23. La muerte andando

A las tres o cuatro de la mañana, antes de que amaneciera, llegamos a uno de los tantos afluentes que venía a desembocar al Maroní y que en la Guayana llaman crique. La embarcación, con el mástil quitado, estaba allí escondida bajo la vegetación de la margen del riachuelo. Los liberados habían cumplido concienzudamente sus compromisos con nosotros: nos entregaban una embarcación casi nueva y en perfecto estado, la cual era un bonito barquito tipo europeo, construido en el astillero del penal, lo que hacía su procedencia dudosa al encontrarse en manos de los liberados. Nada faltaba: mástil, vela, alimentos, agua… Volvimos a esconder la embarcación porque en el lugar teníamos que quedarnos ocultos todo el día hasta las 10 u 11 de la noche. A esa hora teníamos que embarcarnos para llegar antes del amanecer a la embocadura del río y en pleno retiro de la marea. Los liberados nos hicieron las últimas recomendaciones; esto es: no descubrir la embarcación antes de que fuera completamente de noche; no prender ningún fuego durante el día; evitar hacer ruidos; hablar lo menos posible y en voz baja; no pasar la embocadura del río de día, porque allí se encontraba un puesto de vigilancia y un campo penal donde había una lancha de motor.

Aquí terminaba la colaboración de los liberados. Con un trago de tafiar brindamos por un feliz viaje y nos despedimos con unas palabras de agradecimiento, deseándonos buena suerte de ambos lados.

El lugar en que nos encontrábamos era un pequeño claro entre la arboleda de la selva, cercado por espesos matorrales que se extendían hasta la orilla donde estaba el barquito a poca distancia de nosotros. No teniendo nada que hacer, nos acostamos en el suelo y dormimos hasta cerca del mediodía. A esa hora, después de alimentarnos con algunas conservas, empezamos a jugar silenciosamente a la baraja, interrumpiendo el juego repentinamente cuando nos pareció oír un monótono canto negro que venía del río.

Sin hacer ruido nos aproximamos a la orilla del agua y allí, pecho a tierra, escondidos bajo el tupido enramaje, vimos pasar frente a nosotros una estrecha y larga canoa. En ella iban cuatro hombres y tres mujeres de raza negra; todos remaban con pagayas, acompañando sus esfuerzos con el canto que habíamos oído, y aunque navegaba su piragua contra la corriente, avanzaban con sorprendente rapidez. Por lo general, los negros marrón de las tribus boches pasan la mayor parte de su vida en canoas, en las cuales navegan desde su niñez hasta edad avanzada, desarrollando el busto y los brazos por el continuo ejercicio; en cambio, la casi inactividad de las piernas, sobre las cuales tienen la costumbre de sentarse, cruzándolas bajo ellos en el esquife, hace que sus extremidades inferiores queden endebles, produciendo una deformación corporal, que es la de un hombre con el torso y los brazos atléticos montados sobre dos piernas cortas y raquíticas. Los boches del interior no son cazadores de hombres, pero si se presenta la oportunidad de capturar sin muchos peligros a unos prófugos, pocas veces la desperdician; los 25 francos de premio por cabeza de evadido, más lo que pueden quitar a éstos, es para ellos un rico botín.

La piragua pasó y pronto desapareció en un recodo del riachuelo, al tiempo que iba apagándose en la lejanía su cantar. Nos quedamos intranquilos pues conocíamos por referencia la agudeza de vista y de oído que poseen estos hijos de la selva y su destreza para tirar con el arco sus flechas. Optamos por no seguir jugando a la baraja para no distraernos y dar lugar a que algunos nos sorprendieran sin darnos tiempo para defendernos. Nos repartimos en diferentes sitios para vigilar en varias direcciones a la vez, tirados bocabajo en el suelo. Allí nos quedamos hasta la caída de la noche. Durante ese tiempo de espera estuve recordando una anécdota que días antes me había sido contada por un liberado, en la trastienda de la hojalatería, refiriéndose a las supersticiones de los boches.

La anécdota era la siguiente: en una islita cercana a San Lorenzo se encontraba un pequeño leprosario penal, donde estaban recluidos los reos enfermos del mal de Lázaro, sin ninguna atención médica ni medicinas, pues sólo recibían semanariamente víveres en alimentos crudos que una lancha del gobierno les aventaba; abandonados a ellos mismos, sin vigilancia interior, hacían sus leyes, enterraban sus muertos, criaban gallinas y puercos y elaboraban curiosidades.

Tenían prohibido poseer cualquier clase de embarcación, para evitar que vinieran a tierra; por tal razón, una lancha del penal de vez en cuando daba la vuelta a la isla para que los vigilantes se cercioraran del cumplimiento del reglamento; pero los leprosos sabían construir pequeñas piraguas para dos personas. Esas embarcaciones livianas las escondían en el interior del leprosario, a donde nadie que no fuera un enfermo penetraba; de noche ponían a flote sus canoas e iban a tierra a intercambiar con los liberados sus productos y trabajos de curiosidades que, a su vez, estos últimos revendían en la población como de procedencia suya.

El narrador me contó que hacía cinco o seis años vivía en el leprosario el exjefe de una banda de asaltantes parisinos, leproso en tercer grado. Era muy alto y había enflaquecido por la enfermedad; tenía el cuerpo cubierto de llagas y una de éstas, situada a un lado de la boca, le dejaba una parte de la dentadura al descubierto. En una palabra, según los dichos de los liberados que le habían conocido, la terrible enfermedad transformaba a este hombre en un ser tan repulsivo y espantoso que le pusieron el sobrenombre de La Muerte Andando. El leproso había encontrado la forma de apoderarse con pocas dificultades de las piraguas de los boches, embarcaciones que vendía a los liberados, y éstos, después de hacerles algunas modificaciones, las revendían a los reos que querían evadirse.

La Muerte Andando accionaba de la siguiente manera; conocía los lugares de acampar, en los cuales tenían la costumbre de pasar la noche los boches e indios que venían desde el interior a traficar con la población. El leproso se ocultaba en la maleza y esperaba la oscuridad; se desnudaba y echaba sobre sus hombros una sábana teñida de color rojo y hacía su aparición en el espacio descubierto del campamento con las manos en alto, dando unos chillidos lúgubres que despertaban a los indígenas. La luz de la luna o del fuego del campamento hacía resaltar las llagas y el maquillaje que él mismo se aplicaba para acentuar más su aspecto horripilante; a la vista de esta aparición que se aproximaba a pasos lentos, los boches, que además del terror que sentían tienen la creencia de que si matan a un leproso el alma o el espíritu de éste penetra en su cuerpo y con él la enfermedad, corrían despavoridos a sus canoas para ponerlas a flote y huir con ellas; pero el leproso siempre se anticipaba y corría a situarse al lado de una de las piraguas, sin dejar de gritar, amenazando arremeter sobre cualquiera de los indígenas que quisiera arrimarse a la embarcación. Los boches no insistían, sino que, subiéndose en las otras canoas, se alejaban a toda prisa del lugar para jamás volver, y La Muerte Andando se apropiaba de la piragua. Pero esto no podía durar mucho tiempo. Una noche los sargentos le tendieron una celada: con canoas tiradas a tierra y bultos envueltos en cobijas, simulando cuerpos de hombres dormidos, engañaron al leproso que salió al descubierto con los brazos en alto y dando sus acostumbrados chillidos; fue recibido por una descarga que partía de los matorrales donde se encontraban emboscados los sargentos. Así murió La Muerte Andando.

Llegó la tan deseada noche. Empezamos a ultimar los preparativos para emprender el viaje: quitamos las ramas que cubrían al barquito, metimos en él víveres y equipaje, pusimos el mástil y la vela pero sin izarla. Tomamos un trago de alcohol hasta acabar el contenido de la botella. Eran las 10 u 11 de la noche; teníamos que navegar durante varias horas al descubierto para llegar a la desembocadura del río. Llegado el momento decisivo, embarcamos y resueltamente salimos del riachuelo para entrar en el Maroní. Mis cuatro compañeros remaban y yo estaba al timón; conduje la embarcación al centro del río, donde la corriente estaba más fuerte. Las horas pasaban sin contratiempo, pero iba a amanecer y no llegábamos a la desembocadura del río. Algún error se había cometido en el cálculo del tiempo. Era de día cuando vimos el mar, pero al mismo tiempo, el campo penal de la embocadura, tan señalado por los liberados como un peligro para nosotros.

Un buen viento soplaba; la marea estaba en pleno retiro y resolvimos arriesgarnos a seguir adelante. Dirigí la barca a la otra margen del lado holandés, pero allí había torbellinos de agua; tuvimos que volver a medio río y, en el momento en que pasamos frente al campo penal, oímos los tambores que tocaban para despertar a los reos; eran las seis de la mañana. Izamos la vela y ésta recogió viento inmediatamente. Ya estábamos a bastante distancia del campo y avanzábamos rápidamente en dirección de altamar cuando vimos a unos vigilantes que corrían al pequeño embarcadero del campo; allí nos estuvieron observando unos instantes con prismáticos que se pasaban de mano en mano. Pronto reconocieron en nosotros a unos prófugos; dos o tres de ellos pusieron rodilla en tierra en posición de tiradores y dispararon con sus fusiles sobre nosotros. Desde lejos veíamos primero las pequeñas nubecitas blancas y después oíamos los estampidos de los disparos que nos hacían, pero pocas veces escuchábamos silbar las balas, que debían de pegar en el agua y bastante lejos de la embarcación. Esto duró poco, pues a cada momento estábamos más lejos. Los sargentos comprendieron que nos encontrábamos fuera de su alcance y dejaron de disparar, pero algunos vigilantes seguían observándonos con los prismáticos.

El Rojo y el albañil se pusieron de pie en la embarcación. Habían sido soldados y con el sombrero hicieron a los sargentos la señal que en los tiros al blanco del ejército significa “tiro fallado”. Cuando pasamos frente al campo penal sólo vimos una gran barca de vela pero ninguna de motor, y fue lo que nos hizo tomar la resolución de pasar frente al puerto de vigilancia aunque fuera de día. Una hora más tarde, la tierra no era más que una delgada línea azul en el horizonte. No fuimos objeto de ningún intento de persecución. Los sargentos no ignoraban que, en tal caso, los canoteros, o sea los reos encargados de maniobrar las canoas, ponían tan mala voluntad para perseguir a una embarcación de prófugos, que ésta nunca era alcanzada, y sólo con una lancha de motor podían hacerlo, la que por una feliz casualidad no se encontraba allí.

Tenía informes de que a cierta distancia en alta mar existía una corriente marina que iba en dirección de la costa de Venezuela. Cuando fijándome en la diferencia de tonalidad del agua creí que la habíamos alcanzado, puse proa en dirección a ese país. El viento seguía favorable; me sentía tan entusiasmado que no quise dejar el timón y pasé toda la noche dirigiendo el barquito, mientras mis compañeros dormían en el fondo de la embarcación que tenía bastante espacio para acostarse cómodamente. Advertí la gran diferencia que existía entre las dificultades de mi primera fuga y las ventajas de la presente, y tuve el convencimiento de que esta vez recobraría la libertad. El primero en despertar de mis compañeros fue La Gran Fatma; el tipo tenía a veces extrañas solicitudes; las primeras palabras que me dirigió fueron:

–Pobrecito muchacho mío que pasó toda la noche al timón, pero vas a ver, te voy a preparar primero un buen café caliente y después un excelente desayuno. Y te me vas a dormir; yo cuidaré de ti para que no te dé el sol.

No contesté, ya que estaba acostumbrado a las excentricidades del sujeto, quien en ese momento, dirigiéndose a la proa de la embarcación donde se encontraba un pequeño calentador de petróleo para cocinar, tropezó con uno de los dormidos y lo lastimó; el argelino se disculpó con un “Ay, niño, ¿te hice daño?”. El “niño” en contestación soltó una sarta de maldiciones, pero conformándose con eso se apartó del argelino para evitar otro pisotón del mastodonte.

Poseíamos una lona encerada que podía tenderse sobre un lugar del barco donde no impidiera el manejo de la vela, y nos servimos de esa lona para preservarnos del sol y resguardarnos de la lluvia.