32. Otra vez en el mal camino
El general, pálido de coraje, juraba y perjuraba que iba a matar al estafador. Cuando recobró un poco la calma, me felicitó diciéndome que era yo un hombre inteligente y un leal amigo, aunque en mi conciencia juzgaba yo ser merecedor sólo de la mitad de los elogios, porque en todo eso actué en parte en provecho de don Pablo, pero también por mi propia conveniencia, y si “el tiro me salió por la culata” no había sido precisamente por inteligente.
El general habló de mí al coronel en excelentes términos, y pasé un par de días más en casa del dicho militar.
En compañía del general, volví al pueblo bastante avergonzado de mi fracaso ocurrido después de tanta fanfarronada de mi parte, pero don Pablo sólo me demostró afecto y agradecimiento, diciéndome, muy satisfecho, que gracias a mí pudo recupera la mayor parte de su dinero, y además, al descubrir la estafa yo había evitado más perdidas a sus amigos, y sólo deploraba el trance en que me había encontrado en Ciudad Bolívar. Seguía enfermo pero se notaba reconfortado por no encontrarse en el grado de miseria de unos días antes.
La misma noche de mi llegada tuve que presentarme en la hacienda de don Hermelindo; allí estaban reunidas todas las víctimas del famoso “invento de la transformación”, quienes me pidieron que les explicara la trama de la estafa, a lo cual yo accedí dándoles todos los detalles que durante el trayecto a Ciudad Bolívar el mismo estafador me describió; en parte, por no tener ya razones para ocultarlos, pero principalmente estimulado por el espíritu que anima a ciertos individuos a enorgullecerse de actos que, aunque reprobables, ellos los juzgan hábiles, valerosos e inteligentes.
Don Hermelindo y socios estaban desconcertados. Sobre una mesa se encontraban reunidos el último frasco de orol y los diversos recipientes que contenían el polvo de bronce, que los presentes no dejaban de mirar, tomar en sus manos, agitarlos y volver a su lugar con caras contristadas, al mismo tiempo que recapacitaban sobre el monto del robo que habían sufrido. Sin embargo, notaba que el sentimiento que predominaba en ellos no era tanto el disgusto por la pérdida del dinero, sino la tristeza de ver desvanecerse el sueño de una fortuna que desde hacía 18 meses estaba deslumbrando su imaginación. Sólo en el espíritu del general prevalecía el deseo de tomar venganza. Cuando me retiré de la hacienda, el general me fue acompañando un tramo del camino, aprovechando la oportunidad para insistirme en la proposición que me había hecho antes, y quedamos de vernos al día siguiente para darle una respuesta al respecto.
De vuelta al lado de don Pablo, supe que éste no pudo asistir a la reunión por estar enfermo, pero adivinaba que el principal motivo de su ausencia era la pena que sentía hacia sus amigos, juzgándose un desleal por su conducta con ellos.
Don Pablo insistía en que volviéramos los dos a Ciudad Bolívar, que allí pondríamos un negocio y nos repartiríamos las ganancias; me aconsejó que podría entonces hacer venir a don Ramón y a su familia, añadiendo el viejo corso con alegría:
–Te casas con la hija de ese señor, formamos una familia y ya no estaremos solos. Piénsalo bien, muchacho, y verás que es lo mejor. No contesté; salí a la terraza y ahí, paseándome en un continuo ir y venir, en la tranquilidad de la noche, pensaba en los dos caminos que parecían abrirse frente a mí. Por un lado, la proposición de don Pablo, la cual representaba muchos años de vida tras de un mostrador, quizá para siempre, lejos de mis padres, teniendo que renunciar a la mujer que quería. El ejemplo de la existencia infeliz vivida durante 27 años por el viejo francés, quien estaba a pocos metros de mí, enfermo en su hamaca, no era alentador, y a la sola idea me sentía invadido por una gran decepción; por otro lado estaba el vehemente deseo de volver al lado de los míos, la nostalgia por Europa y tantas cosas más que me atraían a mi patria. Poco a poco fui inclinándome por la proposición del general. Entré en la casa y fui a acostarme. Mi resolución estaba tomada. Pensé que, como una fatalidad, cuando el hombre ha entrado en un camino, es muy difícil que pueda salir de él... ¿Circunstancia?... ¿Destino?... ¿Mentalidad? ¡Quién sabe!
Al otro día, sin falta, llegó el general, quien desde que perdió la esperanza de hacer oro, estaba más obsesionado que nunca por hacer billetes, por lo cual se alegró al saber que aceptaba su proposición y que sólo quería esperar el restablecimiento de don Pablo para dejarlo. Además, no quería que mi paisano se enterara del asunto y se expusiera a un nuevo peligro. Don Paulino comprendió mis razones y quedó comprometido a volver a los ocho días.
Pasada esa fecha vino a buscarme, estando ya mi paisano completamente restablecido de su enfermedad. Ya le había dicho que siendo mi deseo volver a Francia, después de pasar una semana en la hacienda del general, emprendería el camino a Caracas, ciudad más importante y en donde podría encontrar el medio de trabajar en mi oficio en espera de una oportunidad para emprender el viaje a Europa; al viejo corso se le aguaron los ojos en el momento de mi despedida, viéndose otra vez sólo en el camino de su vida.
Don Paulino y yo, al anochecer de ese día, llegábamos a la hacienda. Allí fui presentado a su esposa, quien por su edad parecía ser más bien su hija. Era una mujer blanca y agraciada, quien debía de tener mucha influencia sobre su marido. Era inteligente, instruida y de una energía poco común, pero así como a su esposo, se notaba en ella un desmedido amor al dinero.
Desde mi llegada fui colmado de atenciones. Después de la cena, cuando los peones se retiraron, la conversación versó sobre el sujeto de la estafa; la señora achacaba toda la culpa a su esposo y decía que ella desde tiempo atrás sospechó el engaño, pero él no le había hecho caso, y añadió, como muy a menudo decía: “Aquí no soy nada”.
Desde luego, la señora exageraba, porque se adivinaba a primera vista que el viejo general de bigotes retorcidos y amenazadora pistola era un manso cordero delante de su esposa, teniendo yo el convencimiento de que ese señor nunca había desobedecido una orden de su cónyuge.
La conversación pasó al capítulo de la falsificación; la señora monopolizó la palabra y bien pronto me di cuenta de que esta dama sabía arreglar los negocios. Lápiz en mano, escribió la lista del material, el presupuesto de los gastos y la nominación del billete por falsificar: 20 bolívares. Señaló la pieza donde se haría el trabajo, la coartada que se emplearía ante los peones haciendo aparecer que mi estancia en la hacienda se debía a que, siendo yo un ingeniero de minas, me dedicaba a hacer estudios y analizar el terreno orífero de los alrededores, así no llamaría la atención mi largo encierro en la pieza que servía de taller, y que para el caso sería designada como un laboratorio; la ignorancia de los peones haría creíble la coartada.
Solucionado esto, la señora anunció a su marido que dos días después tendría que salir a Caracas en busca del equipo y material necesarios; en una palabra, “la generala” planeó el negocio con todos sus detalles.
Estaba yo extrañado de encontrar una mujer de ese temple en tal lugar, y más cuando supe que había sido educada en un colegio de monjas. Opinaba que esa señora podía rivalizar con mi astuto y emprendedor amigo Alberto.
El día fijado por su esposa, cuyo nombre era Luisa, el general, muy disciplinado, emprendió el viaje a Caracas; en su ausencia la señora tomó la dirección de la hacienda: montaba a caballo para ir personalmente a inspeccionar el ganado, mandaba a los peones, ordenaba con precisión y acierto lo que debía hacerse. Un hombre no habría podido administrar la propiedad mejor que esa intrépida mujer.
Después de 15 días llegó una carta del general con la mala noticia de que en Caracas no se encontraba casi nada de lo que se necesitaba, pero que seguiría buscando.
Pasado un mes, volvió don Paulino decepcionado pues no había podido conseguir ni prensa ni cámara fotográfica adecuada; sólo traía varias direcciones de casas estadunidenses proveedoras de artículos fotográficos y de artes gráficas. Aun así, la cosa no era tan fácil, ya que la llegada del pedido duraría mucho tiempo. Quise irme, pero ya el general había hecho bastantes gastos y por otro lado la señora se oponía, poniéndome en el predicamento de un hombre que debe aceptar el requerimiento de una mujer o ser descortés con ella. Y me puse a inventariar el material traído. Este consistía en unas hojas de zinc para fotograbador en lugar de láminas de cobre; no había cola esmalte ni papel sanguina pigmentado para el grabado químico. Tampoco cámaras fotográficas.
Me sentía desalentado por la falta del más elemental material y dudaba de poder ejecutar “el trabajo”, pero en ese momento mi desesperación por conseguir el dinero para mi anhelado viaje aumentó y resolví intentar lo que en un principio me parecía imposible; mi estado de ánimo aguzaba el ingenio. Fui repasando en mi memoria los varios procedimientos que conocía prácticamente y en teoría, tratando de formar un conjunto de varios en uno solo.
Primero pensé la manera de sustituir la falta de cámara fotográfica, lo cual conseguí abriendo en dos un billete y separando el anverso del reverso, lo cual me permitió obtener por contacto los negativos que necesitaba; después imagine la manera de obtener un decalco fotográfico con tinta de transporte sobre el zinc, y la preparación litográfica que yo mismo debí fabricar.
Pasé este segundo obstáculo e hice el transporte sobre el zinc, sirviéndome después del decalco para grabar en forma casi superficial el dibujo del billete. Obtuve de esa forma una matriz de impresión mixta; litografía-hueco-grabado. La prensa que usé para imprimir podía, en todo el significado de la palabra, llamarse fabricación casera, por haber sido hecha de dos rodillos de madera dura, uno de los cuales estaba provisto de una manigueta y montado en un bastidor de hierro. Pero la mayor dificultad consistía en la superposición exacta de los tres colores que formaban el fondo de seguridad del billete; casualmente, el principal color del mismo, formado en pequeñas inscripciones, era azul, y pude hacerlo fotográficamente sensibilizando el papel con ferroprusiato, pero quedaban por imprimir dos colores más de un dibujo linioso en el centro. Para esto, el general consiguió un viejo multiplicador para carta con papel pencil, pero con ese aparato no solamente 80% de las impresiones resultaban inservibles por no haber quedado el color en su lugar, sino que salía puntilleada la impresión. A mano, con pluma y tinta de anilina, tuve que repetir una de las líneas del billete, resultando un trabajo horroroso e interminable; sólo la obsesionante idea que me dominaba de volver a Francia me dio la fuerza de voluntad para terminar la empresa.
Ahora comprendo que si hubiera empleado esa misma tenacidad en otros medios honrados, habría rehecho mi vida.
Tuve que luchar mucho; perfeccionando poco a poco el procedimiento, tardé dos meses para realizar el grabado y tres para hacer los mil 500 billetes con tal perfección que no hubiera peligro al ponerlos en circulación.
El general y su esposa estaban encantados; querían que imprimiera más billetes, a lo cual me negué haciéndoles comprender que con ese procedimiento no podía hacer un trabajo en gran escala ni tampoco perfecto; además, me lo impedía el engorroso y largo tiempo que tomaba la impresión.
Propuse, para que el matrimonio no insistiera, que con el dinero que iba a corresponderme, me fuera a París y allí conseguiría todo el material necesario para lograr un rápido y perfecto trabajo. Desde Europa me comunicaría con ellos para ponernos de acuerdo sobre la mejor forma de proceder. Inmediatamente, la señora, quien francamente tenía alma aventurera, con entusiasmo propuso ir en persona a tratar conmigo, en París o donde fuera; pero como mis intenciones eran en realidad no volver a hacer billetes falsos nunca más en mi vida, accedí a todo lo que quisieran proponerme con tal de no entrar en discusiones con la terca y voluntariosa mujer.
Con ansiedad esperé el resultado de la puesta en circulación que se hizo en alrededor de unos ocho días. La mayoría de los billetes fueron colocados comprando oro a los gambusinos, y de los 50 mil bolívares que aportó el negocio, 20 mil me tocaron, según la cuenta de doña Luisa.