34. Matrimonio por
un pasaporte

Recordé que dos o tres días antes, en uno mis paseos sin rumbo por la ciudad de Caracas, había comprado en una pequeña mercería unos pañuelos. La señora que me despachó y con quien hablé un momento, me contó que era dueña del negocio desde el fallecimiento de su esposo, un señor de posición económica desahogada y que la adoraba, pero por causa de su muerte repentina no hizo testamento; ella fue despojada por los familiares del difunto, de la herencia que por derecho le pertenecía. Por esa razón, después de haber llevado una existencia cómoda, se vio obligada a vivir de ese pequeño negocio. Dicho esto, la viuda derramó unas lágrimas y, con el debido cuidado para no despintar el cosmético de las pestañas, sirviéndose de la punta de su pañuelo secó sus ojos, que eran muy bonitos. Era baja de estatura pero de cuerpo bien formado y regordeta; su tez era blanca y vestía de luto; muy cuidadosa de su persona, discretamente pintado el rostro; podía tener unos 32 años, aunque decía tener 27.

A pesar de citar muchas cualidades del difunto, esta señora no parecía muy apesadumbrada, pues sonreía constantemente enseñando su blanca dentadura. Al mismo tiempo me decía que a pesar de haber pasado tres años desde la muerte de su esposo, no dejaría el luto hasta el día que su corazón amara otra vez; éste consistía en un bien cortado vestido de seda negra. Ese día no le di importancia a esa conversación pues escuché durante media hora la charla de la viuda sólo para matar el tiempo; pero ahora la recordaba al detalle y mi deducción fue que podía tener éxito con ella, ya que era viuda y libre; esto en mi opinión acortaba el noviazgo. Además, por esa razón, su vida seguiría sin cambio ni perjuicio serio si alguna circunstancia de mi vida azarosa me separara de ella.

Al tomar mi resolución, a la mañana siguiente fui directamente a la pequeña mercería; di un rápido vistazo desde afuera para asegurarme de que la dama estaba sola y entré en la pequeña tienda. Ya allí me puse a escoger unas corbatas, pero ninguna me gustó; renegué por dentro del mal gusto que tenía la viudita para proveer su negocio de ese adorno masculino. Busqué la conversación, la cual vino con la mayor facilidad, y la señora se lanzó de nuevo a las descripciones de los méritos, bondades y grandeza de alma del difunto, sin olvidarse de su situación pecuniaria ni de los valiosos regalos con que era obsequiada a menudo. Emitió en un suspiro el deseo de encontrar otro hombre con las cualidades del desaparecido y añadió rápidamente:

–Esto será más tarde, porque todavía tengo muy presente el recuerdo de mi inolvidable esposo.

La sonrisa discreta pero alentadora que acompañaba esa aseveración desmentía sus palabras; saqué con ostentación mi cartera repleta de billetes grandes, como que llevaba encima una parte de los 16 mil bolívares que me quedaban, lo cual era mucho dinero para un hombre que iba a comprar unas corbatas. La viuda dirigió una discreta mirada al contenido de mi cartera y la conversación de mi interlocutora se hizo más amable. En ese momento entraron clientes y, juzgando que era bastante para el primer día y además por ser ya la hora del aperitivo, me fui acompañado de un gentil “hasta mañana” de la viuda.

Volví al día siguiente a comprar una camisa que había encargado la víspera. Francamente, esa señora tenía un gusto deplorable: tanto por los colores como por el corte, las camisas se pasaban de feas; pero a la pregunta que me hizo la viuda sobre si me gustaban, con una sonrisa muy forzada afirmé:

–Estoy encantado.

A ese elogio mío, ella me aseveró que su esposo siempre le encargaba comprar sus camisas, lo cual me dio mala opinión del difunto. En nuestra conversación de ese día, al cambiar el tema acostumbrado sobre el desaparecido, tuve que contestar a las muchas preguntas sobre mi persona y mi edad, a la que añadí unos años más para emparejarlos con los supuestos 27 de la viuda; mi nombre: Andrés Villier; profesión: ingeniero. Le dije que me encantaba Venezuela y pensaba, a la vuelta de un viaje urgente que debía hacer a Europa, volver para establecerme definitivamente en ese país, del cual quería hacerme súbdito mediante la naturalización; la viuda parecía fascinada y comprendí que el momento era propicio para declarar mis sentimientos.

Todos los días, al leer los periódicos, temía ver aparecer en ellos algo sobre la falsificación. Eso me tenía intranquilo y con el más urgente deseo de salir del país. No tenía tiempo que perder, por lo cual, después de un corto discurso hecho a la viuda, argumentándole sobre la seriedad de mis intenciones la invité a cenar. Se hizo del rogar justamente el tiempo necesario para no aparentar acceder a la primera súplica; por fin, aceptó acompañarme, pero no a cenar, sino únicamente a tomar unos helados e ir a un cine, recalcándome que era la primera vez que hacía tal cosa desde la muerte de su esposo. Horas después, a la mitad de la tarde, yo esperaba en un jardín público la llegada de mi invitada, quien llegó con sólo 10 minutos de retraso, lo cual era lo correcto. Estaba muy bien arreglada, alegre y cariñosa. Yo la colmé de respetuosas atenciones, portándome como un perfecto gentleman, y con el corazón lleno de felicidad, pensando en el pasaporte. De los helados fuimos al cine; de allí, olvidándose de su negativa, nos fuimos a cenar; después hicimos un largo paseo en auto. Ya en la noche, cuando volví a mi habitación, podía considerarme el novio oficial de la viuda, quien se llamaba Amparo. El nombre me gustaba por ser un término tan piadoso y tan simbólico en la situación en que me encontraba yo ante la ley, y porque sin documentación que me amparara no podría salir del país.

Pasaron los días y a diario, antes del cierre de su negocio, iba puntualmente en busca de la viuda para llevarla a divertirse sanamente, o pasaba la velada en su casa, donde vivía en compañía de una señora ya entrada en años, pariente lejana suya encargada del quehacer de la casa. Mi oferta de matrimonio había sido aceptada, explicando a mi futura esposa que nuestro enlace tenía que efectuarse pronto por la razón de mi próximo viaje inaplazable a Europa, que al mismo tiempo nos serviría de viaje de bodas. Mi novia cedió a todo con entusiasmo.

Ya seguro por este lado, mantenía mi amistad con el tío del estudiante, pues iba a menudo a esperarlo a la salida de su oficina. Al notar que ese señor tenía inclinación por la bebida, cada vez que lo veía lo invitaba a tomar unas copas, lo cual no impedía que fuera igualmente a visitarlo a su casa y llevarle regalos para los niños, circunstancia que contribuía mucho a que se me considerara como un gran amigo.

Así pasaron los primeros 15 días de mi noviazgo; durante todo ese tiempo mi principal preocupación consistía en evitar al estudiante con el mismo afán que él ponía por encontrarme. Al segundo domingo de conocer a mi futura esposa, pasé el día completo en su compañía; alquilé un auto que yo mismo manejaba y la llevé de paseo al mismo lugar donde semanas antes había estado con la familia del estudiante. En ese lugar campestre traté con Amparo los últimos detalles de nuestra boda, que debía efectuarse el próximo domingo. Ya entrada la noche, en el trayecto de vuelta a Caracas, mi acompañante, quien disimulaba su dicha poniéndose sentimental quizá por culpa de las copas que tomó por mi insistencia en la cena, iba muy pegada a mí y me tenía abrazado; en un momento de más expansión fui a dar contra unos árboles de la carretera y se le cayó una salpicadera al coche, lo que me reportaba un gasto de ciento 20 bolívares por la compostura, además de una contusión que me hice en la frente, pero todo eso no me impedía ser feliz.

Al día siguiente compré una sortija de 700 bolívares y encargué dos sortijas matrimoniales. Llegué a casa de mi novia con la alhaja y un fragante ramo de rosas, pues quería hacer bien las cosas para nuestro casamiento. Ella debía encontrar dos testigos; yo tenía los míos: el dueño de la pensión donde me alojaba y un extranjero de nacionalidad indefinida, patrón de un bar donde acostumbraba ir a tomar la copa; pero tres días después, Amparo aún no encontraba sus testigos, saliéndome cada vez con evasivas. Además, la notaba preocupada y se turbaba cuando yo insistía sobre los preparativos de nuestro matrimonio.

A los cinco días estaba francamente alarmado; comprendía que algo malo existía en el asunto, pero no podía definir qué cosa era. Amparito me demostraba más cariño y afecto que nunca; sin embargo, notaba en ella cierta resistencia al himeneo y, por lo tanto, tenía que aclarar el misterio, rogándole la noche del quinto día que me explicara su actitud. Después de un instante de vacilación, muy contrita me dijo que me había mentido, pero que eso no iba a cambiar en nada nuestras relaciones y nuestro mutuo cariño, pues nuestro amor seguiría incólume. Yo ardía de impaciencia; no obstante, Amparo prosiguió diciéndome:

–Yo tengo confianza en ti y he podido darme cuenta de tus buenas intenciones y nobles sentimientos; en una palabra, ya sé que eres un perfecto caballero.

Le di las gracias a pesar de que todo eso no me sacaba de dudas y el pequeño discurso no me anunciaba nada bueno. Sentada a mi lado, sobre el sofá, mi novia me pasó cariñosamente un brazo sobre los hombros y bastante avergonzada me reveló que no era viuda, sino únicamente separada de su esposo, lo cual me dejó atontado, y mientras recuperaba mis ideas, ella siguió hablando para contarme que su marido le daba muy mal trato, haciéndome todo un relato sobre los malos instintos, las vejaciones, los golpes, el despojo de una pequeña propiedad que ella había heredado de sus padres y un sinfín de actos viles y ruines, según su impresión. Yo, sin fijarme mucho en lo que me contaba sobre sus desavenencias conyugales, interrumpiéndola le dije que me apenaba su infortunio, cosa que en realidad sentía en grado superlativo, añadiendo con vehemencia:

–No te preocupes, mi vida; tengo el remedio y te voy a librar para siempre de ese infame individuo: desde mañana voy a llevarte con un licenciado para promover tu divorcio, y obteniendo éste, nos casaremos; ni una palabra más.

–Sí –me contestó con lágrimas–, pero esto no puede ser, querido, pues aquí en Venezuela no existe ley de divorcio.

Ahogué unas malas palabras que estaba a punto de soltar, pero al ver derrumbados mis planes no puede reprimirme y reproché amargamente a Amparo no haberme dicho antes la verdad en vez de hablarme de las cualidades de su difunto marido, quien ni era difunto ni tenía buenas cualidades, y le dije que todo esto representaba muchas mentiras que un hombre recto, como yo, no podía admitir; además, si no estaba viuda, ¿por qué rayos se vestía de luto?

Me dijo que estando ella algo gorda, lo negro la hacía ver más delgada y al mismo tiempo le daba más blancura a su tez.

No quise escuchar más: tomé mi sombrero y salí a la calle.

Al llegar a mi habitación fui calmándome. Vi la triste realidad de mi fracaso, el cual, además, costaba más de mil 500 bolívares, la pérdida de tres semanas haciendo el ridículo papel de un loco de amor, más un horrible surtido de corbatas, camisas, calcetines y pañuelos de chillones colores que sólo me servirían como amargo recuerdo.

Al día siguiente hice mis maletas, alquilé un auto y me fui a la Guaira; quería ver si en ese puerto encontraba un modo de embarcarme de contrabando sin documentos, cosa que podía intentar de acuerdo con algunos marineros de un transatlántico francés o italiano; pero mi situación de prófugo, en caso de ser descubierto, eso podría traerme consecuencias muy graves. Al considerar el proyecto muy arriesgado, regresé a los pocos días a Caracas; me alojé en otra pensión ubicada lejos del negocio de mi exnovia, pero frecuentaba la casa del señor José R., tío del estudiante. Mi plan estaba ahora enfocado a intentar el cohecho para conseguir el pasaporte, pero vacilaba un poco en descubrirme, aunque mi viaje a Europa se había vuelto para mí una verdadera obsesión.

Sentado delante de una mesa, en la terraza de un café, veía distraídamente a los transeúntes mientras tomaba un aperitivo cuando pasó frente a mí un grupo de personas, entre ellas una joven que al verme me saludó con una discreta inclinación de cabeza. En ese momento reconocí a la señorita Sandra R., a quien una noche de fiesta conocí en su pueblo y me había simpatizado. Me levanté y fui rápidamente a saludarla; ella, a su vez, me presentó con las personas que la acompañaban: una tía, una hermana, el novio de ésta y su hermano mayor. Invité al grupo a tomar unos refrescos. Aceptada mi invitación, durante la plática me enteré de que la familia de Sandra poseía una casa en Caracas en la cual se alojaban cuando pasaban una temporada.

Al despedirse de mí, me convidaron a visitarlos, lo cual hice desde el día siguiente, renovando mis visitas, y pronto fui un asiduo de la casa.

Había tomado la resolución de casarme y volver a Europa para llevar una existencia honrada con la persona que iba a ser mi esposa. Llegué a creer que la providencia la puso sobre mi camino para facilitar mi regeneración y gradualmente acallé mi conciencia; mis intenciones eran buenas, tenía la firme resolución de hacerla feliz. Me declaré a Sandra y fui aceptado por ella y su familia.

Dos meses después me casé con ella allá en su pueblo. No quise recibir la dote que le correspondía y deje íntegros sus bienes bajo la administración de su hermano mayor, quien de hecho seguía siendo su tutor, como antes del casamiento. En mi boda se encontraban, entre los invitados, la familia del estudiante y éste mismo, quien antes y después de la ceremonia no desperdiciaba la oportunidad de repetirme:

–¡Casarte a los dos meses de noviazgo…! ¡Pero hombre!, ¿a quién se le ocurre eso? ¡Qué bárbaro! Aquí eso dura años. Ya había notado que eras un tipo que hacía cosas raras, pero nunca pensé que llegarías a tanto. Yo antes de cometer una tarugada de ésas prefiero suicidarme…