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—No me apetece cocinar —declaró la madre de Park.
Solo estaban ellos tres: Park, su madre y Eleanor. Sentados en el sofá, veían La ruleta de la fortuna. El padre de Park se había ido de caza y no volvería hasta más tarde, y Josh se había quedado a dormir en casa de un amigo.
—Podría calentar una pizza —propuso Park.
—O ir a buscar una —respondió su madre.
Park miró a Eleanor; no sabía si ella querría salir. Abrió mucho los ojos en ademán de pregunta y ella se encogió de hombros.
—Sí —dijo Park muy sonriente—. Vamos a buscar pizzas.
—Estoy cansada —se excusó la madre de Park—. Eleanor y tú id a buscar pizza.
—¿En coche?
—Claro —repuso la mujer—. ¿Tienes miedo?
Jo, ahora era su madre la que lo llamaba nenaza.
—No, claro que no. ¿Vamos a Pizza Hut? ¿Llamamos primero?
—Adonde queréis —contestó su madre—. No tengo hambre. Id. Cenad. Vais a cine o algo.
Eleanor y Park la contemplaron de hito en hito.
—¿Seguro? —le preguntó su hijo.
—Sí, claro —insistió ella—. Yo nunca tengo casa para mí sola.
Se pasaba todo el día en casa, completamente sola, pero Park prefirió no mencionarlo. Eleanor y él se levantaron despacio del sofá. Como si temieran que la madre de Park les fuera a decir «¡Inocentes!» más de tres meses después de la fecha.
—Llaves están en gancho —les indicó—. Dame mi bolso.
Sacó veinte dólares de la cartera y luego diez más.
—Gracias —dijo Park, aún inseguro—. Pues… ¿nos vamos?
—Todavía no —la madre de Park miró las ropas de Eleanor y frunció el ceño—. Eleanor no puede salir así.
Si las dos hubieran tenido la misma talla, la habría obligado a ponerse una minifalda lavada a la piedra allí mismo.
—Pero si he ido todo el día vestida así —objetó Eleanor.
Llevaba unos pantalones militares y una camisa de hombre de manga corta encima de una camiseta lila de manga larga. A Park le encantaba la pinta que tenía. (En realidad, la encontraba adorable, pero seguro que a Eleanor la asqueaba esa palabra).
—Deja yo arreglo tu pelo —se ofreció la madre de Park.
Se la llevó al baño y le puso unos cuantos pasadores.
—Abajo, abajo, abajo —dijo.
Park se apoyó contra el marco para mirarlas.
—Me resulta raro que estés viendo esto —comentó Eleanor.
—No es la primera vez —repuso él.
—Park me ayudará a arreglar tu pelo día de boda —declaró la madre.
Tanto Park como Eleanor miraron al suelo.
—Te espero en la sala —dijo Park.
Pocos minutos después, Eleanor ya estaba lista. Llevaba el pelo perfecto, resplandeciente y en su sitio, los labios de un rosa brillante. Park supo al instante que sabía a fresa.
—Muy bien —los despidió la madre de Park—. Id. Pasadlo bien.
Caminaron hacia el Impala, y Park le abrió la portezuela a Eleanor.
—Puedo abrir sola —protestó ella.
Cuando Park llegó al otro lado, se echó sobre el asiento del conductor y le abrió a su vez.
—¿Adónde vamos? —preguntó él.
—No sé —contestó Eleanor, hundiéndose en el asiento—. ¿No podríamos salir del barrio? Me siento como si fuera a cruzar el Muro de Berlín.
—Ah —dijo Park—. Sí.
Arrancó el coche y la miró.
—Agáchate más. Tu pelo brilla en la oscuridad.
—Gracias.
—Ya sabes por qué lo digo.
Park guio el coche hacia el oeste. No había nada al este del vecindario salvo el río.
—No pases por delante del Rail —le advirtió Eleanor.
—¿De dónde?
—Tuerce aquí a la derecha.
—Vale…
Park la miró y se echó a reír. Estaba acuclillada en el suelo.
—No tiene gracia.
—Un poco de gracia sí tiene —repuso Park—. Tú estás en el suelo y a mí solo me dejan coger el coche porque mi padre no está en la ciudad.
—A tu padre no le importa dejarte el coche. Lo único que quiere es que aprendas a conducir con marchas.
—Ya sé llevar un coche con marchas.
—¿Y entonces qué problema hay?
—Yo soy el problema —replicó Park, molesto—. Oye, ya hemos dejado el barrio atrás. ¿Te puedes sentar ahora?
—Me sentaré cuando lleguemos a la calle 24.
Se sentó al llegar a la calle 24, pero no hablaron hasta la 42.
—¿Adónde vamos? —preguntó Eleanor.
—No sé —respondió Park. Y era verdad. Solo sabía ir al instituto y al centro, eso era todo—. ¿Adónde quieres ir?
—No sé —dijo Eleanor.
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Quería ir al «punto de inspiración». Por desgracia, que ella supiese, un lugar así solo existía en la serie de televisión Días felices.
Y no le apetecía preguntarle a Park: «Oye, ¿adónde vais cuando queréis empañar las ventanillas?». Porque ¿qué pensaría de ella? O aún peor, ¿y si se lo decía?
Eleanor hacía lo posible por no dejar que las habilidades de Park al volante la impresionaran, pero cada vez que él cambiaba de carril o miraba el espejo retrovisor se sorprendía a sí misma contemplándolo extasiada. No le habría extrañado que encendiera un cigarrillo o pidiera un whisky con hielo. Parecía tan mayor…
Eleanor aún no tenía permiso para hacer prácticas. Su madre ni siquiera se había sacado el carné, así que el suyo no se consideraba una prioridad.
—¿Tenemos que ir a alguna parte? —preguntó ella.
—Bueno, a alguna parte tendremos que ir —repuso Park.
—Ya, pero ¿tenemos que ir a alguna parte?
—¿Qué quieres decir?
—¿No podemos buscar un sitio para estar juntos? ¿Adónde van los demás cuando quieren estar juntos? Por mí, no hace falta ni que bajemos del coche…
Park la miró y luego devolvió la vista a la carretera, nervioso.
—Vale —dijo—. Sí. Sí, deja que…
Entró en un aparcamiento y dio media vuelta.
—Iremos al centro.
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Al final, sí que bajaron del coche. Una vez en el centro, Park quiso enseñarle a Eleanor Drastic Plastic, el Anticuario y las demás tiendas de discos. Ella ni siquiera conocía el Mercado Antiguo, que era prácticamente el único sitio al que se podía ir en Omaha.
Varios chicos y chicas pululaban también por el centro, muchos de ellos con una pinta aún más rara que la de Eleanor. Park la llevó a su pizzería favorita. Y luego a su heladería favorita. Y a la tercera de sus tiendas de cómics de segunda mano favoritas.
Fingía que tenían una cita, y luego recordaba que en verdad la tenían.
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Park la llevaba cogida de la mano, como si fueran novios. Porque lo somos, boba, se decía Eleanor una y otra vez.
Y lo eran, para desesperación de la dependienta de la tienda de discos. Llevaba ocho pendientes en cada oreja, y sin duda consideraba a Park lo más de lo más. Miró a Eleanor como diciendo: «¿Me tomas el pelo?». Y Eleanor la miró en plan de: «Ya lo sé, ¿vale?».
Recorrieron todas las calles de la zona del mercado, y luego se dirigieron a un parque. Eleanor ni siquiera sabía que todo aquello existiera. No se había dado cuenta de que Omaha fuera un sitio tan bonito. (Mentalmente, le atribuía el mérito a Park. El mundo se reconstruía a su alrededor para convertirse en un lugar mejor).
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Acabaron en Central Park. Versión Omaha. Eleanor tampoco había estado allí y aunque abundaban los charcos y seguía haciendo frío, no paraba de decir lo bonito que era.
—Oh, mira —exclamó—. Cisnes.
—Creo que son gansos —repuso Park.
—Pues son los gansos más preciosos que he visto en mi vida.
Se sentaron en un banco del parque a mirar cómo los gansos se acomodaban a la orilla del estanque. Park la rodeó con el brazo y Eleanor apoyó la cabeza en su hombro.
—Hagamos esto más veces —propuso Park.
—¿Qué?
—Salir.
—Vale —aceptó ella.
No le dijo que tendría que aprender a conducir un coche con marchas, para alivio de Park.
—Deberíamos ir al baile —siguió diciendo él.
—¿Cómo? —Eleanor levantó la cabeza.
—El baile. Ya sabes, el baile de graduación.
—Ya sé lo que es, pero ¿por qué íbamos a ir?
Porque quería ver a Eleanor llevando un bonito vestido. Porque quería ayudar a su madre a arreglarle el pelo.
—Porque es el baile de graduación —dijo Park.
—Y es un asco —replicó ella.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque el tema del baile es «I Want To Know What Love Is».
—No es una canción tan mala —arguyó Park.
—¿Has bebido o qué? Es de Foreigner.
Park se encogió de hombros y le puso un rizo en su sitio.
—Ya sé que es un asco —admitió—. Pero si no vas, te lo pierdes. Solo se celebra una vez.
—Tres veces, en realidad.
—Vale, ¿irás conmigo al baile de graduación el año que viene?
Eleanor se echó a reír.
—Sí —dijo—. Iremos al año que viene. Así mis amiguitos los pájaros y los ratones tendrán tiempo de sobra para hacerme un vestido. Claro. ¿Por qué no? Vayamos al baile de graduación.
—No te lo crees —le reprochó él—. Pues ya lo verás. No me voy a ir a ninguna parte.
—Al menos hasta que aprendas a conducir un coche con marchas.
Eleanor podía ser agotadora.
eleanor
El baile de graduación. Claro. Seguro que irían.
La cantidad de trolas que tendría que contarle a su madre… no podía ni empezar a pensar.
Aunque bien pensado, tampoco era tan descabellado. Podía decirle a su madre que iba al baile con Tina. (La buena de Tina). Y se podía arreglar en casa de Park; a la madre le encantaría. El problema era el vestido…
¿Existirían los vestidos de noche de su talla? Tendría que comprarlo en la sección de vestidos para la madre del novio. Y robar un banco. Además, aunque le cayera un billete de cien dólares del cielo, Eleanor jamás se lo gastaría en algo tan absurdo como un traje de fiesta.
Se compraría unas Vans nuevas. O un sujetador decente. O un radiocasete.
En realidad, seguramente se lo daría a su madre.
El baile de graduación. Claro.
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Después de prometer que sería su pareja en el baile de graduación del año siguiente, Eleanor había accedido a acompañarlo a su primera puesta de largo, a la fiesta de los Oscar y a cualquier baile al que fuera invitado.
Ella se reía tanto que los gansos protestaron.
—Graznad, graznad —les dijo—. Os creéis que me intimidáis con vuestro precioso plumaje, pero yo no soy de esas.
—Por suerte para mí —intervino Park.
—¿Por suerte para ti? ¿Por qué?
—Da igual.
Ojalá no lo hubiera dicho. Pretendía bromear y hacerse la víctima, pero no quería hablar de la atracción que Eleanor ejercía sobre él.
Eleanor lo miraba con atención.
—Tú eres la causa de que ese ganso me considere superficial.
—Creo que es un ánsar, ¿no? —dijo Park cambiando de tema—. ¿Los machos no son ánsares?
—Vale, muy bien, pues ese ánsar. Le queda bien. Es un chico muy guapo… Bueno, ¿y por qué es una suerte para ti?
—Porque… —empezó a decir Park, como si le doliese pronunciar cada sílaba.
—¿Por qué?
—¿Esa frase no es mía?
—Pensaba que podía preguntarte cualquier cosa. ¿Por qué?
—Por mi aspecto típicamente americano.
Park se pasó la mano por el pelo y miró al suelo.
—¿Me estás diciendo que no te consideras guapo? —preguntó Eleanor.
—No quiero hablar de eso —replicó Park, cogiéndose la nuca—. ¿Podemos volver al tema del baile de graduación?
—¿Te pones en este plan para que te diga lo mono que eres?
—No —repuso Park—. Me pongo en este plan porque creo que es evidente.
—No es evidente —dijo Eleanor.
Se giró en el banco para poder mirarlo a los ojos y lo obligó a bajar la mano.
—Nadie cree que los asiáticos estén buenos —declaró Park por fin. Tuvo que desviar la mirada para decirlo. No solo miró a otra parte, también apartó la cara—. Por lo menos, no aquí. Supongo que en Asia están mejor considerados.
—Eso no es verdad —objetó Eleanor—. ¿Qué me dices de tu madre y tu padre?
—El caso de las chicas es distinto. A los blancos, las asiáticas les parecen exóticas.
—Pero…
—¿Estás tratando de pensar en algún asiático buenorro para demostrarme que me equivoco? Porque no los hay. He tenido toda la vida para pensar en ello.
Eleanor se cruzó de brazos. Park miraba en dirección al lago.
—¿Y qué me dices de aquella serie? —objetó—. ¿La del tío que hacía kárate?
—¿Kung Fu?
—Eso.
—El actor era blanco, y el personaje era un monje.
—¿Y qué me dices de…?
—No hay —repitió Park—. Mira M*A*S*H. La historia transcurre en Corea, y los médicos siempre están tonteando con las coreanas, ¿no? Pero cuando las enfermeras tienen permiso, no se van a Seúl a buscar tíos buenos. Todo lo que en ellas resulta exótico en los hombres se considera afeminado.
El ánsar aún les estaba graznando. Park cogió un pegote de nieve medio derretida y se la tiró al ganso sin mucha convicción. Seguía sin mirar a Eleanor.
—No sé qué tiene que ver todo eso conmigo —dijo ella.
—Pero tiene mucho que ver conmigo —repuso Park.
—No —Eleanor le cogió la barbilla y lo obligó a mirarla—. No es verdad. Ni siquiera sé qué significa que seas coreano.
—¿Aparte de lo evidente?
—Sí —respondió Eleanor—, exacto. Aparte de lo evidente.
Luego lo besó. A Park le encantaba que ella tomara la iniciativa.
—Cuando te miro —prosiguió Eleanor, inclinada hacia él—, no sé si me pareces tan mono porque eres coreano, pero estoy segura de que no me lo pareces a pesar de ello. Sencillamente me pareces mono. O sea, eres tan guapo, Park…
A Park le volvía loco que Eleanor pronunciara su nombre.
—A lo mejor es que me gustan los coreanos —bromeó Eleanor— y ni siquiera me había dado cuenta.
—Pues menos mal que soy el único de Omaha —repuso Park.
—Y menos mal que nunca me voy a marchar de este basurero.
Empezaba a hacer frío y seguramente se estaba haciendo tarde. Park no llevaba reloj.
Se levantó y ayudó a Eleanor a hacer lo mismo. Se dieron la mano y atajaron por el parque para llegar al coche.
—Ni siquiera yo sé lo que significa ser coreano —observó Park.
—Bueno, yo tampoco sé lo que quiere decir ser danesa y escocesa —replicó ella—. ¿Acaso importa?
—Yo creo que sí —dijo él—, porque es el rasgo por el que la gente tiende a identificarme. Es mi rasgo principal.
—Y yo te digo —insistió Eleanor— que tu rasgo principal es lo guapo que eres. Casi, casi adorable.
A Park, la palabra no lo asqueó en absoluto.
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Habían aparcado al otro lado del mercado. El callejón estaba casi vacío para cuando llegaron al coche. Eleanor volvía a sentirse tensa e inquieta. Aquel coche tenía algo que…
Puede que el Impala no fuera un coche sexy a primera vista, no como una furgoneta toda enmoquetada o algo así, pero por dentro la cosa cambiaba. El asiento delantero era casi tan grande como la cama de Eleanor, y el trasero parecía el escenario de una novela de Erica Jong.
Park le abrió la portezuela y luego rodeó el coche para entrar.
—No es tan tarde como pensaba —dijo mirando el reloj del salpicadero. Las ocho y media.
—Sí —asintió Eleanor. Dejó caer la mano junto a Park. Intentó que el gesto pareciese casual, pero resultó bastante explícito.
Park se la cogió.
Se trataba de una de aquellas noches. Cada vez que posaba los ojos en él, Park le devolvía la mirada. En cuanto le entraban ganas de besarlo, Park cerraba los ojos.
Léeme la mente, pensó Eleanor.
—¿Tienes hambre? —preguntó Park.
—No.
—Vale —Park apartó la mano e introdujo la llave de arranque. Eleanor le tiró de la mano antes de que la girara.
Él dejó caer las llaves y, en un solo movimiento, se dio la vuelta para cogerla en brazos. En serio, la cogió en brazos. Su fuerza siempre pillaba a Eleanor desprevenida.
Si alguien los hubiera visto en aquel momento (algo del todo posible, porque las ventanillas aún no estaban empañadas) habría pensado que Eleanor y Park hacían aquello constantemente. Jamás se habría imaginado que solo era la segunda vez.
En esta ocasión, todo fue distinto.
No avanzaban paso por paso, como cuando juegas a «un, dos, tres, el escondite inglés». Ni siquiera se besaban directamente en la boca. (Hacer las cosas una detrás de otra les habría requerido demasiado tiempo). Eleanor le levantó la camiseta a Park y se sentó a horcajadas sobre él. Y Park no paraba de tirar de ella, aunque ya no podía acercarla más.
Eleanor estaba encajada entre Park y el volante. Cuando él le metió la mano por debajo de la camiseta, ella se apoyó en el claxon. Ambos dieron un respingo, y Park le mordió la lengua sin querer.
—¿Te he hecho daño? —le preguntó a Eleanor.
—No —replicó ella, que se alegraba de que Park no hubiera retirado la mano. No parecía que le sangrase la lengua—. ¿Tú estás bien?
—Sí —Park respiraba con dificultad y era maravilloso.
Está así por mí, se dijo Eleanor.
—¿Crees que…? —dijo él.
—¿Qué?
Seguro que iba a decir que deberían parar. No, gritó Eleanor mentalmente, no. No pienses. No pienses, Park.
—¿No crees que…? No vayas a pensar que soy un pervertido, ¿vale? ¿No estaríamos mejor en el asiento trasero?
Eleanor se separó de él y se deslizó al asiento trasero. Madre mía, aquello era inmenso, era maravilloso.
Apenas un segundo después, Park se dejó caer sobre ella.
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Era delicioso sentirla bajo su cuerpo, aún mejor de lo que había esperado. (Y había supuesto que la sensación sería como estar en el cielo, en el nirvana y en aquella escena de Charlie y la fábrica de chocolate en la que Charlie echa a volar, todo al mismo tiempo). Park respiraba tan entrecortadamente que le faltaba el aire.
Era imposible que Eleanor estuviera sintiendo lo mismo que él, pero a juzgar por su rostro… Ponía las mismas caras que las chicas de los vídeos de Prince. Si Eleanor estaba experimentando sus mismas sensaciones, ¿cómo iban a detenerse?
Park le quitó la camiseta.
—Bruce Lee —susurró ella.
—¿Qué?
Eso no venía a cuento. Sus manos se paralizaron.
—Está buenísimo y es asiático. Bruce Lee.
—Ah —Park se rio, no pudo evitarlo—. Vale, te lo concedo.
Eleanor arqueó la espalda y Park cerró los ojos. Jamás se saciaba de ella.