26. Artista de altura
Terminé de retocar el cuadro del corso, me despedí de él y volví a la aldea, donde tuvimos que alquilar otra canoa por no caber en la primera las mercancías que habíamos recibido a cambio de las nuestras. La señora y su hija tomaron lugar en la primera embarcación, que era la más grande, y sin contratiempo, unos días después estábamos en San Félix.
Allí don Ramón encontró alojamiento para la señora y su hija en casa de una familia conocida suya. En dos días más mi socio vendió toda la mercancía a buen precio. Ese hombre de aspecto enfermizo era activo y emprendedor, y resistía la fatiga más por su fuerza de voluntad que por su resistencia física. Era perspicaz, no se equivocaba cuando decía que en el negocio íbamos a doblar nuestro capital en 15 días. Mi socio estaba muy ufano de éxito, y como era un buen padre, nunca se olvidaba de sus hijos: para cada miembro de su familia compró humildes vestidos y otras chucherías. A estos regalos yo, por mi parte, añadí zapatos para toda la tribu Díaz.
Quise hacer un obsequio a don Ramón, y al mismo tiempo que le entregaba un reloj, recibía a mi vez, de manos de mi socio, otro idéntico al que le estaba dando, riéndonos de buena gana de la coincidencia que no lo era tanto, al saber que sólo había un comerciante que, además de vender víveres, negociaba con relojes, de los cuales sólo tenía seis y todos de la misma clase, marca y precio. Al despedirme de la señora y su hija, a quienes habíamos traído a San Félix, di a la primera el importe del pasaje para Ciudad Bolívar, y sinceramente agradecida y con voz trémula, me dijo:
–No sé por qué le habrán mandado a presidio, pero lo que sí sé es que usted tiene un buen corazón.
Con esas palabras, me pagó con creces lo poco que pude hacer por ella.
A nuestra vuelta a Chocuta, gocé al ver la alegría de la familia de don Ramón. Los niños, que nunca se habían visto obsequiados con tantas cosas a la vez, daban saltos y gritos de júbilo; hasta la señora y la hija mayor se ruborizaban de contentas por los regalos que recibían.
Don Ramón, a quien le gustaba hacer bien las cosas, como él decía, cuando tenía dinero (lo que desgraciadamente hasta esa fecha en pocas ocasiones le sucedió), dio una comida a varios amigos y vecinos del pueblo. Nos quedaba un capital de mil 300 bolívares. El señor Díaz empezó a hacer una lista de lo que pensaba comprar para que después de un descanso de dos semanas volviéramos a emprender otro viaje de negocios. En la familia todo era optimismo y sueños de prosperidad; pero los sueños en la vida no pasaban de ser ilusiones pasajeras, y tres o cuatro días después de nuestro regreso a casa, mi socio y yo estábamos tendidos en nuestra hamaca, a poca distancia uno del otro, tiritando de fiebre, al cuidado de la hija y la esposa de don Ramón.
La recaída del paludismo acababa de descorazonarme; esas regiones en donde la enfermedad acecha al hombre a cada momento me hicieron tomar la determinación, entre dos accesos de calentura, de irme tan luego como recuperara la salud. No tardé mucho en sanar. Mi socio siguió más tiempo enfermo, y cuando acabó de aliviarse quedó sumamente débil; viéndolo en ese estado, me faltó valor para decirle mi propósito de separarme de él. Ese hombre de generosos sentimientos me había tomado afecto. En la casa nadie de la familia me consideraba como a un extraño, sino como un miembro de “la tribu Díaz”, como ellos me llamaban. Don Ramón, en las largas conversaciones que tenía conmigo, me exponía sus futuros proyectos y en todos ellos figuraba yo en primer lugar. Sus palabras reflejaban el cariño que me tenía y una absoluta seguridad de que nunca me separaría yo de él ni de su familia. Eso hizo que resolviera aplazar mi partida hasta ver a mi socio completamente restablecido.
Al regresar don Ramón de uno de sus paseos, llegó con la nueva de que acababa de ser terminada en el pueblo la construcción de una pequeña capilla. Hasta esa fecha no existía en Chocuta ni iglesia ni el más modesto lugar de oración. Los habitantes tenían que ir a San Félix para los casamientos y bautizos. Los fieles lugareños habían dirigido una súplica al obispo de Caracas para que un sacerdote viniera cada tres meses al pueblo a oficiar misas y celebrar actos religiosos, y al serles concedida su petición, los habitantes se apresuraron, por medio de colectas, a conseguir los fondos suficientes para la construcción de una capilla que diferenciaba poco de las demás casas del poblado: hecha la estructura con vigas de madera que sostenían el techo de lámina, paredes de cañas alambradas y recubiertas con una mezcla de arcilla y tierra que después del aplanado eran blanqueadas y a veces adornadas con pintura de agua.
Hablando sobre el tema, mi socio dijo que el interior de la capilla iba a ser pintado con escenas religiosas, y por ese motivo debería ser llamado un pintor de Ciudad Bolívar. La hija de don Ramón, quien había llegado a creer que para mí todo era fácil, dijo a su padre que nadie mejor que yo podía pintar la capilla. Ante esas palabras, mi socio rápidamente me dirigió una mirada interrogativa. Le dije que sabía decorar casas pero nunca había pintado personajes o efigies. El señor Díaz no me dio tiempo de continuar; tomó su sombrero y dijo:
–Los 500 bolívares que ofrecen por el trabajo, son nuestros. ¡Cómo no lo pensé antes!
Dicho esto, salió de la casa en dirección del pueblo lo más aprisa que le permitían sus delicadas piernas convalecientes. Media hora después estaba de vuelta en casa, acompañado por cinco o seis personas que eran las encargadas del manejo de los fondos para la edificación de la capilla. Desde luego, estuvieron de acuerdo en encargarme el trabajo de decoración, pero no eran del mismo parecer sobre los cuadros o personajes bíblicos que habían de ser pintados. Un quería que fuese un Cristo; otro, la virgen; y un tercero, San León, patrón de la región. La controversia parecía interminable pues cada quien estaba muy aferrado a su idea. Visto esto y en espera de que los delegados se pusieran de acuerdo, mi socio y yo fuimos a San Félix a comprar lo necesario para el trabajo.
Conseguimos brochas a las cuales hubo que recortar alguna cantidad de cerdas para que pudieran servirme de pinceles, pero ninguna clase de amalgamante o diluyente fijador para licuar y hacer adherente la pintura. Don Ramón me dijo que eso no era necesario pues allí en la región se conocía el jugo extraído de una mata silvestre, parecida al maguey, que se mezclaba con los polvos colorantes y remplazaba ventajosamente cualquier producto especial. Me quedé conforme pero no muy convencido.
De vuelta a Chocuta, mi socio preparó la pintura como me lo había dicho, mezclando el polvo con el jugo de la mata extraído por machacamiento, formando un líquido incoloro y viscoso como babas, al cual añadió agua salada para darle a la pintura la consistencia deseada. Me advirtió que el único inconveniente de esa preparación era que duraba bastante para secar, pero tenía la propiedad de ser casi imborrable y resistía al tiempo “más que las mismas paredes” sobre las cuales se aplicaba; según él, los indios utilizaban esa mezcla para adornar utensilios de barro, los cuales, después de “miles de años”, aún conservaban los colores.
Para esas fechas los del pueblo ya se habían puesto de acuerdo; optando por no llevar a efecto ninguna de sus primeras opiniones, me encargaron que pintara a Dios Padre, sentado con el Espíritu Santo a su lado, rodeado de ángeles, cielo, nubes y estrellas. Uno de los presentes quiso que también pintara una luna, probablemente pensando que el cielo, sin ésta, no estaba del todo completo. Los demás delegados no le hicieron caso, razón por la cual el satélite de la Tierra no figuró en la decoración. En fin, después de haber recibido las últimas instrucciones, teniendo como ayudantes a don Ramón y a dos de sus muchachos, sin muchas dificultades terminé de pintar la pequeña capilla en un mes, lo mejor que me permitió la superficie poco lisa de las paredes y el material defectuoso y nada adecuado de que dispuse; pero los del Comité Procapilla quedaron completamente satisfechos de mi trabajo. Mi socio no dejaba de divulgar por el pueblo que era yo un artista. Terminado el trabajo se cerró la capilla mientras secaba la pintura y en espera de la inauguración, la cual se realizó en mes después.
Un domingo llegaron al pueblo los frailes capuchinos para bendecir la capilla y oficiar la primera misa. Al abrir la puerta del sagrado lugar, seguido por don Ramón, entré para juzgar el efecto de mi pintura; tras nosotros venían más personas de la población. Al ver mi obra “maestra” quedé anonadado, y a mi lado oí la voz de don Ramón que repetidamente exclamaba: “¡Ah, caramba! ¡Ah, caramba!”…