15. Las torturas de la selva

Volvimos al bosque; nos vestimos y resguardamos bajo los árboles para dejar que pasara el aguacero y regresar a la playa. Ahora sentíamos el hambre. Después de muchas dificultades para encontrar ramas secas y poder encender una fogata, cocinamos todo el arroz que podía caber en la olla, con el propósito de conservar la mitad de ese alimento para el día siguiente, evitando así un doble consumo de agua para cocerlo. Satisfecho nuestro apetito con arroz hervido y carne de lata, pusimos más leña en la hoguera, alrededor de la cual nos tendimos para dormir. El compañero que iba descalzo tenía ya los pies en mal estado, por lo cual convenimos en que, desde el día siguiente, cada uno de nosotros prestaría un día sus zapatos al que no los tenía. Con esa decisión salomónica, nos dormimos pesadamente hasta el amanecer, hora en que consumimos los alimentos que quedaron de la víspera, no sin antes haber confeccionado una tapa con hojas grandes sostenidas por un pedazo de tela amarrado sobre y alrededor de la abertura de la lata que contenía el agua, impidiendo de esa forma que con el balanceo de la marcha se vaciara el líquido. Empezamos la marcha con más valor y optimismo que el día anterior. Los terrenos que a nuestro paso encontrábamos eran iguales a los que recorrimos la víspera. Antes del mediodía nos paramos para beber y descansar durante una hora; después proseguimos nuestra marcha. Vino la tarde y, contra lo que esperábamos, ese día no llovió. Al anochecer acampamos de nuevo en la playa. Nos quedaban apenas las dos terceras partes de agua, porción que distribuimos en dos partes: una la guardamos para tomar; la otra, para hervir nuevamente el arroz.

Esa noche transcurrió como la anterior y al alba nos pusimos en camino; quedaba una ración de medio litro de agua por hombre para pasar el día. Nuestra marcha se hacía más lenta e íbamos debilitándonos. Uno de nuestros compañeros a quien llamábamos El Bordelés, por ser nativo de Burdeos, siendo de constitución más débil, con esfuerzos podía seguir la marcha, quedándose algunas veces atrás. A la mitad de la tarde de ese día llegamos a un lugar de la costa de aspecto nuevo para nosotros y que nos pareció siniestro: inmenso lodazal, era una especie de fango oscuro, casi negro, en el centro del cual, y a más de 200 metros, pasaba una corriente de agua lodosa; era imposible seguir avante sin hundirse en el fango. Un solo camino nos quedaba y consistía en remontar tierra adentro, siguiendo la margen del lodazal e internándonos en la selva con la esperanza de que en el interior, donde el terreno estaba más alto, pudiéramos encontrar un lugar seco y firme para atravesarlo, pero como la noche venía, volvimos sobre nuestros pasos hasta no ver más el pantano. Escogimos un sitio arenoso; por no tener ya agua, sin beber ni comer nos preparamos a descansar con la preocupación y la incertidumbre de lo que nos esperaba al otro día. Para colmo, esa misma noche El Bordelés tuvo un acceso de paludismo y al despuntar el día nos repartimos la carga del enfermo. Emprendimos la marcha como lo planeamos en la víspera, siguiendo la orilla del lodazal e internándonos en la selva, en la cual teníamos que abrirnos camino casi continuamente con el machete. Constantemente descansábamos para tener fuerzas y seguir adelante; íbamos torturados por la sed, la cual procurábamos aliviar mascando hojas.

En esas condiciones la marcha se hacía cada vez más lenta y fatigosa; sólo nos animábamos al notar que el terreno era más elevado y las márgenes lodosas se estrechaban; ya entre las ramas, pudimos ver cada vez más cerca la corriente de agua que tanto anhelábamos, en forma de un gran arroyo, el cual no dejábamos de mirar durante nuestra marcha. Significaba para nosotros un poderosos acicate a la vez que un verdadero suplicio estar torturados por la sed, ver el agua tan cerca y no poder beber por no hundirnos en el lodo.

Por fin, a mitad de la tarde, encontramos un punto de tierra firme de dos metros de altura sobre el nivel del lodazal, el cual llegaba hasta el borde del agua, y más fue nuestra alegría al ver que la otra orilla del arroyo estaba igualmente formada por tierra firme. Llenamos la olla de agua y, sin dejar que se depositara en su fondo el lodo, bebimos hasta saciarnos. Pensamos acampar pero no dejábamos de mirar con curiosidad y recelo el aspecto de ese lugar tan desconocido para un europeo.

El arroyo tenía más de 12 metros de ancho; sin embargo, en donde la tierra era firme y boscosa, los árboles de ambas orillas cruzaban sus ramas sobre el mismo arroyo y con las lianas trepadoras formaban sobre el agua un domo verde de vegetación; las orillas en los lugares fangosos estaban cubiertas de plantas acuáticas y de caña de agua. La parte boscosa por donde habíamos venido formaba arcadas sobre nuestra cabeza, interceptando una parte de la luz del día, lo cual ocasionaba una penumbra de un extraño color verdoso; el suelo estaba cubierto de hojarasca de varios centímetros de espesor, la cual al desintegrarse se transformaba en una clase de tierra granulosa y oscura, y en el momento más caluroso del día, de esta húmeda alfombra salía un tenue vapor que sofocaba. En los árboles cercanos al arroyo había miles de pájaros de todos colores y tamaños, sin que faltaran los verdes pericos alegrando con sus gritos ese paisaje que no carecía de belleza. A pesar de ello sentimos una indefinida sensación de inseguridad. Estábamos todavía contemplando aquel paisaje y cambiando impresiones cuando El Bordelés, quien estaba extenuado, tiritando de fiebre y sentado a poca distancia, se puso rápidamente de pie y corrió a nuestro lado; con cara de espanto nos enseñó, a unos cuantos metros de nosotros, a una enorme serpiente del grueso del muslo de un hombre, la cual colgaba de un árbol como si fuera una colosal liana. Era de un color verde oscuro, casi negro. Durante nuestro camino habíamos visto en varias ocasiones a víboras que huían de nosotros, pero nunca a una serpiente. El reptil se confundió sorprendentemente con los bejucos que colgaban del mismo árbol, por eso no lo vimos de inmediato. Empuñando los machetes nos agrupamos instintivamente para la defensa. La serpiente, a causa de nuestros movimientos precipitados, parecía alarmarse, y aunque seguía colgada levantó la cabeza mirando en nuestra dirección pero sin dar muestras de atacarnos. Como nos habíamos quedado inmóviles, el reptil fue tranquilizándose y volvió a su primera posición, o sea con la cabeza casi al ras del suelo; parecía estar al acecho de algo, vimos entonces cerca del lugar unos sapos enormes, denominados sapos búfalos, pero no podíamos quedarnos con tales vecinos; por otra parte, llegaba el anochecer y tan cansados como estábamos no teníamos ningunas ganas de atravesar el arroyo en ese momento, y menos de alejarnos de ese lugar. El Parisino nos aseguró, y así lo sabíamos la mitad de nosotros, que sólo había que temer a las mordidas o a ser enroscado por ellas. Eso nos dio ánimo para ir a machetear a la serpiente, que al ver que nos aproximábamos a ella levantó la mitad del cuerpo que tenía colgado, abrió las fauces y fue emitiendo un raro sonido, medio bufido, medio silbido. Nos paramos en seco mirando que el reptil se descolgaba deslizándose a tierra. Levantando los machetes, esperamos el ataque, pero al tocar el suelo el animal huyó a toda prisa; en ese momento un inofensivo sapo búfalo brincó cerca de nosotros y El Parisino lo despanzurró de un tremendo machetazo; me quedé pensando si el hombre no sería más cruel que la bestia.

Apenas debían ser las cinco de la tarde cuando bajo la espesa vegetación ya casi reinaba la penumbra. Empezamos a preparar el sitio para pasar allí la noche; con el machete limpiamos la maleza unos metros cuadrados; prendimos una fogata y cocinamos “el eterno arroz”. Uno de nosotros se quedó de guardia para alimentar el fuego. Los demás nos preparamos para dormir, pero de pronto unas verdaderas nubes de zancudos de todas especies nos asaltaron en un continuo y enervante zumbido. A cada manotada matábamos sobre nuestra frente y cara varios insectos, cuyos piquetes atravesaban nuestras ropas ya desgarradas. No pudimos dormir; pasamos la noche tratando inútilmente de defendernos de los mosquitos; esos ínfimos enemigos eran más terribles que las fieras, según fue nuestra opinión de esa noche interminable. Cuando empezó a amanecer teníamos los ojos hinchados y la cara y las manos llenas de piquetes que nos ardían. Cansados y adoloridos, atravesamos a nado el otro lado del arroyo. Pudimos pasar, por medio de una cuerda tendida sobre el agua y amarrada a un árbol en ambas orillas, todo el equipaje y ropa sin que se mojara; pero no pudimos pasar así a El Bordelés, quien enfermo de calentura tuvo que atravesar el agua con ayuda de dos de nosotros.

Ya en el otro lado, y después de alimentarnos, hicimos provisiones de agua y nos pusimos en marcha en dirección a la costa, adonde llegamos al anochecer; allí acampamos. Durante todo ese día de marcha tuvimos que ayudar a nuestro compañero enfermo a caminar: su estado había empeorado. Lo cubrimos con las tres cobijas que teníamos; el frasco que contenía la quinina se perdió en el naufragio y no teníamos nada con que curarlo o simplemente aliviarlo de su mal. El Bordelés no probó alimento; nosotros, por el cansancio y el desvelo del día anterior, nos dormimos profundamente y despertamos bastante tarde, constatando que el enfermo no estaba a nuestro lado. Lo llamamos sin recibir contestación; fuimos en su busca siguiendo las huellas de sus pasos en la arena y sin poder explicarnos cómo ese hombre, que apenas podía ponerse en pie la víspera, había podido caminar cerca de un kilómetro de distancia, donde lo encontramos tirado boca abajo, muy cerca del mar, empapado de agua y ardiendo en calentura. Estaba delirando; lo cargamos hasta el sitio donde estábamos acampados, lo volvimos a acostar y no pudimos proseguir nuestra marcha pues teníamos que esperar un improbable alivio o el fallecimiento del Bordelés; aunque sabíamos el peligro que representaba para nosotros consumir el agua y los víveres sin adelantar en nuestro camino, ninguno de nosotros pensaba abandonarlo. Nuestra esperanza estaba en la lluvia y no nos falló ese día, aunque todavía teníamos agua. Cuando vimos el cielo nublarse, llevamos al enfermo bajo los primeros árboles del bosque; allí, resguardado del agua, quedó a su lado un amigo y paisano suyo, un bordelés hijo de español, de apodo El Torero.

El Parisino, El Nizo y yo volvimos a la playa para hacer acopio del agua con el sistema de la vela. En la noche, cuando nos preparábamos a dormir, pensamos amarrar los pies del enfermo para evitar que sucediera lo de la noche anterior, pero nos dimos cuenta de que ya no tenía fuerzas, no había recobrado el conocimiento y seguía delirando; sin embargo, entre las incoherentes palabras que pronunciaba a menudo, exclamaba el nombre de “madre”, como una llamada de auxilio a la que nunca falla; pero en ese caso el lejano amor materno era impotente. A su lado se acostó El Torero; cerca de la madrugada éste nos despertó diciéndonos que el enfermo parecía ahogarse. Comprendimos que nuestro compañero estaba agonizando. Al salir el sol, El Bordelés nos había dejado. Ese hombre tenía de 27 a 28 años, era de baja estatura, delgado, de facciones finas, ojos azul verdoso, cabello negro; cumplía una condena de 10 años por varios robos. Perteneció a una pandilla de ladrones, de la cual también El Torero fue miembro. El muerto llevaba en su cuello una cadenita de oro con una medalla de la virgen de Nuestra Señora de Lourdes, que al reverso tenía grabado su nombre y fecha de su primera comunión. El Torero se quedó como depositario de ese recuerdo, haciendo la promesa de entregarlo a la madre del desaparecido y haciéndonos prometer que si él moría y alguno de nosotros recobraba la libertad, mandáramos la medallita a su destino, dándonos con ese propósito una dirección. Enterramos a nuestro finado compañero, al igual que lo hicimos con El Lyonés. El Torero trenzó unos bejucos con hojas dándoles la forma de una corona, la cual depositó sobre el montículo de piedras que recubrían los restos de su amigo y del cuarto compañero nuestro que recuperó la libertad con la muerte.

Cuando El Parisino, El Muñeco y yo nos fuimos alejando, El Torero rezaba con fervor sobre la rústica tumba. Poco después volvió a nuestro lado y, como nosotros, fue preparando su bulto de carga; le veíamos con disimulo de vez en cuando; con el dorso de la mano se secaba las lágrimas que no podía contener. Nos pusimos en marcha y antes de que desapareciera de nuestra vista el pequeño montículo de piedras que dejábamos tras de nosotros, El Torero, que venía al último, volteó en esa dirección e hizo la señal de la cruz como un postrer adiós a aquel que ya no podía seguirnos.