27. Curso de equitación

Los colores aparecían con un subido tono en un ciento por ciento; los angelitos, de sonrosados que eran, habían tomado un color de camarones cocidos; la cara del Padre Eterno, encuadrada con la patriarcal barba blanca, resultaba de un vivo color escarlata, transformando la venerable fisonomía a la del mitológico Baco, congestionado por el vino; el color azul pálido del cielo se había vuelto azul índigo, claveteado de estrellas amarillo huevo. El conjunto formaba una alegoría de colores tan llamativos como desnaturalizados. Con azoramiento, miré alrededor de mí las caras de los feligreses, esperando verlas con expresión de disgusto, de crítica, desaprobación y hasta de ofendidos. Respiré con más facilidad cuando constaté que la mayoría de los presentes no parecían mirar con desagrado mi pintura, y hasta algunos decían: “Bonito, bonito”.

Yo no sabía con certeza si pronunciaban esas palabras convencidos o con ironía; sólo los dos frailes tenían una sonrisa discreta y burlona, pero felizmente no externaron su opinión, y eso fue lo mejor.

Al terminar el oficio religioso, ya fuera del recinto sagrado, recibí felicitaciones de algunas personas. Una de ellas calificó mi obra de “extraordinaria”; realmente me sentí apenado de la completa falta de sentido artístico de mi interlocutor, aunque reconocía lo extraordinario que tenían los personajes de mi pintura, que a juzgar por lo colorado de sus semblantes, gozaban de una excelente salud, tan desconocida en este lugar insalubre.

Cuando don Ramón y yo estuvimos solos, tratamos de averiguar la causa de la subida tan imprevista de los colores. Mi socio opinaba que se debía al material de que estaban hechas las paredes de la capilla que absorbió mucha pintura y al secar había vuelto a la superficie. Yo lo atribuí a la composición vegetal englutinante empleada en la pintura. Por una causa o por otra estaba avergonzado del resultado. Pregunté al señor Díaz cuánto tiempo podría durar una construcción como la capilla, y me contestó que de 15 a 20 años, lo que me hizo pensar que por tanto tiempo mi mamarrachada iba a quedar a la vista de los habitantes del pueblo como recuerdo de mi paso por Chocuta.

Me quedé dos semanas más en el pueblo, pues no podía soportar por más tiempo la monotonía del lugar. Además, habían pasado más de seis meses desde mi llegada a Venezuela y durante todo ese tiempo estuve sin recibir noticias de Europa. Anuncié con sentimiento a don Ramón y a su familia mi propósito de irme, y creo que ellos sintieron tanto como yo la noticia de mi próxima partida; pero convine con mi socio en que a mi llegada a Ciudad Bolívar escribiría informándolo de las oportunidades y facilidades de subsistir que hubiera en esa ciudad, para que, a su vez, viniera con toda su familia; esa perspectiva mitigaba el pesar de nuestra separación.

Llegué a creer que ese señor me consideraba desde hacía tiempo como el futuro esposo de su hija mayor. Ésta, al principio de mi estancia en la casa de su padre, me veía con timidez y curiosidad; más tarde, cuando estuve enfermo, me cuidó con atención demostrándome cariño, pero con la reserva de las indias y mestizas de la región, que en muy pocas ocasiones demuestran sus sentimientos y menos con un hombre de otra raza. Nunca habíamos hablado de nada de lo que quería ser; sosteníamos una simple amistad de hombre a mujer. Cuando yo estaba hablando con su padre, y sus ocupaciones domésticas lo permitían, venía a sentarse casi siempre en el suelo a nuestro lado, y escuchaba atentamente nuestra conversación, hablando solamente cuando su padre le preguntaba sobre algo o alguien. Cuando yo estaba solo grabando un cuerno, también venía cerca del lugar en que me encontraba, me miraba trabajar, pero siempre calladamente.

Al principio intenté hablar con ella, pero sea por timidez o porque no entendía el mal español que hablaba, sólo se reía y con un movimiento de cabeza me contestaba que “sí” o que “no”. En tales condiciones la conversación no podía durar mucho tiempo y yo mismo dejaba de hablar. Ella seguía a mi lado atenta a lo que yo hacía. Como en mi trabajo utilizaba varias clases de buriles, ella ya sabía cuáles me servían para tal o cual grabado, apresurándose a pasarme lo que comprendía que iba a necesitar. Era una muchacha bastante agraciada en su tipo de mestiza, de cuerpo bien formado, de piel apiñonada, de ojos y cara dulces en los que se reflejaba su sumisión y sencillez.

Quiso don Ramón que hiciera el viaje a caballo y no en burro, como era mi intención. Nunca había montado un caballo y tenía cierta desconfianza a este cuadrúpedo, pero por otro lado sentía vergüenza de irme montado en un asno, transporte que sólo la prudencia me dictaba hacer. La insistencia de don Ramón, quien aseguraba que iba a conseguirme una bestia muy mansita y a darme unas lecciones de equitación, hizo que siguiera su consejo. Permanecí en su casa unos días más, tiempo que pasé bajo la dirección de mi socio aprendiendo a mantenerme más o menos sobre la silla del caballo, el cual don Ramón compró barato y muy manso, por dos razones: el animal era de una edad avanzada y algo cojo, pero me simpatizaron su tranquilidad y las pocas ganas que tenía de correr.

Empaqué hamaca, mosquitero, ropa y víveres en dos grandes bolsas impermeabilizadas que había adquirido. Llevé, enrollado y atravesado atrás de la silla, un gran poncho, rojo por un lado y azul marino por el otro, que servía de cobija y para preservarme de la lluvia. Además, llevaba un machete, completando mi armamento con un viejo revólver. Iba vestido de tela caqui, con botas y cubierto con un sombrero de anchas alas; parecía lo que era: un jinete. La víspera de mi partida, don Ramón dio una cena de despedida, convidando a las personas que más trato habían tenido conmigo durante mi estancia en Chocuta.

Muy de madrugada, el día de mi partida, don Ramón, para poder acompañarme durante unas horas, fue en busca de un caballo que un vecino iba a prestarle; me dijo que emprendiera el camino, que pronto me alcanzaría, ya que él era un buen jinete. Me despedí de su esposa y los hijos, pero no de la hija, que no aparecía por ningún lado. Subí al caballo y empecé ese nuevo viaje, pero ahora solo. Mi anhelo de dejar el pueblo en pos de otros horizontes no impedía que sintiera pesar sobre mí una sensación de tristeza y soledad. Iba pensativo por el camino hacia lo desconocido, en un ambiente que no era el mío. Había dejado la población desde hacía unos minutos, cuando vi salir detrás de unos árboles del camino a la hija de don Ramón, quien vino hacia mí. Yo bajé del caballo y por primera vez vi reflejarse en el rostro de la muchacha sus sentimientos para mí. Ya no tenía la risa avergonzada de siempre; su fisonomía estaba seria y se notaba que hacía esfuerzos para no llorar. Se quitó una medallita de plata; diciéndome que estaba bendita y que me protegería de los peligros, ella misma me la puso al cuello. La despedida sencilla, pero realmente sincera de la mesticita, me hizo experimentar por ella sentimientos mezclados de cariño y de lástima. Nos dimos un abrazo.

En ese momento oímos el galope de un caballo, y poco después su padre llegaba a nuestro lado. Pasó la mano sobre la cabeza de su hija en forma de caricia, diciéndole que volviera a la casa, que pronto ella y yo nos volveríamos a ver. La muchacha obedeció emprendiendo lentamente el regreso a la casa, con la cabeza baja.

Subimos don Ramón y yo a nuestros caballos, y antes de ponernos en camino, volteé para ver irse a la chica, pero ésta, que se encontraba parada un poco más lejos y recostada en un árbol, estaba llorando. Sentí ganas de regresar, pero pensé que la vida en este pueblo no era agradable para nadie; lo mejor que tenía que hacer, por el interés de todos, consistía en encontrar una población grande, un modo de vivir más estable que permitiera a don Ramón y a su familia venir a la ciudad, dejando la vida precaria que llevaban en esa región de Chocuta, insalubre y triste.

El señor Díaz, que parecía comprender lo que pensaba, después de haber notado mi primer impulso, esperaba mi decisión de regresar o seguir adelante, y cuando vio que optaba por este último propósito, me dijo:

–Tienes razón, muchacho; tus capacidades te permiten otro porvenir mejor que enterrarte en este pueblo; yo mismo siento otras ambiciones, principalmente por mis hijos, y si quieres ayudarme, como ya lo hiciste desde el día que tuve la suerte de conocerte, tendrás en mí un viejo y leal amigo, y no te olvides de que en la humilde vivienda de don Ramón Díaz, en cualquier momento y en cualquier hora, serás recibido más que como un amigo.

Las palabras de afecto de ese hombre me conmovieron y al mismo tiempo me dieron ánimo y mayor voluntad; ya no me sentía tan sólo. Tenía atrás de mí a alguien que me quería. Lado a lado seguimos calladamente el camino, yendo bastante tiempo así hasta que mi acompañante, rompiendo nuestro silencio, quiso alegrarme y alegrarse él mismo; empezó a hablarme con su acostumbrado optimismo de muchos proyectos, llegando a hacerme compartir su entusiasmo. Así conversando, seguimos adelante sin fijarnos en las horas que pasaban, cuando nos dimos cuenta, por el calor y el sitio del Sol, que ya estaba bien entrada la mañana. Consultamos nuestros relojes: ya era cerca de mediodía, hora en que don Ramón debía regresar. En eso vimos a lo lejos una casita y allí cocinamos unos alimentos. Había llegado el momento de separarme de mi socio y buen amigo, pero él todavía no se decidía a irse y fue acompañándome otro tramo de camino, recordándome muchísimos consejos para que me condujera bien durante el trayecto a Ciudad Bolívar.

Llegó el instante de despedirnos. Nos dimos un último abrazo y proseguí solo el camino. Don Ramón, como una estatua, se había quedado montado en su caballo, varias veces volteé sobre la silla y siempre lo vi en el mismo sitio, como si desde lejos hubiera querido seguirme cuidando. Estaba llegando a un lugar boscoso que iba a taparme de su vista; allí me paré y los dos hicimos una señal de adiós con el sombrero; el buen hombre dio media vuelta a su caballo y se fue a galope tendido. Yo seguí el paso de mi cabalgadura, pues mi capacidad como jinete no me permitía ir en otra forma. Sin embargo, quería atravesar el lugar boscoso por donde iba para pasar la noche en la llanura, si no encontraba una casa.

Todavía era de día cuando pude salir de la arboleda. Delante de mí se extendía una pradera y de ésta seguía el llano con raquítica vegetación y algunos pequeños árboles retorcidos. No había casa a la vista y ya llegaba la noche. Resolví quedarme allí y busqué un lugar donde los árboles se encontraran cerca uno del otro, para colgar la hamaca y el mosquitero; desensillé y amarré el caballo, le di de comer unas mazorcas de maíz y me fui a dormir. Al despertar temprano, mi primera mirada fue al lugar en donde dejé amarrada mi montadura, pero no la vi; di un salto de la hamaca y me tranquilicé pronto viendo a mi fogoso corcel que apaciblemente estaba comiendo, a unos 100 metros de distancia, la escasa yerba del llano, lo cual me hizo sospechar que lo había amarrado mal.

Sabedor de la proximidad del río, decidí llevar allí al caballo a beber, pensando en ese mismo lugar desayunarme para después proseguir mi camino. Ensillé la bestia como me enseñó don Ramón, la monté y me dirigí al río, el cual no tardé en divisar; y como desde la víspera el animal no había bebido, relinchó de gusto y apresuró el paso, el cual aceleró hasta llegar al trote y después al galope; era mucho para mi capacidad hípica. En ese momento me olvidé de todas las lecciones ecuestres y en lugar de frenar a la bestia con las riendas, creí que lo más seguro era agarrarme de las crines y de la cabeza de la silla, la cual, para colmo, empezó a perder su estabilidad, resbalando poco a poco del lomo sobre el costado del caballo, que, probablemente fastidiado de sentir todas las payasadas que hacia sobre él, o ya fuera para llegar más pronto al agua, aceleró todavía más su carrera. Felizmente, el río ya estaba muy cerca; por un verdadero esfuerzo de equilibrio no me había caído hasta ese momento, pero al llegar la bestia a la orilla del agua se paró en seco, yendo yo de cabeza a tomar un baño forzado al río. El caballo, con la silla y todo el equipaje metido debajo de la barriga y que en parte colgaba sumergido en el agua, bebió tranquilamente. Cuando se hubo desalterado, pude volver a ensillarlo, pero esta vez le apreté fuertemente el cincho, lo que no hice por la mañana creyendo que podía lastimarlo. Tuve que quedarme en ese mismo sitio una parte del día para que se secara mi equipaje, extendiendo ropas, cobija y hamaca sobre la yerba bajo el sol; antes de montar me aseguré bien de que la silla no se pudiera mover de su lugar.

Al anochecer llegué a una pequeña hacienda, donde pasé la noche, compré más víveres y seguí adelante.

Un par de días después ya no se me desamarraba el caballo de donde lo dejaba y tampoco la silla se volteaba, además podía sostenerme sobre el caballo cuando éste se ponía al trote, sin necesidad de agarrarme del pescuezo de la bestia. En una palabra, ya era casi un jinete.