28. Alquimistas en Venezuela

Durante el curso de mi viaje atravesé varias aldeas y algunos pueblos pequeños; dormía a veces a campo raso, pero por lo general encontraba hospedaje en alguna casa o hacienda. Conforme avanzaba, encontraba más lugares habitados.

A los siete u ocho días llegaba sin contratiempo, digno de mencionar, al pueblo de Santander. Desde allí tenía que pasar el río Orinoco en un chalán, que hacía la travesía entre ese pueblo y Ciudad Bolívar, que se encontraba en la otra margen del río. En ese lugar pasé una parte del día en una hacienda donde el dueño accedió a guardarme el caballo por el tiempo que quisiera. Me vestí con mi mejor traje de tela blanca, sirviéndome de los bolsones como maletas. Pasé el río y entré en Ciudad Bolívar. Ahí fui derecho a un pequeño negocio propiedad de un corso, para quien tenía una carta de recomendación que me había dado meses antes el ferviente admirador de Napoleón I, el corso de la factoría del bajo Orinoco.

Al presentarme, fui bien recibido por un hombre de 55 años, de cabello entrecano, sencillo y bonachón. Se llamaba Pablo S. Vivía solo y no quiso que me fuera a una posada, sino que me dio alojamiento en un cuarto contiguo a su tienda. Ese señor, que era muy platicador, me contó que había llegado desde un pueblo del interior un año antes de establecerse en Ciudad Bolívar, pero que su negocio iba mal y pensaba volver de donde vino, en cuyo lugar tenía amistades con personas de buena posición que se ofrecían a ayudarlo. Prosiguió describiéndome las ventajas que existían en la región que me citaba y me propuso que lo acompañara. Él vendería la mercancía de su negocio a un paisano suyo, comerciante en grande en la ciudad. Yo no sentía gran entusiasmo por emprender otras correrías y resolví esperar.

Durante ese tiempo escribí a mis padres, a María y a su hermano; por otro lado, mandaba una intensa carta a don Ramón, dando a todos, para escribirme, la dirección de un amigo de don Pablo. Sabía que no podía esperar una contestación de Europa antes de dos o tres meses. El viejo corso insistía en su propósito y llegó a asegurarme que en el interior podría enriquecerme y que allí me explicaría todo, pero antes tenía que hablar con sus amigos que poseían capitales. En la situación en que me encontraba, esas palabras eran de mucho atractivo para mí, y finalmente acepté. A don Ramón le escribí para decirle que iba en camino de la “fortuna”.

Don Pablo vendió, como lo tenía pensado, la mercancía de su negocio y compró un caballo. Yo fui a Santander a buscar el mío en el chalán que constantemente pasaba, de una a otra orilla del río, personas, animales o automóviles. Venía de regreso con mi caballo y durante la travesía estuve a punto de tener un pleito por el aspecto brioso de mi corcel; allí se encontraban unos hacendados que igualmente paseaban sus bestias de fina raza, lujosamente ensilladas. Uno de ellos me preguntó cortésmente si mi caballo era el mismo que había montado el libertador Simón Bolívar en la batalla de Arauré o de Junín. Le contesté que no estaba enterado de esto, pero sí tenía la completa seguridad de que era bastante más inteligente que él, replicándome sin inmutarse mi interlocutor que eso no tenía nada extraño porque mi caballo debía haber aprendido mucho en el curso de su larga existencia.

Dos días después, don Pablo y yo íbamos cabalgando por el camino del interior de la Guayana venezolana. Mi compañero tenía 30 años de residencia en el país y en otro tiempo fue poseedor de una pequeña fortuna, que había perdido en malas especulaciones un año antes. Todavía era dueño de una tienda de regular importancia en el pueblo a donde nos dirigíamos. A nuestra llegada a la población, de unos 3 mil habitantes, fuimos a alojarnos en una casa sola, propiedad del misterioso amigo de don Pablo; allí recibimos la comida ya preparada que nos llevaba tres veces al día una sirvienta, quien la traía desde la hacienda del citado señor.

Tenía ya varios días de vivir en el pueblo, en el cual veía pocas posibilidades, no digamos de hacer fortuna sino simplemente de ganarme modestamente la vida. Era una región ganadera, y si bien unos kilómetros más lejos se encontraban unas minas de oro, no tenía la menor intención de irme a trabajar en ellas. Sin embargo, había en los alrededores algunas haciendas de más importancia a las cuales pensaba dirigirme en busca de algún trabajo de pintura. Así lo hice saber a don Pablo, quien con una sonrisa me aconsejó que no me apurara, pues no me había traído a ese lugar para que pintara casas, sino para algo mucho más lucrativo; volvió a sugerirme que tuviera paciencia y confianza, y saldría de este pueblo con mucho dinero, como me lo había prometido; no quiso darme más explicaciones y me dejó muy intrigado y en espera del feliz acontecimiento.

Me pasaba la mayor parte del tiempo acostado en la hamaca y haciendo mil suposiciones, pasando alternativamente del pesimismo al optimismo. Don Pablo, después de haber estado todo el día conmigo, se iba al atardecer para no volver hasta muy entrada la noche, pero seguía en el más completo mutismo, y cada día que pasaba crecía más mi curiosidad. Por fin, una tarde me anunció que en la noche iba a presentarme a unos amigos suyos. Había llegado la hora de saber en qué forma se edificaría mi fortuna.

Entrada la noche, a caballo dimos un misterioso rodeo por las afueras de la población para llegar a una gran plantación de caña, la cual atravesamos; de repente nos encontramos en la parte trasera de una grande y próspera hacienda que pertenecía a uno de los habitantes más ricos del pueblo. Allí fui presentado por don Pablo con el dueño de la propiedad, hombre de 60 años, alto, delgado, de tez blanca y buena presentación. Se llamaba Hermelindo, o algo parecido. Estaba en compañía de otros tres hombres, uno de ellos chaparro, gordo y con tipo de mulato; el segundo era un robusto ranchero, ambos parecían tener unos 40 años; el último era un señor ya viejo, de baja estatura, delgado, de mirada viva, a quien los demás llamaban el general Paulino B. Este hombre tenía una gran hacienda a 30 o 40 kilómetros del pueblo, en dirección de la mina de oro de Nuevo Callao. Todos ellos eran personas acaudaladas, muy conocidas en la población.

Después de las presentaciones, nos sentamos delante de una gran mesa en la terraza trasera de la hacienda. Nos sirvieron una excelente cena con varias botellas de vino, bebida rara y de lujo en ese lugar. Noté que mis compañeros de mesa me observaban como si quisieran estudiarme. Yo hice como si no notara nada, poniendo toda mi intención en comer. Creo que el examen que hicieron de mi persona fue favorable, porque al terminar la cena don Hermelindo mandó retirar a los sirvientes y alejar a los peones, dejando únicamente al mayordomo que a cierta distancia parecía vigilar los alrededores para que nadie se aproximara al lugar en donde estábamos reunidos.

Tantas misteriosas precauciones me tenían sumamente intrigado, a la vez que lleno de esperanza; cuando tomamos el café con licores, el general pronunció una pequeña alocución de la cual no entendí casi nada. Al terminar, y creyendo los demás que las palabras del general me habían convencido, me ofrecieron entrar como técnico en su asociación y jurar no traicionarla. Yo, que cada vez comprendía menos de lo que se trataba, juré todo lo que querían estos señores con tal de saber definitivamente a qué atenerme.

El general sacó de una bolsita de cuero varias monedas de oro de 100 bolívares y de 20 dólares, las cuales me puso en la mano diciéndome que las observara detenidamente y les dijera mi opinión. Todos tenían la vista fija en mí. En ese momento recordé que recién llegado a la casa de don Pablo, éste me había preguntado por qué delito fui mandado al presidio y le contesté que por falsificación de billetes de banco, y no volvimos a hablar sobre eso, pero ahora comprendía que el corzo habló a sus amigos sobre el asunto y éstos me proponían falsificar las monedas que me enseñaban como muestra. Mi sueño dorado de los últimos días se esfumaba para siempre; quise explicar a los presentes cómo se hacían las monedas y el material empleado.

Empecé a hablar de troqueles de acero, de la máquina estampadora, pero mis interlocutores me interrumpieron diciéndome que las monedas que tenía en mis manos eran falsas. Sorprendido, volví a examinarlas minuciosamente, y mientras más las veía más me admiraba de su perfección, hasta que por su sonido y por el peso me di definitivamente cuenta de que las monedas estaban estampadas en oro de buena ley y por lo tanto no podían ser falsas, pues no se hubiera tenido ganancia. Así lo hice notar a esos señores, quienes me contestaron que las monedas sólo contenían una pequeña cantidad de oro.

Me quedé asombrado y pregunté cómo esta gente podía disponer de tal maquinaria y haber encontrado un metal tan parecido al oro, así como un grabador de troquel de la capacidad del artista cuya obra estaba viendo. Además, pensé, si estos señores tenían en su poder troqueles y maquinaria, y si ya estaban haciendo las monedas con tal perfección, ¿cuál era la razón por la que me necesitaban? Cuando acabé de expresar mis opiniones, don Hermelindo y socios se pusieron a reír de buena gana, diciendo que ellos no necesitaban troqueles y maquinarias como las que nombraba ni tampoco de grabadores. Esas palabras me desconcertaron tanto que debía de tener en ese momento la cara de un estúpido, porque esos señores volvieron a soltar la carcajada. Después, don Hermelindo, decepcionado de ver mi ignorancia, dijo que sentía el haberme molestado, ya que tanto él como sus amigos pensaban que como yo sabía falsificar billetes y además venía de Europa, conocería ese nuevo procedimiento químico para hacer monedas de oro. Ellos solamente querían mi ayuda para perfeccionar con más técnica la transformación que a veces dejaba que desear, pero en vista de que no conocía yo tal procedimiento, no me necesitaban.

La cosa no podía ser más clara; yo no servía. Lo cual me dejaba completamente indiferente porque no pensaba meterme en ningún lío de esa naturaleza; pero, intrigado, volví a examinar las monedas, y en la medida en que lo hacía, iba adquiriendo el convencimiento de que no podían ser falsas. De un golpe me pasaron por la mente las palabra que acababa de oír: transformación, hacer químicamente monedas de oro; por consiguiente, esos señores querían decir que transformaban en oro algún otro metal o sustancia, lo cual significaba nada menos que haber descubierto la fórmula para hacer el oro; en ese caso no había necesidad de elaborar monedas: bastaba hacer lingotes de ese metal para adquirir fortuna y fama.

La fórmula buscada sin éxito durante siglos por sabios y químicos del mundo entero, la habían encontrado estos señores hacendados, de escasa instrucción y de ningún conocimiento químico, en este pueblo perdido de Venezuela.

Vi la cara de los rancheros y mi azoramiento del primer momento dio paso a una incontenible hilaridad, que con verdadero esfuerzo pude contener para no explotar de risa en las narices de don Hermelindo y socios, quienes me estaban viendo con la pretensión y seriedad de unos pavos haciendo la rueda.

Una vez serenado, procuré obtener más explicaciones sobre el famoso descubrimiento, pero me di cuenta de que nadie de los presentes tenía la menor disposición de revelarme tan precioso secreto. Sólo el viejo general, quien si no era más inteligente que los demás por lo menos parecía muy desconfiado, cuando me disponía a partir me dijo:

–Un momento, no se vaya.

Y dirigiéndose a sus socios añadió:

–Ya hemos dicho mucho a este muchacho y ahora no tiene importancia que le digamos más. Tal vez pueda sernos útil; si no conoce este procedimiento, cuando menos sabe hacer billetes de banco, lo que tal vez sea mejor.

Y agregó:

–No se olviden de que, aparte de unas cuantas monedas, hasta la fecha solamente hemos tenido fracasos y fuertes pérdidas de dinero. Por mi parte, estas seis monedas que representan 600 bolívares me costaron la friolera de 18 mil bolívares y cerca de dos kilos de oro.

Me quedé pasmado al oír la suma aludida por el general; ya no me cabía la menor duda. Alguien estaba estafando en gran escala a ese cuarteto de tontos.

El general siguió diciendo:

–Estoy decidido: si el fracaso de 8 mil bolívares que esperamos vuelve a ocurrir como los anteriores, me retiro definitivamente del negocio y entro en arreglos con el muchacho.

Esas palabras convencieron a los demás y volvimos a sentarnos.

Don Hermelindo y sus amigos fueron explicándome con todo detalle lo que ellos llamaban procedimiento de transformación y pronto comprendí toda la trama de la estafa de que eran víctimas esas personas.