6. “El negocio”

Alberto había alquilado una alegre casita fuera de la ciudad y situada a la orilla del mar; quedamos en que al día siguiente la pasaríamos ahí por ser el último de mi licencia. Nos fuimos los cuatro en el coche con la cajuela repleta de vituallas, vinos y licores; se unieron a nosotros Emilio, su señora y una prima de ésta. Llegamos a la casita, que se encontraba a 10 kilómetros de la ciudad; era un caluroso día de junio y después de gozar de un excelente baño de mar, el cual nos abrió el apetito, empezaron los aperitivos y enseguida la comida; las botellas de vino que adornaban la mesa se vaciaron rápidamente. Con la música de una vitrola, bailamos y nos divertimos. Yo tenía que estar a bordo de mi barco a las nueve de la noche, por lo cual debía irme en un tren que salía de Marsella a las 18 horas. Eran las cinco de la tarde, tenía que partir y quise despedirme; pero María empezó a suplicarme que no me fuera, que ya no quería separarse de mí, tanto más porque en Tolón se encontraba La Tía. Me di cuenta de que estaba algo mareada por el vino, y yo mucho más. Mis amigos se encontraban en el mismo estado, por lo cual comprendí que ningún consejo podía esperar de nadie y opté por quedarme ahí. Al día siguiente mandé el uniforme al cuartel: ¡ya era un desertor!

Duro golpe recibieron mis padres cuando se enteraron, pero ya era tarde y no había remedio. Tenía en mi poder los documentos de identidad de mi desaparecido hermano, cuya ficha signalética correspondía con la mía en la talla, la corpulencia y la descripción fisonómica, pues tenía los mismos datos y se diferenciaba sólo en la edad.

A los pocos días me fui a Lyon a casa de Emilio, quien era nativo de esa ciudad. María me acompañaba, y yo hubiera sido feliz si no tuviese el remordimiento por el dolor que acababa de ocasionar a mis padres.

En mi alma sentía arrepentimiento, pero me faltaba fuerza de voluntad para resistir las circunstancias que me empujaban al camino del mal.

De Lyon salimos para París con Alberto y su mujer. Nos hospedamos en un hotel de Montmartre del Boulevard Ordener. Comenzamos a visitar los lugares de diversión de la capital, y cuando el dinero que teníamos se agotaba, alquilamos una casa sola en un suburbio de París.

Sin decirme nada, Alberto había conseguido un billete de 100 francos del Banco de Alger. Esos billetes circulaban en todas las colonias francesas de África del Norte, o sea, en Alger, Orán y Túnez. Pronto conseguimos un buen material e incluso buena tinta y papel, y me puse a trabajar el grabado. Por supuesto, ya tenía yo más experiencia y con más facilidad y perfección lo hice.

A finales de septiembre de 1919 estaban terminados los billetes, los cuales escondimos en un baúl de doble fondo. Salimos de París en tren con destino a Port Ventre, pequeño puerto del Mediterráneo donde embarcamos vía Orán. Éramos Alberto, su mujer, Emilio y su esposa, la prima de ésta, María y yo. Después de una travesía de 28 horas, desembarcamos en Orán sin contratiempo alguno; el resguardo de ahí ni siquiera revisó nuestro equipaje.

En la ciudad africana nos repartimos en dos hoteles; en uno, Emilio y sus dos acompañantes; en el otro, Alberto, María y yo.

Después de descansar, nos aseamos y salimos a recorrer la ciudad para conocer los lugares más apropiados para la circulación. Pronto formamos nuestro itinerario.

Cenamos en un restaurante de primera clase. Juzgándonos por nuestra indumentaria, cualquiera hubiera creído que éramos turistas o hijos de familia acomodada. Salimos del restaurante, dimos un corto paseo y nos separamos para ir a nuestros respectivos hoteles. Al día siguiente nos dividimos en tres grupos: uno formado por Emilio y sus dos acompañantes; el otro, por Alberto y su esposa; el tercero, por María y yo. Según el plan concebido la víspera, nos repartimos en diversos lugares de la ciudad, era un sábado; comenzamos a las nueve de la mañana y no nos reunimos sino hasta en la noche, en el cuarto de Alberto.

Hasta ahí todo había salido bien; la cantidad de billetes puestos en circulación pasaba como lo habíamos previsto. Sólo se nos presentaba un problema ocasionado por la infinidad de artículos cuya compra era imprescindible para poder cambiar los billetes; si alguna complicación se presentaba y nos encontraban con estos objetos en nuestro poder, podíamos comprometernos.

La mercancía tenía un valor de 5 mil francos, o sea 15 o 20 por ciento de los billetes falsos cambiados ese día, por lo cual resolvimos hacer lo siguiente: Alberto clasificó los objetos y con un maletín se fue muy tranquilo a ofrecerlos a la mitad de su valor a los comerciantes del ramo de cada artículo. En dos horas había hecho una liquidación completa, no obstante que era domingo y el comercio sólo abría en las mañanas para cerrar a las 12. A las tres de la tarde salimos de Orán rumbo a Alger.

La ciudad de Alger es más populosa que la de Orán. Ahí repetimos la circulación en mayor escala y nos deshicimos de la mercancía de igual manera que Alberto lo había hecho. Permanecimos tres días en la ciudad de Alger, la cual encontramos a nuestro gusto, nos divertimos todo lo que pudimos, pero siempre con medida y prudencia. De Alger fuimos a Túnez. Hasta ese momento no habíamos tenido contratiempo alguno y estábamos muy satisfechos de nuestro viaje. Sin embargo, ahí fue donde nos llevamos el primer disgusto por un incidente ajeno a la falsificación: nuestro equipaje había aumentado por la cantidad de prendas adquiridas para nuestro uso personal; tuvimos que comprar más maletas para acomodarlas, y llegando a la estación de Túnez, un enjambre de cargadores árabes se precipitó sobre nuestros equipajes, disputándose el derecho de llevarlos. Lo mismo nos sucedió a nuestra llegada a Orán y Alger, pero ahora, como teníamos más equipaje, era más difícil vigilar a los activos y malintencionados cargadores; dos hijos de Mahoma forcejeaban entre sí por la posesión de una maleta nuestra, jaloneándosela cada uno para su lado hasta que ésta se abrió y su contenido quedó esparcido en el suelo. Aprovechando la confusión ocasionada por el incidente, un árabe como de 14 años, quien cargaba una de las maletas más chicas, donde llevábamos mil 200 francos en monedas que no habíamos tenido tiempo de cambiar por billetes en Alger, empezó a adelantarse sospechosamente; pero en ese momento otro de los cargadores, ya de edad, que llevaba a cuestas el baúl de doble fondo con los billetes espurios, mañosamente trataba de irse por otra dirección. Opté por pararlo, lo que aprovechó el muchacho para arrancar a toda velocidad; dobló la esquina de la primera calle con rapidez del rayo y no le vi más.

Llegamos sin más contratiempos al hotel. Estábamos malhumorados, no tanto por el dinero que se había llevado el ladronzuelo, sino por el disgusto que nos causó que creyéndonos muy vivos nos habían visto la cara de tontos.

En Túnez nos fue igual que en Orán y Alger, pues acabamos de meter en circulación los billetes que nos quedaban. Ya sin nada que nos comprometiera en nuestro equipaje, pasamos ocho días en Túnez y de allí viajamos en primera clase en un barco italiano rumbo a Nápoles, donde residían los padres de Alberto y María. Emilio, su mujer y la prima de ésta habían embarcado la víspera para Marsella. Nos despedimos con el compromiso de escribir ambas partes a lista de correos. Durante el viaje, mi amigo Alberto me puso al tanto de la situación; hacía cinco años que se había casado en Italia y tenía dos hijos, uno de dos y otro de cuatro años. Su esposa legítima vivía en casa de los padres de él, y provenía de una familia de la alta sociedad napolitana; contra la voluntad de su familia contrajo matrimonio con mi amigo, quien era de distinta posición social. Unos años después de casado, Alberto, quien desempeñaba el empleo de contador en una casa comercial, tuvo un desfalco de 5 mil liras y huyó a Francia después de haber estado a punto de ser detenido por la policía.

Meses después, su esposa, su primer niño y su hermana María fueron a Marsella a vivir a su lado. La razón por la cual María dejó la casa de sus padres para venir a Francia a vivir con su hermano fue un desliz que había tenido y a consecuencia del nacimiento de un niño, hijo de un joven cuyo padre, un conocido industrial, se negó a que su vástago se casara con ella. Durante dos años Alberto vivió en Marsella con su esposa, el niño y su hermana, pero en ese tiempo conoció y se enamoró de Luciana, su amante actual, y para poder ser más libre y convivir con ella, tomó como pretexto que su esposa iba a ser madre y la mandó otra vez a Italia con su familia, donde todavía se encontraba en esa fecha. Su querida sabía esto, pero como lo amaba, estaba conforme; y como si todo lo que me acababa de contar mi distinguido amigo fuese poco, tuvo, además la ocurrencia de pedirme que simulara ser el hermano de Luciana. Por otra parte, María me pedía el favor de que ante sus padres y demás familiares me presentara como su esposo y dijera que pocos días antes nos habíamos casado precipitadamente por cuestiones de familia, y además que mi padre era un rico armador de Marsella, quien se oponía a nuestro enlace matrimonial, motivo por el cual veníamos en esa forma imprevista a Nápoles en viaje de bodas.

A decir verdad, no estaba muy entusiasmado con el papel que me tocaba desempeñar en la farsa en la cual Alberto me comprometía. Pero era mi mejor amigo. En cuanto a María, la quería y no vacilé mucho en aceptar.

Desde Túnez, Alberto había telegrafiado a sus padres, y a nuestra llegada a Nápoles, ellos, su esposa con sus dos niños, el muchacho de María, dos de sus hermanos, una hermana soltera, su tío, una tía y tres o cuatro primos nos esperaban en un compacto grupo en el muelle. Después de múltiples abrazos entre padres e hijos, con la exuberancia que caracteriza a los italianos del sur, la presentación hecha de mi “hermana Luciana” y la mía como esposo legítimo de María, me encontré de un golpe como padre adoptivo y miembro de una numerosa familia, la que horas antes era para mí completamente desconocida. Quise retirarme a un hotel con “mi señora” y “mi hermana”, pero el suegro categóricamente se opuso. Su concepto de la hospitalidad exigía que todos fuéramos alojados en su casa. Luciana compartió el cuarto de la hermana soltera de Alberto. Mi esposa y yo, una recámara con los dos hermanos; un biombo separaba la cama de mis cuñados de la nuestra. La convivencia era bastante molesta para mí y creo que así lo comprendió mi suegro, porque a los pocos días ordenó a sus hijos que se fueran a vivir a casa del tío por el tiempo que me quedara en Nápoles.

Mis cuñados fueron reemplazados por el hijo de María, un niño de lo más simpático y bonito a quien tomé cariño desde el momento en que lo vi, como también él a mí. Los padres de Alberto eran buenas personas, honradas y cariñosas; llenaban de toda clase de atenciones a “mi hermana” y a mí principalmente; alguien parecía querer demostrar gratitud tal vez por haberme casado, contra la voluntad de mi “padre”, el rico armador, con su hija y sin tomar en cuenta su pasado. ¡Pobres viejitos! Viéndolos tan sinceros y sin malicia, pensé que existía un gran contraste con respecto a Alberto, y el dicho popular, “de tales padres tales hijos”, en este caso distaba mucho de ser cierto. A menudo me sentía avergonzado por el engaño del cual era cómplice, pero creía que probablemente era mejor que esta pobre gente no supiera la triste verdad.