park
Eleanor salió de la camioneta y Park se alejó hacia el maizal para hacer pis. (Le dio vergüenza, pero menos que mojar los pantalones).
Cuando volvió, ella le esperaba sentada en el capó. Estaba hermosa, salvaje, echada hacia delante como un mascarón.
Park se sentó a su lado.
—Hola —dijo él.
—Hola.
Park se recostó contra ella y estuvo a punto de llorar de alivio cuando Eleanor apoyó la cabeza en su hombro. Parecía del todo inevitable que Park volviera a llorar aquel día.
—¿De verdad lo crees? —le preguntó Eleanor.
—¿A qué te refieres?
—Eso de que… habrá otras oportunidades. Que habrá una siquiera.
—Sí.
—Pase lo que pase —declaró ella con convicción—, no pienso volver a casa.
—Ya lo sé.
Eleanor guardó silencio.
—Pase lo que pase —dijo Park—, te quiero.
Ella le rodeó la cintura con los brazos y él le abrazó los hombros.
—No me puedo creer que la vida nos diera esto —siguió diciendo Park— para quitárnoslo después.
—Yo sí —repuso ella—. La vida es una zorra.
Park la sujetó con más fuerza y hundió la cara en su cuello.
—Pero depende de nosotros —afirmó con suavidad—. No tenemos por qué perderlo.
eleanor
Se sentó pegada a él durante el resto del viaje, aunque el cinturón de seguridad no alcanzase y tuviera el cambio de marchas entre las piernas. Supuso que aun así viajaba mucho más segura que en la caja del Isuzu de Richie.
Se detuvieron en otra área de servicio y Park le compró un refresco de cereza y cecina para comer. Él llamó a sus padres a cobro revertido; aún no se podía creer que no le hubieran puesto pegas.
—Mi padre está tranquilo —dijo Park—. Creo que mi madre está de los nervios.
—¿Han tenido noticias de mi madre o… de alguien?
—No. Como mínimo, no lo han mencionado.
Park le preguntó si quería llamar a su tío. Aún no.
—Apesto a garaje de Steve —comentó Eleanor—. Mi tío va a pensar que soy camello.
Park se rio.
—Me parece que te derramaste cerveza en la camisa. A lo mejor solo piensa que eres alcohólica.
Eleanor se miró la camisa. Se le había manchado de sangre cuando se había cortado en la cama y llevaba un pegote en el hombro, seguramente mocos de todo aquel llanto.
—Toma —dijo Park.
Se estaba quitando la sudadera. Luego hizo lo mismo con la camiseta. Se la tendió a Eleanor. Era de color verde y en el pecho llevaba escrito «Prefab Sprout».
—No me la puedo quedar —replicó ella mientras Park se ponía la sudadera sobre el pecho desnudo—. Es nueva.
Además, seguro que no le cabía.
—Ya me la devolverás.
—Cierra los ojos —le ordenó Eleanor.
—Claro —asintió Park en voz baja. Miró a otra parte.
No había nadie más en el aparcamiento. Eleanor se agachó y se puso la camiseta de Park debajo de la suya. Luego se quitó la camisa sucia. Así se cambiaba en clase de gimnasia. La prenda le quedaba tan ajustada como el mono de gimnasia… pero olía a limpio, igual que Park.
—Vale —dijo Eleanor.
Park abrió los ojos y le cambió la sonrisa.
—Quédatela.
Cuando llegaron a Minneapolis, pararon en otra gasolinera para pedir indicaciones.
—¿Es fácil llegar hasta allí? —preguntó Eleanor cuando Park regresó a la camioneta.
—Coser y cantar —afirmó Park—. Ya casi estamos.