7. Un automóvil sospechoso
La esposa de Alberto era una mujer de cuerpo delgado, modales distinguidos, fina facción y carácter dulce y sumiso, lo cual hacía que yo le tuviera estimación.
Al padre de mi amigo le gustaba que toda la familia estuviera reunida durante la comida, por tal causa la esposa de Alberto y su querida se sentaban juntas a la mesa. Esto creaba una situación embarazosa; yo le tenía lástima a la esposa engañada; por otro lado, el cariño amistoso que sentía por Luciana, amiga, compatriota y compañera de andanzas, me hacía comprender cuán molesta era para ella esa intimidad.
Muchas veces, por prudencia, Alberto no salía de la casa, se quedaba con su señora y sus hijos durante el tiempo que Luciana, María, su hijo y yo salíamos a pasear por la ciudad, guiados por su padre. En esos paseos me las ingeniaba para encontrarnos lo más lejos posible de la casa a la hora de la comida, y así poder ir a un restaurante a almorzar para que Luciana y la esposa de Alberto tuvieran el menor trato y para que la segunda estuviese mayor tiempo sola con su esposo. De ese modo creía descargar un poco mi conciencia.
Después de dos meses en Nápoles, resolvimos volver a Francia. Presenciamos la tristeza que causaba la separación a los padres de Alberto, a su esposa e hijos, y el llanto que salía de lo más íntimo de sus corazones. Esto despertó en mí los buenos sentimientos y el recuerdo de los míos; me sentía arrepentido de los pesares que les había ocasionado, pensaba si sería posible volver al bien. El chiquillo de María, que copiosamente lloraba en mis brazos, me pedía que lo llevara conmigo. Era un niño gordito, de grandes ojos negros y cabello rizado; se parecía a su madre. Le tomé cariño durante mi estancia en Nápoles, al grado de quererlo como a un hermanito. Intenté llevarlo conmigo, pero Alberto se opuso y nos hizo comprender, tanto a María como a mí, que con la vida que llevábamos expondríamos al niño a lo peor y a un mal ejemplo. Con esas palabras comprendí sus intenciones de seguir la misma vida, y, a pesar de la súplica de su esposa, mediante el pretexto de que él tenía primeramente que encontrar en Marsella una casa adecuada para que pudiera llevarla con sus hijos, dejó otra vez a su familia en Nápoles, con la engañadora esperanza de que pronto vendría a reunirse con ella.
Después de despedirnos en la estación de numerosos familiares de María y Alberto, cuando el tren se puso en marcha, me sentí invadido por un extraño sentimiento de angustia y decepción a pesar de que disfrutaba en ese momento de todo lo que tanto había deseado unos años antes, o sea no estar encerrado en un taller, disponer con libertad de todo mi tiempo para recrearme, viajar y andar siempre elegantemente vestido. Tenía dinero; además, una mujer bonita como amante; no obstante, no me sentía feliz. Comparé mi salida de Nápoles con mi partida del año anterior cuando dejaba Tolón rumbo al frente de batalla, en esa época no tenía nada de lo que deseaba poseer; ahora lo tenía todo y, sin embargo, si hubiera podido volver al pasado lo hubiera hecho, porque en ese tiempo creía firmemente que estaba en el camino de la regeneración.
Al llegar a Niza nos hospedamos en un hotel; visitamos la ciudad y fuimos a jugar al Casino de Montecarlo. Alberto era afecto al juego. Yo, sin gusto, aposté, y como perdí algún dinero no seguí jugando, ya que sólo fui allí por complacer a mi amigo. Regresamos la siguiente noche y sin ganas aposté de nuevo, pero, contra lo que esperaba, gané y comencé a tenerle interés al juego. Alentado por Alberto seguí jugando; por supuesto, apostaba cada vez más, y cuando salí del casino había ganado unos 18 mil francos, que al cambio de ese tiempo equivalían a mil dólares. Con eso contraje un vicio más: el juego. Al día siguiente yo fui el más entusiasta en ir a Montecarlo. Volvimos y casi perdí todo lo ganado en la víspera, pero en compensación Alberto ganaba. Durante los 15 días que estuvimos en Niza no faltamos una noche al casino; ganábamos y perdíamos alternativamente, pero acabamos por perder en definitiva una buena cantidad de dinero adquirido con bastante peligro.
Durante el trayecto de Nápoles a Niza, María, quien se sentía amargada por la separación de su hijo, convino conmigo en emplear el dinero que teníamos para abrir un negocio de joyería y dejar la vida azarosa que llevábamos. Desgraciadamente, la pérdida que tuvimos en el juego disminuyó bastante el capital que pensábamos invertir en ese proyecto. Alberto conservaba en alquiler la casita de Marsella, ubicada cerca del mar, y no obstante encontrarnos en invierno, cuando llegamos a la ciudad los cuatro fuimos a vivir en ella. Mi familia se había mudado del barrio y estaba viviendo en una casa sola de la colonia Perrier. El trabajo de mi padre prosperaba y ya ocupaba varios obreros. Comprendí que trabajando honradamente también podía ganar dinero sin riesgo y con más provecho que como lo estaba haciendo. Mi resolución por regresar al buen camino se fortalecía por el ejemplo de mi padre. Sentía un gran placer de volver otra vez a ver a mi madre y ser mimado por ella. Mi padre ignoraba en absoluto a lo que yo me dedicaba, pero tenía la certeza de que en algo ilícito estaba metido. Muy a menudo iba de noche a cenar con ellos; por la situación ilegal en que me encontraba como desertor del ejército, no podía sin riesgo vivir a su lado.
En una ocasión en que me encontraba solo con mi madre, me preguntó a qué me dedicaba; mintiendo le contesté que Alberto y yo habríamos casas de juego clandestinas en las ciudades de recreo y nos quedábamos cortas temporadas en cada población para evitar que las autoridades locales nos conocieran.
Esta explicación pareció tranquilizar un poco a mi padre, quien probablemente temía que estuviera metido en algo peor. De todos modos me dijo:
–Eso no está bien; vuelve a tu oficio y así acabarás de perfeccionarte; vete a París, que ya pronto va a haber un armisticio para todos los desertores y podrás volver a Marsella cerca de nosotros; yo te facilitaré, si es necesario, los fondos para establecerte. Sólo te pido que vivas honradamente.
Firmemente resolví seguir esos consejos, y al salir de la casa de mi familia con María, le conté la conversación que había tenido con mi padre; ella aprobó mi resolución y tuvo los mismos deseos. El acuerdo entre los dos estrechó más nuestro cariño. Por tener tiempo todavía, resolvimos ir a un cine, del que salimos aprisa sin terminar de ver la función para no perder el último tren al lejano suburbio donde vivíamos. Al llegar a nuestro destino, que era la terminal, tuvimos que andar a pie los 10 minutos del trayecto que nos separaba de la vivienda. Caminamos muy tranquilos del brazo, siguiendo la ribera del mar, tiempo en que platicamos de nuestros proyectos sin cuidarnos de nadie hasta llegar a la casita.
Al disponernos a abrir la puerta, divisamos en la carretera, con cierta desconfianza, un auto que como a 60 metros de distancia venía tras de nosotros. Al parecer nos había seguido desde el centro de la ciudad, porque de pronto recordamos haberlo visto cuando íbamos en el tranvía. Ya en la casa, fuimos rápido a una ventana que daba al camino y dejamos la pieza a oscuras para ver a través de las persianas. Notamos, por el color del coche, que era de alquiler. Cuando pasó lentamente frente a nosotros pudimos divisar que, además del chofer que manejaba, en el asiento trasero se encontraban dos mujeres y un hombre, cuyas fisonomías, por ser de noche, no pudimos distinguir. El auto, como a unos 100 metros de la casa, dio media vuelta, y a mayor velocidad emprendió el regreso a la ciudad. Esa maniobra nos hizo suponer que serían algunos trasnochadores que tomaron la orilla del mar como paseo. Nos fuimos a acostar sin pensar más en ese incidente. A la mañana siguiente desayunábamos con Alberto. Le comuniqué lo que María y yo habíamos resuelto para el futuro. Según me pareció al principio, no quedó muy conforme con mi propósito, y me insinuó que antes de retirarme diéramos otro golpe para tener mayores recursos y emprender cualquier negocio honrado.
Esta vez no me dejé convencer, pues deseaba cumplir la promesa hecha a mi padre. María estaba de acuerdo con mi parecer y así se lo dijo a su hermano, quien finalizó por conformarse con mi decisión. Me propuso montar un negocio de sociedad, a lo cual accedí gustoso.
Era la víspera de Navidad, y para demostrar mi firme resolución de cambiar de vida, empecé por negarme a ir de parranda y fui con María a pasar las fiestas en casa de mi padre. Puesto que era la última semana de mi estancia en Marsella, se convino en dar al domingo siguiente una fiestecita de despedida a unos amigos antes de partir hacia París. El martes de esa misma semana fui a cenar a la casa de mi familia. Mi padre me llamó aparte para entregarme una carta; extrañado la abrí inmediatamente y me sorprendí al ver que era de La Tía Antonia, quien para el día siguiente me citaba en un café de la plaza Castellana. Insistía en que acudiera a la cita pues me convenía bastante; sin embargo, debía ir solo. Le pregunté a mi padre la forma en que la misiva había llegado a sus manos, y me contestó que una señora, cuyas señas correspondía a La Tía, había ido a verlo a su taller y primero quiso saber el precio de la escultura de un mausoleo; después, si él era mi padre, a lo que contestó afirmativamente; y luego le había entregado la carta. Recordé que mi padre tenía teléfono en su taller y una vez que tuve necesidad de hablarle desde Tolón, estaba conmigo La Tía Antonia; deduje que pudo enterarse del número del teléfono, lo localizó después en el directorio y así supo la dirección de mi padre. Desde la fecha en que dejé plantada a La Tía en Tolón, antes de mi deserción, no había vuelto a saber más de ella, pero tenía la certeza de que debía haber vuelto a Marsella y siempre procuraba no concurrir a los lugares donde había más probabilidades de tropezar con ella.
No comenté con nadie lo del recado ni quise que María se enterase, para evitar discusiones y dificultades inútiles. Pensaba que al cabo sólo faltaban unos días para ausentarme de Marsella. Lo urgente y conveniente de ir a la cita, como La Tía me especificaba en la carta, lo atribuí a un pretexto de la robusta patrona para que reanudásemos nuestras relaciones o poder echarme en cara mi conducta hacia ella, muy poco caballerosa, por cierto. Sabiendo lo escandalosa que era, no sentía el menor deseo de ir a enfrentarme con ella en un lugar público, exponiéndome a una discusión que ni mi conciencia y mucho menos mi situación me lo permitían. Resolví callarme, destruí la carta y, naturalmente, no fui a la cita. Como yo salía para París el próximo lunes sin falta, creía que esto solucionaría el problema, pero cometí el error de no poner al tanto a Alberto, en vista de que La Tía conocía nuestras actividades delictuosas; además, era una mujer celosa y para colmo había sido ofendida por mí.
Alberto tenía mayor edad que yo, era desconfiado y astuto, conocía mejor la vida y estoy seguro de que él me hubiera salvado de una desgracia, que fue lo que cambió para siempre el curso de mi vida. No dejaba de comprender que existía el peligro de una delación por parte de esa mujer, pero me negaba a creer que siendo cómplice ella misma nos denunciara exponiendo su persona a las graves consecuencias de su acto. Además, pensaba que si quisiera perjudicarme de esa forma, no me hubiese dado cita para verla.