park
Ya no intentaba evocar su recuerdo.
Ella volvía cuando le apetecía, en sueños, en mentiras y en sensaciones vagas de algo ya vivido.
A veces, por ejemplo, cuando se dirigía al trabajo, veía a una pelirroja en una esquina cualquiera y por un sobrecogedor instante habría jurado que era ella.
O se despertaba en mitad de la noche, convencido de que Eleanor le estaba esperando fuera. Seguro de que Eleanor necesitaba ayuda.
Sin embargo, ya no era capaz de evocarla. A veces no recordaba ni su aspecto, ni siquiera cuando miraba la foto. (Puede que la hubiera mirado demasiado).
Ya no hacía lo posible por evocarla.
Así pues, ¿por qué seguía yendo allí? A aquella casucha…
Eleanor no estaba allí, nunca estuvo realmente allí; y se había marchado hacía mucho tiempo. Casi un año ya.
Park dio media vuelta para alejarse pero la camioneta marrón dobló hacia el camino de entrada tan deprisa que estuvo a punto de atropellarlo. Él se quedó en la acera, esperando. Se abrió la portezuela del conductor.
A lo mejor, pensó Park. A lo mejor por eso estoy aquí.
El padrastro de Eleanor —Richie— bajó despacio de la cabina del conductor. Park lo reconoció de la otra vez que lo había visto, cuando le había llevado a Eleanor la segunda entrega de Watchmen y el hombre había abierto la puerta…
El último número de Watchmen salió algunos meses después de la partida de Eleanor. Park se preguntaba si ella lo habría leído, si pensaría que Ozymandias era un malvado y qué creía que había querido decir el Doctor Manhattan con su frase final: «Nada termina nunca». Park se preguntaba cada día qué pensaba Eleanor acerca de todo.
Richie no vio a Park enseguida. El hombre se movía lentamente, con inseguridad. Cuando reparó en el chico, lo miró como si no acabara de creerse que hubiera alguien allí.
—¿Quién eres? —gritó Richie.
Park no respondió. Richie se dio la vuelta a trompicones y se tambaleó hacia Park.
—¿Qué quieres?
Incluso a casi un metro de distancia se apreciaba el tufo rancio que desprendía. A cerveza y a sótanos.
Park se quedó donde estaba.
Quiero matarte, pensó. Y puedo hacerlo, comprendió. Debería.
Richie no era mucho más alto que Park, y estaba borracho y desorientado. Además, era imposible que tuviera tantas ganas de lastimar a Park como este de hacerle daño a él.
A menos que Richie fuera armado o que tuviera mucha suerte, Park podía liquidarlo.
Richie se acercó vacilante.
—¿Qué quieres? —volvió a gritar.
La fuerza de su propia voz le hizo perder el equilibrio y cayó hacia delante como un fardo. Park tuvo que retroceder para no frenar su caída.
—Coño —se lamentó Richie.
Luego se puso de rodillas e hizo esfuerzos por recuperarse.
Quiero matarte, pensó Park.
Y puedo.
Alguien debería hacerlo.
Park miró sus Doc Martens con puntera de acero. Se las acababa de comprar en la tienda de discos (rebajadas, con descuento de empleado). Miró la cabeza de Richie, que colgaba allá abajo como una bolsa de cuero.
Park lo odiaba más de lo que creía posible odiar a nadie. Con una rabia más intensa de lo que jamás hubiera concebido…
Casi.
Levantó la bota y dio un pisotón al suelo justo delante de la cabeza de Richie. Hielo, barro y piedras cayeron en la boca abierta del hombre. Richie tosió violentamente y volvió a desplomarse.
Park aguardó a que se levantara, pero Richie se quedó allí tendido, maldiciendo y quitándose sal y gravilla de los ojos.
No estaba muerto. Pero no se levantaba.
Park esperó.
Luego se fue andando hacia su casa.
eleanor
Cartas, postales, paquetes amarillos acolchados que repiqueteaban cuando los movías. Todos cerrados, todos sin leer.
Se sentía fatal cuando llegaban cada día. Se sintió aún peor cuando dejaron de llegar.
De vez en cuando, los extendía sobre la alfombra como cartas de tarot, como tabletas de chocolate Wonka, y se preguntaba si sería demasiado tarde.