9. Los cazadores de hombres.
Un duelo en el penal
Durante el proceso no mencionamos a La Tía para evitar que ella, a su vez, comprometiera a nuestras compañeras. Después recordé a mis padres, a María y su niño; no sé por qué pensaba tanto en ese muchacho de carita apacible y voz dulce, que me tenía tanto cariño. En mi mente desfilaban todos esos recuerdos, recapacitaba y comprendía que a pesar de las circunstancias yo había propiciado mi propia desgracia y acabé por renegar de mí mismo.
El 8 de enero de 1921, el barco entraba al puerto de Cayena, en la Guayana francesa. Hacía un calor sofocante y deprimente, sobre todo para el hombre inaclimatado que del invierno europeo llegaba al clima tropical. Acabando de desembarcar, nos llevaron al establecimiento penal. En el trayecto vimos extrañados a algunos presidiarios que andaban sin vigilancia y hacían la limpieza de las calles, confundidos entre los habitantes de raza negra y funcionarios, es decir, familiares de los funcionarios del penal. Los presos tenían a su cargo todos los servicios sanitarios de la ciudad y la construcción de la mayor parte de los edificios; ellos conducían las lanchas del puerto y eran los estibadores que cargaban o descargaban los escasos barcos que comerciaban con la colonia.
El edificio del penal tenía dormitorios como de 40 por ocho metros; en su interior y a lo largo de los dos muros más extensos que formaban el cuadrilátero de cada uno de los dormitorios había un camastro continuo junto a la pared, que servía de litera común a los presos. La cobija tendida sobre la tabla nos servía de colchón; algunas prendas de vestir dobladas, de almohada. Eso era lo que constituía nuestra cama. Todas las ventanas eran grandes y con barrotes de hierro. En el centro del pasillo, entre las dos filas de literas, había un espacio de cuatro metros de ancho en el cual se encontraban dos barriles con agua para todos los usos, en vista de que sólo en el patio del presidio había agua corriente. Cada dormitorio tenía cupo para 100 hombres. A las seis de la mañana un tambor daba el toque de “levantarse”, y después de una distribución de pan y café negro, los reos se formaban en dobles filas en el patio para pasar la primer lista reglamentaria. Después se dividían en varios grupos que salían a las siete de la mañana del penal; estos grupos o “equipos” desempeñaban trabajos diferentes en la población; fuera de los ya mencionados, eran empleados en algunas fábricas, talleres mecánicos, fundiciones, sastrerías, zapaterías o en almacenes de manutención del gobierno.
Cada grupo de trabajadores tenía su respectivo vigilante, pero muchos de estos grupos debían dividirse, como los que tenían a su cargo el aseo y los diferentes servicios sanitarios. Los integrantes se dirigían, cada uno separadamente, a su puesto de trabajo y a las 12 del día se reunían en un lugar fijo; allí los esperaba el vigilante, y cuando el grupo estaba reunido por completo, regresaban al penal. Si alguno faltaba a la lista, el sargento señalaba desaparecido al reo, y si acaso tenían una pista de él, se enviaban unos sargentos en su busca; pero en la mayor parte de los casos, las 24 horas se le señalaba simplemente como prófugo.
Algunos negros, aparte de sus ocupaciones rutinarias, se dedicaban a la búsqueda de los presidiarios prófugos, por las selvas, ríos o alrededores de la ciudad, con perros amaestrados en esa clase de cacería; se lanzaban en su persecución desde que una evasión estaba señalada, y por cada prófugo que recapturaban, vivo o muerto, recibían un premio de 25 francos; cuando el fugitivo era matado a tiros a cierta distancia en la selva, bastaba como comprobación mostrar a las autoridades la matrícula impresa del uniforme del reo, y a falta de ésta, una oreja del prófugo. A estos indígenas se les denominaba “cazadores de hombres”.
En cualquier ramo los trabajadores empezaban a las siete de la mañana para terminar a las 12; reanudaban sus labores dos horas después y las finalizaban a las cinco de la tarde.
Las puertas de los dormitorios se cerraban a las siete de la noche y no se abrían más hasta el día siguiente, pasara lo que fuera.
Una noche, a los pocos días de mi llegada al penal, cuando ya estábamos encerrados, dos reos que tenían ya varios años en la Guayana comenzaron a reñir entre sí, ambos estaban armados con cuchillos fabricados en el mismo penal; se despojaron de sus camisolas, con las cuales cada quien envolvió su antebrazo izquierdo para emplearlos de escudo, y con el busto desnudo, en el pasillo del dormitorio, se trabaron en una especie de duelo que duró poco. Los dos avanzaron lentamente al encuentro de su contrincante; uno de ellos empezó a describir un círculo alrededor de su adversario; éste seguía atentamente los movimientos de su rival sin dejar de hacerle frente girando sobre sí mismo. Hubo algunas fintas, esquivas y paradas, hasta que el primero lanzó un golpe directo, que fue parado en parte y sólo causó una leve herida en el costado de su contrario, quien aprovechando que estaba descubierto aquél, contestó tirando a fondo una cuchillada que alcanzó a su opositor, el cual se dobló llevándose la mano al abdomen y cayó de rodillas; el herido quiso levantarse pero ya no pudo. Entonces sus amigos y partidarios lo llevaron a su lugar del camastro y descubrieron el vientre del cual salía una hernia intestinal; taparon la herida con un trapo bastante sucio y luego llamaron a los vigilantes, quienes desde afuera preguntaron qué pasaba. Después de escucharnos, dijeron que por ningún motivo podían abrir la puerta, sino hasta la hora reglamentaria, y sin más explicaciones se alejaron quedando el herido agonizante desde las 11 de la noche hasta las tres de la mañana, que fue cuando cesaron sus gemidos, ¡el hombre había fallecido! A las seis de la mañana, hora reglamentaria de abrir la puerta, se llevaron el cadáver, y sin mucho interés los sargentos preguntaron quién era el victimario del occiso. Ninguno lo sabía, ¡tal es la ley del presidio entre los reclusos! Un amigo de la víctima podrá vengar al caído, mas nunca denunciar al homicida.
Habiendo cateado el dormitorio, los vigilantes encontraron algunos cuchillos, y una hora más tarde pocos reos no tenían de nuevo su arma.
Durante los ocho días que siguieron a nuestra llegada, los recién venidos no salimos del penal por tener que pasar al departamento de antropometría para ser fichados y clasificados según el oficio que teníamos cada quien. Mi ficha carcelaria mencionaba la profesión de mi hermano, la de joyero. No había empleo para ese oficio. Luego me preguntaron qué otra cosa sabía hacer, y contesté:
–Conozco dibujo y algo de pintura.
Entonces me incorporaron al grupo de pintores. Emilio, quien era farmacéutico y enfermero graduado, fue enviado a San Lorenzo, el principal penal de la Guayana. La mayoría de los 800 reos que llegaron conmigo también fueron trasladados allá en un vapor costeño que bimestralmente recorría el litoral guayanés desde el río Oyapock hasta el Maroní.
La primera vez que salí del penal con el grupo de pintores fue un lunes por la mañana. Nos llevaron a un edificio donde estaban almacenados los materiales y herramientas para todos los oficios que los reos desempeñaban. Allí fui provisto de una escalera, un cubo, unos pinceles y pintura.
El sargento, después de haber despachado a los demás del grupo, me llevó a un “negocio” de abarrotes, propiedad de un chino, donde tenía que pintar el rótulo del establecimiento, y después de darme las instrucciones necesarias para el trabajo, se fue dejándome solo. Me puse a trabajar con buena voluntad, hasta donde me permitía el calor, al cual no estaba acostumbrado, lo que me hacía sudar copiosamente. Comencé mi trabajo y avanzaba bastante rápido; como nunca había pintado letras, estaba satisfecho de mí porque el trabajito me salía bien. En eso oí una voz poco cortés que partía del pie de la escalera en que estaba trepado, y que me gritaba:
–¡Oye, idiota, no pintes tan de prisa!
Me quedé un instante sorprendido; después bajé de la escalera para protestar por el calificativo, que no me había caído bien. Mi interpelador era un viejo presidiario, alto, flaco, con la piel apergaminada y requemada por el sol; no se inmutó por mi enérgica reclamación, pero eso sí, tenía la mano metida detrás de la blusa a la altura de la cintura, lugar donde por lo común se lleva el cuchillo, y volvió a decirme muy tranquilo:
–No se excite, joven, no vengo a pelear; sólo a darle un consejo porque veo que le hace mucha falta, y en la vida no hay que ser cretino. Soy el cabo de los pintores, te voy a entregar una ficha para que anotes en ella lo que consumes de pintura; tienes que apuntar el doble, y si usas una brocha, anotas dos, y de igual manera todo lo que emplees de ahora en adelante. Si el amarillo ese te pide que le hagas un trabajo extra, se lo haces pero cobrándole por separado, y no lo menciones en la ficha que te acabo de dar. Recibirás en efectivo una tercera parte del valor de tu trabajo. Haz durar el trabajo el mayor tiempo posible, porque te pagan por día y no por lo que hagas.
Le contesté que estaba bien, que así lo haría, pero que le aconsejaba no volver a llamarme idiota en lo sucesivo y que se abstuviera de alusiones sobre cretinismo si todavía quería conservar los pocos dientes que le quedaban en la boca.
–Eso –me dijo– todavía está por verse cuando se presente la ocasión; de todos modos me caíste bien, muchacho; vamos a ser buenos cuates.
Me tendió la mano antes de irse. En efecto, ese viejo presidiario fue para mí un amigo y un gran iniciador que me puso al corriente de todas las triquiñuelas del presidio.
Respecto al chino, no me encargó ningún trabajo suplementario, pero me obsequio dos cajetillas de cigarros y una lata de conserva en calidad de propina. Fuera del trabajo, en el recinto del penal, los reos del mismo dormitorio tienen por costumbre formar grupos de tres a seis individuos que simpatizan entre sí; cada quien lleva lo que puede conseguir durante su trabajo fuera del penal; lo que se junta sirve para mejorar la alimentación, pero no siempre las cosas eran bien adquiridas. Por ejemplo, un compañero de nuestro grupo que trabajaba como cargador de mercancía en los almacenes del gobierno, tenía la costumbre de amarrarse en el tobillo los largos calzones reglamentarios, y cuando el sargento de vigilancia se descuidaba abría un saco, ya fuera de arroz, azúcar, café o harina, para sacar puñados de su contenido, los cuales introducía por la cintura en ambas piernas de su calzón; al llegar al dormitorio ponía un papel sobre la litera y sobre él desataba el amarrado de sus tobillos para vaciar allí el cargamento, el cual era recogido y alzado. Una vez, durante el trayecto de los almacenes al edifico del penal, se le aflojó una ligadura, lo cual ocasionó que a cada paso que daba dejara una blanca huella de harina, el vigilante que acompañaba al grupo no tardó en fijarse en el rastro, y al llegar al penal lo registró y le encontró en las piernas del calzón dos kilos de harina, por lo cual fue castigado con 15 días de calabozo a pan y agua. Como era nuestra obligación, los del grupo le hicimos llegar alimentos y así evitamos que resintiera la dureza del castigo. Salió del encierro fresco como una rosa y más descansado que si hubiese estado trabajando.
Los 15 días siguientes, por no haber trabajo de decoración, me ordenaron que blanqueara algunas salas del hospital; al terminar allí decoré el bungalow de un individuo de raza negra. La residencia contaba con varias piezas grandes, el dueño vivía en compañía de su familia formada por su esposa de la misma raza y varios hijos; la servidumbre se componía de mozo, cocinera y recamarera. El sargento me recomendó que hiciera todo lo posible para dejar satisfecho al propietario de la casa, quien quiso ver algunos proyectos de pintura sobre papel para escoger la decoración. Cuando acabé el primer croquis, se presentó el cabo pintor, miró el dibujo que estaba acabando y me dijo:
–A ese tipo no le van a gustar esos colores; deben ser un poco más vivos.