17. En tierras de Brasil

Observando lo que hacían y sin decirnos palabra, nos comprendimos y sentimos un momento de júbilo y de esperanza. Dos de los hombres y las mujeres, cargando varios bultos sobre la cabeza, se pusieron en marcha en dirección del caserío; no nos explicamos sus maniobras, pero solamente uno de los hombres se había quedado al cuidado de las canoas. Era un negro de color marrón, robusto, algo gordo, de mediana estatura y ya entrado en años. Por toda indumentaria tenía un pantalón de tela blanca que le llegaba más abajo de las rodillas; estaba muy atareado en rehacer unos bultos de balatas a la vez que cantaba un monótono canto boche; recostada sobre el borde de una de las canoas se encontraba una vieja escopeta de un cañón, de las que se cargan por la boca; juzgamos el momento propicio e intentamos aproximarnos más, pero los hijos de la selva tienen el oído fino y el negro pareció olfatearnos; dejó el bulto que estaba amarrando y enderezó el cuerpo, moviéndose alrededor con desconfianza al tiempo que se dirigía a donde se hallaba la escopeta. Estando a punto de ser descubiertos, salimos de nuestro escondite precipitándonos sobre el hombre, quien al vernos abrió desmesuradamente los ojos, pues nuestro aspecto y lo imprevisto del ataque le sorprendió a tal grado que se quedó como paralizado. Al reaccionar dio un salto, agarró la escopeta y quiso hacer uso de ella, pero ya era tarde; lo habíamos alcanzado echándonos literalmente sobre él. El Parisino, pasando tras sus espaldas, rápidamente deslizó su brazo derecho bajo el cuello y le fue aplicando la llave clásica de los atracadores de París. El Torero le tenía puesta la punta del machete en el costado y yo le arranqué de un tirón la escopeta de las manos, viendo que la cara del negro se congestionaba por la presión del brazo que le oprimía la garganta. Quería hablar pero sólo podía emitir roncos y entrecortados sonidos, por lo que dije al Parisino que lo dejara respirar; estaba indefenso y completamente atemorizado, pues lo teníamos rodeado amenazándolo con el machete y con su propia escopeta; antes de poder hablar, el negro fue tragando saliva al mismo tiempo que con una mano se frotaba la garganta; sus primeras palabras fueron para pedirnos que no le hiciéramos daño. Le aseguramos que ésa no era nuestra intención y que lo único que queríamos era que nos pasara en una de sus canoas al otro lado del río, y para tranquilizarlo le ofrecí una de las cinco monedas de oro de 20 francos que poseía, lo que calmó a medias su desconfianza, aunque volvía a preguntarnos con voz temblorosa si una vez pasados a la otra orilla no lo íbamos a matar. El Torero tuvo una idea para acabar de calmarlo: le enseñó la medallita de la virgen de Nuestra Señora de Lourdes, que había pertenecido al Bordelés, e hizo que le juráramos sobre esa reliquia que no le haríamos ningún daño.

El negro pareció más confiado, aunque nos pidió, para más seguridad, que hiciéramos el mismo juramento por la memoria de nuestra madre. Complacido, empezó, ayudado por nosotros, a descargar los bultos que quedaban en una de sus piraguas, siguiéndonos después al sitio en que se encontraba El Muñeco, quien casi inmovilizado por la debilidad, angustiosamente esperaba el resultado de nuestra arriesgada empresa y se alegró al ver que habíamos tenido éxito. El negro se quedó un instante parado frente al enfermo, observando detenidamente a nuestro compañero como para juzgar su estado, y sorprendidos le vimos arrodillarse a su lado para levantarle la cabeza; le fue examinando los ojos, le hizo sacar la lengua, al mismo tiempo que le tomaba el pulso y luego, delicadamente, le palpó el vientre y el estómago, pasando después con cariño la mano sobre la cabeza del Muñeco, quien le miraba con bastante azoramiento.

Sin decir palabra, el boche quiso llevar en sus brazos al enfermo hasta la canoa, donde lo acomodó con mucho cuidado. El Parisino, quien vigilaba todos sus movimientos escopeta en mano, comprendió, al igual que nosotros, que ese hombre era incapaz de hacernos una mala jugada y dejó la escopeta; el gesto de confianza pareció complacer al negro. Pronto nos encontramos navegando en dirección a la margen brasileña del río. El boche estaba a la popa de la embarcación, dirigiendo ésta con la pagaya. El Torero, El Parisino y yo remamos con una pagaya cada uno y con ardor.

Durante la travesía del río, el negro estuvo demostrándonos lástima e interés por nuestro compañero enfermo y nos dijo que él conocía unas hierbas que cortaban la disentería y curarían en ocho días a nuestro amigo. Pronosticó que si seguía con nosotros pronto moriría, agregando que si teníamos confianza en él, se encargaría de esconderlo y curarlo, y si El Muñeco quería, lo llevaría a vivir a su aldea, o de lo contrario lo pasaría del lado brasileño.

Nos quedamos indecisos; pedimos al Nizo su parecer, y el enfermo, que comprendía su estado desesperado, animado por la esperanza y la seguridad que daba el viejo negro en curarlo, y sabiendo por otro lado que iba a ser un estorbo para nosotros, parecía querer aceptar la proposición, pero nos pidió resolviéramos su caso. Vacilamos un instante; temíamos que el boche no cumpliera su palabra y entregara a las autoridades a nuestro compañero para cobrar la prima de captura; pero reflexionando, comprendimos que en el estado en que se encontraba El Muñeco, todo era preferible a la muerte que le esperaba. En eso llegamos a la otra orilla y el boche comprendió nuestra desconfianza y fue jurando acerca de sus buenas intenciones; parecía sincero, por lo cual le tuvimos confianza; él nos decía, para convencernos, que por ser descendiente de esclavos nunca haría perder la libertad a otro humano. Sabíamos que El Nizo no tenía dinero y le di una moneda de 20 francos; El Parisino le entregó un billete de 50 francos y le dejamos, además, dos de las tres cobijas que poseíamos. El Muñeco hacía esfuerzos por contener las lágrimas, pero éstas corrían por sus mejillas. Por mi parte sentía algo que me apretaba la garganta, y después de dar un apretón de manos al Muñeco, salté rápidamente a tierra seguido de mis dos compañeros. Parados en la orilla vimos cómo el viejo boche, con su extrema solicitud, acomodaba de nuevo a nuestro amigo y adquirimos el convencimiento de que ese hombre de color tenía un gran corazón y podríamos confiar en su palabra. El negro vino a tierra a despedirse de nosotros con un abrazo, deseándonos buena suerte; yo pensaba con sentimiento que si las circunstancias se hubieran presentado en otra forma, habríamos probablemente matado a ese hombre, más humano y caritativo que muchos blancos que se dicen civilizados.

Parecía que la providencia quería proteger a nuestro compañero enfermo mandándole en el último momento un salvador improvisado. Seguimos con la vista la piragua que se alejaba; El Muñeco, en un esfuerzo, se había incorporado a medias en la canoa agitando la mano, en el último adiós.

Ya nos encontrábamos en el territorio tan deseado de Brasil. Allá a lo lejos, la canoa que llevaba al Nizo llegaba a tierra. Quedábamos tres de los ocho prófugos y nuestra odisea estaba terminando.

Nos dimos la mano en gesto de solidaridad y compañerismo, y nos pusimos en marcha siguiendo la margen del río en dirección del mar. Dos o tres horas después, al anochecer, acampamos extendiendo la vela sobre nosotros para defendernos un poco de los piquetes de los zancudos, y al despuntar el alba seguimos nuestra marcha interminable. Advertimos, poco después de andar, que el lado brasileño del río estaba más poblado que el francés, pues encontrábamos en nuestro camino bohíos aislados, a los cuales dimos rodeos para evitar pasar en sus proximidades. Cerca del mediodía oímos voces y risas, por lo que avanzamos con cautela y pudimos observar a unas mujeres que lavaban. Notamos entre las ropas que estaban extendidas en la hierba algunas humildes prendas de vestir de hombre, pantalones de tela y camisetas remendadas. Teníamos absoluta necesidad de cambiar nuestros uniformes de penal, mejor dicho, los harapos que colgaban de nuestros cuerpos. Pensé proponer a las mujeres que nos vendieran lo que necesitábamos, pero comprendimos que nuestra situación y aspecto nos impedían actuar en tal forma. Nos quedamos al acecho pacientemente hasta que las lavanderas, como lo habíamos previsto, se fueron al llegar la hora del almuerzo, dejando allí la ropa; no muy lejos se veían entre los árboles los techos de palma de las chozas que habitaban. Apenas se había ido la última mujer cuando a toda prisa nos apoderamos de lo más indispensable para vestirnos. Eso sí, escogiendo lo que nos parecía mejor y más a nuestra medida, y con esa ropa todavía mojada bajo el brazo, nos fuimos como alma que lleva el diablo, disminuyendo nuestra marcha acelerada cuando nos faltó respiración.

Al anochecer empezamos a encontrar senderos y veredas; un pueblo o una aldea debían de estár cerca. Internados en la arboleda, pasamos la noche. A la mañana siguiente esperamos la salida del sol, extendiendo sobre unos matorrales las ropas mal adquiridas. Durante ese tiempo nos bañamos y lavamos con un pedazo de jabón de color verdoso y apariencia vegetal, que de paso habíamos hurtado a las lavanderas. Estando secas ya las ropas, las repartimos equitativamente. El Torero, de talla mediana, encontró un pantalón y una camiseta de mangas largas y agujerada, pero a su medida. El Parisino se vistió con un pantalón blanco muy corto y una camiseta que en otro tiempo debió haber sido roja. Por mi parte, me tocó un pantalón bastante parchado y un saco amarillo de cuello militar y muy estrecho; aun así vestidos, nuestra presentación dejaba mucho que desear, pues para poder mejorarla faltaba un sombrero que tapara nuestra cabeza rapada, en la cual los cabellos empezaban a crecer en forma de cepillo, pero sobre todo nos hacía falta rasurar nuestra barba crecida de casi un mes, que nos daba un aspecto patibulario. Hicimos un bulto de nuestros harapos, le amarramos unas piedras y lo arrojamos al río. A mitad de la tarde nos pusimos en camino y unas horas después, ya al anochecer, vimos un pueblo bastante grande. Queriendo dar un rodeo, debimos atravesar un camino que parecía una pequeña carretera bordeada de árboles; tres hombres, que parecían venir del pueblo, aparecieron inopinadamente a un recodo del camino, nos habían visto.

No tuvimos más alternativa para no parecer sospechosos que transitar nosotros por el camino, cruzándonos a los pocos metros con los tres caminantes. Pusimos cara de pocos amigos, con la esperanza de que así no nos dirigieran la palabra; pero al pasar a nuestro lado, los tres hombres, dos con tipo robusto de mulato, el otro más blanco y delgado, con tipo de mestizo, se pararon mirándonos con extrañeza y curiosidad; nos dirigieron un saludo al cual no contestamos por dos razones: para evitar conversaciones y por no saber saludar en portugués; no obstante, los tres sujetos, al ver que seguíamos nuestro camino, vinieron tras de nosotros y nos alcanzaron. Se quitaron el sombrero, dándonos un cordial apretón de manos. Empezaron a hacernos preguntas que no entendíamos; por fin, dándose cuenta de que no comprendíamos lo que nos decían, nos dejaron hablar. El Torero, por ser hijo de español, hablaba este idioma; yo, el italiano; ayudándonos con señas y gestos expresivos, logramos hacernos entender.

Por haber previsto que un caso como el presente nos pudiera suceder, teníamos preparado un cuento que fuimos detallando a nuestros interlocutores, éste es, que éramos balatistas, que veníamos del interior y que días antes, bajando del río con un cargamento de caucho, nuestra canoa se había hundido en un salto de agua, encontrándonos por eso desamparados y en el estado en que nos veían. Dicho esto, nos aprestamos a seguir apresuradamente nuestro camino, pero el mestizo parecía el portavoz de los demás; como apiadándose de nuestra penosa odisea, nos tomó del brazo con familiaridad y sus compañeros cargaron atentamente una parte de nuestro equipaje; con afluencia de palabras el mestizo nos dio a entender que nos llevaba a su rancho para darnos hospitalidad. Además, nos dijo que era amigo del jefe civil del pueblo cercano, población que supimos se llamaba Diamontis, y que al día siguiente haría gestiones con su amigo para que nos ayudara. No pudimos hacer otra cosa que seguir malhumorados ante ese hombre cortés y afable, quien, para nuestra opinión, se presentaba demasiado servicial y hospitalario y a quien en tal momento en nuestro fuero interno mandábamos a todos los diablos.

El rancho de ese señor era pequeño, rústicamente amueblado pero sin dejar de ser confortable, especialmente para nosotros, que desde hacía tiempo habíamos estado privados de la más elemental comodidad. Instalado en un sillón de mimbre bajo unos árboles frente a la entrada de la casa, saboreando una refrescante bebida hecha de agua de coco y arroz, respirando aire fresco de un tranquilo atardecer y viéndonos así después de tantos esfuerzos, peligros y sufrimientos, nos sentíamos positivamente volver a la vida, deleitándonos con optimismo de esa hora feliz.