10. Preparativos de fuga
Me aconsejó cambiar el verde agua por verde intenso, el azul por amarillo y el gris por rojo. Volvía a dibujar y a pintar otro modelo con los colores mencionados y resultó un contraste del peor efecto; desconfiado, pensé que probablemente el cabo me había jugado una broma. En ese momento entró el dueño y me pidió que le enseñara los croquis. Vio el primero pero se entusiasmó por el segundo, el que yo había hecho con el colorido aconsejado por el cabo. Este tenía razón; no en balde había pintado durante 21 años en la Guayana.
El dueño del bungalow ordenó que se quitaran los muebles de la sala para que yo pudiera empezar mi trabajo. Una vez desocupada llevé mis utensilios. En ese momento entró en la pieza una joven recamarera de entre 18 y 20 años, más negra que un grillo, de labios gruesos amoratados y abultados, cabello lanudo y corto, un cuerpo alto, flaco nervudo, como de hombre; en una palabra, no era precisamente un bonito ejemplar de la raza negra, y como si esto fuera poco, estaba ataviada como las doncellas que sirven en las casas de alta alcurnia en París; vestido de falda corta, un pequeño delantal blanco, medias negras, media cofia del mismo color y zapatos de charol; traía un bulto de periódicos viejos que con mal humor empezó a extender sobre el piso para evitar que se manchara, y dirigiéndome la palabra con voz autoritaria y chillona me hizo un sinnúmero de recomendaciones. Le pregunté con dulzura si podría indicarme alguna forma de pintar sin pintura, pues así podría complacerla más fácilmente. Al comprender que me estaba burlando de ella, irguiendo su cuerpo del tamaño que era, me miró dos o tres veces de pies a cabeza con el más profundo desprecio; dio media vuelta y con el cuerpo rígido, taconeando recio, se fue sin añadir una palabra. Al mismo tiempo que me quedé viéndola cuando salía de la pieza, pensaba qué comprobación tan evidente tenía en ese ejemplar la teoría darwiniana respecto a que el hombre desciende del mono.
El dueño de la casa era un hombre bueno, al contrario de lo que al principio creí, era inteligente y humano. Pidió al sargento que al mediodía me quedase en su casa, donde comí en la cocina. La cocinera, una excelente mujer, gorda, de piel marrón, de unos 40 años, me servía de comer en abundancia y además, en la tarde, cuando ya me iba, me daba algunos alimentos para llevarme al penal. Habría podido estar satisfecho de mi buena suerte si no hubiera sido por la recamarera, esa lagartija negra que no perdía la oportunidad de amargarme la vida. Una vez entró al cuarto donde yo pintaba; mientras cambiaba algunos papeles del suelo renegaba, según su costumbre, de todos los presidiarios en general y particularmente de mí. Casi siempre la escuchaba sin contestarle una sola palabra, pero esa vez, para mofarme, se me ocurrió decirle:
–Oiga, preciosa, parece mentira que siendo usted tan bonita tenga tan mal genio.
Esperaba que la recamarera estallara en un acceso de rabia, pero no fue así; volteó la cara con coquetería al mismo tiempo que su boca dibujaba una ancha sonrisa, dejó de renegar y se fue riendo, por primera vez. Más asombrado me quedé cuando media hora después me llevó, con cara risueña y amable, un refresco y unos pasteles; desde ese día no volvió a molestarme. Como siempre era amable y obsequiosa conmigo, cada vez que se presentaba la oportunidad no dejaba de alabar su belleza y elogiar su distinción y elegancia. Al ver que le gustaba ser admirada, tuve una idea: por unos cuantos centavos mandé hacer unos versos a un presidiario medio loco que se creía poeta; entregué los versos a la recamarera, le dije que yo era el autor y que me había inspirado en su belleza morena; nunca me habría atrevido a decirle que era negra. Quedó encantada por los versos y creo que le llegaron al corazón, pues un día, con mucha condescendencia, me dijo que si yo quería tener la dicha de poseerla, debía cumplir mis ocho años de sentencia y observar una buena conducta; sólo así podía tener la esperanza de obtener su mano. Las dos perspectivas eran realmente encantadoras.
En el penal por ningún motivo podría recibirse dinero; el reglamento lo prohibía estrictamente, y al reo que se le encontrara se le decomisaba y era castigado; pero el cabo pintor me reveló el medio para introducirlo. Me explicó que la mayoría de los reos que cumplen su sentencia –o sea “los liberados”– son contraídos, bajo la ley de interdicción, a quedar, por tiempo limitado o de por vida, como residentes de la colonia, donde algunos poseen pequeños comercios o tallercitos y reciben a su nombre el dinero que los familiares de los reos en curso de sentencia, les mandan desde Francia; a su vez, personalmente lo entregan al destinatario, a quien descuentan 20% de comisión sobre cualquier cantidad. Casi nunca se llega a dar el caso de que la suma mandada se pierda.
El cabo, al continuar su relato, se refirió a un antiguo presidiario que religiosamente entregaba lo que recibía al destinatario, y si por alguna circunstancia imprevista, como el desplazamiento o la defunción del reo, no había podido hacer la entrega, devolvía el dinero a su remitente. Ese ejemplar comportamiento se debía, en parte, a que si un liberado se apoderaba indebidamente del dinero, por lo general perdía la vida a manos de los demás que vivían del mismo negocio. Los francos recibidos de contrabando eran empleados, casi siempre, para organizar evasiones.
Algunos liberados se asociaban entre sí para formar lo que podría llamarse una agencia de evasiones: vendían barcos con su mástil, vela, remos y barril para el aprovisionamiento de agua y víveres; en una palabra, listos para hacerse a la mar. Además, escondían a los prófugos si las circunstancias lo exigían, hasta que pasara el tiempo más activo de la persecución; todo era cuestión de dinero.
En tales condiciones, bastante fácil parecía a primera vista la fuga; pero en la práctica los peligros eran innumerables. La estadística siguiente lo comprobaba: de cada 100 prófugos, 40% eran recapturados antes de poder embarcarse; 20% arribaban a las colonias inglesas u holandesas, de donde las autoridades los extraditaban a la Guayana francesa; 10 o 15% llegaba a Venezuela, país sin leyes de extradición; los demás, o sea, 25%, perecían en la empresa. Las tentativas de fuga por tierra podrían considerarse poco menos que imposibles; solamente los recién llegados, desconocedores del peligro, la intentaba; únicamente los indios y los boches, antiguos esclavos negros, pueden dirigirse y encontrar elementos de vida en la selva virgen.
Tuve ocasión de ver a algunos presidiarios que volvían de un intento de evasión por tierra, al momento de ingresar a los calabozos o en el hospital. El estado de estos hombres no podía ser más lastimoso: casi desnudos, las piernas cubiertas de llagas, los pies hinchados y destrozados por las “chinches” (niguas), unas imperceptibles pulgas que penetran en la piel de los talones, en los dedos y hasta debajo de las uñas de los pies; allí depositan sus huevecillos, los cuales al ser extraídos dejan unos huecos que al menor descuido pronto forman una infección gangrenosa. Otras calamidades son ocasionadas por una mosca que pica y deposita bajo la piel del cuerpo, principalmente en los hombros, un huevecillo del cual nace un “buvanos peluso”, el cual se desarrolla en la carne del paciente y ocasiona llagas al ser extraído. El paludismo, la terrible diarrea y el anquilostamo también atacaban al hombre blanco. Y a todo esto se añadían la sed y el hambre; en algunos casos aislados se encontró carne humana en la mochila de un prófugo, la cual provenía de un compañero de fuga. Por lo general, los fugitivos caminaban por tierra varios días; y cuando, extenuados, enfermos y hambrientos, se creían muy lejos del penal y se daban cuenta de que habían vuelto al lugar de su partida, muchos de ellos hasta se alegraban de terminar así su aventura y de no haber muerto en la selva, como ocurría en la mayoría de los casos.
Después de un mes hice la gestión necesaria para recibir dinero e intentar fugarme con otros del mismo grupo. El cabo pintor me presentó con un liberado, dueño de un pequeño taller mecánico; siguiendo las instrucciones que me fueron dadas, les pedí a mis padres 5 mil francos, que dos meses más tarde recibí; el liberado se quedó con mil 250 francos por su comisión. Como yo, otros tres reos de nuestro grupo se dirigieron a familiares o amigos para pedirles dinero. Sólo dos recibieron más o menos la misma cantidad de dinero que yo. Nos pusimos de acuerdo e hicimos en conjunto un regalo en efectivo al cabo pintor, quien siguió ayudándonos a preparar nuestra evasión. Se puso en contacto con viejos amigos suyos ya liberados, éstos pronto nos consiguieron una barca equipada y con el imprescindible barril de 250 litros de agua. La embarcación estaba escondida en un riachuelo cerca del mar, a siete u ocho kilómetros de distancia de la población.
Todo lo teníamos listo excepto los víveres, los cuales debían ser llevados al momento de partir. Nuestro destino iba a ser Brasil, por ser este punto el más cercano, aunque no el más fácil, en vista de los vientos alisios y las corrientes marinas que van en dirección opuesta.
Tenía suficiente conocimiento náutico para dirigir la embarcación; además, entre los seis compañeros que iban a fugarse conmigo estaba un corso que había sido pescador en su isla. Cuatro de nosotros pertenecíamos a equipos sin vigilancia, pero dos trabajaban en los talleres y para ellos era más difícil la fuga: salían del penal y volvían a él en un grupo escoltado por los vigilantes, y durante las horas de trabajo tenían a un sargento de vigilancia en la puerta de los talleres. Pero todavía más dificultosa se presentaba la huida para el Córcego, quien trabajaba en un equipo de castigo dedicado a abrir caminos bajo la constante custodia de un guardián para cada 10 reos. El lugar convenido para reunirnos era una casa de madera situada en una pequeña plantación, en las afueras de Cayena, la cual pertenecía a un liberado encubridor nuestro en la evasión. Ese sitio era el más apropiado para escondernos.
Durante unos días debíamos permanecer escondidos hasta que disminuyera la búsqueda que los vigilantes y los cazadores de hombres harían en pos de la pista de nuestra fuga, lapso que también nos serviría para elegir la noche que mejor nos conviniera para transportar los víveres y embarcarnos.
Le propusimos al cabo que se fuese con nosotros, pero nos dijo:
–Muchachos, yo ya estoy muy viejo para ese baile, y en cualquier país al que fuera, para mí la vida sería más dura que aquí…
Comprendimos que tenía razón y no insistimos; sin embargo, el día que se despidió de mí se reflejaba en la cara del viejo presidiario un extraño sentimiento mezcla de tristeza y alegría; lo atribuí a algún recuerdo de libertad y a la satisfacción íntima de que nosotros, en parte, le deberíamos la libertad que recobraríamos.
Llegó el día fijado para la fuga; eran las dos de la tarde. Antes de separarnos para ir cada quien con su equipo, nos dimos un fuerte apretón de manos y a la vez mutuamente nos deseamos buena suerte.
En ese entonces pintaba yo una casa recién construida y tenía a la vuelta un compañero de trabajo que no estaba al tanto de mi proyecto; al faltar un cuarto para las cinco de la tarde pretexté que iba a comprar algunos alimentos y encargué a mi colaborador que llevara mis útiles a donde teníamos que reunirnos todos los grupos con nuestro vigilante, lo cual hizo con la mayor buena voluntad.