25. Un negocio inesperado

Me quedé a velar el cadáver hasta el amanecer, cuando el mulato, desde afuera de la cabaña, sin aproximarse mucho, me gritó que debía sepultar inmediatamente el cadáver por haber sucumbido mi amigo de la fiebre de vómito. Supe más tarde que mi compañero probablemente falleció del vómito negro o fiebre amarilla. Con ayuda del negro, transportamos en una especie de camilla, hecha con ramas entrecruzadas, el cuerpo de mi amigo hasta un lugar lejos de la cabaña, donde el mulato y su hermano acababan de abrir una fosa. Allí enterré a mi compañero, y acordándome de una oración que desde niño me había enseñado mi madre, recé al Creador por el alma de este hombre joven que sólo recobró la libertad para encontrar la muerte; sentí en ese momento un profundo remordimiento por no haber accedido a sus deseos de irnos de este lugar cuando él me lo propuso, como un presentimiento de que algo fatal iba a sucederle.

Volví a la cabaña; hice un bulto de mis pertenencias, tomé el machete y fui derecho al mulato. Este, al verme venir, comprendió por mi actitud que iba sobrexcitado, con intención de buscar un pleito, y con su hermano al lado, los dos se pusieron a la defensiva, al mismo tiempo que el negro y las dos mujeres se interponían entre nosotros haciéndome entender que los dos hombres no tenían la culpa de la muerte de mi amigo, asegurándome que Rómulo iba a poner la canoa inmediatamente a mi disposición y mandar conmigo a su peón para que me llevara al pueblo de Chocuto, más allá de los pantanos. Atribuí esa repentina complacencia del mulato en parte a mi actitud y en parte a la creencia de que probablemente estaba contagiado por mi permanencia al lado del enfermo, y querían, antes de que se declarara el mal en mí, verme lejos lo más pronto posible; y así fue como media hora más tarde estaba remando en compañía del negro, alejándome de ese triste lugar.

Con algunos momentos de descanso, navegamos todo el día y parte de la noche, para seguir adelante al amanecer. Todavía temprano en la mañana de ese día, llegamos al pueblecito citado, a la margen del Orinoco. En ese sitio el negro me dejó y sin bajarse siquiera a tierra se fue a toda pagaya, río abajo, huyendo de mí como si yo personificara la peste.

Entré en el pueblo y con bastante vergüenza fui a enseñar mi tutuma modelo a la primera casa que encontré, pero no tuve éxito. Me dirigí a otra; allí me dieron una gran calabaza y, cuando la estaba adornando sentado en el paso de la puerta, se aproximaron a mí varios niños y cuatro o cinco personas mayores que se quedaron viéndome trabajar; entre ellos se encontraba un individuo que se puso a conversar conmigo y acabó por ofrecerme su casa; acepté la oferta. Este señor se llamaba Ramón Díaz y habitaba una casita en las afueras del pueblo; era un hombre de más de 40 años, de constitución raquítica, excelente persona; vivía con una mujer india con la que tenía varios hijos. Era pobre, aunque tenía mucho ingenio. Ayudado por sus muchachos, fabricaba jabón, hacía alpargatas, tejía hamacas, componía escopetas y un sinfín de otras cosas, y como él mismo decía, le entraba a todo con tal de mantener a su numerosa prole, consistente en cuatro hijos, el más grande de 10 años, y cinco hijas, la mayor de 16; hermanos y hermanas tenían entre sí una diferencia de edades de un año. Me instalé en la humilde vivienda de don Ramón, donde todo el mobiliario consistía en una mesa, varios banquitos de madera, algunos cueros de ganado sobre los cuales dormían media docena de los niños más chicos; los demás cada uno tenían su hamaca de fibra, más o menos remendada.

Desde el primer día me sentí a gusto con esta familia, cuyo jefe era inteligente en su medio. Ese señor encontró bien lo de las tutumas, pero me aconsejó que grabara en relieve cuernos de ganado, que en otra región los jinetes llevaban colgado de la silla y los empleaban como vasos para beber. El cuerno se prestaba poco para ser grabado, pues su fibrosidad dificultaba el trabajo, pero no tardé en dominar ese inconveniente y el primer cuerno que pude adornar tenía grabado, en bajorrelieve, por un lado el escudo de Venezuela y por el otro el perfil del libertador Simón Bolívar. Don Ramón serruchó la punta del cuerno, le hizo una tapa de madera, le puso un anillo de plata y le dio un fino pulimento, haciendo de él un objeto de bonita presentación, el cual antes de terminar lo tenía ya vendido en 25 bolívares, lo que representaba, en ese tiempo y en tal lugar, la comida para toda la tribu por más de 15 días. Me quedé con cinco bolívares y contra las protestas de don Ramón, que quería darme 15, le dejé los 20 restantes y con entusiasmo empecé luego a grabar otro cuerno que ya estaba pedido.

Pero a los pocos días caí enfermo de repente, empezando a sentir un frío intenso y un temblor incontenible, por lo cual mi socio don Ramón me hizo acostar con toda solicitud. Él, su mujer y la hija mayor me cuidaban con muchas atenciones; mi socio me aseguraba que tenía paludismo, pero yo creía haberme contagiado de la enfermedad de mi fallecido compañero. Sentí miedo por los miembros de esa familia que me albergaba, y sobre todo por los niños, aunque ciertamente también por mi vida. Comuniqué a don Ramón mis temores, explicándole la enfermedad de la cual había sucumbido mi paisano una semana antes. Le pedí que me llevara a un lugar aislado. Él volvió a asegurarme que estaba en un error y yo mismo me fui tranquilizando al ver que no tenía vómitos.

Después del frío vino la calentura, quedándome medio inconsciente. Don Ramón, viendo mi estado, juntó el poco dinero que tenía y atravesando el Orinoco en su curiala llegó hasta San Félix, segunda población de la Guayana venezolana, y volvió en plena noche con medicinas. Pronto me repuse; el ataque palúdico era terciario, o sea que con un intervalo de un día, casi a la misma hora, tenía accesos de fiebre, los cuales paulatinamente fueron disminuyendo de intensidad hasta quedar bien. Desde esa fecha sentí por don Ramón y su familia una verdadera estimación.

Seguí adornando cuernos que mi socio iba a vender a San Félix. La existencia en esa aldea era de una monotonía indecible. No existía recreo alguno para mí, pues las diversiones para los aldeanos consistían en peleas de gallos que los lugareños celebraban con grandes alborotos, no exentas de apasionadas discusiones que a veces degeneraban en pleitos.

Yo no encontraba ningún atractivo en ese juego. Admiraba con cierta lástima la valentía del gallo que muere peleando, pero de allí no pasaba. Las conversaciones de los habitantes eran siempre las mismas: ganados, caballos, siembras, cosechas.

Ya tenía más de dos meses viviendo en casa de don Ramón, quien con verdaderas dotes de comerciante había vendido 30 o 40 cuernos grabados por mí, no solamente en San Félix, sino también a unos comerciantes ambulantes que los llevaban al interior, donde por ser regiones ganaderas, se vendían a buen precio a los hacendados. A esa fecha mi socio y yo nos encontrábamos con un “capitalazo” de más de 500 bolívares (unos cien dólares); esto hizo pensar a don Ramón en comprar en San Félix algunos artículos que venían de Ciudad Bolívar, como machetes, ponchos, camisetas, pantalones y cortes baratos de calicó para vestidos de mujer, alquilar una gran curiala e irnos a intercambiar en los caseríos aislados del bajo Orinoco esa mercancía por productos de esas regiones. Tenía mi socio la completa seguridad de doblar el dinero.

Yo veía el capital para la “empresa mercantil” algo exiguo, pero estaba bastante fastidiado de pasarme la vida grabando cuernos y aprobé su idea; unos días después y con ese propósito, don Ramón y yo nos encontrábamos en San Félix, y la víspera de que teníamos que empezar a hacer las compras de las mercancías de nuestros futuro negocio, mi socio, que se había dado cuenta de mi aburrimiento, quiso distraerme llevándome a lo que llamaba “lugares de diversiones”.

San Félix era una población que no pasaba en ese tiempo de 5 mil habitantes, pero con bastante tráfico porque allí llegaban embarcaciones chicas del alto y bajo Orinoco, y una que otra balandra que venía de la Guaira y hacía escala ahí antes de llegar a la ciudad de Bolívar. Don Ramón, creyendo que iba a divertirme, me llevó a una cantina de ínfima categoría donde iba a emborracharse la gente de todas clases, pero por lo común de la más baja categoría, principalmente traficantes del río, peones de hacienda y marinos. Unas mujeres, en su mayoría indígenas bastante feas, poco limpias y de dudosa salud, consumían y bailaban con los parroquianos. En ese lugar la cerveza estaba considerada como una bebida de lujo y por lo general se consumía aguardiente, cada “cuartillo” a cinco centavos; unos guitarristas que tocaban y cantaban, formaban la parte musical del selecto cabaret, pero bien pronto me fastidié. Quise divertirme y le pedí a mi socio que nos fuéramos por otro lado; le pregunté tontamente si conocía un lugar donde se jugara ruleta. Don Ramón, que en su vida oyó hablar de la ruleta, se quedó pensando y después de un rato me dijo:

–Aquí en Venezuela la ruleta no es un juego, es un deporte que se practica solamente en Caracas.

No insistí ni le pregunté más datos; así que todavía sigo ignorando lo que es el deporte de la ruleta en Caracas.

Prosiguió diciéndome que conocía un lugar donde se jugaba a la baraja, y me llevó a una casa particular, un poco apartada de la población, cuya dueña corpulenta, de mediana edad, procazmente pintada con el tipo clásico de la proxeneta, además de la venta de licores, percibía un 10% de las ganancias de los jugadores. Nos recibió con afabilidad comercial. Nativa de la ciudad de Caracas, al enterarse de que yo era francés, me aclaró que París le encantaba; le pregunté si su estancia en la Ciudad Luz había sido prolongada, y me contestó que nunca había estado en Francia pero había leído un libro de la Revolución Francesa…

Allí se jugaba con barajas españolas “el monte” y “el carioca”. No conocía ni el juego ni esa clase de barajas; decepcionado, iba a pedir a mi socio que nos retiráramos a dormir, cuando tres señores con tipo de hacendados acaudalados, que estaban en una mesa, reconociendo a don Ramón lo llamaron para saludarlo. Éste me presentó con ellos. Los tres rancheros nos invitaron con insistencia a tomar asiento a su mesa y a los pocos momentos de charlar nos propusieron jugar a la baraja. Don Ramón se disculpó con habilidad y firmeza para no exponer nuestro pequeño capital. Yo, pretextando que no conocía la baraja española, quise rehusarme, pero estos señores, muy porfiados, no aceptaron mis razones y me aseguraron que iban a enseñarme un juego que no necesitaba conocimiento, sino sólo ser afortunado. Efectivamente, esa suerte consistía en que a cada jugador se le daba una carta, la cual quedaba a la vista; después, a quien le tocaba el turno de barajar, extraía una por una de las cartas del pequeño paquete hasta que una de las cartas fuera igual a la que tenía a la vista alguno de los jugadores, y al que le correspondía ésta, ganaba y recogía las apuestas. Esta misma suerte se jugaba en Francia, diferenciándose únicamente en el tipo de barajas, pero eso no tenía importancia, ya que no solamente sabía jugar ese juego, sino que conocía bastante bien la forma de hacerlo con trampa cuando llegaba el turno de barajar.

Empecé a jugar con buenas y honradas intenciones, pero la suerte me resultó adversa. Oía las risas burlonas de los participantes y vi la cara angustiada de don Ramón, que como espectador veía irse una parte de nuestro pequeño capital, no dejando de pasarse nerviosamente el pañuelo por la frente, según su expresión, “sudando frío”. Además comprendía que estos señores habían creído fácil quitarme el dinero y la suerte los estaba favoreciendo en esos momentos.

Los tres eran gente de posibilidades monetarias y me decidí a sanarles la badana, y lo hice con toda facilidad por ser mis contrincantes sencillos y sin mucha malicia. Además, fijándose en mi juventud de ese tiempo y por el dinero que ya había perdido, seguían creyéndome una inocente palomita, y pronto no solamente recuperé mi dinero, sino que “ganaba” una regular cantidad.

Mi socio se fue refrenando al verme ganar, y por debajo de la mesa me daba con el pie insistentemente como un aviso para que dejara de jugar. Así quise hacerlo, pero los demás se opusieron. Tuve que seguir jugando; en eso, la distinguida señora de la casa se había aproximado a la mesa y se situó detrás de mí; tenía la sensación de que me estaba mirando las manos; dejé de hacer trampa y empecé otra vez a perder. Los tres tipos volvieron a reírse de mí y eso me caía mal; arriesgándome a ser descubierto por doña Esmeralda, la dueña, volvía a hacerles trampa sin consideración, desplumándolos, lo cual descorazonó a mis contrincantes, y como en ese momento debían de ser ya las dos o tres de la madrugada, consternados por haber perdido y tontamente avergonzados, cuando el avergonzado debía haber sido yo, los tres rancheros se decidieron a dar por terminado el juego. Uno de ellos dijo, refiriéndose a mí:

A los inocentes, las manos llenas.

Pensé que era una lástima que el juez que me había sentenciado no hubiera opinado lo mismo de mi inocencia el día del juicio. Uno de ellos, por haberse quedado sin blanca, me pidió prestado 20 bolívares, y con todo gusto y cortesía le di 25, después de haber pagado 50 bolívares a doña Esmeralda, quien en ese momento me miraba sonriéndose, y cerrando un ojo en un guiño complaciente, me pidió que volviera la noche siguiente, susurrándome al oído: “Franchuti, eres una bala”.

Ganaba cerca de 400 bolívares, lo cual significaba que en unas cuantas horas casi doblaba nuestro capital. Don Ramón, medio trastornado por la cerveza y diversas emociones por las cuales había pasado, cuando estuvimos en la calle y sus conocidos estaban lejos, marcando el compás de danza y riéndose de contento, fue dándome de palmaditas en el hombro, al mismo tiempo que me decía:

–Tú, muchacho, sabes perder y ganar justamente en los precisos momentos en que lo necesitas; puede decirse que tienes una suerte inteligente.

Modestamente le contesté que así era yo, y fuimos a acostarnos en una económica fonda del pueblo donde cada huésped tenía que poseer su propia hamaca y cobija en definitiva, el fondero alquilaba el cuarto y los dos anillos de las paredes para colgar el chinchorro.

Cuando desperté al día siguiente, ya don Ramón estaba muy activo en el embarcadero, en medio de los vendedores, discutiendo, regateando y comprando las mercancías necesarias para el negocio. Después contrató al dueño de una gran canoa con vela que con un ayudante debía conducirnos por los rumbos del bajo Orinoco, donde duraríamos unos 15 días para después volver a San Félix. Temprano, al día siguiente, la canoa en la cual nos habíamos embarcado don Ramón y yo con nuestras mercancías, navegaba bajando la corriente del río. Allí empezó mi actividad de “traficante” del Orinoco. En San Félix había comprado una sencilla cruz de madera para tumba, en la cual yo mismo pinté el nombre y apellido de mi difunto amigo, sobre cuya sepultura pensaba ponerla.

Dos días después de haber dejado San Félix, internándonos en los caños que nos eran señalados por ser habitados a veces solamente por los moradores de dos o tres chozas de agricultores o de alguna pequeña hacienda ganadera, las cuales eran muy pocas por la dificultad con que se criaba el ganado, empezamos nuestro negocio. Las búsquedas que hice para localizar el caño a la margen del cual dormía su último sueño mi desventurado paisano, fueron en vano, pero un día después encontré la hacienda de los hermanos Salazar. Ellos, por ser de la región, conocían la morada del mulato y me prometieron que en la primera ocasión uno de ellos personalmente cumpliría mis deseos, y en su poder dejé la cruz. Obsequié como recuerdo de mi agradecimiento a estos hombres de corazón, dos cuernos que había grabado especialmente para ellos.

Don Ramón, quien desde hacía algunos días estaba vendiendo con el mayor éxito nuestras mercancías, radiaba de contento, diciéndome a menudo.

–Vas a ver, muchacho, que aquí nos hacemos ricos.

Todo el negocio se hacía a base de trueque, esto es, intercambiando nuestra mercancía por productos agrícolas y pescado seco. Fuimos de aldea a caseríos hasta que llegamos al primer pueblo, donde cuatro meses antes me trajeron los resguardos. Fui a la casa de la señora, y madre e hija se sorprendieron de volver a verme en tan poco tiempo y en mejor situación. De nuevo, con mi socio, me alejé de la casa de esta señora que seguía enferma por el clima y la mala alimentación. Le prometí que al volver a San Félix le daríamos un pasaje en la canoa hasta esa población, lo cual llenó de júbilo a las dos y se pusieron a hacer sus preparativos y las gestiones para vender su pequeña casita, que no pasaba de valer 100 bolívares.

Don Ramón, después de liquidar allí una parte de las pocas mercancías que nos quedaban, vendió lo restante a un corso, dueño de una pequeña factoría, el cual, al enterarse de que yo era francés, sintió mucho gusto de encontrarse con un compatriota. Era un hombre de unos 60 años, y a pesar de vivir en un clima tan malsano, al cual estaba probablemente aclimatado, aparentaba salud y fuerza. Tenía 18 años de estar radicando en ese lugar de Venezuela y allí pensaba morir. Insistió en que pasara, aunque fuera un día, en su compañía, sin cesar de preguntarme sobre la guerra que había terminado desde hacía cuatro años, pero para este hombre que ni periódicos leía desde hacía bastantes años, todo lo que yo le relataba era noticia de última hora.

Pasamos el tiempo charlando y al final del almuerzo, al saber que yo era dibujante, me pidió el favor de retocar un cuadro a lápiz y carboncillo que el tiempo iba borrando en parte. Al hablarme del dibujo, pensé que representaba un retrato de familia o de él mismo, pero se trataba nada menos que del busto del ídolo de los corsos, Napoleón I, de quien con entusiasmo el viejo isleño me fue recordando las capacidades guerreras, las victorias y conquistas, y hasta su muerte en la isla de Santa Elena, que se sabía de memoria. Hablaba de Napoleón como si este caudillo hubiera fallecido el día anterior.

Durante el tiempo que estaba retocando el cuadro, vi entrar en la factoría a un hombre y dos mujeres indias que, hablando en su idioma con el corso, trataban del trueque de unas piezas de calicó por pescado seco y hamacas de fibra. Terminado el intercambio, el indio, a quien había visto hablarle al oído al corso, como refiriéndose a mí, vino a situarse a mis espaldas como un observador, y cuando menos lo esperaba me dirigió la palabra en francés, con el más puro acento de los faubourgs de París, preguntándome si era yo de arriba o de abajo; en el presidio se entendía por “de arriba” el penal de San Juan, donde estaban internados los relegados, y por “de abajo”, el penal de San Lorenzo; ambos penales estaban sobre el río Maroní. La pregunta significaba si era un relegado o un reo cumpliendo sentencia. Sorprendido, contesté: “de abajo”, al mismo tiempo que levantaba la vista sobre mi interlocutor; pude fijarme entonces que en su cara bronceada resaltaba el color azul de sus ojos, además, donde el cuello de la camisa dejaba al descubierto un poco de piel, a lo alto del pecho, se veía un tatuaje con una inscripción que decía: “Hijo de la desgracia”. Su cabello, de color negro, estaba medio largo, a la usanza de los indios; sólo su indumentaria variaba de la de los indígenas por llevar pantalones largos de tela blanca. Tenía dos mujeres de pura raza india, una de ellas ya entrada en años, la otra casi una niña.

Este indio nativo de Menilmontan o de Belle Ville fue contándome que hacía ocho años se había evadido del penal de San Lorenzo y que a su llegada al Orinoco, encontrándose muy enfermo y sintiéndose agotado, pidió a sus compañeros de fuga que lo dejaran en el caserío indio a donde habían llegado. Allí los indígenas lo curaron y el prófugo se quedó con ellos; se casó a la costumbre india con las dos mujeres que yo veía y con las cuales tenía tres hijos; en la aldea, según me contaba, los indios le querían y le estimaban. Al momento de irse, ese extraño parisino me obsequió dos grandes pescados llamados marocotos y, con una tanda de aguardiente ofrecida por el viejo corso, brindamos todos por nuestra salud.

Fui a acompañar hasta su piragua al exgravroche de París y, despidiéndome de él, me quedé viendo cómo, sentado atrás de su curiala, la dirigía hábilmente con una pagaya, al tiempo que sus dos mujeres remaban a todo brazo en dirección de la otra lejana orilla del Orinoco. Ya lejos, el “indio” me hizo una señal de adiós con su pagaya.

Yo volví con “Napoleón I”, pensando con extrañeza en aquel hombre, todavía joven, no mal parecido, nacido en una capital de 3 millones de habitantes y que vivía ahora una existencia casi primitiva, en una región selvática, con seres de otra raza, adaptándose con toda conformidad a su modo de vivir y costumbres. No por eso envidié su suerte ni tuve la menor idea de imitarlo, pues sentía verdadero pánico por la selva y los lugares pantanosos, de los cuales recordaba como una pesadilla las penalidades, los peligros y los sufrimientos pasados bajo una inextinguible vegetación; las fatigas, la sed, el hambre, los mosquitos, las enfermedades; presentes estaban en mi memoria los que había visto morir como envenenados por el aliento maléfico de la selva.