35. Treinta meses
en el Servicio
de Inteligencia Fascista
Y el día de la boda intentó hacerlo; se puso una borrachera de pronóstico reservado que lo tuvo varios días encamado.
Volví a Caracas con mi esposa; al mes y medio tenía mi nacionalización con el nombre de Andrés Villier, nacido en Suiza.
Dos semanas después, Sandra y yo viajamos en un transatlántico italiano con destino a Génova, y cuando llegamos allí, alojados en un hotel cerca de la playa, pasé con mi joven esposa un mes tranquilo. Para esa fecha llegó mi madre, completando mi dicha, quien a los pocos días de haber llegado, forzada por sus ocupaciones, ya debía prepararse para volver a París; poca cosa me quedaba de los 20 mil bolívares, mi propósito era irme a Nápoles, localizar a Alberto, obtener la protección que me había ofrecido y encontrar un empleo trabajando en mi oficio. No sabía con certeza si encontraría a mi amigo, la efectividad de la protección que podía darme ni el tiempo que iba a durar sin empleo. Y por cuestión económica y bajo ese pretexto, hice que mi esposa fuera a París en compañía de mi madre.
Al otro día de que Sandra y mi madre se fueron, yo dejaba Génova para dirigirme en tren a Nápoles; solo gastaría menos y podría alojarme en un hotel económico e ir a un restaurante de cualquier clase, según mis recursos. Tenía buen equipaje y finos trajes, podría presentarme en cualquier lugar aparentando mucho mejor situación de la que en realidad tenía, ya que conocía el proverbio popular: “Como te vean vestido, te tratarán”.
Llegué a Nápoles y me hospedé en un hotel de segunda clase, reservando para más tarde bajar de categoría si no encontraba a mi amigo.
Fui a la casa de los padres de María, donde unos años antes había vivido un corto tiempo y que era la dirección a donde mandaba mis cartas desde el presidio. Allí me informaron que hacía aproximadamente dos años los padres de mi examante se habían mudado y no pude obtener ningún dato sobre su paradero. En eso me acordé de un primo de Alberto, dueño de una peluquería ubicada en la calle Oliva Manzini, en un viejo barrio populoso de Nápoles. Allí seguía el primo en su peluquería, pero no me reconoció enseguida por tener el cutis bronceado por el sol tropical y estar más desarrollado.
Al acordarse de mí, me dio un amistoso abrazo y dejó su negocio al cuidado de su empleado; me hizo pasar a su habitación, donde me contó que Alberto se había abierto paso en el Partido Fascista y tenía un puesto de cierta importancia. Vivía con su esposa legítima en la Vía Roma; igualmente fui informado de la dirección de los padres de María, pero sin que me dijera una sola palabra sobre ésta. La discreción del peluquero me convenía, y por mi parte no mencioné para nada a mi examante.
El primo de Alberto siempre me demostró simpatía e insistió en que me quedara a almorzar para después conducirme él mismo a un café, lugar de reunión de Alberto con sus amigos del partido. Fiándose de las apariencias, el peluquero, quien como muchos italianos veía al continente Americano como una “tierra de jauja”, no dejaba de preguntarme sobre las probabilidades de éxito que podía tener un peluquero en el nuevo continente. Su mujer y los niños, callados y atentos, escuchaban la conversación pero no parecían compartir el entusiasmo del jefe de la familia sobre la “tierra de promisión”.
A la mitad de la tarde, el peluquero llamado Giuseppe me condujo a un café céntrico; allí se encontraba ya Alberto, sentado frente a una gran mesa y en medio de un grupo de amigos, algunos de los cuales portaban camisas negras y uniformes de oficiales de la milicia fascista. Todos discutían apasionadamente. Giuseppe y yo fuimos a sentarnos a una pequeña mesa apartada, en espera de que Alberto se fijara en nosotros; desde el lugar en que estaba podía ver a mi amigo perorando, acompañando sus palabras exaltadas con gestos enérgicos; pronto me di cuenta de que esa forma de expresarse era la de casi todos los del grupo, probablemente imitando a Mussolini. Ese modo de discutir de Alberto me era desconocido y sonreía al ver la facilidad que tenía para adaptarse al ambiente en que se desenvolvía. Físicamente mi amigo no había cambiado gran cosa, sino más bien había mejorado; sólo lo noté un poco más gordo y con su principio de calvicie en ambos lados de la frente.
Nápoles no parecía la misma ciudad. Desde que el régimen fascista tenía el poder, ya no era el Nápoles típico de las serenatas y de los camorristas; el dolce far niente había pasado a la historia y la ciudad había cambiado su aspecto pintoresco por una vida activa de trabajo y de progreso. Los campos de los alrededores estaban en pleno cultivo, hasta donde lo permitía la tierra bastante árida de la campiña napolitana.
A los pocos momentos de estar en el café, durante los cuales hice yo las reflexiones anteriores, Alberto vio a su primo, dejó su sitio y vino hacia nosotros. Sólo después de haber saludado a Giuseppe se fijó en mí y al reconocerme no pudo reprimir una exclamación de sincera alegría, lo cual me hizo pensar que, a pesar de sus muchos defectos, ese hombre sentía por mí el afecto de un hermano mayor; y con un espontáneo abrazo que estuvo a punto de voltear la pequeña mesa en la cual me encontraba, me dio una fraternal bienvenida. Enseguida se despidió de sus amigos y en su auto me llevó primero a donde me alojaba; cargué con mis maletas y me condujo a su casa, en cuyo segundo piso ocupaba un elegante departamento.
La esposa de mi amigo me recibió con la misma gentileza y afabilidad de la vez que me conoció. Alberto tenía dos niños más que lo hacían padre de tres hijos y una hija. Su hogar demostraba bienestar, unión y felicidad. Tenía para su servicio una cocinera y una recamarera. Las diversas piezas de su alojamiento estaban confortablemente amuebladas. Me fue asignada una de las más amplias y mejor situadas recámaras; se veía que mi amigo procuraba por todos los medios posibles complacerme. Ese caluroso recibimiento hizo renacer en mí el afecto que sentía por él desde hacía años. Durante la cena, en un ambiente tranquilo y familiar, Alberto, con sus hijos mayores a su lado, a quienes como un excelente padre prodigaba cariñosos consejos e indulgentes reprimendas, se reía con su mujer de las travesuras de los chicos. No me parecía el mismo hombre que recordaba lejos de su hogar y al lado de su amante, en las noches de juerga y borracheras, planeando actos delictuosos con la mentalidad de un aventurero nato dispuesto a todo por conseguir el dinero necesario que exigía su existencia depravada. Veía a mi amigo tan distinto que me sentía dichoso con la idea de lo fácil que iba a ser mi regeneración con su ejemplo.
Terminada la cena y habiéndome quedado solo con Alberto, éste quiso que le contara mi vida desde el día de mi arresto en Marsella, cuatro años antes. Al relatar los incidentes de mi vida podía leer en el semblante de mi amigo los diversos sentimientos que mis palabras despertaban en él. Cuando narré a Alberto los sufrimientos pasados y la muerte de nuestro amigo Emilio B., pude juzgar sus nobles sentimientos, los cuales revelaban lástima y tristeza, pero cuando empecé a contarle lo de la estafa y la falsificación, el aspecto de mi amigo cambió del todo, como si mi relato despertara sus malos instintos; tenía de nuevo frente a mí el aventurero, al delincuente de otros tiempos, lo cual me desconcertaba, pues no llegaba a comprender tan repentino cambio en la moral de un hombre; en ese momento me di cuenta de que Alberto era capaz, lo mismo que antes, de una buena acción como de una mala. Con una doble mentalidad perfectamente definida. Yo, que sinceramente pensaba en regenerarme y rehacer mi vida, sentí una amarga decepción e invocaba espiritualmente a la providencia para que ninguna inoportuna ocasión se presentara ante mi amigo que lo desviara del buen camino que seguía, por su bien, el de su familia y por el mío propio. Pasaban de las tres de la mañana cuando terminamos de hablar, y al momento de separarnos fue cuando Alberto, poniéndome una mano sobre el hombro, me preguntó si su primo me había hablado de María; ante mi negativa, pareció extrañarse de que siendo así no le pidiera noticias de ella, a lo cual contesté que no tenía derecho a preguntar por su hermana por la sencilla razón de que estaba casado. Alberto se quedó un instante sorprendido y después alegremente me dijo:
–Es lo mejor que podía haber sucedido, te felicito.
No añadió más. Nos separamos con un apretón de manos, dejando para el día siguiente tratar acerca de mis proyectos para el futuro.
Desde ese día me quedé viviendo en casa de mi amigo, y cuando le expuse mis intenciones de trabajar en mi oficio, riéndose me dijo que tenía algo mejor para mí y que a la vez me serviría para protegerme en Italia. Alberto, sirviéndose de sus relaciones, había obtenido para mí las recomendaciones de varios influyentes amigos suyos, lo que hizo que entrara en la oficina local PB del Partido Fascista.
Trabajaba en el laboratorio dependiente de esa sección dedicándome a efectuar reproducciones fotográficas de documentos, grabados de sellos para visado, planchas para impresiones de tarjetas de identificación y la imitación de las mismas que pertenecían a los partidos contrarios al fascista.
Además de esa ocupación, entré como socio de mi amigo y de un señor de edad, que era el socio capitalista, en un negocio de compraventa de alhajas y piedras preciosas. Las circunstancias de la vida de ese tiempo parecían serme favorables, lo cual me hacía sentir optimista. Pronto pensé en hacer venir a mi lado a mi esposa, con quien estaba en continua correspondencia.
Durante el tempo que tenía en Nápoles no había visto a mi examante; sabía que estaba casada con un rico industrial, hombre de edad y mayor que ella unos 28 años; ese señor la adoraba, accedía a todos sus caprichos y le daba una existencia de lujo y diversiones sociales. Una noche que en compañía de Alberto y su esposa fui a una fiesta de beneficencia del Partido Fascista, volví a ver a María; estaba ataviada con un vestido de soiré de terciopelo negro, muy escotado, y llevaba joyas de valor. Ya no era sencillamente una bonita muchacha algo vulgar, sino que se había convertido en una espléndida y elegante mujer, lo cual hacía resaltar su belleza. Al verla quedé admirado. Sin embargo, ya no era yo el muchacho de 17 años alocado, sentimental y sin experiencia; ahora sabía por triste aprendizaje que una bonita mujer no era todo en la vida de un hombre, sino que, al contrario, a veces representaba complicaciones en la existencia. Mi examante iba del brazo de su esposo, un señor de cabellos entrecanos en las sienes, de finas facciones y porte distinguido. Al verlo, mis sentimientos hacia él fueron más de lástima que de envidia, ya que no conocía cuantas espinas tenía la rosa que llevaba prendida en su brazo.