30. ¡Descubierto!

Seguramente que don Hermelindo y socios le habían hablado de mí, informándole de dónde venía y que era un falsificador; noté que mi presencia no dejaba de intranquilizarlo, y aunque quería demostrar una completa indiferencia hacia mí, me observaba con disimulo, tratando de formarse una idea del peligro que podía representar para él. Me encontraba sentado un poco apartado de los demás, como correspondía a un hombre que no era ni socio ni técnico, sino un simple espectador de confianza.

Este comportamiento mío le fue sosegando paulatinamente al ver que en nada me metía y de nada hablaba. Con esa actitud trataba precisamente de darle confianza y no demostrar a los demás que había descubierto el truco. Para no desentonar en el ambiente, puse cara de atontado, pareciendo escuchar crédulo y muy interesado lo que se decía.

Llegó el momento en que con muchas precauciones fue retirado el precioso frasco (que representaba para los incautos un valor de 8 mil bolívares) del cajón de madera donde muy cuidadosamente estaba empaquetado. El recipiente podía contener 35 litros y tenía el cuello recubierto con un papel metálico. Supe más tarde que ese dispositivo servía para disimular el truco que estaba en el tapón, el cual permitía hacer estallar el frasco: tenía pegada una gran etiqueta, impresa en oro sobre fondo rojo, con un título que decía: “Transformador Orol. 3,500 centilitros de ácido, 1,000 gramos de cloruro de oro virgen”. Esa vistosa etiqueta era la cosa más ingenua que se podía imaginar y que por sí sola habría bastado a un hombre medianamente ilustrado para descubrir el engaño. Sin embargo, no era así en lo que concernía a don Hermelindo y socios, quienes rodeaban la mesa sobre la cual estaba el recipiente a cuya vista parecían fascinados y esperanzados, pensando probablemente en que esta vez “este señor frasco de oro” iba a enriquecerlos.

Don Celestino, en medio de sus víctimas, tomó la palabra acompañándola con expresivos ademanes de sus largas manos, las cuales pasaba sobre el frasco pareciendo acariciarlo con movimientos de hipnotizador. Fue dando explicaciones, y en ese momento, al contrario de lo que yo pensaba, pude comprobar que el hombre no era inteligente, sólo astuto y marrullero, y además parecía conocer a fondo la mentalidad y debilidad de sus víctimas.

El individuo seguramente llegó a la conclusión de que mi presencia significaba sólo “un burro más en la manada”. Se soltó diciendo con la más grande ignorancia, en medio de las explicaciones técnicas del fantástico procedimiento, nombres de productos químicos, como “cloruro-tripartido-de-oro”, “bióxido-virgen-de-oro-fino” y otros nombrecitos como éstos. Pero si él mismo no sabía lo que decía, mucho menos lo sabían sus oyentes que estaban escuchando esa sarta de incoherencias con la mayor atención, quedándose impresionados por esos nombres realmente raros e interminables y por las confusas explicaciones técnicas que no entendían. Sólo cuando don Celestino decía “ácido transformador”, “las moléculas del metal”, “el cloruro de oro”, “la orificación que se solidifica”, era cuando pasaba por las miradas de don Hermelindo y socios un destello de comprensión, por las innumerables veces que habían oído esos términos durante los experimentos infortunados.

No me explicaba cómo el sujeto, sin conocerme y por lo tanto ignorante del grado de inteligencia e instrucción que podría yo tener, se atrevía a actuar en una forma tan imprudente. Por fin, dijo que en vista de la sacudida que el frasco sufrió durante el trayecto, la más elemental prudencia de la teoría del procedimiento exigía dejarlo descansar durante ocho días envuelto en una cobija de gruesa lana mojada y en un lugar oscuro, retrasando así la fecha del experimento.

Todos los presentes accedieron muy conformes a la decisión del técnico, probablemente no queriendo exponerse a un nuevo descalabro por actuar precipitadamente. El frasco fue cuidadosamente envuelto en la cobija mojada y con mucho “respeto” fue llevado al cuarto oscuro a descansar de las fatigas del viaje.

La comedia era grotesca y cómica a la vez, y habría podido distraerme si no hubiera tenido el temor de que don Pablo desenmascarara al ladrón, echando a perder mis planes. Durante la cena, don Celestino se quejaba amargamente de la pérdida que él mismo decía haber sufrido en los consecutivos fracasos. Añadiendo que estaba casi en la miseria y desanimado al grado de que a veces pensaba pegarse un tiro, lo que no hacía por amor a sus hijos; dio un hondo suspiro dejando de comer, puso un codo sobre la mesa sosteniendo su cabeza en la mano con el gesto de un hombre afligido y desesperado, y entonces contemplé una graciosa escena: Los estafados le daban valor al estafador tratando por todos los medios posibles de reanimarlo; uno llenaba su copa con whisky, palmoteándole el hombro; otro le decía que debía perseverar, que llegaría el día del triunfo y del desquite; un tercero añadía sentenciosamente que en la lucha contra la adversidad se veía el valor del hombre fuerte y los obstáculos eran el acicate de los valientes, y otras patrañas y proverbios por el estilo. Sólo el viejo general quedaba silencioso.

Don Celestino levantó la cabeza y dejó de pasarse nerviosamente la mano sobre su frente calva; volvió a enseñar sus dientes de oro en una fulgurante sonrisa y, como si las palabras de reconfortamiento de sus socios y amigos le hubieran vuelto las energías perdidas, irguió el busto y dio un tremendo puñetazo sobre la mesa, diciendo:

–Sí, amigos míos, ¡seré fuerte y seguiremos adelante sin vacilar hasta que el éxito corone nuestros esfuerzos y perseverancia!

Al escuchar esas valerosas palabras, todos levantaron sus vasos en un solemne brindis, lo cual aproveché para demostrar mi entusiasmo tomando tres copas seguidas de un excelente vino que había sobre la mesa; pero el colmo fue cuando don Pablo, que estaba a mi lado y no perdía una sola palabra de toda esta chusca escena y a quien creía yo convencido de la estafa, mirando con azoro alternativamente a don Celestino y a mí, en voz baja y en francés me dijo:

–¿Estás bien seguro de que este señor nos ha estafado?

Me quedé sin contestar, conformándome con alzar únicamente los hombros pensando que a veces es más fácil engañar a una persona que desengañarla.

El instante tan esperado por mí, llegó. Ya terminada la cena y hecha la despedida, vi cómo don Celestino dejaba la hacienda por la parte trasera. El hombre estaba armado de un soberbio revólver niquelado con cacha de nácar, el cual llevaba metido en una funda disimulada bajo su saco. En la conversación de esa noche había echado bravatas, haciendo alarde de su infalible puntería; pensé luego que esas fanfarronadas estaban dirigidas veladamente a mí, con intención de intimidarme por si en algo quería perjudicarlo, y como yo sabía por experiencia a qué atenerme sobre esa clase de bravucones, sus palabras no me preocuparon mucho.

En seguida salimos don Pablo y yo y alcanzamos al sujeto, situándonos a ambos lados de él al mismo tiempo que caminábamos. Mi paisano iba nervioso temiendo que acusara equivocadamente al estafador. Cuando llegamos a cierta distancia de la hacienda, éste fue quien rompió primero el silencio, preguntándome si había visto su obra y qué opinaba de la perfección de las monedas hechas por él; fui directamente al grano, contestándole que las monedas no podían ser más perfectas por la sencilla razón de que eran legítimas. Exaltándose, el hombre se volvió bruscamente frente a mí; frunciendo las cejas con cara enfurecida y voz amenazadora, me dijo secamente:

–¿Qué quiere usted insinuar?

–No insinúo nada –le contesté–, digo claramente que usted desde hace 18 meses ha estado estafando a don Hermelindo y sus socios, incluso a mi paisano, un total de 64 mil bolívares y siete kilos de oro.

Don Celestino se puso lívido y llevó la mano a su arma, en un último intento por amedrentarme, al tiempo que me decía:

Cuidadito conmigo, amiguito, que lo mato y la muerte de un cayenero con 500 bolívares la tengo pagada.

Pero yo me había anticipado, y antes de que pudiera él sacar su pistola ya le tenía mi viejo y descomunal revólver puesto sobre el estómago, advirtiéndole que no se pusiera pesado ni hiciera movimiento alguno malintencionado, pues de lo contrario lo dejaba “seco” y a mí su muerte ni siquiera 500 bolívares me costaría, primero por no poseer esa suma, y además revelaría a sus víctimas el robo que habían sufrido y me protegerían con sus influencias. Esas palabras, mi actitud resuelta y la fama de ser un expresidiario enfriaron a ese señor, al grado de cambiar su altanería por una actitud más conciliadora. Le quité su pistola e iba a descargarla para devolvérsela, pero viendo la belleza de su arma y lo vieja y anticuada que era la mía, cambié de idea. Descargué mi revólver y se lo di; me quedé con su pistola diciéndole que así tendríamos un mutuo recuerdo del feliz día de nuestra primera entrevista. Con una sonrisa forzada, don Celestino pronunció entre dientes un formal “con mucho gusto”, preguntándome en seguida cuáles eran mis intenciones. Le contesté que debía acompañarme, y lo llevé a la casa donde me alojaba; allí, en breves palabras, lo puse en la ineludible situación de tenerme que dar, sin demora, los 8 mil bolívares que acababa de recibir como pago del último frasco; con una mirada en la que se veía su ira reprimida, sacó su cartera que inmediatamente arrebaté de sus manos con la esperanza de que contuviera más, pero sólo había en ella 8 mil 200 bolívares. Le devolví la cartera con 200, le entregué a don Pablo los 8 mil, a quien ya no le quedaba duda alguna de que sus amigos y él habían sido robados.

Ese hombre pacífico, que hasta ese momento se conformó siguiendo los acontecimientos callado y temeroso, se enfureció súbitamente y descargó una sonora bofetada sobre el rostro del estafador, al mismo tiempo que lo llenaba de improperios, y no conforme con eso, cegado por la ira, fue corriendo a coger un palo que servía para atrancar la puerta, el cual tuve que quitarle a viva fuerza de las manos, pero no pude evitar que le gritara a don Celestino que lo iba a denunciar. Esa amenaza trastornaba mis planes, y con muchos esfuerzos pude calmarlo hablándole en francés, recordándole la promesa que había hecho de seguir mis instrucciones, de las cuales veía ya los buenos resultados. Logré que entrara en razón y terminé los arreglos con el estafador, quien creyendo su vida amenazada accedió a todas mis condiciones, quedando en que él, con algún pretexto que daría a don Hermelindo, emprendería el viaje a Ciudad Bolívar en mi compañía y ahí en su casa me entregaría 4 mil bolívares. Convenido esto y después de prevenirle que no peligraría su existencia, le presté mi hamaca, lo encerré en un cuarto y pasé el resto de la noche de guardia.

Entre tanto, don Pablo sufría un ataque al hígado por el coraje que había hecho, y entre quejidos y vómitos de bilis seguía renegando de don Celestino.

Temprano al día siguiente, acompañé a este último a la hacienda de don Hermelindo, a quien participó de haber recibido un telegrama urgente que le llamaba inmediatamente a Ciudad Bolívar y que venía a despedirse prometiendo estar de vuelta antes de ocho días.

En la hacienda estaba hospedado el general, quien al saber que iba yo también a la ciudad me encargó llevar una carta al final de la cual escribió unas líneas de recomendación para mí, a su cuñado, que era el coronel comandante de la plaza.

Una hora más tarde, sentado al lado de don Celestino en el auto que éste mismo manejaba, íbamos rumbo a la ciudad donde me esperaban 4 mil bolívares que don Pablo prometió darme; con ese dinero emprendería mi tan anhelado viaje a Europa, y esa perspectiva me llenaba de contento.

Al anochecer del día siguiente, llegábamos a Ciudad Bolívar. Don Celestino me propuso que, por ser casi de noche, esperara hasta la mañana del día siguiente la entrega del dinero, haciéndome observar que me enseñaría su casa y sabría yo dónde encontrarlo. Me reí de su proposición, exigiéndole que el dinero me fuera entregado inmediatamente como habíamos convenido. Mi actitud era intransigente y el individuo no insistió, pero objetó que quizá no tendría toda la suma y podrían faltarle mil 500 o 2 mil bolívares, que al día siguiente bien podría conseguirme.

–No importa –le contesté–, por lo pronto me da lo que tenga, pero no olvide que yo no lo suelto hasta recibir toda la cantidad.

Comprendí el error de don Pablo al amenazarlo, lo cual hacía temer al sujeto que de un momento a otro fuera denunciado y la prudencia le dictaba huir de Ciudad Bolívar, y en ese caso intentaría no cumplir su compromiso conmigo. De esto tenía yo la corazonada y estaba resuelto a no dejarme engañar. Llegamos a la puerta de una quintita con garaje ubicada en el paseo que bordea la margen del Orinoco y que don Celestino me dijo que era su casa. Metió el auto en el garaje y volviéndose a mí me suplicó que lo esperara en la acera.