívoco de souteneurs, vinieron en compañía de sus distinguidas esposas. Una de ellas, dueña de otro lugar semejante; otra, dedicada a vender a las “pensionistas” de la casa, ropa interior de seda y de vez en cuando unos gramos de droga; la tercera y más joven trabajaba en un cabaret en calidad de tanguista y meses antes había salido de la cárcel, donde estuvo por haber robado la cartera de un cliente que había escogido como pareja de baile. El dueño del bar cerró su establecimiento a temprana hora de la tarde para que pudiéramos estar solos.

Una cena con tan selecta compañía no podía ser otra cosa que una bacanal seguida de una depravada orgía, la cual duró una gran parte de la noche.

La tanguista bailaba aligerada de ropas una frenética danza sobre la mesa en que nos encontrábamos, con ruido de vasos, copas y botellas que chocaban entre sí; algunas caían en el suelo y se rompían en medio de gritos, risas, y todo eso acompañado de la música de la sinfonola del bar. Unos violentos toques en la puerta del bar, seguidos de unas voces que intimidaban para abrir, en nombre de la ley, nos hicieron sobresaltar a todos en diferentes grados, según la cuenta que cada uno tenía pendiente con la justicia. Alberto y yo nos preparábamos a emprender la huida por la parte trasera de la casa cuando el dueño del bar nos tranquilizó, diciendo que no nos preocupáramos, que era por el escándalo que se estaba haciendo y que él iba a arreglar la cosa. La bailarina nudista se escondió rápidamente debajo de la mesa y nuestro anfitrión fue a abrir la puerta; entraron dos agentes uniformados. El patrón les sirvió unas copas y les dio a la vez un billete de 20 francos a cada uno; los guardianes del orden se fueron, no sin antes recomendarnos que bajáramos el volumen de la sinfonola y no hiciéramos tanto escándalo. Tuvimos en cuenta el consejo y proseguimos la juerga, la cual no por ser menos ruidosa era menos inmoral.

Yo casi no me divertía; me sentía algo asqueado y por encima de todo comprendía que el camino que estaba siguiendo, además de peligroso, no era precisamente en el que iba a encontrar la regeneración que deseaba.

Amanecía cuando terminó la juerga; subí al cuarto a descansar, pero una hora después fui despertado al sentir piquetes por todo el cuerpo; pronto descubrí que la cama estaba invadida por una legión de chinches; miré a mi lado a una mujer que seguía durmiendo; ésta había sido en la víspera mi compañera de disipación. El maquillaje que por la noche y a la luz artificial la hacía atractiva, a esta hora se había escurrido y despintado, descubriendo una cara demacrada por las desveladas y el vicio, lo que la hacía francamente fea y con el tipo clásico de la prostituta. Malhumorado, salté de la cama y vi en la vecina a Alberto durmiendo boca arriba, teniendo casi metidos en la cara los pies de su compañera, una gorda maritornes de carnes flácidas que en su borrachera se había acostado al revés en la cama. Los dos roncaban como suelen hacerlo los beodos, mientras que sobre un muslo descubierto de la mujer unas chinches se alimentaban. Sacudí a mi amigo hasta que lo hice levantar y le dije que éste era el último día de mi vida en que pensaba ser un tonto, y que lo aprovechara si quería que lo complaciera con lo de Luciana. Le advertí que al día siguiente dejaría Marsella. Alberto comprendió mis razones; se disculpó y, soñoliento, empezó a vestirse; no había agua corriente, por lo cual me incliné sobre el lavamanos al tiempo que vaciaba sobre mi cabeza el contenido de una jarra; más calmado fui a vestirme.

Dejando a las mujeres dormidas, Alberto y yo bajamos al bar, donde el patrón, tras el mostrador, masticaba el puro que fumaba tranquilo y fresco como si hubiera pasado la noche descansando y no en una brutal orgía. Después de servirnos una botella de agua mineral, fue a conseguirnos un auto prestado. En ese vehículo, manejado por Alberto, nos dirigimos al centro de la ciudad.

Un incontenible deseo de volver a ver los lugares que en otros tiempos fueron frecuentados por nosotros hizo que pasáramos por varios de esos sitios. El barrio viejo de La Bolsa había fallecido y ni el taller existía; pasamos frente a unos cafés y bares donde teníamos la costumbre de reunirnos, conformándonos con verlos desde el interior del auto al tiempo que nos recordábamos mutuamente incidentes de nuestra vida pasada, unos chuscos y alegres, y otros tristes; cerca del mediodía nos dirigimos a la calle donde estaba el pequeño negocio de modas de Luciana. Pronto dimos con él. Dos clientes estaban en el interior y eran atendidas por Luciana. Estacionamos el coche a media cuadra de distancia; desde allí pudimos ver la salida de las dos mujeres. Bajé del auto y entré en el pequeño almacén. Luciana, ocupada en acomodar algunos sombreros en el aparador, no me reconoció, pues el cambio operado en mí durante los cuatro años pasados y las gafas oscuras que llevaba, se lo impidieron. Fui recibido con el acostumbrado: “¿Qué desea usted, señor?”, de los comerciantes; extrañada de ver que la saludaba por su nombre y me reía, al mismo tiempo que me quitaba las gafas, me miró con más atención y al reconocerme dejó escapar una exclamación de alegría, abrazándome con verdadero afecto. En la trastienda, dos obreras y un aprendiz, quienes confeccionaban sombreros, miraban con curiosidad la escena y hablaban en voz baja.

Las primeras palabras de Luciana, pensando que estaba yo alojado en algún hotel, lo cual no habría sido prudente en mi situación, fueron para ofrecerme su casa. La tranquilicé y le comenté que mis intenciones eran salir de Marsella dentro de uno o dos días, lo cual entristeció un poco a mi amiga. Iba a invitarla a almorzar en algún restaurante, pero ella se había anticipado queriendo llevarme a comer a su casa. Eso me facilitaba el cumplimiento del encargo de Alberto para la entrega “a mi nombre” del dinero, que aun así tenía la duda de que Luciana lo aceptara; pero yendo a su casa me sería más fácil dejar éste en algún sitio del comedor, y poco más tarde allí sería encontrado.

Sonaban las 12 del día. Luciana dio algunas instrucciones a una de sus empleadas y le entregó las llaves del negocio para cerrar y abrir de nuevo el taller a las dos de la tarde. Le avisó que ella no vendría hasta el día siguiente debido a que yo, su primo, había llegado y que acababa de ser licenciado de un regimiento de tropa africana.

Salimos los dos; maniobré para que pasáramos frente al coche de Alberto y allí la detuve un momento para enseñarle unos retratos que traía en mi cartera, dando así a mí amigo el tiempo necesario para que viera de lejos a su examante, como eran sus deseos. Luciana no se había dado cuenta de nada, parecía estar feliz de haber vuelto a ver a un buen amigo, quien por estar ella sola le recordaba su vida y su amor pasados. Tomamos un carro de ruleteo y Luciana me dio la dirección de su casa. En el trayecto noté que mi amiga me observaba detenidamente; por fin, me dijo:

–Creía que cuando te viera te encontraría enflaquecido y desmejorado; todo lo contrario: estás más robusto y te has convertido en todo un hombre, estabas casi güero y te has vuelto casi moreno.

Enseguida me preguntó si estaba solo en Marsella y si había desembarcado en este puerto; le contesté que estaba solo, pero que venía de Italia. Luciana me turbó:

–¿Lo has visto? –me preguntó– ¿Como está y cuál es su vida?...

Conté la existencia familiar de Alberto, el porvenir que tenía en el Partido Fascista y sobre todo hice resaltar el profundo cambio que se había producido en su carácter y en su comportamiento; le dije que su examante me había confesado que todo se debía a ella, de quien conservaba el recuerdo de su abnegado amor, jurándome que nunca volvería a tener otro. Yo sabía que mentía en gran parte, pero lo hacía caritativamente, sabedor de que Luciana era una soñadora de buenos sentimientos y quería cuando menos dejarla con la ilusión de que el sacrificio de su amor no había sido en vano. Vi reflejar en su rostro la alegría que le producían mis palabras, en sus ojos brillaban las lágrimas, pero la notaba feliz y me sentía satisfecho; nos quedamos callados los dos, absortos cada uno con nuestros propios pensamientos. Después de un rato, poniendo su mano sobre mi brazo, con expresión de cariño no exento de lástima, mi acompañante me dijo:

–¿Y tú sufriste mucho por María? –y sin darme tiempo a contestar prosiguió–: ¿No es cierto que en la vida no se ama realmente más que una vez?

No quise disuadirla; sólo me sonreía, lo cual ella tomó como una afirmación a su dicho.

Habíamos llegado a su casa. Allí fui presentado a su madre, a quien sólo conocía de vista. Una señora de cabellos blancos, muy simpática, afable y atenta, que despertaba simpatía a primera vista. El parecido con su hija era tan singular que existía hasta en la voz y los ademanes. Luciana me presentó como un buen amigo suyo a quien desde hacía años no veía. Ignoraba yo si la señora sabía en realidad quién era, pero no demostró estar enterada de nada.

En ese hogar de dos mujeres solas no se notaba alegría pero sí un mutuo cariño entre madre e hija, y el espectáculo de ese cariño era enternecedor, más para un hombre que, como yo, unas horas antes había participado en una de esas orgías que envilecen y degradan todo sentimiento de dignidad humana.

Al terminar el almuerzo, Luciana fue a cambiarse de vestido y dijo alegremente que iba a ponerse elegante para salir conmigo. Su madre la siguió hasta la pieza contigua para ayudarla; yo aproveché el instante en que estaba solo para esconder debajo de mi servilleta el dinero que Alberto me había dado para Luciana. Me despedí de la simpática mamá.

Una vez en la calle, mi compañera me preguntó a dónde iba a llevarla, y antes de que pudiera pensar en un sitio apropiado, ella misma me propuso que fuéramos a un café restaurante musical de la playa, y me recordó que a ese lugar habíamos ido muchas veces en unión de Alberto y María.

En ese establecimiento, cuyas terrazas dan sobre el mar, pasamos el resto de la tarde, hablándome Luciana sin cesar del tiempo en que formábamos con Alberto y María un grupo inseparable. Sin duda, el recuerdo de aquella etapa de nuestras vidas producía en ella una dulce nostalgia al mismo tiempo que amargura y tristeza. Varias ocasiones quise inútilmente cambiar el tema de la conversación. Llegó la noche y allí cenamos; se veía a lo lejos la ciudad que se iluminaba y gozaba del espectáculo de ese panorama de mi ciudad natal; respiraba con fruición el aire que venía de alta mar y oía la dulce melodía de la orquesta de cuerda del establecimiento. Mi compañera se había quedado silenciosa y abstraída; comprendí lo que pasaba en el corazón de mi amiga, de cuyo rostro no podía apartar la vista, admirando, como podía haber hecho un pintor o un dibujante, la impecable armonía de su cara; experimentaba en ese momento la sensación de que me estaba contagiando con el sentimentalismo de Luciana. Mentalmente me burlé de mí mismo por ese corto instante de ensueño y decidí romper el patético silencio; pregunté a mi amiga –quien al oír mi voz pareció realmente como si saliera de un sueño– qué sabía ella sobre La Tía, la mujer que nos había vilmente delatado. Con un leve movimiento de contrariedad pronto reprimido, Luciana, con su voz dulce, contestó:

–Olvídate de eso; el destino se lo ha cobrado y ha sido cruel con ella; si la ves, te dará lástima.

Sonreí y le dije que ninguna lástima podría sentir por esa mujer.

–Te engañas a ti mismo –prosiguió–, bien te conozco y sé que no eres capaz de hacerle daño a esa infeliz en el estado en que se encuentra.

Luciana fue contándome que, poco después de mi arresto, La Tía había tenido un amante, una especie de gigoló, quien después de haberla despojado de todo lo que tenía, la dejó en la miseria y enferma de sífilis, y esa enfermedad le había afectado el cerebro: ahora La Tía, casi inconsciente, trabajaba por algunos francos como afanadora en un puesto de pescadería, en el mismo mercado donde en otros tiempos ella había sido dueña de un gran expendio de pescado.

Dudé un momento de los hechos que Luciana me relataba y pensé que podía haber improvisado esa narración para evitar que me comprometiera con una venganza. Ante la mirada escrutadora que le dirigía, ella comprendió mi duda y en tono de apacible reproche me preguntó, mirándome francamente a los ojos, si la creía capaz de engañarme. Apenas me disculpé y Luciana siguió contándome que después de su regreso de Italia, dos años atrás, un día se encontró con La Tía; ésta, aunque ya afectada mentalmente, conservaba bastante razón para comprender los reproches que Luciana le dirigía, y llorando había pedido que la perdonara, demostrando arrepentimiento, y en prueba de esto reveló que por celos a María había cometido tal canallada. Mi acompañante prosiguió diciéndome que el segundo abogado que me había defendido durante mi proceso, sin cobrar honorarios a mi familia y pretextando que lo hacía porque mi caso le interesaba, había sido pagado por La Tía. Quedé abrumado, hice unas cuantas preguntas más y, después de un momento de silencio, Luciana me preguntó qué pensaba hacer.

–Verla solamente –le contesté. La mano de mi amiga se tendió hacia mí al mismo tiempo que me decía:

–Temía que estos años pasados en presidio te hubieran cambiado, pero tienes los mismos buenos sentimientos que antes; te felicito de todo corazón.