22. Fuga del Penal de
San Lorenzo, Venezuela
Emilio seguía internado en el hospital. El sargento obtuvo un permiso para que yo pudiera verlo. Le llevaba lo que podía, medicinas y frutas, pero se veía que mi amigo estaba llegando a su fin. Él mismo, por haber estudiado medicina, se daba cuenta de su estado. Un día me dijo:
No sigas gastando el poco dinero que consigues en comprarme medicinas; en mi estado todo es inútil, pues prolonga mi sufrimiento y eso es todo. Ahora, como amigo, quiero darte un consejo antes de “irme”: no te desanimes por el fracaso de tu fuga, tampoco te acobardes por la perspectiva de otro fracaso y castigo; aquí no hay que esperar indulto, ni hay buena conducta que valga ni regeneración posible; lo que nos espera son muchos sufrimientos y, tarde o temprano, la enfermedad y la muerte; fíjate –añadió–, llegan a la Guayana uno o dos transportes de 800 deportados al año. Sin embargo, la población penal es siempre la misma. Eso significa que los presos que llegan remplazan a los que ya se murieron. Créeme: es mejor perder la vida por recobrar la libertad, que aguardar aquí, sin esperanza, una muerte infame.
Las palabras de mi amigo moribundo me impresionaron. Miraba a ese hombre, quien durante cuatro años de guerra había ayudado a los doctores a salvar la vida de sus compatriotas en los hospitales de sangre del frente y bajo los bombardeos de los aviones enemigos. Ese delincuente primario y ocasional, no tenía ningún instinto crimina; bajo una ley y un trato más humano, bien habría podido regenerarse y volver a ser un hombre útil a la sociedad.
Hace unos años que el presidio francés de la Guayana fue abolido. Ese acto humanitario se debió en gran parte a unos ciudadanos estadunidenses.
Hecho este comentario, sigo relatando lo acaecido a mi amigo Emilio, quien murió dos días después de la plática que tuvo conmigo. Nunca supe el lugar del cementerio penal donde fue sepultado.
Me sentía bastante desanimado para intentar una nueva evasión, pero el suplemento de condena de dos años y las palabras de mi desaparecido amigo me sirvieron de acicate para volver a intentar recobrar la libertad o perder la vida, la cual en realidad, en la situación presente, valía muy poco.
Ya conocía todas las triquiñuelas del presidio y tenía facilidad de transitar por la población; no tardé en entrar en trato con un liberado para recibir otra vez dinero en la misma forma que en Cayena. Escribí de nuevo a mis padres para pedirles más dinero.
En ese tiempo conocía dos pintores de mi equipo; uno era un pelirrojo, nativo de la ciudad de Lille y de apodo El Rojo. Estaba condenado a ocho años de presidio por robo. El segundo, un “suteneur” del barrio de la Casba, Argel, de apodo El Caid, había matado de una atroz paliza a una de las prostitutas que lo mantenían; después de su delito huyó a Marsella, donde un año más tarde, cerca de la zona roja del viejo puerto de esa ciudad, resultó herido en una balacera con unos tratantes de blancas. Llevado al hospital, fue identificado por la policía y sentenciado a 12 años.
Mis nuevos conocidos, quienes desde meses atrás estaban planeando una fuga, habiéndose enterado de que yo acababa de volver de una evasión y que además sabía maniobrar una embarcación, se interesaban en que fuera con ellos. Después de “sondearme” durante un tiempo, me propusieron fugarme en su compañía. Me confiaron que habían recibido dinero de Francia, poco antes, con el propósito de evadirse. Yo iba con cautela: la experiencia adquirida en mi fracasada fuga me había enseñado que lo difícil no consistía en irse del penal, sino en llegar al destino fijado, y eso no era tan fácil como parecía a primera vista. Además, si volvía a ser capturado, recibiría una nueva sentencia de tres a cinco años, que con 17 palabras añadiría a mi condena un distraído coronel en la sala del juzgado, y como suplemento de castigo, sería mandado a la isla como incorregible. Estas perspectivas no tenían nada de alentador. Pero presentes en la memoria tenía las proféticas y valientes palabras de mi fallecido amigo; no obstante, no quise comprometerme sin estar antes en posesión del dinero pedido a mi familia. El Rojo y El Caid optaron por esperar mi resolución.
Durante ese tiempo seguí recibiendo noticias de mi familia y de María, quien había vuelto a Nápoles con su familia y desde esa ciudad me escribía regularmente, transmitiéndome noticias de Alberto, que estaba refugiado en Suiza. Supe entonces en qué forma evitó caer en manos de la policía aquel nefasto día en que, en unión de Emilio, fuimos aprehendidos con las mujeres de ambos en la pequeña casita de verano en Marsella. El día del suceso, Alberto, quien se había alejado poco antes para ir en el coche en compañía de su amante y de una amiga a comprar alimentos a la ciudad, se cruzó en el camino con el auto de la policía sin que los ocupantes de ninguno de los dos coches se dieran cuenta al lado de quienes pasaban. A poca distancia, sobre la carretera, estaba una gasolinera; allí paró su auto Alberto para aprovisionarse de combustible, cuando el encargado de la gasolinera, quien conocía a mi amigo por ser casi vecinos y además cliente, le preguntó algo extrañado si no se había fijado que acababa de pasar a su lado un coche, cuyos cuatro ocupantes eran amigos suyos.
–Estos señores –siguió informándole el encargado a Alberto– me preguntaron por usted y su hermana; dijeron ser amigos suyos y me pidieron que les indicara cuál era su casa.
Alberto tuvo la intuición del peligro, miró hacia atrás y a lo lejos vio el coche mencionado, parado frente a la entrada de la casa. Con absoluta calma, Alberto contestó a su interlocutor que quienes acababan de preguntar por él no eran precisamente amigos suyos, pero sí amigos y convidados de su cuñado, o sea, míos; puso de nuevo el coche en marcha, y no muy lejos, pero ya fuera de la vista del encargado, dejó el auto con las dos mujeres en un camino transversal y, caminando fuera de la carretera, por la orilla del mar, llegó a poca distancia y atrás de la casa. Después de haberse asegurado que de ese lado no existía vigilancia, se aproximó más a la casa y pudo darse cuenta de que la policía nos estaba interrogando; previó el desenlace, volvió al coche y, sin decir nada sobre el particular para no alarmar a sus dos acompañantes, llegó hasta la ciudad, donde tenía un cuarto alquilado. Allí contó a las dos mujeres lo que estaba aconteciendo y el peligro en que se encontraban. Durante el tiempo en que su amante llenaba rápidamente unas maletas con lo más indispensable, Alberto condujo a la prima de Emilio a su alojamiento para que recogiera su equipaje y los tres juntos se fueron a la ciudad de Lyon. Después de esconderse un mes allí, Alberto y su amante pasaron la frontera Suiza y la prima se refugió en París, donde se casó pocos meses después.
Mi vida en el penal de San Lorenzo seguía con la misma rutina. La mayoría de las casas o bungalows que decoraba eran nuevos e inhabitados.
A los dos meses llegó el dinero que esperaba. Alberto contribuía con la mitad de la suma que me fue remitida. Igualmente por conducto del liberado, recibí dos cartas: una de mi padre y la otra de mi amigo, quien me informaba que se encontraba en Italia, donde el Partido Fascista estaba tomando preponderancia, dominando al país. Alberto, inteligente, astuto, intrigante y audaz, se había introducido en ese partido, obteniendo pronto un puesto sobresaliente. Me aconsejó que si lograba escapar, me fuera a Italia, pues allí él se encargaría de protegerme. Esta perspectiva acabó de decidirme a intentar la libertad, y así participé mi decisión a El Rojo y a El Caid, quienes se alegraron. Ya tenía yo más experiencia; San Lorenzo se presentaba mejor situado para tomar el rumbo de Venezuela, territorio más fácil de alcanzar por las corrientes marinas y los vientos alisios. Había que pasar frente a las costas de las Guayanas holandesa e inglesa para llegar a ese país en el cual no existía la ley de extradición.
En la intentona íbamos a participar cinco, pues otros dos reos se sumaron a nosotros. Uno era un marsellés que por haber sido muy aficionado a la pesca aprendió a maniobrar pequeñas embarcaciones. El otro era un argelino, conocido de El Caid; era un hombre joven, imberbe, bronceado, con grandes ojos negros sombreados por largas pestañas. Este sujeto era raro, de sexualidad equivocada pero de corpulencia colosal; medía un metro 88 centímetros, con un peso que debía de pasar de 100 kilos, y tenía 25 años de edad; poseía una fuerza poco común; además, al contrario de lo que se podía pensar del valor de un individuo de su mentalidad, este fenómeno tenía una bravura temeraria e inconsciente, de un perfecto bruto. Cuando se enfurecía se ponía histérico y con instintos asesinos, lo que hacía que en el penal, lugar donde sólo se respetaba la fuerza, aunque todos sabían lo que era el argelino, a quien le habían puesto el nombre de La Gran Fatma, nadie se atreviera a molestarlo.
Al principio, cuando estaba recién llegado al presidio, algunos reos creyendo que a pesar de su cuerpo atlético su aberración sexual lo hacía inofensivo, buscaron hacerle bromas pesadas y robarle al infeliz lo que tenía, pero aquéllos que lo intentaron no tardaron en arrepentirse amargamente de sus abusos. Fue cuestión de algunas despiadadas palizas que infligió La Gran Fatma a sus explotadores, y todos adquirieron el más absoluto convencimiento de que no convenía tener conflictos con aquel invertido. Sólo hubo después aislados incidentes provocados por alguien que no conocía al personaje, como un caso, del cual meses atrás había yo sido testigo. La víctima en esa ocasión fue un reo que conocí en Cayena, en la Cárcel Preventiva, donde él mismo se encontraba en espera del Consejo Disciplinario. Este tipo, bastante respetuoso con el fuerte, le gustaba darse a valer cuando se enfrentaba con el débil o con uno de menos valor que él. Era un fanfarrón y, según un término del presidio, “muy picudo”. Después de haber sido sentenciado, acababa como yo de llegar en esta fecha al campo penal de San Lorenzo; este conocido mío desde luego se dio cuenta de la anomalía del argelino, pero ignoraba con qué brutalidad pegaba el mastodonte, de dulce mirada y cara de odalisca árabe.
El hecho pasó en el lavadero del penal. La Gran Fatma, que era muy aseado y meticuloso en la limpieza de su ropa, acababa de lavar su uniforme penal y lo puso a secar cuidadosamente, con ademanes afeminados, sobre una cuerda tendida en el patio; en ese momento, El Picudo (quien igualmente acababa de lavar sus ropas) fue a tender las suyas, pero viendo que no quedaba lugar en la cuerda, descolgó el uniforme bien limpio y todavía mojado del argelino, y sin más formalidad lo tiró a tierra, donde se volvió a ensuciar. La Gran Fatma, indignado, con los brazos en jarras y las manos puestas sobre las caderas, fue a reclamarle su proceder, con su voz afeminada, y por toda explicación recibió una sonora bofetada acompañada de una obscena injuria; pero La Gran Fatma no se inmutó y, con la misma dulce voz, dijo: “Mira, lindo, no me hagas esto porque me voy a disgustar y a ponerme malito contigo”.
Los del campo, que conocían cómo se las gastaba el argelino cuando se enfurecía, y comprendiendo lo que iba a suceder, se habían formado en círculo alrededor de los protagonistas, con la alegría y la morbosa esperanza de ver un pleito que podía ser sangriento. El pobre diablo que seguía ignorando el peligroso lío en el cual se estaba metiendo, riéndose de las palabra de La Gran Fatma, volvió a atizarle una segunda cachetada y esto colmó la paciencia del invertido, quien enfurecido y dando chillidos histéricos se abalanzó sobre su adversario, lo agarró por el cuello de la blusa y lo zarandeó en tal forma que el hombre parecía un muñeco de trapo entre sus manos; después de un último empujón, mandó al suelo a su adversario a dos metros de distancia, bastante maltrecho, y sin hacer más caso del vencido se fue a recoger tranquilamente sus ropas del suelo; pero el derrotado, que oía las burlas de los que lo rodeábamos y por salvar su prestigio de hombre, sacó su cuchillo. Los espectadores avisaron a gritos a su contrario para que pudiera seguir este pleito tan gustado en el presidio. La Gran Fatma, con una agilidad insospechada por el peso de su cuerpo, dio un salto de costado evitando la cuchillada que le había tirado a fondo su enemigo, y antes de que éste pudiera intentar otra vez apuñalarlo, le asestó un formidable puntapié en el vientre que lo hizo rodar por la tierra y soltar su arma. En seguida, el argelino se precipitó sobre el caído y le clavó las rodillas en el estómago; agarró en cada mano una oreja de su contrincante y con furia le azotó varias veces la cabeza contra el suelo. En ese momento llegaron unos vigilantes y cada uno de los rijosos se fue por su lado; el vencido, caminando trabajosamente con el cuerpo doblado, deteniéndose el vientre con las dos manos, se alejó entre las risas crueles de los demás.
La fiesta había terminado. Al día siguiente, el intrépido provocante de La Gran Fatma quedaba internado en la enfermería. Era divertido ver cuando uno de estos presidiarios con fama de valientes pasaba muy serio y digno al lado de La Gran Fatma, mirando para otro lado con desprecio, pero con el firme propósito de evitar todo altercado con el brutal e iracundo afeminado. Tengo que reconocer que cuando El Caid me propuso como compañero de fuga al argelino, arguyendo que éste tenía dinero y que por su fuerza podía ser útil, me negué a aceptarlo en la evasión. La Gran Fatma se enteró de mi opinión, y un día, habiéndome llamado aparte, me dijo:
Mira, niño, me caíste muy bien y quisiera ser tu amigo, ¿por qué no quieres que me lleven en la fuga? A mí también me gusta la libertad; además, voy a pagar mi parte; no seas malo, ¿por qué quieres que me enoje contigo?
Efectivamente, reflexioné que no valía la pena romperme la cara con el mastodonte, pronuncié un seco y condescendiente “está bien” y me fui, terminando así la discusión.
En el dormitorio, mis cuatro futuros compañeros de fuga y yo nos habíamos agrupado, y comprendí que no era tan mal negocio el tener como socio a La Gran Fatma, pues él lavaba la ropa de todos y la remendaba, además cocinaba el suplemento de alimentos que podíamos comprar: empezamos a poner en ejecución nuestro proyecto de fuga. Como yo era el que más fácilmente podía circular en la población, tenía a mi cargo casi todos los preparativos. El mismo liberado, por conducto de quien recibí el dinero, se encargó de conseguir embarcación, víveres y accesorios, con la suma reunida entre los cinco, la cual era bastante fuerte. Ese liberado y algunos de sus amigos que se dedicaban a este tráfico y que tenían en ello mucha práctica, pronto tuvieron todo listo. Sólo faltaban los víveres y algunos detalles de última hora.
Los cuatro compañeros de fuga, al igual que yo, no teníamos vigilancia. El Marsellés, por ser albañil; La Gran Fatma, barrendero de calle; El Rojo, El Caid y yo, pintores. Todo se presentaba bajo los mejores auspicios cuando al postrer momento un incidente absurdo iba a hacerme perder mi proyectada libertad y la parte de dinero que ya tenía desembolsado. El hecho me pasó cuando, cerca del mediodía, volviendo de mi trabajo al penal, fui a comprar unos comestibles y entré en el negocio de un chino. Éste estaba discutiendo acaloradamente con dos reos; el asiático exigía que se le pagaran los dos francos de mercancías que le debían; los presos se negaban con el pretexto de que la moneda de dos francos con la cual iban a pagar había caído atrás o entre los sacos de mercancía que estaban alineados frente al mostrador. La mujer del chino, una mulata, participaba en la disputa increpando a los dos presidiarios. El hijo del celeste imperio, comprendiendo que no iba a sacar nada de sus dos indeseables clientes, quiso cuando menos perjudicarlos, y aprovechando que para contestar a la mulata los dos reos no se fijaban en él, empezó solapadamente a apuntar sobre una libreta el número de las matrículas que sobre el pecho de las blusas tenían marcadas los presidiarios. Yo, por un espíritu de compañerismo que pudo haberme costado caro, hablando en “caló” para ser comprendido solamente por los dos reos, los puse sobre aviso creyendo que iban a tapar sus respectivas matrículas con la mano y a salir del negocio, dejando así el asunto concluido; pero no fue de esa manera, pues al escuchar mi advertencia y fijándose en lo que hacía el chino, uno de los dos brutos no pensó nada mejor, para que el amarillo no siguiera apuntando los números, que descargarle en plena cara un tremendo puñetazo que lo hizo rodar al suelo. Al ver esta inesperada agresión, la mujer del chino comenzó a dar gritos de auxilio. Comprendí que gracias a mí el asunto se había agravado e iba a encontrarme metido en un lío cuando menos me convenía; me precipité afuera haciendo los otros dos lo mismo tras de mí, pero a esa hora muchos de los sargentos salían del penal para ir a buscar a sus respectivos grupos de trabajadores. Dos de ellos, que pasaban no lejos del lugar de los hechos, escucharon los gritos de la mulata y llegaron en el preciso momento para toparse cara a cara con nosotros, que salíamos corriendo del negocio.
Sacaron rápidamente sus revólveres y nos marcaron el alto, alzamos las manos; el chino, que tenía las narices ensangrentadas, y su mujer señalaron al que le había pegado y todos nos dirigimos, para el esclarecimiento del incidente, en dirección del Puesto de Guardia del penal. Durante el trayecto fui diciendo al sargento que me custodiaba que no tenía yo nada que ver en el pleito; la mulata y los dos reos confirmaron mi dicho, pero cuando pidieron su parecer al chino, éste, que no había comprendido las palabras pronunciadas por mí, pero que en el mismo momento que me oyó formularlas uno de sus clientes le aplastaba las narices, con vehemencia dijo que yo era quien indujo a los otros a pegarle. Con una declaración de esa naturaleza, ya las cosas no tenían remedio.
Llegamos al puesto y no hubo explicación posible; fui consignado y me mandaron buscar mi saco de equipaje con mis propiedades, las cuales tenía en el dormitorio que se encontraba vacío. A esa hora no llegaba todavía ningún preso de su trabajo, así que no pude dar aviso a mis amigos de lo que sucedía. Además, un sargento estaba conmigo y, saco al hombro, tomé otra vez el camino de la cárcel, donde me encerraron en una celda en espera de saber lo que iba a tocarme como castigo; ya no era esto lo que más me preocupaba, pues en tal instante pensé en la fuga, que veía seriamente comprometida cuando menos para mí, y todo por haberme metido en lo que no me importaba. Renegaba de mi estupidez jurando no volver a cometer, en mi vida, otra tontería como ésa.
A la mitad de la tarde vino a verme el sargento de mi grupo de trabajo para preguntarme la verdad sobre el motivo de mi consignación, y después de haberle relatado lo ocurrido, se fue prometiéndome intentar arreglar el lío en el cual me encontraba. Esta promesa me devolvió un poco el optimismo, pero cuando ya de noche me preparaba a que me pusieran el pie en la famosa argollita, tenía el convencimiento de que el sargento había fracasado en sus gestiones. En ese momento volvió el vigilante con la buena noticia de que el incidente estaba solucionado. Me eché de nuevo el saco a cuestas, pero esta vez alegremente y agradecido con el sargento por su bondad para conmigo y al mismo tiempo apenado con la idea de que al fugarme iba a pagar un favor con una ingratitud. En el dormitorio, mis futuros compañeros de viaje, quienes creían que mi arresto se debía al descubrimiento de los preparativos de nuestra fuga, estaban muy intranquilos sobre su propia suerte y por el dinero ya gastado en la empresa, y fue un alivio para ellos el verme entrar al dormitorio y enterarse del verdadero motivo de mi arresto; sólo La Gran Fatma, sentado sobre el borde del camastro, escuchaba mi relato remendando, con la mayor tranquilidad y hacendosa laboriosidad, un pantalón. Cuando terminé de contar lo que me había sucedido, dio un hondo suspiro y dobló su trabajo de costura, diciendo: “Ustedes me están matando con tantos pendientes que me ocasionan”. Después, tendió mi cobija en el lugar donde me acostaba, retiró las cosas que tenía en mi saco, las volvió a doblar y las puso bien acomodadas sobre la plancha que servía de repisa. Lo que acababa de sucederme nos hizo activar los preparativos de la evasión, con el temor de que algo imprevisto viniera de nuevo a trastornar nuestros proyectos; una semana después todo estaba listo.
El día convenido para la fuga, antes de las cinco de la tarde, hora en la cual teníamos que volver al penal, me dirigía a la obra donde trabajaban El Rojo y El Caid. Reunidos los tres, nos fuimos al llamado barrio de los liberados, situado a la orilla de la población, lugar denominado por su moradores El Edén: conglomeración de míseras cabañas edificadas sin ningún alineamiento, sobre terrenos a desnivel, mal construidas y techadas con planchas de láminas, algunas de éstas mantenidas en sus lugares con piedras; los caminos desiguales que fungían de calles estaban sembrados de inmundicias amontonadas en algunos lugares, dando al barrio de El Edén un olor peculiar que no era precisamente el del jazmín. En cuanto a sus habitantes, la mayoría eran individuos harapientos, famélicos, en cuyo rostro se reflejaba la miseria, la enfermedad, el abandono de ellos mismos y una cínica depravación. Pero subsistía en ellos el humorismo del típico trampa francés que se burla de su propia desgracia.
Sobre las puertas de algunas de las barracas se podían leer sus mal trazados títulos con pintura: “Mi Sueño”, “Delicia”, “Villa de las Rosas”; un infame puesto de fritangas estaba rotulado “Chez Maxime”; un desventurado sastre remendón tenía como letrero en su taller “El Selecto”. Si las intenciones del gobierno eran fomentar con este medio de deportación la colonización de la Guayana, la idea o los procedimientos empleados estaban equivocados.
El lugar que iba a servirnos de refugio era un pequeño taller de hojalatería donde vivía el liberado que nos estaba preparando la evasión, el cual nos hizo pasar a la pequeña trastienda, donde nos enseñó la forma de abrir una tapa que estaba en el piso de madera, bastante bien disimulada. En caso de peligro, o sea de un cateo de la casa, podíamos escondernos en ese lugar. Llegó mi paisano el albañil y poco después aparecía en el umbral de la puerta del taller el descomunal argelino, mascando y chupando un trozo de caña de azúcar con una inconsciente tranquilidad; pasó a la trastienda y se dejó caer sobre un banco que crujió bajo su peso, y dijo: “¡Ay, Dios, qué calor!...”, y siguió saboreando su pedazo de caña.
El liberado cerró su negocio; tomamos asiento alrededor de una mugrosa mesa y frente a una botella de tafiar. Conversamos con él para resolver los últimos detalles de la fuga; ya de acuerdo sobre lo que quedaba por hacer, el liberado nos recomendó evitar hablar fuerte. Dejándonos encerrados, fue a avisar a sus socios de nuestra llegada a su barraca. Volvió bien entrada la noche a informarnos que en cuanto a la embarcación y víveres todo estaba listo. Los peligros de recapturarnos eran ya muy conocidos y, por consiguiente, relativamente fáciles de evitar.
Pasamos el tiempo en interminables juegos de baraja y en prolongadas siestas. Todas las noches los tres liberados venían a conversar con nosotros y a ponernos al corriente de lo que sucedía en la población y en el penal.
A los siete días juzgamos que había llegado el momento de intentar el embarco; dejando los uniformes, nos vestimos con ropa de civil que nos compraron los liberados y que consistía en pantalón y camisola de tela caqui. Ennegrecimos nuestras caras y manos con corcho quemado mezclado con glicerina, que en la oscuridad y a cierta distancia nos daba la apariencia de cualquier habitante de San Lorenzo. Cerca de las once de la noche salimos divididos en dos grupos, cada uno de éstos guiado por un liberado; llegamos a la orilla del río sin incidente. Allí nos estaban esperando otros dos liberados con dos piraguas indígenas hechas con un tronco vacío. Nos embarcamos cada grupo en uno de esos inestables esquifes, acompañados de los cuatro liberados, quienes, dos en cada piragua, las conducían remando con pagayas; fuimos bajando el curso del río Maroní y ayudados por la corriente avanzamos con rapidez. El albañil, quien iba en la misma piragua que yo, preguntó a uno de los liberados si no existía el peligro de encontrarnos con alguna canoa de cazadores de hombres. El interpelado dejó de remar y, sonriendo, sin decir palabra, descubrió a su lado una escopeta de dos cañones cubierta con una cobija. El liberado que estaba tras de mí, a la popa de la embarcación, me llamó al mismo tiempo que me enseñaba otra escopeta que tenía igualmente escondida, diciéndome:
–Pero qué te creías, mi cuate, ¿que nos dedicábamos a este pequeño negocio sin las herramientas necesarias?