33. Una solución inesperada

Sin más averiguaciones, hice ensillar el caballo que me prestó el general; me despedí en los mejores términos de ese señor y de su esposa, a quienes encargué con insistencia mi viejo caballo que había sido compañero de mis andanzas en esa lejana tierra, y me fui impaciente de ese lugar que ya no consideraba seguro, seguido por el peón que don Paulino mandó a que me acompañara hasta Ciudad Bolívar.

Llegué a esa ciudad; tres días después, di una buena gratificación al peón y una carta de despedida para sus patrones. Pase dos días más en la ciudad y desde allí escribí una carta a don Ramón diciéndole adiós y enviándole, además, un giro de mil bolívares; pensé en la alegría que tal suma iba a producir a los miembros de la “tribu”. Compré algunas prendas de vestir, maletas, dos trajes de tela caqui, botas amarillas y un casco de corcho, que me daban el aspecto de uno de los tantos ingenieros agrónomos extranjeros que viajaban por el interior de Venezuela en busca de minas, o trabajaban en ellas como técnicos. Contraté un chofer con su auto y emprendí el viaje a Caracas, alojándome durante el trayecto en los mejores hoteles, fondas o posadas que a mi paso encontraba.

La estación de lluvias había empezado y eso retrasó la marcha, a tal grado que al llegar a una pequeña ciudad, a un día de Caracas, tuvimos que hacer alto para esperar a que bajara el agua del arroyo y a que fuera reparado el puente que lo atravesaba, para poder seguir adelante.

En la posada en que me encontraba hospedado se alojaban tres huéspedes más, quienes, como yo, esperaban el momento de poder reanudar el viaje en su auto. Uno era alemán representante de una casa farmacéutica de su país; otro era un gordo hacendado, y el último, un estudiante que volvía a la escuela después de unas vacaciones. Éste era un buen muchacho, pero intranquilo, bullicioso y más “pesado que una aplanadora”. Por ser yo un poco mayor que él, me escogió entre los demás huéspedes para su amigo. Entraba y salía de mi cuarto como si fuera el suyo, se acostaba en mi hamaca, fumaba mis cigarrillos, inventariaba el contenido de mis maletas, todo eso con la más natural tranquilidad. La tarde del segundo día de habernos conocido, fijándose en que me preparaba a dormir la siesta, después de peinarse con mi peine y echarse mi impermeable sobre los hombros, dio un empellón a mi hamaca ocasionándome un fuerte balanceo, y salió de la fonda silbando.

Al anochecer hizo irrupción en mi habitación gritando:

–Viejo, esta noche sí que nos vamos a divertir de lo lindo; una familia amiga de la mía ofrece hoy una fiesta a todo dar; habrá cervezas, licores, música, baile y un surtido de muchachas que te vas a quedar bizco; ya he dicho que te iba a llevar y estás convidado, así es que vístete con tu traje blanco y vámonos.

Yo sentía poca disposición para presentarme en una fiesta en compañía del alocado estudiante, a quien juzgaba capaz de cometer cualquier desatino en sociedad exponiéndome yo mismo a llevar un chasco, pero fue imposible negarme pues el estudiante ya había sacado de mi maleta el traje que debía ponerme y me amenazaba con no dejarme tranquilo hasta que fuera con él.

Al llegar al lugar de la fiesta, contrario a lo que me esperaba, mi compañero fue recibido con cariñosas atenciones, y no me mintió al anunciarme que en la casa estaban reunidas personas de las mejores familias de la localidad. Al poco tiempo estaba yo bailando y divirtiéndome como lo había hecho mucho tiempo atrás. Entre las señoritas con quienes bailé, una me atraía porque además de ser bonita tenía modales serios y reservados, y al mismo tiempo era de un agradable trato y al parecer simpatizaba conmigo. Nos pusimos a charlar y me enteré de que era huérfana y se llamaba Sandra R., tenía 18 años y residía con su hermana mayor. Era propietaria de bienes que administraba un hermano suyo por ser su tutor. Esa muchacha honrada, sencilla y apacible era tan diferente a las mujeres que había tratado hasta la fecha, que no podía dejar de pensar que teniéndola como esposa sería más fácil para un hombre como yo regenerarse, pero nunca tenía la firme resolución de enmendarme; ello no me quitaba que siguiera siendo un delincuente y un prófugo, por lo que mi conciencia se negaba a engañar a esa muchacha buena y confiada; además, dentro de unos días seguiría mi camino para volver a esa población y sólo por unas horas quise olvidar en esa fiesta familiar, de gente honrada y al lado de esa muchacha, lo que yo realmente era y los riesgos de mi vida azarosa e incierta.

El tiempo transcurrió rápidamente y llegó la hora en que Sandra tuvo que retirarse con su familia, en unión de su hermana y el esposo de ésta, yo los fui a dejar en el auto hasta la puerta de su casa. Me despedí amistosamente y quedé convidado para visitarla al otro día.

Volví a la fiesta, que ya no tenía mucho atractivo para mí; busqué al estudiante, que se encontraba medio beodo conversando con un grupo de muchachas y jóvenes que se divertían de sus excentricidades y payasadas. Quise llevarlo a la posada, pero no lo logré pues con la terquedad propia de los borrachos se negó a seguirme. Además pretendió caminar sobre las manos para demostrar que no estaba tomado y en uno de sus ensayos dio con la cara al suelo. Por fin, en una de las otras pruebas, dando una maroma completa, fue a dar con los pies en los riñones de un convidado que estaba en ese momento presentando sus homenajes a una dama. Comprendí que era tiempo de llevármelo; lo eché en el auto a como dio lugar y lo dejé en su cuarto tirado y vestido en la cama.

Me fui a mi pieza. No podía conciliar el sueño. Pensaba en María; recordaba sus modales desenvueltos, sus risas, palabras y gestos atrevidos. Precisamente lo que años atrás me hacía querer a esa mujer por encima de todo, y ahora el destino había puesto sobre mi camino a otra mujer que era el viviente contraste de ella; yo que en los más duros momentos pasados en el presidio nunca, ni en mi pensamiento, reprochaba a esa mujer los sufrimientos que pasaba, soportando mi desgracia con valor y luchando para recobrar la libertad con el anhelo de volver a verla, ahora unas cuantas horas habían bastado para cambiar mis sentimientos al grado de sentir un poco de rencor al acordarme del día en que por complacer a mi amante había desertado, acto que hacía de mí lo que era en el presente.

Al día siguiente, en vista de que el mal estado del camino no me permitía todavía proseguir mi viaje, no pude resistir el deseo de aprovechar la invitación que me fue hecha la víspera y me presenté en casa de la hermana de Sandra; pasé la tarde ahí en compañía de la muchacha y de algunas amigas suyas, quienes por la conversación se enteraron de que iba a la capital, haciéndome entonces varios encargos de artículos de tocador que escaseaban en el pueblo, así como productos farmacéuticos, y me dieron cartas para amigos o familiares. Pasé una tarde agradable y por la noche, de vuelta a la posada, mientras cenaba me puse a leer la lista de los “encarguitos”. En eso entró el estudiante, quien leyendo por encima de mi hombro exclamó:

–Ah caray, ya te amolaste hermano, y es mi culpa; debí haberte prevenido que nunca hay que ir de visita la víspera de salir de viaje para Caracas. Te encargaron una barbaridad de chismes que cuestan un ojo de la cara. Como quiero seguir cultivando tu amistad, porque me he dado cuenta de que eres un buen cuate, al llegar a Caracas voy a tener que educarte, si no, allá te arruinan.

Al día siguiente nos anunciaron que el camino era transitable, y partimos; la tarde del otro día, al llegar a Caracas, me hospedé en una pensión de familia de buena categoría, el estudiante fue a casa de un tío suyo. Después de haber cumplido con los encargos, lo cual me tomó varios días, empecé a preocuparme por conseguir un pasaporte y salir del país, lo que se presentaba difícil por no conocer a nadie en la ciudad. Mi esperanza estaba en que mi amigo Alberto, desde Italia, me mandara lo necesario; a mi paso por Ciudad Bolívar había encontrado cartas de mis padres, pero las cartas dirigidas por mí a Italia eran devueltas con una anotación que decía: “Destinatario, cambió de domicilio”.

Pronto terminé de visitar la ciudad, pasando el tiempo en los cafés y cines.

El primer domingo que pasé en Caracas, estando todavía acostado, penetró como una tromba en mi habitación el estudiante, quien por ser interno tenía ese sólo día libre; me presentó a dos amigos suyos, estudiantes como él, con quienes me pasé la mañana vagando por la ciudad.

Al mediodía, después de que el estudiante se despidió de sus dos amigos, me invitó a almorzar en casa de su tío; quise negarme, pero ante su terquedad tuve que seguirlo. Compré pasteles y vinos y nos encaminamos a la casa del pariente, quien me presentó a sus familiares; era un matrimonio de empleados con cinco hijos, el mayor de entre 12 y 14 años, fui cordialmente recibido. Durante la comida me enteré de que el tío de mi amigo era empleado del gobierno al servicio de la alcaldía; luego me vino la idea de que aquí podría presentarse la oportunidad de conseguir un pasaporte e hice llegar la conversación sobre ese punto. Supe que en la alcaldía sólo se expedían pasaportes para súbditos venezolanos o naturalizados como tales. Respecto a esto último, mi interlocutor me aconsejó que si tenía que residir en el país me convenía nacionalizarme para obtener más facilidades en cualquier empresa o negocio que quisiera emprender.

Al preguntarme cuánto tiempo tenía de residir en el país, sin pensarlo mucho contesté:

–Dieciocho meses.

Entonces me dijo que necesitaba cinco años o ser casado con una mujer venezolana, y en este último caso cualquier tiempo era válido, pues él se encargaría del asunto acortando las formalidades e investigaciones, que normalmente exigían de seis a ocho meses, a uno o dos meses; pero a los diferentes empleados encargados de tramitar el asunto había que darles una gratificación; mi rápida naturalización me costaría de 800 a mil bolívares.

De todos modos comprendí que con ese empleado público tenía probabilidad de conseguir lo que deseaba. Mi propósito fue granjeármelo y al terminar el almuerzo lo invité, en unión de su familia, a un paseo campestre por las afueras de Caracas. Ese señor, quien parecía vivir de un modesto sueldo, aceptó con gusto mi oferta, al igual que su señora y los niños, pero no fue del agrado del estudiante, y cuando los dos nos encontramos en la calle, adonde íbamos en busca de un auto de alquiler, malhumorado estalló:

–Tú sí que ni la amuelas, pero qué idea la tuya de ir a cargar con mi tío y toda su descendencia. ¿Qué chiste tiene eso?... Yo pensaba llevarte a casa de unas mujeres bonitas, donde nos hubiéramos divertido a nuestro gusto.

Le contesté que, por ignorar su proyecto, quise complacer a su tío y por consiguiente a él mismo.

–Pues te has equivocado –me contestó–, y si quieres complacerme, olvídate de mi tío y vamos a donde te digo.

Pero viendo que no accedí, añadió:

–Diviértanse, pero yo no voy, nos veremos en la noche.

Mi invitado, su familia y yo, completamente apretados en el auto, fuimos al lugar escogido para el paseo. Era realmente un sitio hermoso, rodeado de altos árboles y de temperatura ideal; se respiraba allí aire puro y fresco; además, había un elegante restaurante, donde pasamos el resto de la tarde y en la noche ahí cenamos. Volvimos bastante tarde a la ciudad; había yo conseguido mi propósito, pues dejaba al matrimonio un excelente concepto de mi persona; ya me consideraban como un amigo de la familia, invitándome con insistencia a que fuera a visitarlos a menudo.

Al llegar a mi pensión supe que el estudiante y dos amigos suyos vinieron varias ocasiones a esperarme, pero en vista de mi tardanza se habían ido. Tranquilo por ese lado, me acosté pensando en la forma de conseguir el pasaporte. En conclusión, no tenía más que un sólo medio: casarme.